15

—Lo estás haciendo bien, Jondalar. Creo que llegaremos a convertirte en hombre del río —dijo Carlono—. En las barcas grandes no importa mucho que te falle un golpe de remo; lo peor que puedes hacer es romper el ritmo, puesto que no eres el único remero. En los botes como éste, el control es importante. Fallar el golpe puede ser peligroso o fatal. Recuerda siempre el río…, nunca olvides lo imprevisible que puede ser. Aquí es profundo, de manera que parece tranquilo. Pero sólo tienes que hundir el remo para notar la fuerza de la corriente. Es una corriente difícil de contrariar…, tienes que trabajar con ella.

Carlono seguía haciendo comentarios mientras Jondalar y él maniobraban con la pequeña piragua para dos, cerca del muelle Ramudoi. Jondalar sólo escuchaba a medias, concentrándose en manejar convenientemente el remo para que el bote fuera adonde él quería, pero al nivel de sus músculos comprendía el significado de las palabras.

—Tal vez creas que resulta más fácil seguir la corriente, porque así no tienes que luchar contra ella, pero ahí está el problema. Cuando vas contracorriente, tienes que estar pensando todo el tiempo en el río y la embarcación. Sabes que si te abandonas, perderás todo lo que hayas ganado. Y puedes ver con tiempo lo que llegue, para evitarlo. Pero si sigues la corriente, es demasiado fácil dejarte llevar, permitir que tu mente vagabundee y que el río se adueñe de ti. Hay rocas en medio del río cuyas raíces son más profundas que él; y la corriente puede arrojarte sobre ellas sin que te des cuenta; o quizá haya un tronco empapado por debajo del nivel del agua y te golpee. «Nunca le des la espalda a la Madre»: es una regla que no debe olvidarse. Está llena de sorpresas. Justo cuando crees que ya sabes a qué atenerte, que la tienes dominada, hará lo inesperado.

El hombre mayor se echó hacia atrás y sacó el remo del agua. Examinó detenidamente a Jondalar, comprobando su concentración. Tenía el cabello rubio echado hacia atrás, atado con una tira de cuero en la nuca, como precaución. Había adoptado la ropa de los Ramudoi, que era una adaptación de la de los Shamudoi, para vivir junto al río.

—¿Por qué no regresas al muelle y me dejas allí, Jondalar? Creo que ya es hora de que lo intentes solo. La cosa es diferente cuando estás a solas con el río.

—¿Crees que ya estoy preparado?

—Para no haber nacido en ello, aprendes rápido.

Jondalar tenía grandes deseos de probar su capacidad a solas en el río. Los muchachos Ramudoi solían tener sus propias piraguas antes de convertirse en hombres. Hacía tiempo que había demostrado sus aptitudes entre los Zelandonii. Cuando no era mucho mayor que Darvo y ni siquiera había aprendido su oficio ni alcanzado su estatura definitiva, mató su primer venado. Ahora era capaz de arrojar una lanza con más fuerza y más lejos que la mayoría de los hombres, pero, aunque podía cazar en el llano, no se sentía totalmente igual allí. Ningún Ramudoi podía considerarse realmente hombre antes de haber pescado con el arpón uno de los grandes esturiones, y otro tanto podía decirse de los Shamudoi de tierra firme, antes de haber cazado su propio gamo en la montaña.

Había decidido que no se uniría a Serenio antes de haberse demostrado a sí mismo que podría ser a la vez un Shamudoi y un Ramudoi. Dolando había intentado convencerle de que no era necesario hacer ninguna de las dos cosas antes de unirse; nadie abrigaba dudas. Si alguien hubiera dudado, la caza del rinoceronte habría bastado. Jondalar se había enterado de que ninguno de ellos había cazado anteriormente un rinoceronte; los llanos no solían ser un terreno habitual de caza.

Jondalar no trataba de explicarse por qué creía tener que ser mejor que todos los demás, a pesar de que nunca se había sentido obligado a superar a nadie en el arte de la caza. Su principal interés, la única habilidad en la que siempre quiso sobresalir, era la talla del pedernal. Y no era un sentimiento competitivo. Obtenía una satisfacción personal con el perfeccionamiento de su técnica. El Shamud habló más adelante a Dolando en privado y le dijo que el alto Zelandonii necesitaba trabajar para ganarse su aceptación.

