21

—Ayla, no aguanto más esta caverna. Mira el sol que hace. Creo que ya estoy lo bastante repuesto para moverme un poco, al menos fuera de la caverna.

Ayla no entendía todo lo que decía Jondalar, pero sabía lo suficiente para comprender su lamento… y simpatizar con él.

—Nudos —dijo, tocando una de las puntadas—. Cortar nudos. Mañana ver pierna.

Jondalar sonrió como si hubiera logrado una victoria.

—Vas a quitarme los nudos y entonces, mañana por la mañana, podré salir de la caverna.

Con más o menos problemas para hablar, Ayla no iba a dejarse comprometer más de lo debido.

—Ver —dijo enfáticamente—. Ayla mira —se encogió de hombros para expresarse dentro de su capacidad limitada—. Pierna no… cura, Don-da-lah no fuera.

Jondalar sonrió de nuevo. Sabía que había exagerado el significado de lo que ella expresaba, con la esperanza de que le siguiera la corriente, pero se sintió algo complacido al ver que no se dejaría manejar por él y que insistía en hacerse entender claramente. Tal vez no saliera mañana de la caverna, pero eso significaba que por lo menos ella estaba aprendiendo más aprisa.

Enseñarle a hablar se había convertido en un reto, y sus progresos le alegraban aunque fueran desiguales. Estaba intrigado por su manera de aprender. La abundancia de su vocabulario resultaba ya pasmosa; parecía capaz de memorizar las palabras con la misma rapidez con que él se las enseñaba. Había pasado la mayor parte de una tarde diciéndole los nombres de todo lo que ella y él podían pensar, y una vez terminaron, Ayla le había repetido cada palabra con su asociación correcta. En cambio, tenía dificultades para pronunciar, había ciertos sonidos que no podía emitir correctamente por mucho que se esforzara, y se esforzaba mucho.

Pero a él le gustaba su manera de hablar. Su voz era algo grave y agradable, y su extraño acento le daba un matiz exótico. Decidió que no se preocuparía aún de corregir la manera en que unía las palabras. Ya aprendería más adelante a expresarse correctamente. La lucha real de Ayla se evidenció en cuanto progresaron más allá de las palabras que indicaban cosas y acciones específicas. Los conceptos abstractos más simples resultaban un problema: quería una palabra distinta para cada matiz de color, y le costaba entender que el verde intenso del pino y el verde pálido del sauce se describieran ambos con el término general de verde. Cuando captaba una abstracción, parecía ser para ella como una especie de revelación o un recuerdo olvidado desde hacía mucho tiempo.

En cierta ocasión Jondalar hizo un comentario favorable en relación a su memoria extraordinaria, pero ella no podía comprenderle o creerle.

—No, Don-da-lah, Ayla no recordar bien. Ayla trata, niña pequeña. Ayla quiere buena… memoria. No buena. Trata, siempre trata.

Jondalar movió la cabeza, deseando tener una memoria tan buena como la de ella o un deseo de aprender tan fuerte y perseverante. Veía cómo progresaba día a día; aunque Ayla nunca se mostraba satisfecha. Pero a medida que aumentaba su capacidad de comunicación, el misterio que la envolvía se hacía más profundo. Cuanto más sabía de ella, más preguntas surgían en espera de respuestas. Era increíblemente hábil y entendida en ciertos aspectos, y totalmente ingenua e ignorante en otros…, y él nunca estaba seguro de cuál ni cuándo. Algunas de sus habilidades —como encender fuego— estaban mucho más desarrolladas que las de otras personas, y otras, en cambio, eran increíblemente más primitivas.

De una cosa estaba bien seguro: hubiera o no gente de los suyos cerca, ella era perfectamente capaz de cuidar de sí misma. Y de él, pensó, mientras Ayla apartaba las mantas para mirarle la pierna herida.

Ayla tenía preparada una solución antiséptica, pero estaba nerviosa mientras se disponía a quitar los nudos que mantenían junta la carne del hombre. No pensaba que la herida se abriría —parecía estar sanando—, pero nunca anteriormente había empleado esa técnica y no podía estar segura del resultado. Llevaba varios días considerando el momento de quitar los nudos, pero hizo falta que Jondalar se quejase para que tomara la decisión.

La joven se inclinó sobre la pierna para examinar los nudos de cerca. Cuidadosamente, tiró de uno de los tendones de ciervo anudados: la piel se le había pegado y salía adherida a él. Se preguntó si no habría tardado demasiado, pero ya era inútil lamentarse. Sostuvo el nudo entre los dedos y con su cuchillo más afilado, que no había usado aún, cortó un lado lo más cerca del nudo que pudo. Unos tironcitos demostraron que no saldría con facilidad. Finalmente, cogió el nudo entre los dientes y, de un fuerte tirón, lo sacó.

Jondalar dio un respingo. A Ayla le dio pena que le doliera, pero no se había abierto la herida; un hilillo de sangre corría desde donde se había rasgado la piel, pero los músculos y la carne se habían curado. Las molestias que ahora tuviera el hombre que padecer no suponían pagar un precio demasiado alto. Fue quitando los nudos lo más rápidamente que pudo para acabar pronto, mientras Jondalar apretaba los dientes y cerraba los puños para no gritar cada vez que sentía el tirón. Ambos se inclinaron para ver el resultado.

Ayla decidió que, de no haber deterioro, le dejaría apoyarse en la pierna y le permitiría salir de la cueva. Recogió el cuchillo y la taza con la solución y se disponía a ponerse de pie cuando Jondalar la detuvo.

—Déjame ver el cuchillo —le pidió, señalándolo. Ella se lo entregó y se quedó mirando mientras lo examinaba.

—¡Está hecho de una pieza! Ni siquiera es una hoja. Se ha trabajado con cierta habilidad, pero es una técnica muy primitiva. Ni siquiera tiene mango…, está retocado en uno de los bordes para no lastimar. ¿Dónde has conseguido esto, Ayla? ¿Quién lo hizo?

—Ayla hace.

Sabía que él estaba comentando la calidad y la artesanía, y le habría querido explicar que no era tan diestra como Droog, pues había aprendido que era el que mejor hacía los utensilios en el Clan. Jondalar estudió el cuchillo a fondo y, al parecer, algo sorprendido. Ella habría querido discutir los méritos de la herramienta, la calidad del pedernal, pero no podía. No disponía del vocabulario, de los términos exactos o de la manera en que podría expresar los conceptos. Se sentía frustrada.

