22

—Dímelo bien…, Don-da-lah.

—Dices bien mi nombre.

—No. Ayla dice mal —y sacudió la cabeza con vehemencia—. Dime bien.

—Jondalar. Jon-da-lar.

—Zzzon…

—J… —y le enseñó, articulando con cuidado—, Jondalar.

—Zz…, dzh… —luchaba con el sonido desconocido—. Dzhon-da-larr —dijo finalmente, con una r muy marcada.

—¡Está bien! Está muy bien —aprobó el hombre.

Ayla sonrió ante su éxito; luego su sonrisa se volvió astuta.

—Dzhon-da-lar d’los Zel-ann-do-nyi.

Jondalar había dicho el nombre de su gente con mayor frecuencia que el suyo propio, y Ayla había estado ensayándolo a escondidas.

—¡Muy bien! —Jondalar estaba realmente sorprendido. No lo había pronunciado perfectamente, pero sólo un Zelandonii habría reconocido la diferencia. Su aprobación complacida hizo que los esfuerzos tuvieran su recompensa, y la sonrisa de Ayla era muy bella.

—¿Qué significa Zelandonii?

—Significa mi pueblo. Hijos de la Madre que viven en el sudoeste. Doni significa la Gran Madre Tierra. Los Hijos de la Tierra: creo que es lo más fácil de decir. Pero todos los pueblos se llaman a sí mismos Hijos de la Tierra, cada uno en su idioma. Tan sólo significa gente.

Estaban el uno frente al otro, recostados en un tronco de abedul dividido desde la voluminosa base. Aunque empleaba un bastón y todavía cojeaba mucho al andar, Jondalar agradecía estar en el prado verde del valle. Desde sus primeros pasos vacilantes, día a día había caminado un poco más. Su primera excursión por el sendero empinado había sido terrible… pero un verdadero triunfo. La subida resultó más fácil que la bajada.

Aún no sabía cómo habría podido Ayla llevarle a la cueva al principio, sin ayuda. Porque si la habían ayudado, ¿dónde estaban los demás? Era una pregunta que había querido hacerle desde hacía mucho, pero, al principio, no le habría entendido y después parecía impropio interrogarla sólo para satisfacer su curiosidad. No obstante, había estado esperando el momento oportuno, y parecía que había llegado ya.

—¿Quién es tu pueblo, Ayla? ¿Dónde está?

La sonrisa se borró del rostro de la mujer y Jondalar casi se arrepintió de haber hecho la pregunta. Al cabo de un prolongado silencio, comenzó a creer que le había comprendido.

—No pueblo, Ayla de ningún pueblo —respondió por fin apartándose del árbol y saliendo de su sombra. Jondalar cogió su bastón y echó a andar cojeando tras ella.

—Pero has tenido que tener un pueblo. Has nacido de una madre. ¿Quién te cuidó? ¿Quién te enseñó el arte de curar? ¿Dónde está ahora esa gente, Ayla? ¿Por qué estás sola?

Ayla siguió adelante mirando hacia abajo. No trataba de eludir la respuesta…, tenía que contestarle. Ninguna mujer del Clan podía negarse a contestar a una pregunta directa de un hombre. De hecho, todos los miembros del Clan, hombres y mujeres, respondían a las preguntas directas. Era, sencillamente, que las mujeres no hacían preguntas personales a los hombres, y los hombres tampoco se las hacían unos a otros. Generalmente se interrogaba a las mujeres. Las preguntas de Jondalar despertaban muchos recuerdos, pero no sabía responder a algunas y no sabía cuál era la respuesta para otras.

—Si no me quieres decir…

—No —dijo, mirándole y sacudiendo la cabeza—. Ayla dice —su mirada revelaba su turbación—. No sabe palabras.

Jondalar volvió a preguntarse si debería haberse abstenido de plantear la cuestión, pero sentía curiosidad y parecía que ella estaba dispuesta a satisfacerla. Se detuvieron de nuevo al lado de un voluminoso bloque de piedra, que había derribado parte de la muralla antes de quedarse en el valle. Jondalar se sentó en uno de los bordes donde la piedra se había partido y formaba un asiento a altura conveniente, con un respaldo inclinado.

—¿Cómo se llaman los de tu pueblo? —preguntó.

Ayla lo pensó un momento.

—El pueblo. Hombre…, mujer…, bebé —volvió a menear la cabeza, sin saber cómo explicarse—. El Clan —hizo el gesto para representar el concepto mientras pronunciaba.

—¿Cómo familia? Una familia es un hombre, una mujer y sus hijos, y viven en un mismo hogar… generalmente.

Ella asintió.

—Familia… más.

—¿Un pequeño grupo? Varias familias que viven juntas forman una Caverna —dijo—, aunque no vivan en una.

—Sí —dijo Ayla—, Clan pequeño. Y más. Clan significa toda la gente.

No le había oído pronunciar la palabra la primera vez, y no percibió el gesto que la acompañaba. La palabra era pesada, gutural, y había en ella esa tendencia que sólo podía explicar como si se tragara la parte interior de las palabras. No habría creído que fuera una palabra. Ella no había dicho más palabras que las aprendidas de él, y se sintió interesado.

—¿Glon? —dijo, tratando de imitarla.

No era exactamente así, pero algo parecido.

—Ayla no dice palabras Jondalar bien, Jondalar no dice palabra Ayla bien. Jondalar dice bien.

—Yo ignoraba que tú sabías palabras, Ayla. Nunca te he oído hablar en tu lengua.

—No sabe muchas palabras. Clan no habla palabras.

Jondalar no comprendía.

—Si no hablan palabras, ¿qué hablan?

—Hablan… manos —dijo, sabedora de que no era exacto.

Se dio cuenta de que había estado haciendo los gestos instintivamente, en un esfuerzo por hacerse entender. Cuando vio la mirada intrigada de Jondalar, le cogió las manos y las movió con los ademanes correctos mientras repetía lo que acababa de decir.

—Clan no habla muchas palabras. Clan habla… manos.

Poco a poco, el entrecejo que se le había fruncido al no comprender se le fue relajando a medida que captaba.

—¿Me estás diciendo que tu pueblo habla con las manos? Muéstrame. Di algo en tu idioma.