Llevaban tanto tiempo viviendo juntos Serenio y él, que le parecía que debería convertir su vínculo en algo oficial. Era casi su compañera y casi todos la consideraban como si lo fuera. La trataba con afecto y consideración, y para Darvo era el hombre del hogar. Pero después de la noche en que se quemaron Tholie y Shamio, siempre había una cosa u otra que se interponía, y el humor nunca era exactamente el más apropiado. «¿Importa eso realmente?», se preguntaba Jondalar.

Serenio no apremiaba —seguía sin exigirle nada— y conservaba su distancia defensiva. Pero recientemente la había sorprendido mirándole con una expresión perturbadora que le salía del fondo del alma. Él era el que siempre se sentía desconcertado y se apartaba primero. Decidió imponerse la tarea de demostrar que podía ser un hombre Sharamudoi total, y empezó a dejar que se conocieran sus intenciones. Algunos lo tomaron como anuncio de una Promesa, aunque no se celebró ninguna Fiesta de Compromiso.

—Por esta vez no te alejes demasiado —recomendó Carlono, desembarcando—. Concédete la posibilidad de acostumbrarte a manejarlo solo.

—Pero me llevaré el arpón. No me hará ningún daño familiarizarme con él, ya que estoy en esto —dijo Jondalar, tomando el arma que estaba en el muelle. Colocó el largo mango en el fondo de la canoa debajo de los asientos, enrolló la cuerda al lado, colocó la punta de hueso con púas en el soporte fijado al costado y lo sujetó. La parte extrema del arpón, con su punta aguda y sus púas vueltas hacia atrás, no era un dispositivo que pudiera quedar suelto en el bote. En caso de accidente, resultaba tan difícil sacárselo a un ser humano como a un pescado… sin hablar de lo laborioso que era dar forma al hueso con instrumentos de piedra. Los botes que se volcaban no solían hundirse, pero las herramientas sueltas sí.

Jondalar se instaló en el asiento de atrás mientras Carlono sujetaba el bote. Cuando quedó asegurado el arpón, agarró el remo doble y se apartó de la orilla. Sin el peso de otra persona en la proa, la pequeña embarcación no se hundía tanto en el agua; era más difícil de manejar. Pero después de hacer algunos ajustes iniciales para cambiar la flotación, se apartó ligeramente siguiendo la corriente, empleando el remo como gobernable por un lado junto a la popa. Entonces decidió que remaría de nuevo río arriba. Sería fácil luchar contra la corriente mientras estaba descansado, y dejar que el río le trajera de vuelta más tarde.

Se había deslizado más río abajo de lo que creía. Cuando finalmente volvió a ver el muelle delante, estuvo a punto de atracar, pero lo pensó mejor y siguió remando. Estaba decidido a dominar todas las habilidades que se había impuesto aprender, y nadie podría acusarle de haber aplazado el compromiso cuyo cumplimiento se había impuesto. Sonrió a Carlono, que le hacía señas con la mano, pero no renunció.

Río arriba el curso se ensanchaba, y la fuerza de la corriente era menos fuerte, lo cual facilitaba el manejo de los remos. Vio una orilla en el lado opuesto del río y se dirigió hacia allá. Se acercó mucho, evitando sin dificultad los escollos con aquel bote ligero, relajándose un poco y dejando que la embarcación volviera un poco hacia atrás mientras él timoneaba con el remo. Estaba mirando el agua sin fijarse hasta que su atención fue atraída súbitamente por una forma grande y silenciosa bajo la superficie.

Era pronto para el esturión. Generalmente nadaban río arriba a principios del verano, pero la primavera había sido calurosa y temprana, con muchas crecidas. Se inclinó para mirar más de cerca: algunos de aquellos enormes peces se deslizaban a lo largo del bote. ¡Estaban emigrando! Era su oportunidad. ¡Podría llevarse el primer esturión de la temporada!

Dejó el remo en el bote y tendió la mano hacia los componentes del arpón para ensamblarlos. Sin timonel, el bote empezó a virar, siguiendo la corriente pero ligeramente del través. Para cuando Jondalar pudo atar la cuerda a la proa, el bote formaba ángulo con la corriente, pero seguía firme, y Jondalar, en tensión. Permaneció al acecho del siguiente pez: no quedó desilusionado. Una forma oscura y enorme ondulaba dirigiéndose hacia él…, ahora sabía de dónde procedía el pez «Haduma», pero había allí muchos más del mismo tamaño.