Anhelaba hablarle de todo. Hacía largo tiempo que no había tenido con quien comunicarse, pero no supo cuánto lo había echado de menos hasta la llegada de Jondalar. Le parecía como si hubieran puesto ante sus ojos un banquete del que ella, muerta de hambre, sólo podía probar unos bocados.

Jondalar le devolvió el cuchillo, mientras movía la cabeza, intrigado. Era afilado, desde luego adecuado, pero hacía que su curiosidad aumentara. La mujer estaba tan bien adiestrada como cualquier Zelandonii y aplicaba técnicas avanzadas —como las puntadas— pero ¡un cuchillo tan primitivo! «Si pudiera preguntarle y hacerle comprender; si ella me pudiera decir. ¿Y por qué no podía hablar? Ahora ya está aprendiendo rápidamente. ¿Por qué no sabría antes?». Que Ayla aprendiera a hablar se había convertido en una ambición que les impulsaba a ambos.

Jondalar despertó temprano. La caverna estaba todavía sumida en sombras, pero la entrada y el orificio que había encima y servía de chimenea dejaba vislumbrar el profundo azul que antecede al alba. Fue aclarándose mientras miraba, destacando la forma de cada relieve y cada depresión de las paredes de piedra. Podía verlos igualmente con los ojos cerrados; los tenía grabados en su mente. Necesitaba salir y ver otra cosa. Sentía una excitación creciente, seguro de que aquél era el día. Apenas podía esperar y se disponía a sacudir a la mujer que yacía cerca de él para despertarla. Se detuvo antes de tocarla y de repente cambió de idea.

Ayla dormía tendida de lado, acurrucada entre las pieles que la rodeaban. Él ocupaba su cama habitual, bien lo sabía. Las pieles de Ayla estaban sobre una estera tendida junto a él, no en una zanja poco profunda cubierta con un cojín relleno de paja; dormía con el manto puesto, preparada para saltar a la menor indicación. Rodó sobre su espalda y Jondalar la estudió detenidamente, tratando de descubrir algún rasgo característico que fuera indicio de su origen.

Su estructura ósea, la forma de su rostro y de sus pómulos resultaban diferentes de las mujeres Zelandonii, pero no había nada fuera de lo común en ella, salvo que era extraordinariamente guapa. Era algo más que simplemente guapa, decidió, ahora que la estaba mirando con calma: en sus facciones había una cualidad que se reconocería en cualquier parte como belleza.

El estilo de su cabello, atado siguiendo una hilera regular de trenzas, colgando a los lados y por detrás, recogidas en la frente, no era habitual, pero él había visto cabellos peinados de maneras muchísimo más insólitas. Algunos mechones largos se habían escapado de sus trenzas, colgándole desordenadamente por detrás de las orejas, y tenía un tizne de carbón en la mejilla. Se dio cuenta entonces de que no se había apartado de su lado más de un instante desde que recobró el conocimiento, y antes probablemente ni siquiera eso. Nadie podría tacharla de ser descuidada.

El rumbo de sus pensamientos se vio interrumpido cuando Ayla abrió los ojos y lanzó un grito de sorpresa.

No estaba acostumbrada a abrir los ojos frente a un rostro, menos todavía uno con aquellos ojos de un azul brillante y una barba enmarañada y rubia. Se sentó tan rápidamente que se le fue un poco la cabeza, pero pronto recobró la compostura y se puso de pie para atizar el fuego. Estaba apagado; había vuelto a olvidar que debía cubrirlo. Recogió los materiales para encender otro.

—¿Quieres enseñarme a encender el fuego, Ayla? —pidió Jondalar al ver que recogía sus piedras. Esta vez, ella entendió.

—No difícil —dijo, y acercó a la cama las piedras de fuego y los materiales combustibles—. Ayla muestra —demostró cómo golpeaba una piedra contra otra, amontonó fibra de corteza deshebrada y vellón de chamico, y le entregó el pedernal y la pirita de hierro.

Reconoció inmediatamente el pedernal… y recordó haber visto piedras como la otra, pero nunca se le habría ocurrido utilizarlas juntas para nada, y menos aún para encender fuego. Las golpeó como lo había visto hacer a ella. Fue un golpe sesgado, pero creyó ver una diminuta chispa. Volvió a golpear, sin creer aún que podría sacar fuego de piedras, a pesar de habérselo visto hacer a Ayla. Un destello saltó entre las piedras frías; Jondalar se sorprendió, pero después se sintió presa de excitación. Al cabo de varios intentos más y con un poco de ayuda de Ayla, consiguió un pequeño fuego que ardía junto a la cama. Se quedó mirando atentamente las dos piedras.

—¿Quién te enseñó a encender fuego de esta manera?

Ayla sabía lo que estaba preguntándole; lo que no sabía era cómo explicárselo.

—Ayla hace —dijo.

—Sí, ya sé que tú lo haces, pero ¿quién te enseñó?

—Ayla… enseñó —¿cómo iba a explicarle lo del día en que se le apagó el fuego, se le rompió el hacha de mano y descubrió la pirita? Se cogió la cabeza entre las manos un momento, tratando de hallar la manera; entonces alzó la cabeza, le miró y, sacudiéndola negativamente, dijo—: Ayla no hablar bueno.

Jondalar comprendió que se sentía derrotada.

—Ya lo harás, Ayla. Entonces podrás decírmelo. No tardarás mucho…, eres una mujer sorprendente —y sonrió—. Hoy podré salir, ¿verdad?

—Ayla ver… —retiró las mantas y miró la pierna. Los lugares en que habían estado los nudos tenían pequeñas costras, y la piel mostraba una curación casi total. Ya era hora de que se levantara, se apoyase en la pierna y tratara de calibrar el deterioro—. Sí, Don-da-lah va fuera.

La sonrisa más amplia que le había visto hasta entonces le iluminó la cara. Se sentía como un muchacho que acude a la Reunión de Verano después de un prolongado invierno.

—Entonces, vamos, mujer —y empujó las pieles, ansioso por ponerse en pie y salir.

Su entusiasmo infantil era contagioso. Ayla le sonrió, pero conminándole a tener prudencia:

—Don-da-lah come alimento.