Ayla reflexionó un instante y comenzó:

—Quiero decirte muchas cosas, pero debo aprender a decírtelas en tu idioma. Tu manera es la única que me queda ahora. ¿Cómo puedo decirte quién es mi gente? Ya no soy mujer del Clan. ¿Cómo explicar que estoy muerta? No tengo pueblo. Para el Clan, camino por el otro mundo, como el hombre con quien viajabas. Tu hermano, me figuro.

»Quiero que sepas que hice las señales sobre su tumba para ayudarle a encontrar su camino, para que la pena de tu corazón sea más llevadera. Y también que sufrí por él, aunque no le había visto nunca hasta entonces.

»No conozco el pueblo en el que nací. He debido tener una madre y una familia, parientes parecidos a mí… y a ti. Pero sólo los conozco por el nombre de «Otros». Iza es la única madre que recuerdo. Me enseñó la magia curativa, hizo de mí una curandera, pero ahora está muerta, y también Creb.

»Jondalar, me muero por hablarte de Iza, de Creb y de Durc»… —tuvo que interrumpirse y respirar hondo—. Mi hijo también ha sido alejado de mí, pero vive. Es lo único que tengo. Y ahora el León Cavernario te ha traído a mí. Tenía miedo de que los hombres de los Otros fueran como Broud, pero tú eres más parecido a Creb, gentil y paciente. Quiero creer que serás mi compañero. Cuando llegaste pensé que para eso habías sido traído hasta aquí. Creo que deseaba creerlo porque estaba muy ansiosa por tener compañía, y tú eres el primer hombre de los Otros que veo…, que puedo recordar. Entonces no importaba quién eras. Te quería por compañero sólo por tener compañero.

»Ahora ya no es lo mismo. Cada día que pasas aquí, mis sentimientos hacia ti se vuelven más fuertes. Yo sé que los Otros no están muy lejos, y que habrá otros hombres entre quienes podría encontrar un compañero. Pero no quiero a ningún otro, y tengo miedo de que no te quieras quedar aquí conmigo cuando estés sano. Tengo miedo de perderte a ti también. Ojalá pudiera decirte, estoy tan…, tan agradecida de que estés aquí, que a veces no puedo soportarlo».

Se detuvo. No podía continuar, pero en cierto modo creía que no había terminado.

Sus pensamientos no habían sido del todo incomprensibles para el hombre que la observaba. Sus movimientos —no sólo de las manos, sino de sus facciones, de todo su cuerpo— eran tan expresivos que se sintió profundamente conmovido. Ella le recordaba una bailarina silenciosa, excepto por los sonidos roncos que, extrañamente, concordaban con los movimientos graciosos. Él sólo percibía con sus emociones, y no podía creer del todo que lo que él sentía era lo que ella le había comunicado. También sabía que su lenguaje de gestos y movimientos no era, como lo había supuesto, una simple extensión de los ademanes que él empleaba en ocasiones para dar mayor énfasis a sus palabras. Más bien parecía que los sonidos que ella emitía servían para dar énfasis a sus movimientos.

Cuando Ayla calló, se quedó un instante quieta, reflexionando, y después se dejó caer graciosamente en el suelo a sus pies, y agachó la cabeza. Él esperó, y al ver que no se movía, comenzó a sentirse incómodo. Parecía que le estaba esperando, y él sentía como si le estuviera rindiendo pleitesía. Semejante deferencia ante la Gran Madre Tierra estaba bien, pero todo el mundo sabía que Ella era celosa y que no solía ver con buenos ojos que uno de Sus hijos recibiera la veneración que se le debía a Ella.

Finalmente se inclinó y le tocó el brazo.

—Levántate, Ayla. ¿Qué estás haciendo?

Un toque en el brazo no era exactamente un golpecito en el hombro, pero era lo más parecido a lo que ella consideraba la señal del Clan para que tomara la palabra.

—La mujer del Clan, sentada, quiere hablar. Ayla quiere hablar, Jondalar.

—No tienes que sentarte en el suelo para hablarme —tendió la mano y trató de hacer que se levantara—. Si quieres hablar, habla.

Ella insistió en quedarse donde estaba.

—Es manera de Clan —sus ojos le suplicaban que comprendiera—. Ayla quiere decir… —empezaron a brotarle lágrimas de frustración. Volvió a intentarlo—. Ayla no habla bien. Ayla quiere decir, Jondalar da Ayla habla, quiere decir…

—¿Estás tratando de darme las gracias?

—¿Qué significa las gracias?

Se detuvo Jondalar un instante, y luego dijo:

—Ayla, tú salvaste mi vida. Me has cuidado, has atendido mis heridas, me has dado alimento. Por eso yo diría gracias. Diría más que gracias.

Ayla frunció el ceño.

—No igual. Hombre herido, Ayla cuida. Ayla cuida todo hombre. Jondalar da habla a Ayla. Ayla habla. Es más. Es más gracias.

Y le miró gravemente, tratando de que la comprendiera.

—Tal vez «no hables bueno», pero te comunicas muy bien, Ayla. Levántate o tendré que sentarme a tu lado. Comprendo que eres una curandera y que es tu vocación cuidar a todo el que necesita ayuda. Tal vez creas que salvarme la vida no era nada especial, pero eso no quita para que yo me sienta agradecido. Para mí, es poca cosa enseñarte mi idioma, enseñarte a hablar, pero empiezo a comprender que para ti es muy importante y estás agradecida. Siempre es difícil expresar gratitud en el idioma que sea. Mi manera consiste en decir gracias. Creo que tu modo es más bello. Ahora, por favor, levántate.

Ayla sintió que compredía. Su sonrisa encerraba más gratitud de lo que ella creía. Había sido un concepto difícil, pero importante, para poder comunicarlo, y se puso de pie gozosa por haberlo logrado. Trató de expresar su exuberancia en acción, y al ver a Whinney y al potrillo silbó alto y agudo. La yegua enderezó las orejas y se dirigió a ella al galope, y cuando estuvo cerca, Ayla corrió un poco, dio un brinco y aterrizó ágilmente sobre el lomo del animal.