Por haber pescado con los Ramudoi, sabía que el agua alteraba la verdadera posición del pez. No estaba donde parecía… era el recurso que tenía la Madre para ocultar a Sus criaturas hasta que se revelara Su secreto. Mientras se acercaba el pez, el hombre ajustó su puntería para compensar la refracción del agua. Se inclinó sobre la borda, esperó y finalmente lanzó con fuerza el arpón desde la proa.

Y con similar brío, el bote se lanzó en dirección opuesta, siguiendo su curso sesgado, hacia el centro del río. Pero la puntería había sido buena: la punta del arpón estaba profundamente clavada en el gigantesco esturión… con muy poco efecto. El pez no estaba inmovilizado; se dirigió al centro del río buscando aguas profundas y avanzando río arriba. La cuerda se desenrolló con gran rapidez y, con un tirón, se tensó.

El bote se puso a dar bandazos y por poco lanza a Jondalar por la borda; mientras éste trataba de agarrarse, el remo brincó, vaciló y cayó al río; Jondalar se soltó para cogerlo, inclinándose hacia fuera; el bote se ladeó y Jondalar se agarró a la borda. En ese momento el esturión encontró la corriente y se puso a nadar río arriba, enderezando milagrosamente el bote y haciendo que Jondalar volviera a caer dentro. Se incorporó, frotándose la barbilla golpeada, mientras el botecito iba remolcado río arriba más aprisa que nunca.

Jondalar se agarró otra vez a la borda, con los ojos muy abiertos, entre asustados y maravillados, mientras veía pasar a toda velocidad las márgenes del río. Tendió la mano para coger la cuerda tensa en el agua, y después dio un tirón, pensando que de esa forma podría liberar el arpón; en cambio, la proa se sumergió tanto que el bote comenzó a hacer agua. El esturión se sacudía, lanzando el bote adelante y atrás. Jondalar se sujetaba a la cuerda y brincaba de un lado para otro.

No se dio cuenta de que había pasado cerca del calvero donde se construían los barcos y no vio que la gente estaba en la playa con la boca abierta contemplando el bote que subía rápidamente río arriba siguiendo la estela del enorme pez, con Jondalar colgando a un costado, cogido a la cuerda con las dos manos y luchando por desprender el arpón.

—¿Has visto eso? —preguntó Thonolan—. ¡Ese hermano mío tiene un pez fugitivo! Ahora ya creo haberlo visto todo —su sonrisa se convirtió en risotadas—. ¿Le has visto colgado de esa cuerda y tratando de que el pez le soltara? —Se golpeaba los muslos, muerto de risa—. ¡No ha atrapado un pez, el pez le ha atrapado a él!

—Thonolan, eso no tiene gracia —dijo Markeno, tratando en vano de mantener su rostro serio—. Tu hermano tiene problemas.

—Ya sé, ya sé. Pero ¿te has fijado? Remolcado río arriba por un pez… No me digas que no tiene gracia.

Thonolan siguió riendo, pero ayudó a Markeno y Barono a botar una embarcación. Dolando y Carolio también embarcaron. Tras un empujón para alejarse de la orilla, comenzaron a remar río arriba lo más aprisa que podían. Jondalar tenía problemas; podía correr verdadero peligro.

El esturión comenzaba a debilitarse. El arpón le estaba quitando la vida, y remolcar al hombre y al bote aceleraba su pérdida de vigor. La carrera desenfrenada empezaba a perder impulso. Eso sólo le dejó a Jondalar tiempo para pensar…, seguía sin poder controlar la dirección que había tomado. Estaba muy lejos río arriba; no creía haber estado nunca tan lejos desde aquella carrera con nevada y vientos aulladores. De repente pensó que debía cortar la cuerda; de nada serviría dejarse arrastrar más arriba.

Soltó la borda y extendió la mano para desenfundar el cuchillo; pero mientras tiraba de la hoja de piedra con mango de cornamenta, el esturión, en un último esfuerzo de su lucha a muerte, trató de liberarse de la dolorosa punta: empezó a agitarse y a tirar con tanta fuerza que la proa se hundía cada vez que el pez se zambullía. Volcado, el bote de madera podía seguir flotando, pero en su posición normal y lleno de agua, podría hundirse hasta el fondo. Jondalar trató de cortar la cuerda mientras el bote brincaba y se agitaba de un lado a otro. No vio el tronco empapado que se dirigía hacia él por debajo de la superficie del agua con la velocidad de la corriente hasta que tropezó con el bote, arrebatándole el cuchillo de la mano.