No tardó mucho en preparar un desayuno con alimentos cocinados la noche anterior y una infusión. Llevó grano a Whinney y pasó unos momentos acariciándola con un cardo y rascando con él también al potrillo. Jondalar la observaba; la había observado anteriormente, pero era la primera vez que se daba cuenta de que emitía un sonido casi igual al suave relincho de un caballo, así como algunas sílabas abreviadas, guturales. Sus movimientos y señales con la mano no significaban nada para él —no las veía, no sabía que formaban parte integrante del lenguaje que utilizaba para hablarle al caballo—, pero sabía que, de cierta manera incomprensible, estaba hablándole a la yegua. Y tenía la impresión, por no decir el convencimiento, de que el animal la comprendía.

Mientras ella acariciaba a la yegua y al potrillo, Jondalar se preguntaba qué magia habría empleado para cautivar a los animales. Él mismo se sentía algo cautivado, pero se sorprendió, encantado, al ver que se acercaba con la yegua y el potro. Nunca anteriormente había tocado un caballo viviente ni se había acercado tanto a un potro recién nacido y cubierto de vellón, y se sentía ligeramente sobrecogido ante la falta de miedo que ambos demostraban. El potrillo pareció sentirse especialmente atraído por el hombre después de unas cuantas caricias prudentes que se convirtieron en caricias a todo lo largo y cosquillas que sin vacilación llegaron a los lugares indicados.

Recordó que no le había enseñado el nombre del animal, y señalando a Whinney, dijo: «Caballo».

Pero Whinney tenía nombre, un nombre hecho de sonidos al igual que los nombres de ellos. Ayla meneó negativamente la cabeza.

—No —dijo—. Whinney.

Para él, el nombre que dijo no era un nombre: era la perfecta imitación de un relincho suave, de un hin. Se sorprendió. No sabía expresarse en lenguas humanas, pero era capaz de hablar como un caballo. ¿Hablarle a un caballo? Estaba pasmado; era una magia poderosa.

Ella interpretó su expresión de asombro como falta de comprensión. Se tocó el pecho y dijo su nombre, tocó el pecho de él y dijo «Jondalar» y, finalmente, señaló a la yegua y volvió a relinchar suavemente.

—¿Es el nombre de la yegua? Ayla, yo no puedo producir ese sonido. No sé cómo hablarles a los caballos.

Después de una segunda explicación más paciente, lo intentó de nuevo, pero era más bien una palabra que semejaba un sonido. Ayla pareció conformarse con eso y llevó a los caballos de vuelta a su lugar de la caverna. «Whinney, él me está enseñando palabras. Voy a aprender todas sus palabras, pero tenía que decirle tu nombre. Hemos de pensar en un nombre para tu pequeño… Me pregunto si te gustaría que él le ponga nombre a tu hijo».

Jondalar había oído hablar de ciertos Zelandoni de quienes se decía que eran capaces de atraer a los animales hacia los cazadores. Algunos cazadores podían incluso hacer una buena imitación del grito de ciertos animales, lo cual les permitía acercarse más a ellos. Pero nunca había oído hablar de alguien que conversara con un animal o que hubiera educado a un animal para la convivencia. Gracias a ella, una yegua salvaje había parido delante de él e incluso le había permitido tocar a su hijo. De repente se le representó, con admiración y algo de miedo, lo que había hecho la mujer. ¿Quién era? ¿Y qué clase de magia era la suya? Pero cuando avanzó hacia él con una sonrisa gozosa en el rostro, no parecía más que una mujer común y corriente. Justo una mujer común y corriente, capaz de hablar con los animales pero no con los seres humanos.

—¿Don-da-lah fuera?

Casi se le había olvidado. El rostro se le iluminó de deseo y antes de que ella se acercara, trató de ponerse en pie. Su entusiasmo se vino abajo; estaba débil y le dolía al moverse. Estuvo a punto de sentir náuseas, de perder el conocimiento, pero se repuso. Ayla veía cómo cambiaba su expresión de una sonrisa anhelante a una mueca de dolor, y de repente vio cómo palidecía.

—Tal vez necesito algo de ayuda —dijo, con una sonrisa débil pero animosa.

—Ayla ayuda —dijo ella, ofreciéndole el hombro para que se apoyara y la mano para que se la cogiese. Al principio no quiso apoyarse mucho en ella, pero al ver que aguantaba su peso, que tenía fuerza y que sabía cómo llevarle, aceptó la ayuda.

Cuando, finalmente, se puso de pie sobre su pierna buena, sujetándose en uno de los postes del tendedero, y Ayla alzó la mirada hacia él, la joven se quedó boquiabierta y con los ojos casi fuera de las órbitas: la parte superior de su cabeza apenas alcanzaba a la barbilla del hombre. Ya sabía que tenía el cuerpo más largo que el de los hombres del Clan, pero no había sido capaz de imaginar lo elevada que era su estatura, no se había figurado cómo sería de pie. Nunca había visto a nadie tan alto.

No recordaba, desde su infancia, haber tenido que levantar la cabeza para mirar a alguien. Aun antes de convertirse en mujer era ya más alta que todos los del Clan, incluidos los hombres. Siempre había sido alta y fea; demasiado alta, demasiado pálida, con una cara demasiado plana. Ningún hombre la quiso ni siquiera después de que su poderoso tótem fue derrotado y todos se empeñaron en creer que el tótem de ellos había superado a su León Cavernario dejándola embarazada; ni siquiera cuando supieron que si no estaba apareada antes de dar a luz, su hijo tendría mala suerte. Y Durc tuvo mala suerte. No le dejarían vivir. Dijeron que era deforme, pero, de todos modos, Brun le aceptó. Su hijo había superado la mala suerte; superaría también la pérdida de madre. Y sería alto —ella lo sabía ya antes de marcharse—, pero no tanto como Jondalar.

Aquel hombre la hacía sentirse realmente pequeña. La primera impresión que le causó fue de juventud, y joven significaba bajo. También le había parecido más joven. Alzó la cabeza para mirarle desde su nueva perspectiva y notó que le había crecido la barba. No comprendía por qué no tenía barba cuando le vio por vez primera, pero al ver el recio pelo rubio que le salía en el mentón, comprendió que no era un muchacho. Era un hombre…, un hombre alto, potente y plenamente maduro.