Hicieron un amplio recorrido por el prado, con el potro siguiéndolas de cerca. Ayla había estado tan pendiente de Jondalar que no había vuelto a cabalgar hasta mucho después de haberle encontrado, y cabalgar le producía ahora una sensación embriagadora de libertad. Cuando regresaron a la roca, Jondalar estaba de pie, esperándolas. Ya no tenía la boca abierta, aunque se le abrió cuando Ayla se alejaba. Por un instante sintió un escalofrío a lo largo del espinazo, y se preguntó si la mujer sería un ser sobrenatural, quizá una donii. Recordó vagamente un sueño, un espíritu madre en forma de mujer joven que hacía alejarse a un león.

Entonces recordó la frustración, sobradamente humana, de Ayla ante su incapacidad para comunicarse. Desde luego, ninguna forma espiritual de la Gran Madre Tierra habría tropezado con semejante problema. Aun así, tenía un don poco común para entenderse con los animales. Los pajarillos acudían a su voz, y una yegua que amamantaba le permitía cabalgar sobre su lomo. ¿Y aquella gente que hablaba no con palabras, sino por señas? Ayla le había dado mucho en qué pensar para ese día, se dijo, rascando al potrillo. Cuanto más pensaba en ella, más profundo le resultaba su misterio.

Podía comprender que no hablara, si su gente no lo hacía. Pero ¿qué gente era aquélla? ¿Dónde estaba ahora? Dijo que no tenía pueblo y que vivía sola en el valle, pero ¿quién le había enseñado a curar o la magia que empleaba con los animales? ¿De dónde había sacado la pirita? Era demasiado joven para ser una Zelandoni tan bien dotada. Por lo general hacían falta años para adquirir tanta capacidad, frecuentemente en retiros especiales…

¿Serían de aquella clase los que formaban su pueblo? Había oído hablar de grupos especiales de los que Sirven a la Madre, que se dedicaban a conseguir hondas percepciones en misterios profundos. Esos grupos eran altamente estimados; Zelandoni había pasado varios años con uno de ellos. El Shamud había hablado de pruebas que se autoimponían, para desarrollar los poderes de percepción. ¿Habría vivido Ayla con uno de esos grupos que no hablaba más que por señas? ¿Y estaría viviendo ahora sola para perfeccionar sus habilidades?

«¡Y tú estabas pensando en tener Placeres con ella, Jondalar! No es extraño que reaccionara como lo hizo. Pero ¡qué vergüenza! Renunciar a los Placeres siendo tan bella. No obstante, tú respetarás sus deseos, Jondalar, bella o no».

El potro oscuro estaba golpeando al hombre con la cabeza, exigiendo más caricias de las manos sensibles que siempre se las arreglaban para hallar los puntos exactos donde sentía comezón en el proceso de cambio de pelaje. Jondalar estaba encantado cuando el potro iba a buscarle. Anteriormente los caballos sólo habían representado sustento para él, y nunca se le habría ocurrido que pudieran responder con afecto y gustar de sus caricias.

Ayla sonrió, complacida al ver el afecto que se estaba creando entre el hombre y el potro de Whinney. Recordó una idea que había tenido y la expresó espontáneamente.

—¿Jondalar da nombre a potro?

—¿Nombre al potro? ¿Quieres que le ponga nombre al potro? —se sentía inseguro, perplejo y halagado a un tiempo—. Yo no sé, Ayla, nunca se me ha ocurrido ponerle nombre a nada, y menos a un caballo. ¿Cómo se le pone nombre a un caballo?

Ayla comprendió su desconcierto. No había sido una idea que ella aceptara de buenas a primeras. Los nombres estaban cargados de significado, proporcionaban reconocimiento. Reconocer a Whinney como individuo único, aparte del concepto de caballo, implicaba ciertas consecuencias. Dejaba de ser un animal de las manadas que recorrían la estepa. Se asociaba con seres humanos, obtenía de ellos su seguridad y les daba su confianza. Era única entre su especie; tenía un nombre.

Desde luego esto le imponía obligaciones a la mujer. La comodidad y el bienestar del animal exigían un esfuerzo y un interés considerables. El caballo nunca podía estar muy lejos de su mente; sus vidas se habían encontrado ligadas de un modo que resultaba inexplicable.

Ayla había comenzado a reconocer la relación, especialmente después del regreso de Whinney. Aunque no lo había planeado ni calculado, existía un elemento de ese reconocimiento en su deseo de que Jondalar pusiera nombre al potro. Quería que se quedara con ella. Si se encariñaba con el caballito, había una razón más para que se quedara donde permaneciese el potro —al menos algún tiempo—, es decir, en el valle, con Whinney y con ella.

Pero no era necesario apremiar al hombre. Durante algún tiempo no podría ir a ninguna parte; no, antes de que se le curara la pierna.

Ayla se despertó sobresaltada. La cueva estaba oscura. Se tendió de espaldas mirando la negrura densa e intangible, y trató de volver a dormirse. Como no lo lograba, salió de la cama silenciosamente —había cavado una zanja poco profunda en el piso de tierra al lado de la cama que ocupaba ahora Jondalar— y se fue a tientas hasta la entrada de la cueva. Oyó que Whinney resoplaba reconociendo su presencia al pasar junto a ella.

«He vuelto a dejar que el fuego se apague», pensó, caminando hacia la orilla a lo largo de la muralla. «Jondalar no está tan familiarizado con la cueva como yo. Si necesita levantarse en mitad de la noche, debería tener un poco de luz».

Se quedó un rato fuera. Un cuarto de luna, poniéndose al oeste, se acercaba al borde de la muralla, en la parte del río opuesta al saliente, y pronto desaparecería detrás. La mañana estaba más cercana que la noche. Allá abajo la oscuridad lo envolvía todo con la única excepción del brillo de las estrellas reflejándose en el río susurrante.

El cielo nocturno estaba pasando imperceptiblemente de la negrura a un azul profundo que sólo se percibía en un nivel inconsciente. Sin saber por qué, Ayla decidió no volver a acostarse. Vio cómo se oscurecía el color de la luna antes de que se la tragara la orilla negra de la muralla de enfrente. Sintió un estremecimiento ominoso cuando desapareció el último atisbo de luz.

Poco a poco fue aclarándose el cielo y las estrellas se fundieron en el luminoso azul. En el extremo más lejano del valle, el cielo era de color púrpura. Ayla observó el arco claramente definido de un sol rojo sangre que asomaba por el horizonte y proyectaba un haz de luz tenue sobre el valle.