Se repuso rápidamente y trató de tirar de la cuerda para que se aflojara un poco y no pusiera el bote en peligro. En un último esfuerzo desesperado por liberarse, el esturión se lanzó hacia la orilla y consiguió arrancar de su cuerpo el arpón, pero ya era demasiado tarde. La poca vida que le quedaba escapó por la herida que le desgarraba el flanco. La enorme criatura marina se zambulló hasta el fondo y emergió poco después, panza arriba, flotando en el río con apenas una sacudida como testimonio de la lucha prodigiosa que había librado el pez primitivo.

El río, en su curso largo y sinuoso, formaba un ligero recodo en el lugar que el pez escogió para morir, originando un enloquecido torbellino en la corriente que se deslizaba por la curva, y el último impulso del esturión lo llevó hasta un remolino de agua estancada junto a la orilla. El bote, con la cuerda colgando, oscilaba y giraba, tropezando con el pez y el tronco, que compartían el remanso de la franja imprecisa entre agua estancada y marea.

En ese momento de calma, Jondalar tuvo tiempo para pensar en la suerte que había tenido por no haber cortado la cuerda. Sin remo, no podría controlar el bote en el caso de que regresara río abajo. La orilla estaba cerca: una playa pedregosa y estrecha se encogía al doblar un recodo y unirse a una margen empinada, con árboles que crecían tan cerca del agua que las raíces desnudas sobresalían como garras en busca de apoyo. Tal vez allí podría encontrar algo que le sirviera de remo. Respiró a fondo preparándose para la zambullida en el agua fría y se deslizó por la borda.

La profundidad era mayor de lo que pensaba, el agua le cubría la cabeza. El bote, liberado por el movimiento, encontró un camino hacia el río; el pez fue empujado hacia la orilla. Jondalar se puso a nadar para seguir al bote, tratando de agarrar la cuerda, pero la ligera embarcación, sin rozar apenas la superficie del agua, viró y se alejó danzando mucho más aprisa de lo que él podía nadar.

El agua helada le entumecía. Se volvió hacia la orilla. El esturión estaba golpeándose contra las márgenes; Jondalar fue hacia él, le agarró por la boca abierta y le arrastró tras él. No era cosa de perderlo ahora. Lo arrastró un trecho por la playa, pero pesaba mucho. Esperaba que ya no pudiera escapar. «Ahora, sin bote, no necesito remo, pero tal vez encuentre un poco de leña para hacer fuego», pensó. Estaba empapado y muerto de frío.

Fue a sacar el cuchillo y se encontró con la funda vacía. Había olvidado que se le cayó, y no tenía otro. Solía llevar una hoja de repuesto en la bolsa que llevaba colgada de la cintura, pero eso era cuando vestía el atuendo Zelandonii. Había renunciado a la bolsa al ponerse prendas Ramudoi. Tal vez pudiera encontrar materiales para una plataforma y un taladro para encender fuego. «Pero sin cuchillo no puedes cortar leña, Jondalar —se dijo—, ni sacar yesca ni virutas». Se estremeció. «Por lo menos, puedo reunir algo de leña».

Miró a su alrededor y sintió que algo se escurría entre la maleza. El suelo estaba cubierto de leña húmeda y en putrefacción, hojas y musgo. No había un palo seco por ningún lado. «Se puede encontrar leña seca», pensó, buscando con la mirada las ramas bajas y secas de coníferas que había debajo de las ramas que crecían verdes. Pero no se encontraba en un bosque de coníferas parecido a los que había cerca de su lugar de origen. El clima de esta región era menos riguroso; no sufría tanto la influencia del hielo del norte. Era fresco —podía ser absolutamente fresco—, pero húmedo. Era un bosque de clima templado, no boreal. Los árboles eran del tipo con que se hacían los barcos: de madera dura.