La mirada de asombro de Ayla le hizo sonreír aunque no sabía a qué se debía. Ella era también más alta de lo que él creía. La manera de moverse y su porte daban la sensación de que su estatura era mucho menor. En realidad era alta, y a él le gustaban las mujeres altas; siempre eran las que le llamaban primero la atención, aunque aquélla llamaría la atención de cualquiera, pensó.

—Ya que estamos aquí, salgamos —dijo.

Ayla estaba cobrando conciencia de su cercanía y de su desnudez.

—Don-da-lah necesita… manto —dijo, empleando la palabra que usaba para su vestimenta, aun cuando quería decir: para hombre—. Necesita cubrir… —y señaló las partes genitales; él tampoco le había enseñado la palabra. Entonces, por alguna razón inexplicable, Ayla se ruborizó.

No era por pudor. Había visto a muchos hombres desnudos, y también mujeres…, no importaba nada. Pensó que él necesitaba protección, no contra los elementos, sino contra espíritus malignos. Si bien las mujeres no estaban incluidas en sus rituales, ella sabía que a los hombres del Clan no les gustaba dejar expuestos sus órganos cuando salían. No supo por qué se ruborizaba ni por qué tenía la cara caliente ni tampoco el motivo por el que aquella situación provocaba en ella una sensación tensa, palpitante.

Jondalar bajó la mirada. También él tenía ciertas supersticiones relacionadas con sus órganos, pero nada tenían que ver con la protección contra espíritus malignos. Si enemigos perversos hubieran inducido a un zelandoni a causarle daño o si una mujer tuviera razones para lanzarle una maldición, haría falta mucho más que una prenda de vestir para protegerle.

Pero había aprendido que, si bien cuando un forastero cometía un disparate, se le perdonaba, era prudente al viajar prestar atención a indicaciones sutiles para no ofender en lo posible. Había visto la señal de ella… y su rubor. Consideró que sin duda quería decir que no debía salir con las partes genitales al aire. Y de todos modos, sentarse en cueros vivos en una piedra desnuda resultaría incómodo, sin contar con que no iba a poder moverse mucho.

Entonces pensó en sí mismo, parado allí sobre una piedra, cogiéndose de un poste, tan deseoso de salir que ni siquiera se había fijado en que estaba totalmente desnudo. Se dio cuenta de repente de lo cómico de la situación y soltó una ruidosa carcajada.

Jondalar no podía comprender el efecto que su risa iba a tener sobre Ayla. Para él, reír era tan natural como respirar. Ayla se había criado entre gente que no reía y que consideraba su risa con tanta suspicacia que tuvo que aprender a dominarla para no resultar tan extraña. Eso era parte del precio que pagaba por la supervivencia. Sólo después de haber nacido su hijo descubrió nuevamente el gozo de la risa. Sabía que alentarlo sería mal visto, pero cuando estaban solos no podía resistirse a hacerle cosquillas cuando él respondía con risas de felicidad.

Para ella, la risa estaba cargada de un significado mayor que una simple respuesta espontánea. Representaba el único vínculo que la ataba a su hijo, la parte de sí misma que podía ver en él, y era una expresión de su propia identidad. La risa inspirada por el cachorro de león cavernario al que amaba, había fortalecido esa expresión, y no renunciaría a ella. No sólo habría significado renunciar a sensaciones que le recordaban a su hijo, sino a su propio sentido del desarrollo de sí misma.

Pero no había pensado que alguien más pudiera reír. Excepto ella y Durc, y no recordaba haber oído reír a nadie anteriormente. La calidad especial de la risa de Jondalar —la libertad jubilosa y sincera que expresaba— invitaba a la respuesta. Había un deleite sin límites en su voz mientras se reía de sí mismo, y desde el momento en que Ayla la oyó, le gustó. A diferencia de la reprobación del varón adulto del Clan, la risa de Jondalar demostraba aprobación sólo con el sonido. No sólo era bueno reír, sino que había que participar; era imposible resistir.

Y Ayla no resistió. Su primera sorpresa escandalizada se convirtió en sonrisa y después en risa. No sabía dónde estaba la gracia, pero se reía porque reía Jondalar.

—Don-da-lah, ¿cuál es la palabra —preguntó Ayla cuando se apagaron las carcajadas— para ja-ja-ja?

—¿Risa? ¿Reír?

—¿Cuál es… palabra correcta?

—Las dos son correctas. Cuando lo hacemos, dices: nos reímos. Cuando hablas de ello dices: la risa —explicó. Ayla reflexionó un momento. Había más en lo que él decía que la simple manera de emplear la palabra; en hablar había algo más que palabras. Ya conocía muchas, pero se decepcionaba una y otra vez al tratar de expresar sus pensamientos. Existía una forma de reunirlas y un significado que no podía captar del todo. Aunque comprendía la mayor parte de lo que decía Jondalar, las palabras sólo servían de indicio. Ella comprendía otro tanto por su aptitud perceptiva para leer su lenguaje corporal inconsciente. Pero sentía la falta de precisión y profundidad de su conversación. Peor aún era la sensación de que ella sabía, pero no podía recordar, y la tensión insoportable que sentía cuando estaba a punto de recordar, una especie de nudo doloroso que luchaba por desatarse.

—¿Don-da-lah reír?

—Sí, es cierto.

—Ayla reír. Ayla gusta reír.

—En este momento Jondalar ir fuera. ¿Dónde está mi ropa?

Ayla trajo el montón de prendas de que le había despojado cuando tuvo que desnudarle. Estaban hechas jirones por las zarpas del león y manchadas con sangre seca. Las cuentas y demás elementos del diseño estaban desprendiéndose de la camisa adornada.

Cuando vio su ropa, Jondalar se puso serio.

—Tuve que estar muy herido —dijo, mirando el pantalón tieso con su sangre seca—. No me lo puedo poner.

Ayla estaba pensando lo mismo; fue al lugar donde almacenaba cosas y extrajo una piel sin estrenar y largas tiras de cuero; se puso a sujetárselas alrededor de la cintura, a la manera de los hombres del Clan.

—Ya lo haré yo, Ayla —dijo Jondalar, pasándose la piel suave entre las piernas y tirando de ella por delante y por detrás, a modo de taparrabo.

—Pero no me vendrá mal un poco de ayuda —agregó, esforzándose por atar la correa alrededor de la cintura para sujetarlo.