—Debe de haber un incendio en la pradera al este —dijo Jondalar.

Ayla se volvió rápidamente; el hombre estaba bañado por el resplandor lívido del globo flamígero, que daba a sus ojos un matiz color lavanda que nunca aparecía a la luz del fuego.

—Sí, gran fuego, mucho humo. Yo no sé tú te levantas.

—Llevaba un rato despierto esperando que regresaras. Al ver que no volvías, pensé que podía levantarme. Se apagó el fuego.

—Ya sé. Yo descuidada. No dejé bien para arder la noche.

—Cubrirlo, no cubriste para que no se apagara.

—Cubrir —repitió—. Voy a encender.

La siguió adentro, agachando la cabeza al entrar; era más aprensión que necesidad. La entrada de la cueva era suficientemente alta para él, aunque por escasos centímetros. Ayla sacó la pirita ferrosa y el pedernal, y reunió yesca y astillitas.

—¿No dijiste que habías encontrado esa pirita en la playa? ¿Hay más?

—Sí. No mucho. Agua viene, lleva.

—¿Una inundación? El río creció y se llevó piritas. Tal vez podamos ir a recoger todas las que encontremos.

Ayla asintió, distraída. Tenía otros planes para ese día, pero necesitaba la ayuda de Jondalar y no sabía cómo explicarlo. Se estaba terminando la reserva de carne, y no sabía si tendría algo en contra de que ella fuera de cacería. En ocasiones había salido con la honda, y él no había preguntado de dónde venían las marmotas, las liebres y los jerbos. Pero hasta los propios hombres del Clan le habían permitido cazar animales pequeños con la honda. Ella necesitaba cazar animales más grandes, y eso significaba que tendría que salir con Whinney y cavar una zanja para armar la trampa.

No le gustaba la idea. Habría preferido cazar con Bebé, pero ya no estaba. La ausencia de su socio de cacerías era, sin embargo, la menor de sus preocupaciones; Jondalar la preocupaba más. Sabía que si él ponía objeciones, no podría detenerla. No era como si ella formara parte de su clan: ésta era su caverna, y él no estaba restablecido del todo. Pero parecía gozar en el valle, con Whinney y el potrillo; hasta parecía que ella le agradaba. No quería que aquello cambiara. Su experiencia le había demostrado que los hombres no gustaban de mujeres que cazaran, pero no le quedaba más remedio.

Y deseaba algo más que su aceptación: necesitaba su apoyo, su ayuda. No quería llevarse al potro de cacería. Tenía miedo de que quedara atrapado en la estampida y resultara lastimado. Se quedaría en la cueva cuando ella se marchara con Whinney si Jondalar le hacía compañía, no le cabía la menor duda. No estaría mucho tiempo ausente. Podría acechar una manada, abrir una zanja y regresar; y volver a cazar al día siguiente. Pero ¿cómo pedirle al hombre que cuidara de un potro mientras ella iba de caza a pesar de que él no podía cazar aún?

Cuando hizo un caldo para el desayuno, un examen concienzudo de su menguante provisión de carne seca la convenció de que debería hacer algo, y pronto. Decidió que la manera de comenzar sería haciéndole una demostración de su habilidad con la honda, su arma predilecta. La reacción que experimentara Jondalar al verla cazar con honda le daría cierta idea de si podría solicitar su ayuda o no.

Habían adquirido la costumbre de caminar juntos por la mañana siguiendo la maleza que bordeaba el río. Era un buen ejercicio para él, y ella disfrutaba compartiéndolo. Aquella mañana deslizó al salir la honda en la correa del cinturón. Lo único que necesitaría era la cooperación de alguna criatura que se pusiera a tiro.

Sus esperanzas se vieron más que satisfechas cuando su paseo por el campo, más allá del río, levantó un par de urogallos. Al verlos, Ayla cogió la honda y piedras; al derribar al primero, el segundo se echó a volar, pero la segunda piedra lo derribó también. Antes de ir a buscarlos, miró a Jondalar: vio asombro, pero, más importante aún, vio una sonrisa.

—Eso ha sido formidable, mujer. ¿Así es como has atrapado los animales? Yo creí que pondrías trampas. ¿Qué arma es ésa?

Le pasó la tira de cuero con una bolsa en medio y se fue por las aves.

—Creo que esto se llama honda —dijo, al verla volver—. Willomar me había hablado de un arma así. No podía comprender muy bien de lo que hablaba, pero tenía que ser esto. Y la usas muy bien, Ayla. Tiene que hacer falta muchísima práctica, incluso si se posee cierta habilidad natural.

—¿Te gusta yo cazar?

—Si no cazaras tú, ¿quién lo haría?

—Hombre del Clan no gusta mujer cazar.

Jondalar la estudió: parecía ansiosa, preocupada. Tal vez a los hombres no les agradaba que las mujeres cazaran, pero eso no le había impedido a ella aprender. ¿Por qué habría escogido ese día para demostrar su habilidad? ¿Por qué tenía la impresión de que estaba deseando que él la aprobara?

—La mayoría de las mujeres Zelandonii cazan, por lo menos cuando son jóvenes. Mi madre era famosa por su habilidad de rastreadora. No veo por qué razón no deberían cazar las mujeres, si así lo desean. A mí me gusta que las mujeres cacen, Ayla.

Pudo comprobar que la tensión desaparecía; obviamente, había dicho lo que ella quería oír, y era verdad. Pero se preguntaba por qué sería tan importante para ella.

—Necesito ir cazar —dijo—. Necesito ayuda.

—Me gustaría, pero no creo que pueda todavía.

—No ayuda caza. Yo llevo a Whinney, ¿tú guardar potro?

—¿De modo que eso era? —dijo—. ¿Quieres que yo cuide al potro mientras te vas de cacería con la yegua? —le dio risa—. Eso representa un cambio: por lo general, después de tener uno o dos hijos, la mujer se queda en el hogar para cuidarlos; al hombre le corresponde la responsabilidad de cazar para ellos. Sí, me quedaré con el potro. Alguien tiene que cazar, y no quiero que el pequeño sea lastimado.

La sonrisa de Ayla reveló el alivio que experimentaba: no le importaba, era cierto, no parecía importarle nada.