En su entorno había un bosque de robles y hayas, algunos sauces y ojaranzos; árboles con troncos gruesos, de corteza oscura, y otros, más esbeltos, de corteza suave y gris, pero no tenían ramitas secas. Era primavera, e incluso las ramitas estaban llenas de savia y cubiertas de yemas. Había aprendido algo sobre la corta de esos árboles de madera dura: no era fácil, ni siquiera con una buena hacha de piedra. Volvió a temblar; le castañeteaban los dientes. Se frotó las palmas de las manos, se golpeó con los brazos, trotó sin cambiar de lugar… tratando de entrar en calor. Oyó más movimiento en la maleza y pensó que estaba molestando a algún animal.

Entonces se percató de la gravedad de su situación. Desde luego, le echarían de menos y saldrían en su busca. Thonolan se daría cuenta de su ausencia, ¿o no? Sus caminos se cruzaban menos de día en día, a medida que él tomaba más parte en la vida de los Ramudoi y que su hermano se volvía más Shamudoi. Ni siquiera sabía dónde estaría Thonolan en ese momento, tal vez cazando gamos.

Bueno, pues entonces, Carlono. ¿No le iría a buscar? «Me vio venir río arriba en el bote». En aquel momento Jondalar sufrió un estremecimiento de otra clase. «¡El bote! Se fue. Si encuentran un bote vacío, pensarán que me he ahogado, se dijo. ¿Por qué iban a venir a buscarme si creyeran que me había ahogado?». El hombre alto volvió a agitarse, brincando, golpeándose los brazos, corriendo sin moverse del sitio, pero no podía dejar de temblar y estaba cansándose. El frío comenzaba a afectar su capacidad de discurrir, pero no podía seguir saltando.

Sin aliento, se dejó caer y se hizo un ovillo, tratando de conservar el calor de su cuerpo, pero le castañeteaban los dientes y temblaba convulsivamente. Oyó de nuevo algo que se deslizaba, más cerca que antes, pero no se tomó la molestia de investigar. Entonces aparecieron ante sus ojos dos pies…, dos pies humanos, desnudos y sucios.

Alzó la mirada, sobresaltado, y casi dejó de temblar. Frente a él, a su alcance, había un muchacho de ojos grandes y oscuros que le miraban a la sombra de los prominentes arcos ciliares. «¡Un cabeza chata!», pensó de inmediato Jondalar. «Un joven cabeza chata».

Estaba pasmado y casi esperaba que el joven animal se metiera de nuevo en la maleza, ahora que le había visto. El joven no se movió. Allí se quedó y, al cabo de un rato de estar mirándose ambos de hito en hito, hizo unos movimientos indicando que le siguiera. O por lo menos Jondalar tuvo la impresión de que eran movimientos para llamarle, por raros que parecieran. El cabeza chata volvió a hacerlos, y dio un paso hacia atrás.

«¿Qué querrá? ¿Querrá que vaya con él?». Cuando el joven hizo el movimiento de nuevo, Jondalar dio un paso hacia él, seguro de que la criatura echaría a correr. Pero el muchacho se limitó a retroceder otro paso y volvió a hacer la señal. Jondalar le siguió, despacio al principio, después más rápidamente, sin dejar de temblar, pero intrigado.

Instantes después el joven apartaba una especie de biombo de maleza que dejó a la vista un claro. Una fogata pequeña, casi sin humo, ardía en el centro. Una hembra alzó la mirada, sobresaltada, y retrocedió despavorida cuando Jondalar se dirigió al calor parpadeante. Se acuclilló frente al fuego, agradecido. Se daba cuenta, aunque sin mirarles abiertamente, de que el joven y la hembra cabeza chata estaban moviendo las manos y emitiendo sonidos guturales. Tenía la impresión de que se estaban comunicando, pero le preocupaba mucho más entrar en calor, y echaba de menos una capa o una piel.

No se fijó en que la mujer desaparecía detrás de él, y le cogió por sorpresa sentir que una piel caía sobre sus hombros. Vio apenas un destello de ojos oscuros antes de que inclinara la cabeza y desapareciera a todo correr, pero comprendió que le tenía miedo.

Aun mojada, la ropa de gamuza suave que llevaba puesta conservaba su cualidad de tibieza y, entre el fuego y la piel, Jondalar entró en calor y dejó de temblar. Sólo entonces se percató del lugar en que se hallaba: «¡Gran Madre! Es un campamento de cabezas chatas». Había tenido las manos encima del fuego, pero cuando se percató de lo que aquel fuego significaba, las apartó como si se le hubieran quemado.