Ella le ayudó a atárselo y a continuación, ofreciéndole el hombro, indicó que debería apoyarse un poco en la pierna. Él, obediente, puso el pie en el suelo con firmeza y se inclinó hacia delante con precaución. Dolía más de lo que esperaba y comenzó a dudar de si podría andar. Pero afirmándose en su decisión, se apoyó pesadamente en Ayla y dio un paso hacia delante, medio brincando, y después otro. Cuando llegaron a la entrada de la cueva, Jondalar le sonrió ampliamente y miró hacia fuera el saliente en forma de terraza y los altos pinos que crecían cerca de la muralla opuesta.

Allí le dejó ella, apoyándose contra la roca firme de la caverna, mientras iba en busca de una estera de hierba trenzada y unas pieles, que colocó cerca del extremo más alejado desde donde podía dominar mejor el valle. Entonces regresó para ayudarle a llegar hasta allí. Jondalar estaba cansado, sufría dolores, pero se sintió contento de sí mismo cuando finalmente se sentó en las pieles y echó su primera mirada en derredor.

Whinney y su potro estaban en el campo; se habían ido poco después de que Ayla se los hubiese presentado a Jondalar. El valle era un paraíso verde exuberante incrustado en las áridas estepas. Jamás habría imaginado que existiera semejante lugar. Se volvió hacia el estrecho paso río arriba y la parte de la playa pedregosa que no estaba tapada por la terraza, pero enseguida dedicó su atención de nuevo al valle verde que se extendía río abajo hasta el lejano recodo.

La primera conclusión a la que llegó fue que Ayla vivía sola. No había el menor indicio de otra habitación humana. Se quedó un rato con él y después regresó a la cueva, de donde salió con un puñado de semillas. Frunció los labios, emitió un trino melódico, un gorjeo, y lanzó las semillas sobre el saliente, cerca de ellos. Jondalar se quedó intrigado hasta que un pajarillo aterrizó y comenzó a picotear las semillas. Pronto una legión de aves de distintos tamaños y colores estaba aleteando alrededor de ella y con movimientos rápidos y graciosos picoteaban las semillas.

Sus cantos —trinos, gorjeos y graznidos— llenaban el aire mientras disputaban su posición con gran ostentación de plumas desplegadas. Jondalar tuvo que mirar dos veces al descubrir que muchos de los trinos que oía provenían de la garganta de la mujer. Podía imitar toda la gama de sonidos, y cuando emitía una voz en particular, cierto pajarito se plantaba en su dedo y se quedaba allí mientras lo alzaba, y entre los dos gorjeaban un dúo. En algunas ocasiones acercó uno lo suficiente para que Jondalar pudiera tocarlo antes de que se alejara revoloteando.

Cuando se acabaron las semillas, la mayor parte de las aves se fueron, pero un mirlo se quedó para intercambiar una canción con Ayla. Ella imitaba perfectamente la variada cantata del pájaro.

Jondalar respiró hondo cuando se fue volando. Había estado aguantando la respiración para no estropear el espectáculo de pájaros que le ofrecía Ayla.

—¿Dónde aprendiste eso, Ayla? Ha sido verdaderamente extraordinario. Nunca antes de ahora había tenido tal cantidad de pajarillos tan cerca de mí.

Ella le sonrió, sin saber con seguridad lo que la estaba diciendo, pero consciente de que le había impresionado. Gorjeó otro canto de pájaro con la esperanza de que le dijera el nombre del ave, pero el hombre se limitó a sonreír apreciando su pericia. La joven probó un canto tras otro antes de renunciar. Él no comprendía lo que ella deseaba, pero otro pensamiento le hizo arrugar el entrecejo: ¡era capaz de imitar el canto de las aves con la boca mejor que el Shamud con el caramillo! ¿Estaría tal vez comunicándose con espíritus de la Madre que tenían forma de aves? Un pajarillo descendió planeando y aterrizó a sus pies; Jondalar lo miró con cautela.

La aprensión fugaz desapareció pronto dominada por el gozo de hallarse al aire libre bañándose en la luz del sol, sintiendo la brisa y contemplando el valle. También Ayla estaba radiante por su compañía. Era tan difícil convencerse de que estaba sentado en su terraza, que no quería ni parpadear. Si cerraba los ojos, tal vez habría desaparecido al abrirlos de nuevo. Cuando finalmente se convenció de la realidad de su presencia, cerró los ojos para comprobar cuánto tiempo podría privarse… sólo por el placer de encontrarle allí todavía al abrirlos. El sonido profundo y sonoro de su voz, cuando hablaba mientras ella tenía los ojos cerrados, le producía un deleite incomparable.

Mientras el sol ascendía y dejaba sentir su cálida presencia, el río brillante atrajo la atención de Ayla. No había tomado su baño de la mañana para no dejar solo a Jondalar, por miedo a que surgiera algún imprevisto. Pero ahora estaba mucho mejor, y podría llamarla si la necesitaba.

—Ayla ir agua —anunció, haciendo gestos como si nadara.

—Nadar —dijo él, haciendo gestos similares—. La palabra es «nadar» y ojalá pudiera acompañarte.

—Nazar —repitió Ayla lentamente.

—Nadar —corrigió Jondalar.

—Na-dar —dijo ella otra vez, y al ver que asentía, bajó a la playa. «Pasará algún tiempo antes de que pueda recorrer este sendero. Le subiré algo de agua. Pero la pierna se está curando bien. Creo que podrá servirse de ella. Quizá cojee un poco, pero espero que no tanto como para obligarle a andar despacio».

Cuando llegó a la playa y desató la correa de su manto, decidió lavarse también el cabello. Fue río abajo en busca de saponaria. Alzó la mirada, vio a Jondalar y le hizo señas; luego regresó a la playa, fuera de su vista. Se sentó en la orilla de un enorme bloque de roca que hasta la primavera pasada había formado parte de la muralla, y comenzó a soltarse las trenzas. Una nueva poza, que no estaba allí antes de que las rocas cambiaran de sitio, desde entonces se había convertido en su tina de baño predilecta. Era más profunda, y en la roca próxima había una depresión en forma de cubeta que le servía para sacar a golpes la rica saponina de las raíces de saponaria.