—Podrías investigar ese incendio en el este antes de pensar en tu cacería. Uno tan grande podría cazar para ti.

—¿Fuego caza? —preguntó.

—Manadas enteras han muerto a veces por el humo solamente. A veces encuentras la carne asada. Los que cuentan historias tienen una muy graciosa del hombre que encontró carne asada después de un incendio en la pradera, y los problemas que tuvo al tratar de convencer al resto de su Caverna de que probara la carne que él quemó a propósito. Es una vieja historia.

Una sonrisa de comprensión pasó por el rostro de Ayla: un incendio rápidamente propagado podía atrapar una manada entera. Tal vez no fuera necesario cavar una zanja.

Cuando Ayla sacó la angarilla con su complemento de postes y canastos, Jondalar se quedó perplejo, sin poder comprender el propósito de un equipo tan complicado.

—Whinney trae carne a cueva —explicó, mostrándole la angarilla mientras ajustaba las correas a la yegua—. Whinney te trae a ti a cueva —agregó.

—Entonces, ¡así fue como llegué aquí! Me he estado preguntando todo el tiempo… No creía que hubieras podido tú sola. Pensé que otras gentes me habrían encontrado y me dejarían aquí contigo.

—No… otra gente. Yo encuentro… tú…, otro hombre.

La expresión de Jondalar se volvió tensa y sombría. La referencia a Thonolan le cogió por sorpresa, y el dolor de la pérdida se apoderó de él.

—¿Tenías que dejarle allí? ¿No podías haberle traído también? —preguntó en tono agrio.

—Hombre muerto, Jondalar. Tú, herido. Mucho herido —dijo, sintiéndose profundamente frustrada. Habría querido decirle que sepultó al hombre, que lamentó su muerte, pero no podía comunicárselo. Podía intercambiar información pero no era capaz de exponer ideas. Le habría querido hablar de pensamientos que ni siquiera sabía si podrían expresarse por medio de palabras, pero no se atrevió. Él había pasado su pena con ella aquel primer día, y ahora ni siquiera podía compartir su tristeza.

Ansiaba tener la misma facilidad que él con las palabras, su capacidad para decirlas espontáneamente en el orden correcto, su libertad de expresión. Pero había una barrera indefinida que no podía cruzar, una carencia que a menudo le parecía que iba a poder superar, y que otras veces resultaba poco menos que insuperable. La intuición le decía que debería saber… que el conocimiento estaba encerrado en ella, pero que debería hallar la clave.

—Lo siento, Ayla. No debería haberte gritado así, pero Thonolan era mi hermano… —la palabra fue casi un sollozo.

—Hermano. Tú y otro hombre…, ¿tener misma madre?

—Sí. Teníamos la misma madre.

Ayla asintió con la cabeza y se volvió hacia la yegua, deseando poder decirle que comprendía lo cerca que estaban dos hermanos y el vínculo especial que podía existir entre dos hombres nacidos de una misma madre. Creb y Brun habían sido hermanos.

Terminó de cargar sus canastos, cogió sus lanzas para llevarlas afuera y cargarlas una vez que salieron de la cueva. Mientras Jondalar la veía hacer sus últimos preparativos, comenzó a darse cuenta de que la yegua era algo más que una extraña compañera de la mujer. El animal le proporcionaba una clara ventaja. No se había percatado de lo útil que podía ser un caballo. Pero se sentía intrigado por otra serie de contradicciones que la mujer le planteaba: utilizaba un caballo para ayudarla en su cacería y traer la carne a casa —progreso que nunca había oído mencionar anteriormente—, y no obstante, utilizaba la lanza más primitiva que había visto en su vida.

Había cazado con muchas personas; cada grupo tenía su variante particular de la lanza de caza, pero ninguna de ellas era tan radicalmente distinta como la de Ayla. Y, sin embargo, presentaba un aspecto familiar. Su punta era aguda y estaba endurecida al fuego, y el asta era recta y suave, pero incómoda. No cabía la menor duda de que no se trataba de una lanza para arrojarla; era más grande que la que empleaba él para cazar rinocerontes. ¿Cómo cazaría con eso? ¿Cómo podía acercarse lo suficiente para manejarla? Cuando Ayla regresara le preguntaría; ahora llevaría demasiado tiempo. Ayla estaba aprendiendo el idioma, pero todavía le resultaba difícil expresarse.

Jondalar se llevó el potro a la cueva antes de que se marcharan Ayla y Whinney. Rascó, acarició y habló al caballito hasta que estuvo seguro de que Ayla y la yegua estaban ya lejos. Le resultaba raro quedarse solo en la cueva, sabiendo que la mujer estaría ausente la mayor parte del día. Se apoyó en el bastón para ponerse en pie y luego, cediendo a la curiosidad, buscó una lámpara y la encendió. Dejando atrás el bastón —no lo necesitaba en el interior— sostuvo la lámpara de piedra ahuecada para ver la cueva, sus dimensiones y adónde conducía. No se sorprendió por las dimensiones, era más o menos del tamaño que él había calculado y, exceptuando un nicho, no había corredores. Pero el nicho le reservaba una sorpresa: todos los indicios de haber sido ocupado recientemente por algún león cavernario, incluida la enorme huella de una pata.

Después de examinar el resto de la cueva, se convenció de que Ayla llevaba años allí. Tenía que estar equivocado en cuanto a la huella de león cavernario, pero cuando regresó para examinar más detenidamente el nicho, se convenció de que un león cavernario había habitado ese rincón durante algún tiempo el año anterior.

¡Otro misterio! ¿Lograría obtener respuesta a todas aquellas preguntas tan indescifrables?

Levantó uno de los canastos de Ayla —sin estrenar, por lo visto— y decidió buscar piritas ferrosas en la playa. Podía hacer algo útil, ya que estaba allí. El potrillo se le adelantó dando brincos, y Jondalar bajó por el empinado sendero ayudándose con el bastón, y después lo dejó junto al montón de huesos. ¡Qué alegría el día en que no lo necesitara más!

Se detuvo para rascar y acariciar al potro que buscaba su mano con el hocico, y soltó la carcajada al ver que el caballito se revolcaba con un aparatoso deleite en la depresión húmeda que usaban su madre y él. Dando chillidos de intenso placer, el potro, con las patas al aire, se revolvía en la tierra suelta. Se puso en pie y lanzó tierra por todos lados, después vio su lugar predilecto a la sombra de un sauce y se tendió a descansar.