«¡Fuego! ¿Emplean fuego?». Tendió una mano vacilante hacia la llama como si no pudiera creer lo que veían sus ojos y tuviese que recurrir a otros sentidos para confirmarlo. Entonces se fijó en la piel que tenía puesta; palpó una orilla, frotándola entre el índice y el pulgar. «Lobo —dedujo—, y bien curtido. Está suave; la parte de dentro es de una suavidad increíble. Dudo que los Sharamudoi puedan hacerlo mejor». La piel no parecía estar cortada para adoptar forma alguna: era simplemente la piel de un lobo grande.

Por fin, el calor penetró lo suficiente dentro de él para que pudiera ponerse de pie y dar la espalda al fuego. Vio que el joven macho le miraba; no sabía por qué consideraba que se trataba de un macho; con la piel que llevaba alrededor del cuerpo atada con una larga correa, no se podía apreciar a qué sexo pertenecía. Aunque cautelosa, su mirada directa no era temerosa, como lo había sido la de la hembra. Jondalar recordó entonces que los Losadunai habían dicho que las hembras cabeza chata no pelean: ceden, no era un deporte perseguirlas. «¿Por qué iba nadie a querer una hembra cabeza chata?», pensó.

Mientras seguía mirando al macho de cabeza chata, Jondalar decidió que no era tan joven, más bien adolescente que niño. Su baja estatura resultaba engañosa, pero el desarrollo muscular revelaba fuerza; mirando más de cerca, vio un poco de pelusa como una barba incipiente.

El joven macho gruñó y la hembra se deslizó rápidamente hasta un montón de leña y echó unas astillas al fuego. Jondalar no había visto una hembra cabeza chata tan de cerca. Volvió la mirada hacia ella. Era mayor, tal vez la madre del joven; parecía sentirse incómoda, no quería que la mirara. Retrocedió cabizbaja y, al llegar a la orilla del pequeño claro, siguió apartándose de la vista del forastero. Sin darse cuenta, Jondalar tenía la cabeza completamente vuelta hacia atrás. Apartó los ojos un instante, y cuando volvió a mirar, ella se había ocultado tan eficazmente que no pudo verla al principio; de no haber sabido que estaba allí, no habría podido descubrirla.

«Está asustada. Me sorprende que no haya escapado en vez de traer la leña como él le dijo.

»¿Que le dijo él? ¿Cómo iba a decírselo? Los cabezas chatas no hablan…, no pudo decirle que trajera madera. El frío ha debido aturdirme. Ya no pienso con claridad».

Por mucho que quisiera negarlo, Jondalar no podía superar la sensación de que el macho joven había dicho a la hembra, realmente, que trajera leña. De alguna manera se lo había comunicado. Volvió nuevamente su atención hacia el macho y percibió una impresión clara de hostilidad. No sabía cuál era la diferencia, pero sabía que al joven no le había gustado que observara a la hembra. Estaba convencido de que se metería en graves problemas si hacía el menor movimiento en dirección a ella. No era juicioso prestar demasiada atención a las hembras cabeza chata, pensó, al menos cuando había un macho cerca, cualquiera que fuese su edad.

La tensión disminuyó cuando Jondalar no hizo el menor movimiento y dejó de mirar a la hembra. Pero de pie, cara a cara frente al cabeza chata, se dio cuenta de que ambos estaban midiéndose, y lo que le causaba verdadera turbación era que lo hacían de hombre a hombre. Sin embargo, aquel hombre no se parecía a ninguno de los que Jondalar conocía. En todos sus viajes, la gente que encontró era claramente humana. Hablaban lenguajes distintos, tenían costumbres diferentes, no vivían en moradas parecidas…, pero eran humanos.

Éste era distinto, pero ¿sería un animal? Era mucho más bajo y corpulento, pero aquellos pies desnudos no eran diferentes de los de Jondalar. Era algo estevado, pero caminaba tan erecto como un hombre. Algo más peludo de lo normal, especialmente en brazos y hombros —pensó Jondalar—, pero no podía decirse que fuera pelaje. Conocía algunos hombres igualmente peludos. El cabeza chata tenía el torso fuerte, musculoso ya; no daban ganas de pelear con él por joven que fuese. Pero incluso los machos adultos que había visto, a pesar de su tremenda musculatura, estaban constituidos como hombres. El rostro, la cabeza: ahí estaba la diferencia. ¿Pero en qué consistía? «Tiene la arcada ciliar muy grande, la frente no sube recta, sino inclinada hacia atrás, pero su cabeza es grande. Cuello corto, nada de mentón, sólo una mandíbula que sobresale un poco, y una nariz con caballete alto. Es un rostro humano; no se parece a los que yo conozco, pero parece humano. Y usan fuego.