Jondalar volvió a verla después de que se quitara el jabón y se fuera nadando río arriba, y admiró sus firmes y correctas brazadas. Ayla se dejó llevar de regreso manoteando perezosamente hasta llegar a la roca, y sentándose en ella, permitió que el sol la secara mientras desenredaba su cabello con una ramita y lo cepillaba después con un cardo. Para cuando tuvo seca su espesa cabellera, ya tenía calor, y a pesar de que Jondalar no la había llamado, comenzó a preocuparse por él. «Debe de estar cansado ya», pensó. Al mirar su manto se le ocurrió que debería ponerse otro limpio; lo recogió y subió con él en la mano por el sendero.

Jondalar estaba sintiendo el sol mucho más que Ayla. Thonolan y él reanudaron el Viaje en primavera, y el pigmento protector que había adquirido después de que abandonaran el Campamento Mamutoi lo perdió mientras permaneció en el interior de la cueva de Ayla; conservaba su palidez invernal, al menos así fue hasta que salió a sentarse en la terraza saliente. Ayla se había ido cuando comenzó a sentirse incómodo a causa de la fuerza del sol. Trató de ignorarlo, pues no quería molestar a la mujer que estaba disfrutando unos momentos de recreo después de haber estado cuidándole sin cesar. Empezó a preguntarse por qué tardaría tanto, a desear que se apresurara, mirando si llegaba por el sendero, después río arriba y río abajo, pensando que tal vez había decidido nadar otro poco.

En el instante mismo en que miraba hacia el otro lado, Ayla llegó a lo alto de la muralla; al descubrir la espalda quemada de Jondalar sintió vergüenza. «¡Va a coger una insolación! ¿Qué clase de curandera soy, dejándole tanto rato ahí fuera?», y corrió hacia él.

La oyó y se dio media vuelta, agradecido de que, por fin, llegara y algo molesto porque no hubiese vuelto antes. Pero, al verla, ya no sintió sus quemaduras; se quedó con la boca abierta, maravillado al ver a la mujer desnuda que se acercaba a él bajo la brillante luz del sol.

Tenía la piel de un color tostado dorado, fluyendo y ondulando sobre músculos fuertes por el uso constante. Sus piernas estaban perfectamente modeladas, sólo estropeadas por cuatro cicatrices paralelas en el muslo izquierdo. Desde aquel ángulo podía ver unas nalgas firmes y redondas, y por encima del vello rubio del pubis, la curva de un vientre marcado por las señales leves del embarazo. ¿Embarazo? Tenía los senos grandes pero formados como los de una muchacha e igual de erguidos, con aréolas de un color rosado oscuro y pezones tiesos. Sus brazos eran largos y graciosos y delataban inconscientemente su fuerza.

Ayla se había criado entre gente —hombres y mujeres— que eran intrínsecamente fuertes. Para realizar las tareas exigidas a las mujeres del Clan —levantar, transportar, curtir pieles, cortar leña—, su cuerpo tuvo que desarrollar la fuerza muscular necesaria. La cacería le había proporcionado su resistencia nervuda, y el hecho de vivir sola le había impuesto esforzarse vigorosamente para sobrevivir.

Jondalar pensó: «Probablemente es la mujer más fuerte que he conocido»; no era sorprendente que pudiera ayudarle a levantarse y sostenerle después. Sabía, sin el menor lugar a dudas, que nunca había visto una mujer con un cuerpo tan bellamente esculpido, pero había algo más que el cuerpo. Desde el principio le había parecido bastante guapa, pero nunca la había visto a plena luz del día.

Tenía el cuello largo con una pequeña cicatriz en la garganta, una línea graciosa desde la mandíbula a la barbilla, una boca llena, una nariz fina y recta, los pómulos altos, y ojos de un gris azulado muy separados. Sus facciones finamente cinceladas se combinaban en una elegante armonía; tanto sus largas pestañas como sus cejas arqueadas eran marrón claro, un tono más oscuro que el de las ondas de la dorada cabellera que caían suavemente sobre sus hombros y brillaban al sol.

—¡Madre Grande y Generosa! —exclamó.

Se esforzaba por encontrar palabras para describirla; el efecto total era deslumbrante. Era bella, asombrosa, magnífica. Nunca había visto una mujer tan bella. ¿Por qué escondería aquel cuerpo espectacular bajo un manto informe y aquel cabello glorioso sujeto en trenzas? Y él la había creído simplemente guapa. ¿Cómo no se habría dado cuenta?

Sólo cuando se acercó por la terraza acortando distancias empezó a sentirse excitado, pero la excitación le acometió con una exigencia insistente y palpitante. La deseaba con una urgencia que nunca anteriormente había experimentado. Las manos le ardían por el ansia de acariciar aquel cuerpo perfecto, de descubrir sus lugares secretos; anhelaba explorarlo, saborearlo, proporcionarle placeres. Cuando Ayla se inclinó y olió su piel caliente, estuvo a punto de hacerla suya sin siquiera pedírselo, de haber podido…, pero intuía que no era mujer a la que se pudiera tomar fácilmente.

—Don-da-lah…, espalda…, fuego —dijo Ayla, buscando la palabra para describir la quemadura del sol. Entonces vaciló, prendida del magnetismo animal de su mirada. Le miró a los ojos de un azul intenso y se sintió atraída más profundamente. Le latía el corazón, sentía que se le doblaban las piernas y una oleada de calor subió a su rostro. Le temblaba el cuerpo, produciéndole una humedad repentina entre las piernas.

No sabía lo que le estaba sucediendo y, volviendo la cabeza, se arrancó a la mirada del hombre; sus ojos se fijaron entonces en su virilidad que el taparrabo delineaba y que estaba palpitando, y experimentó el ansia avasalladora de tocar, de tender la mano. Cerró los ojos, respirando fuerte, y trató de no seguir temblando. Al abrir los ojos, rehuyó la mirada de Jondalar.

—Ayla ayuda Don-da-lah ir cueva —dijo.

Las quemaduras de sol eran dolorosas y el rato que había pasado fuera le dejó agotado, pero al apoyarse en ella durante la breve y difícil caminata, el cuerpo desnudo de la mujer estaba tan próximo que el terrible deseo siguió despierto. Ayla le instaló sobre la cama, fue a mirar a toda prisa sus reservas medicinales y de pronto echó a correr.