Jondalar caminaba lentamente por la playa pedregosa, inclinándose para examinar las piedras.

—¡He encontrado una! —gritó excitado, sobresaltando al potro. Se sintió un poco tonto—. ¡Ahí hay otra! —volvió a gritar, y sonrió con un poco de vergüenza. Pero, al agacharse para recoger la piedra gris de brillo metálico, se detuvo al ver otra piedra, mucho más grande—. ¡Hay pedernal en esta playa! —exclamó.

»Aquí es donde consigue el pedernal para sus herramientas. Si pudiera hacer una cabeza de martillo, y un punzón y… ¡Puedes hacer algunas herramientas, Jondalar! Buenas hojas afiladas, y buriles…». Se incorporó y examinó con mirada experta el montón de huesos y desechos que el río había arrojado contra la muralla. «Parece que también hay buenos huesos por aquí, y cornamentas. Incluso podrías hacer una lanza decente.

»Tal vez ella no quiera una lanza “decente”, Jondalar. Puede tener alguna razón para usar la que tiene. Pero eso no significa que no puedas hacer una para ti. Sería mejor que estar sentado el día entero. Hasta podrías hacer algunas tallas. No tallabas tan mal antes de dejarlo».

Revolvió entre el montón de huesos y madera del río apilado contra la muralla; luego pasó al otro lado del basurero, donde, entre la maleza que había crecido allí, encontró huesos desarticulados, calaveras y cornamentas. Descubrió varios puñados de piritas ferrosas, mientras seguía hurgando en busca de una buena piedra para hacer un martillo. Cuando rompió la corteza del primer nódulo de pedernal, se sonrió. No se había dado cuenta antes de la falta que le hacía practicar su oficio.

Pensó en todo lo que podría hacer, ahora que disponía de pedernal. Quería un buen cuchillo y un hacha, con sus respectivos mangos. Quería hacer lanzas, y además, ahora podría arreglar su ropa con buenas leznas. Y quizá le gustara a Ayla la clase de herramientas que él hacía; por lo menos se las podría enseñar.

El día no se había hecho tan largo como temía. Cuando ya se iniciaba el crepúsculo todavía no había acabado de recoger cuidadosamente sus nuevos utensilios para trabajar el pedernal y las nuevas herramientas que había hecho con ellos, envolviéndolo todo en la piel que había tomado prestada entre las de Ayla. Cuando regresó a la cueva, el potro comenzó a darle golpecitos con el hocico solicitando su atención, y supuso que el animalito tendría hambre. Ayla había dejado grano cocido en unas gachas ligeras que el potro había rechazado al principio y que se comió después. Pero eso fue hacia el mediodía. ¿Dónde andaría la joven?

Al caer la noche, Jondalar estaba muy preocupado. El potro necesitaba a Whinney, y Ayla debería estar de vuelta. Se quedó de pie en el extremo del saliente, vigilando; entonces decidió encender una fogata pensando que podría verla de lejos si se había extraviado. «No se extraviará», se dijo, pero, de todos modos, encendió la hoguera.

Era tarde cuando, por fin, llegó. Jondalar oyó a Whinney y bajó el sendero para ir a su encuentro, pero el potro llegó antes que él. Ayla puso pie a tierra en la playa, quitó un cadáver de animal de la angarilla, ajustó los palos para que pudieran pasar por el estrecho sendero y condujo a la yegua cuesta arriba mientras Jondalar llegaba abajo y se hacía a un lado. Ayla regresó con un leño ardiendo para alumbrarse. Jondalar se lo quitó de la mano mientras Ayla cargaba otro cadáver en la angarilla; el hombre llegó cojeando para ayudar, pero la mujer ya lo había cargado. Verla manejar el peso muerto del ciervo le dio una idea de la fuerza que tenía y le fue fácil comprender cómo la había adquirido. La yegua y la angarilla resultaban útiles, tal vez indispensables, pero de todas maneras ella era una sola persona.

El potro buscaba afanosamente la ubre de su madre, pero Ayla lo apartó hasta que llegaron a la cueva.

—Tú razón, Jondalar —dijo, al llegar al saliente—. Grande, grande incendio. No ver antes fuego tan grande. Lejos. Muchos, muchos animales.

Había algo en su voz que le hizo mirarla más de cerca. Estaba agotada; la carnicería que había presenciado había dejado su huella en las pronunciadas ojeras de sus ojos hundidos. Tenía las manos negras, su rostro y su manto estaban manchados de sangre y hollín. Desató el arnés y la angarilla, rodeó el cuello de Whinney con el brazo y apoyó la cabeza en la yegua; ésta tenía las patas delanteras separadas mientras su potro vaciaba la plenitud de sus ubres, y gacha la cabeza; sin duda estaba igualmente fatigada.

—Ese incendio tiene que estar muy lejos. Es tarde. ¿Has cabalgado el día entero? —preguntó Jondalar.

Ayla levantó la cabeza y le miró; se había olvidado por un instante de su presencia.

—Sí, el día entero —dijo, y respiró profundamente. Todavía no podía abandonarse a su fatiga, tenía demasiado que hacer—. Muchos animales morir. Muchos vienen buscar carne. Lobo. Hiena. León. Otro que no veo antes. Dientes grandes —y para ilustrar sus palabras abrió la boca y aplicó a ésta sus dos dedos índices a guisa de largos colmillos.

—¡Has visto un tigre dientes de sable! ¡No sabía que fueran reales! Un viejo solía contar historias a los muchachos durante las Reuniones de Verano, y decía haber visto uno de joven, pero no todos le creían. ¿Viste realmente uno? —deseaba haber ido con ella.

Ayla asintió y se estremeció, crispando los hombros y cerrando los ojos.

—Hace Whinney asustada. Acecha. Honda hace ir. Whinney, yo, correr.

Los ojos de Jondalar casi se desorbitaron mientras escuchaba el relato sincopado del incidente.

—¿Rechazaste a un tigre dientes de sable con la honda? ¡Buena Madre!… ¡Ayla!