Jondalar se preguntaba adónde iría, y lo comprendió al verla regresar con las manos llenas de grandes hojas velludas, de un verde grisáceo: hojas de bardana que arrancó de la veta central, dura, hizo tiras en un tazón, agregó agua fría y golpeó con una piedra hasta hacerlas puré.

Jondalar había estado sufriendo a causa de las quemaduras, y cuando sintió la fresca papilla sobre la espalda, agradeció de nuevo que Ayla fuera una curandera.

—¡Aaah! Ya está mucho mejor —exclamó.

Entonces, al sentir que las manos de ella alisaban suavemente las hojas frescas, se dio cuenta de que la mujer no se había entretenido en cubrirse. Arrodillada junto a él, Jondalar podía sentir su proximidad como una emanación palpable. El olor a piel caliente y otros olores femeninos misteriosos le incitaban a extender la mano: la acarició desde la rodilla hasta la nalga.

Ayla se quedó tiesa bajo el contacto, y dejó de alisar las hojas frescas, cobrando una conciencia aguda de la mano que la tocaba. Se mantuvo rígida, sin saber lo que estaba haciendo o lo que se suponía que debía de hacer ella. Lo único seguro era que no deseaba que cesara la caricia; pero cuando Jondalar subió la mano y tocó un pezón, Ayla se quedó sin aliento por el impacto inesperado que recibió.

Jondalar se sorprendió ante aquella mirada escandalizada. ¿No era perfectamente natural que un hombre quisiera acariciar a una mujer bella? Sobre todo cuando se encontraba tan cerca que, en realidad, casi se tocaban. Apartó la mano sin saber qué pensar. «Actúa como si nunca anteriormente la hubieran tocado». Pero era una mujer, no una niña, y, a juzgar por las estrías de su vientre, ya había dado a luz aun cuando él no viera la menor evidencia de hijos. Claro está que tampoco habría sido la primera mujer que perdiera un hijo, pero tuvo que tener Primeros Ritos para prepararla y que pudiera recibir la Bendición de la Madre.

Ayla podía sentir todavía la secuela palpitante de su caricia. No sabía por qué se había detenido y, confusa, se puso en pie y se alejó.

«Tal vez yo no le guste», se dijo Jondalar. «Pero, entonces, ¿por qué se ha acercado tanto, especialmente cuando mi deseo era tan evidente? Desde luego, no lo ha provocado adrede; ha estado cuidándome las quemaduras. Y en su actitud no hubo incitación alguna». De hecho, parecía no advertir el efecto que causaba en él. ¿Estaría acostumbrada a que su belleza produjera tanta conmoción? No se portaba con el menosprecio impertinente de una mujer experimentada, y sin embargo, ¿cómo era posible que una mujer tan extraordinaria no supiera el efecto que causaba en los hombres?

Jondalar cogió un trozo aplastado de hoja mojada que se le había caído de la espalda. El curandero Sharamudoi había empleado también hojas de bardana contra las quemaduras. «Es hábil. ¡Está claro! Jondalar, ¡qué estúpido eres!», se dijo. «El Shamud te habló de las pruebas a las que se someten Los Que Sirven a la Madre. Ella debe estar renunciando también a los Placeres. No es extraño que se envuelva en ese manto informe para ocultar su belleza. No se habría acercado a ti de no ser por la insolación, y luego tú te precipitas como un adolescente».

La pierna palpitaba y aunque la medicina había servido, la insolación seguía siendo incómoda. Se tendió de lado para aliviarse un poco y cerró los ojos. Tenía sed pero no quería volverse del otro lado para coger la vejiga de agua, justo ahora que había encontrado una postura casi soportable. Se sentía desdichado, no sólo por sus dolores, sino porque temía haber cometido una grave imprudencia, y lo lamentaba.

Hacía mucho tiempo, desde su adolescencia, que no había experimentado la humillación de haber dado un paso en falso. Había practicado el control de sí mismo hasta un grado tal que lo convertía en arte; había vuelto a ir demasiado lejos y le habían rechazado. Esa bella mujer, esa mujer a la que había deseado más que a ninguna, le había rechazado. Ahora sabía lo que iba a pasar: ella actuaría como si nada pero le evitaría siempre que pudiera. Cuando no le fuera posible alejarse, mantendría cierta distancia entre ellos. Se mostraría fría y distante. Su boca tal vez sonriera, pero sus ojos dirían la verdad; no habría calor entre ellos o, peor aún, sólo lástima.

Ayla se había puesto un manto limpio y estaba trenzando su cabellera, sintiéndose avergonzada por haber dejado que Jondalar se quemara con el sol. Era culpa de ella; él no podía quitarse del sol por sus propios medios. Y ella había estado disfrutando, nadando y lavándose el cabello cuando debería haber estado atendiéndole. «Y se supone que soy una curandera, una curandera del linaje de Iza. Su ascendencia es la más honorable del Clan…, ¿qué pensaría Iza de semejante descuido, de esa falta de atención de un paciente?». Ayla se sentía mortificada. Había sido herido muy gravemente, todavía sufría dolores, y ella le había proporcionado un dolor más.

Pero en su desconcierto había algo más: él la había tocado. Aún podía sentir el calor de su mano sobre su muslo. Sabía con exactitud dónde había tocado y dónde no, como si la hubiera quemado con una suave caricia. ¿Por qué la habría tocado el pezón? Había tenido su virilidad en erección y ella sabía lo que eso significaba. Cuántas veces había visto que un hombre hacía señales a una mujer cuando sentía la necesidad de aliviarse. Broud se las había hecho a ella —se estremeció— y desde entonces había odiado ver su miembro viril en erección.

Ahora no se sentía así; incluso le agradaría que Jondalar le hiciera la señal…

«No seas ridícula. No podría, con esa pierna así. Apenas está lo suficientemente bien para apoyarse en ella».

Pero ya tenía la virilidad plena cuando ella regresó de darse el baño, y sus ojos… Se estremeció pensando en sus ojos. «Son tan azules, reflejan tan plenamente su necesidad y tan…».

No podía explicárselo, pero dejó de peinarse, cerró los ojos y recordó la atracción que aquel hombre ejercía sobre ella. Él la había tocado.