—Mucha carne. Tigre… no necesita Whinney. Honda hace ir —habría querido decir más, describir lo sucedido, expresar su temor, compartirlo con él, pero no podía hacerlo. Estaba demasiado cansada para recordar los movimientos y pensar cómo encajar las palabras.

«No es de extrañar que esté agotada», pensó Jondalar. «Tal vez no debería haberle sugerido que fuera al foco del incendio, pero ha conseguido dos ciervos. Pero vaya si tiene valor: hacerle frente a un tigre dientes de sable. Es toda una mujer».

Ayla se miró las manos y echó a andar camino abajo hasta la playa. Cogió la antorcha que había dejado Jondalar clavada en la tierra, se la llevó hasta el río y la sostuvo en alto para mirar a su alrededor. Arrancando un tallo de quenopodio blanco, aplastó hojas y raíces entre sus manos, las humedeció y agregó algo de arena. Con esta mezcla frotó sus manos, limpió de su rostro la suciedad acumulada durante el viaje y subió de nuevo.

Jondalar había comenzado a calentar piedras de cocer, y Ayla se lo agradeció: una taza de infusión era precisamente lo que más falta le hacía. Había dejado alimentos en casa para él, y esperaba que no contara con verla preparar la cena. Ahora no podía pensar en comidas. Tenía que desollar dos ciervos y cortarlos en trocitos para ponerlos a secar.

Había buscado animales que no estuvieran chamuscados, puesto que necesitaba las pieles. Pero cuando comenzó a trabajar recordó que había pensado en hacer unos cuchillos afilados. Los cuchillos se ponían romos por el uso…, chispitas que se desprendían del filo. Por lo general resultaba más fácil hacerlos nuevos y dejar los viejos para otros fines, por ejemplo, para rascar.

El cuchillo romo acabó con su paciencia: se puso a machacar la piel mientras lágrimas de cansancio y desaliento le llenaban los ojos y le corrían por la cara.

—¿Ayla, pasa algo malo? —preguntó Jondalar.

Ella se limitó a golpear con mayor violencia al ciervo; no podía explicar. Jondalar le quitó el cuchillo romo de las manos y la puso en pie.

—Estás cansada. ¿Por qué no te acuestas y descansas un rato?

Meneó negativamente la cabeza, aunque deseaba hacerlo con desesperación.

—Desollar ciervo, secar carne. No esperar, hiena viene.

Él no quiso molestarla con la sugerencia de que metieran el ciervo; en aquellos momentos la joven era incapaz de pensar con claridad.

—Yo vigilaré —dijo el hombre—. Necesitas algo de descanso. Entra y acuéstate, Ayla.

Se sintió llena de gratitud. ¡Él vigilaría! No se le había ocurrido pedírselo; no estaba acostumbrada a contar con la ayuda de nadie. Entró con pie inseguro en la cueva, temblando de alivio, y se dejó caer entre sus pieles. Quería decirle a Jondalar lo agradecida que estaba, y sintió que se le llenaban nuevamente los ojos de lágrimas, pues bien sabía que su intento estaba condenado al fracaso. ¡No podía hablar!

Jondalar entró en la cueva y volvió a salir varias veces durante la noche, quedándose a veces quieto para mirar a la mujer dormida, y la preocupación le hacía arrugar la frente. Ayla estaba agitada, movía los brazos de un lado a otro y murmuraba cosas incomprensibles entre sueños.

Ayla caminaba entre la niebla pidiendo ayuda a gritos. Una mujer alta, envuelta en bruma, cuyo rostro no podía distinguir, le tendió los brazos. «Dije que tendría cuidado, Madre, pero ¿dónde has estado?», murmuraba Ayla. «¿Por qué no viniste cuando te llamaba? ¡Llamé y llamé y no viniste! ¿Madre? ¡Madre! ¡No te vayas de nuevo! ¡Quédate aquí! ¡Madre, espérame! ¡No me dejes!».

La visión de la mujer alta se esfumó, y se aclaró la niebla. En su lugar había otra mujer, robusta y baja. Sus piernas fuertes y musculosas eran ligeramente estevadas, pero caminaba erguida. Tenía la nariz ancha, aguileña, un caballete alto y prominente, y su mandíbula, muy pronunciada, no tenía barbilla. Su frente era baja e inclinada hacia atrás, pero tenía la cabeza grande, un cuello corto y grueso. Cejas pobladas y un arco ciliar pesado protegían unos ojos oscuros, grandes e inteligentes, llenos de amor y de pena.

Le hizo señas: «Iza», le gritó Ayla. «Iza, ayúdame. ¡Por favor, ayúdame!». Pero Iza sólo la miraba con curiosidad. «Iza, ¿no me oyes? ¿Por qué no me puedes entender?».

«Nadie te puede entender si no hablas debidamente», dijo otra voz. Vio un hombre que caminaba con un bastón. Era viejo y estaba tullido. Le habían amputado un brazo desde el codo. La parte izquierda de su rostro estaba horriblemente cubierta de cicatrices y le faltaba el ojo izquierdo, pero su ojo bueno encerraba fuerza, sabiduría y compasión. «Debes aprender a hablar, Ayla», decía Creb con sus gestos de una sola mano, pero ella podía oírle: tenía la voz de Jondalar.

«¿Cómo puedo hablar? ¡No puedo recordar! ¡Ayúdame, Creb!».

«Ayla, tu tótem es el León Cavernario», dijo entonces el viejo Mog-ur.

Con un destello rojizo, el felino brincó hacia el bisonte y derribó la vaca salvaje y pelirroja, que mugía de terror. Ayla abrió la boca y el tigre dientes de sable la amenazó, con colmillos y dientes chorreando sangre; se dirigió hacia ella y sus largos colmillos agudos crecían y se afilaban. Ella se encontraba en una diminuta cueva tratando de hundirse en la roca sólida que tenía contra la espalda. Un león cavernario rugió.

«¡No! ¡No!», gritó.

Una zarpa gigantesca con las garras extendidas entró y la arañó el muslo izquierdo dejándole cuatro heridas paralelas.

«¡No! ¡No!», gritó Ayla. «¡No puedo! ¡No puedo!». La niebla la envolvía. «¡No puedo recordar!».