Después se detuvo. Ayla se sentó muy erguida. ¿Le habría hecho una señal? ¿Se habría detenido porque ella no dio su consentimiento? Se suponía que la mujer estaba siempre disponible para un hombre con necesidad. Cada una de las mujeres del Clan era aleccionada para eso desde la primera vez que su espíritu batallaba y ella sangraba, así como le enseñaban los sutiles ademanes y posturas que podrían incitar a un hombre a desear satisfacer su necesidad con ella. Nunca había comprendido la razón de que una mujer tuviera que utilizarlos, hasta ahora. De repente se dio cuenta de que ahora lo comprendía.

Deseaba que aquel hombre aliviara sus necesidades con ella, pero no conocía su señal. «Si yo no conozco su señal, tampoco él conocerá las mías. Y si me negué sin saberlo, tal vez nunca más vuelva a intentarlo. Pero ¿me desea realmente? Soy tan alta y tan fea…».

Ayla terminó de enrollar su última trenza y fue a atizar el fuego para preparar un medicamento contra los dolores, destinado a Jondalar. Cuando se lo trajo, éste descansaba de costado. Como se trataba de una pócima contra los dolores para que pudiera descansar, no quiso molestarle puesto que, al parecer, ya había encontrado un poco de alivio. Se sentó con las piernas cruzadas junto al lugar donde dormía y se quedó esperando a que abriera los ojos. Él no se movía, pero Ayla sabía que no estaba durmiendo: su respiración carecía de la regularidad característica y su frente reflejaba incomodidad, lo que no habría sido así en el caso de que durmiera.

Jondalar la había oído acercarse y cerró los ojos para fingir que estaba dormido. Esperó, con los músculos tensos, combatiendo las ganas de abrir los ojos para comprobar si estaba allí. ¿Por qué tan silenciosa? ¿Por qué no se marchaba? El brazo en el que estaba recostado empezó a hormiguearle por falta de circulación; si no se movía pronto, se le iba a dormir. La pierna le latía; habría querido cambiar de postura para aflojar la tensión causada por haber pasado tanto rato en una misma postura. La cara le picaba debido a la barba sin afeitar; la espalda le ardía. Tal vez ya no estaba allí; tal vez se había ido sin que él la oyera marcharse. ¿Estaría allí sentada mirándole?

Ella había estado observándole con atención. Había mirado directamente a aquel hombre más que a hombre alguno. No era correcto que las mujeres del Clan miraran a los hombres, pero ella había cometido muchas indiscreciones. Había olvidado los modales que Iza le enseñó, así como el cuidado debido a un paciente. Se miró las manos que sostenían la taza de datura sobre su regazo. Ésa era la manera correcta para que una mujer abordara a un hombre, sentada en el suelo con la cabeza gacha, esperando que él reconociera su presencia con un golpecito en el hombro. Tal vez fuera hora de recordar su educación.

Jondalar abrió ligeramente los ojos para ver si estaba allí, pero sin dejarle saber que estaba despierto. Vio un pie y volvió a cerrar rápidamente los ojos. Allí estaba. ¿Por qué estaría allí sentada? ¿Qué estaría esperando? ¿Por qué no se alejaba y le dejaba en paz con su aflicción, con su humillación? Volvió a acechar entre sus párpados: el pie no se había movido; estaba sentada con las piernas cruzadas; tenía una taza con líquido. ¡Oh, Donii!, ¡qué sed tenía! ¿Sería para él? ¿Había estado allí esperando que despertara para darle algún medicamento? Podía haberle sacudido; no tenía por qué esperar.

Abrió los ojos. Ayla estaba sentada con la cabeza baja, mirando al suelo. Llevaba puesto uno de esos mantos informes y tenía el cabello atado en múltiples trenzas; su aspecto era de pulcritud. Ya no tenía un tizne en la mejilla, su manto estaba limpio, era una piel nueva. Tenía un aspecto muy inocente, sentada con la cabeza inclinada. No había artificio ni amaneramiento alguno en ella, ni miradas sugestivas por el rabillo del ojo.

Sus trenzas apretadas contribuían a dar esa impresión, así como el manto que, con sus pliegues y bultos, la disimulaba tan bien. Ahí estaba el truco, el disimulo artificial de su cuerpo de mujer y de su bella cabellera brillante. No podía ocultar el rostro, pero el hábito de bajar la mirada o de mirar de soslayo tendía a distraer la atención. ¿Por qué se escondía? Sería tal vez a causa de la prueba a la que se estaba sometiendo. La mayoría de las mujeres que conocía habrían exhibido aquel cuerpo magnífico, aquella gloria dorada en su propio beneficio, habrían dado lo que fuera por poseer un rostro tan bello.

La observó sin moverse, olvidando su incomodidad. ¿Por qué estaba tan quieta? Tal vez no quería mirarle, pensó, sintiéndose otra vez mortificado y, por si fuera poco, con dolores. No podía aguantar más, tenía que cambiar de postura.

Ayla levantó la mirada cuando él movió el brazo. No podía tocarle el hombro para reconocer su presencia por muy buenos modales de que quisiera hacer gala. No sabía la señal. Jondalar se pasmó al ver su rostro contrito y la expresión de abierta súplica de sus ojos. No había condena, ni rechazo, ni lástima. Más bien parecía estar apenada. Pero ¿por qué?

Le dio la taza. Él bebió un sorbo, hizo una mueca por lo amargo de la medicina y se la bebió toda, estirando la mano hacia la vejiga de agua para quitarse el mal sabor. Entonces volvió a tenderse sin conseguir sentirse cómodo. Ella le hizo señas de que se sentara, entonces sacudió, alisó y volvió a ordenar las pieles y los cueros. Jondalar tardó un poco en acostarse de nuevo.

—Ayla, hay tantas cosas que ignoro de ti y que desearía saber… No sé dónde aprendiste a curar…, ni siquiera sé cómo llegué hasta aquí. Sólo sé que te estoy agradecido. Me has salvado la vida y, lo que es más importante aún, me has salvado la pierna. Nunca podría regresar a casa sin mi pierna, aunque hubiera conservado la vida.

»Lamento haberme puesto en ridículo, pero eres tan bella, Ayla. Yo no lo sabía… Lo ocultas tan bien. No sé por qué quieres hacerlo, pero tendrás tus razones. Aprendes con rapidez. Quizá cuando sepas hablar mejor puedas decírmelo, si te está permitido. Si no, lo aceptaré. Ya sé que no comprendes todo lo que digo, pero quiero decirlo. No volveré a molestarte, Ayla, lo prometo».