La mujer alta le abrió los brazos: «Yo te ayudaré»… Por un instante la niebla se disipó y Ayla vio un rostro no muy diferente del suyo. Una náusea dolorosa la sacudió y un hedor repulsivo a humedad y podredumbre surgió de una grieta que se abría en la tierra.

«¡Madre! ¡Madre!».

—¡Ayla! ¡Ayla! ¿Qué pasa? —Y Jondalar la sacudió. Estaba fuera, en el saliente, cuando la oyó gritar y hablar un idioma desconocido. Llegó cojeando más aprisa de lo que creía posible.

Ayla se sentó y él la cogió en sus brazos.

—¡Oh, Jondalar!, ¡fue mi sueño, mi pesadilla! —sollozó.

—Está bien, Ayla. Ya está bien todo.

—Fue un terremoto. Eso fue lo que sucedió. Murió en un terremoto.

—¿Quién murió en un terremoto?

—Mi madre. Y también Creb, mucho después. ¡Oh, Jondalar!, odio los terremotos —y se estremeció entre sus brazos.

Jondalar la cogió por los hombros y la echó un poco hacia atrás… para poder mirarle a la cara.

—Cuéntame tu sueño, Ayla —rogó.

—Tengo esos sueños desde que recuerdo algo…, siempre vuelven. En uno me encuentro en una caverna pequeña, y una garra me araña. Creo que fue así como me marcó mi tótem. El otro nunca puedo recordarlo, pero despierto temblando y enferma. Pero no esta vez. Ahora la he visto, Jondalar. ¡He visto a mi madre!

—Ayla, ¿oyes lo que dices?

—¿Qué quieres decir?

—Estás hablando, Ayla. ¡Estás hablando!

Ayla había sabido hablar en otros tiempos, y aunque el idioma era diferente, había aprendido el tono, el ritmo y el sentido del lenguaje hablado. Se le había olvidado hablar porque su supervivencia dependía de otro modo de comunicación, y porque quería olvidar la tragedia que la había dejado sola. Si bien no se trataba de un esfuerzo consciente, había estado oyendo y memorizando bastante más que el vocabulario del lenguaje que hablaba Jondalar. La sintaxis, la gramática, el acento: todo ello formaba parte de los sonidos que ella oía cuando hablaba él.

Como el niño que empieza a aprender a hablar, había nacido con la aptitud y el deseo, y sólo necesitaba oírlo constantemente. Pero su motivación era más fuerte que la del niño, y su memoria estaba más desarrollada. Aun cuando no podía reproducir algunos de los tonos e inflexiones de él con exactitud, se había convertido en una hablante natural de su lenguaje.

—¡Me oigo, Jondalar! ¡Puedo!, ¡puedo pensar con palabras!

Ambos se dieron cuenta de que la tenía cogida, y ambos se sintieron intimidados al notarlo. Jondalar apartó sus brazos.

—¿Es ya por la mañana? —dijo Ayla, observando la luz que penetraba a raudales por la entrada de la cueva y por el agujero de la chimenea. Apartó las mantas—. No creí que dormiría tanto. ¡Madre Grande! Tengo que poner la carne a secar —también había captado las exclamaciones del hombre, que sonrió. Era algo pasmoso oírla hablar súbitamente, pero oír sus propias frases salir de la boca de ella, expresadas con su acento peculiar, resultaba divertido.

Ayla corrió a la entrada y se detuvo en seco al mirar: se frotó los ojos y miró de nuevo. Hileras de carne cortada en trozos regulares como lenguas estaban colgadas desde un extremo a otro de la terraza, con varias hogueras pequeñas en medio. ¿No estaría soñando aún? ¿Habrían aparecido de repente todas las mujeres del Clan para ayudarla?

—Hay un poco de carne de un anca que he puesto en el asador, si tienes hambre —dijo Jondalar con fingida indiferencia y una enorme sonrisa que revelaba lo contento que estaba de sí mismo.

—¿Tú? ¿Tú has hecho esto?

—Sí. Yo lo hice —su sonrisa se amplió todavía más. La reacción de la mujer ante la sorpresa que le había preparado era mejor aún de lo que esperaba. Tal vez no estaba todavía en condiciones de cazar, pero por lo menos podía desollar los animales que ella trajera y empezar a secar la carne, especialmente ahora que tenía cuchillos nuevos.

—Pero… ¡eres un hombre! —exclamó, asombrada.

La sorpresa que le había proporcionado Jondalar era mucho más asombrosa de lo que él podía suponer. Sólo echando mano de sus recuerdos adquirían los miembros del Clan los conocimientos y habilidades necesarios para sobrevivir. Para ellos, el instinto había evolucionado de tal manera que podían recordar las habilidades de sus antepasados y transmitírselas a su progenie, almacenadas en su subconsciente. Las tareas que realizaban hombres y mujeres habían estado diferenciadas desde tantas generaciones atrás que los miembros del Clan tenían su memoria diferenciada según el sexo. Un sexo era incapaz de realizar las funciones del otro: carecía de la memoria necesaria para ello.

Un hombre del Clan habría cazado o encontrado un ciervo, y lo habría traído a la caverna. Incluso podría haberlo desollado aunque no tan bien como una mujer. Si le apremiaban, hasta podría haber sacado algunos trozos de carne a hachazos. Pero nunca habría considerado la posibilidad de cortar la carne para ponerla a secar, y en el caso de que se le hubiera ocurrido, no habría sabido por dónde empezar. Desde luego, jamás habría sido capaz de hacer trozos bien cortados y perfectamente formados que se secarían de manera uniforme, como los que tenía Ayla ante sus ojos.

—¿No se le permite a un hombre cortar un poquito de carne? —preguntó Jondalar. Sabía que diferentes pueblos tenían distintas costumbres en relación con el trabajo de la mujer y el trabajo del hombre, pero él sólo había querido ayudar. No creía que eso la ofendiera.

—En el Clan la mujer no puede cazar y el hombre no puede… hacer comida —intentó explicar.

—Pero tú cazas.

Esa declaración produjo en Ayla un sobresalto inesperado. Se le había olvidado que compartía con él las diferencias entre el Clan y los Otros.

—Yo…, yo no soy mujer del Clan —dijo, desconcertada—. Yo… —no sabía cómo explicarlo—. Yo soy como tú, Jondalar. Una de los Otros.