»Pero no hablan, y los humanos hablan. ¿De verdad estarían comunicándose? ¡Gran Doni! ¡Incluso se comunicó conmigo! ¿Cómo sabía que necesitaba fuego? ¿Y por qué un cabeza chata había de ayudar a un hombre?». Jondalar estaba desconcertado, pero el joven cabeza chata le había salvado probablemente la vida.

El joven macho pareció tomar una decisión. De repente hizo el mismo movimiento que cuando atrajo a Jondalar hasta el fuego, y echó a andar de vuelta por el camino que habían tomado para venir. Parecía contar con que el hombre le seguiría, y así lo hizo Jondalar, contento por la piel de lobo que llevaba sobre los hombros, al alejarse del fuego con su ropa todavía mojada. Cuando se acercaron al río, el cabeza chata echó a correr, haciendo ruidos fuertes y agitando los brazos. Un animalillo se dio a la fuga, pero se había comido un poco de esturión. Resultaba evidente que, por grande que fuera el pescado, si no lo cuidaban no duraría mucho.

La ira del macho joven ante el destrozo cometido por el animal carroñero le hizo comprender de golpe algo a Jondalar. ¿Sería el pescado la razón de que el cabeza chata le prestara ayuda? ¿Querría algo de pescado?

El cabeza chata metió la mano en un doblez de la piel que llevaba alrededor de su cuerpo, sacó un trozo de pedernal de borde afilado; blandiéndolo sobre el esturión, hizo un amago como si fuera a cortarlo. Entonces hizo señas indicando que un pedazo para él y otro para el hombre alto. Y esperó. Estaba claro. No quedaba la menor duda en la mente de Jondalar: el joven quería una parte del pescado. Y las preguntas se agolparon en su cabeza.

¿De dónde habría sacado el joven aquella herramienta? Quería verla más de cerca, pero sabía que no tenía el refinamiento que él proporcionaba a las suyas: estaba hecha de una hoja gruesa, no era una hoja fina; pero, de todos modos, era un cuchillo afilado y perfectamente utilizable. Alguien lo había elaborado, le había dado una forma intencional. Pero, aparte de la sorpresa que le causaba la herramienta, se hacía preguntas que le perturbaban: el joven no había hablado, pero no cabía duda de que se había comunicado. Jondalar se preguntaba si él mismo habría sido capaz de manifestar sus deseos tan directa y fácilmente.

El muchacho esperaba y Jondalar asintió con la cabeza, sin estar muy seguro de que su movimiento fuera comprendido. Pero sus intenciones se habían transmitido con algo más que el ademán; sin vacilar, el joven cabeza chata se puso a trabajar sobre el pescado.

Mientras el Zelandonii observaba, sus convicciones más profundas se vieron sacudidas por un torbellino interno. ¿Qué era un animal? Un animal podía escurrirse para darle un mordisco a aquel pescado. Un animal más inteligente podría considerar que el hombre era peligroso y esperar a que éste se alejara o muriese. Un animal no percibiría que un hombre que sufría por el frío necesitaba calor; no tendría un fuego encendido y no le conduciría hasta él; no pediría una parte de su alimento. Eso era un comportamiento humano; más aún: era humanitario.

La estructura de las creencias que había mamado y que le habían sido inculcadas, penetrándole hasta la médula, comenzaba a tambalearse. Los cabezas chatas eran animales; todo el mundo decía que eran animales. ¿No era obvio? No sabían hablar. ¿Era eso todo? ¿Ahí estaba la diferencia?

A Jondalar no le habría importado que se llevara el pescado entero, pero sentía curiosidad. ¿Cuánto se llevaría el cabeza chata? De todos modos, habría que cortarlo, era demasiado pesado para transportarlo entero. A cuatro hombres les costaría trabajo sólo levantarlo.

De repente, el cabeza chata perdió toda importancia. Su corazón comenzó a latir atropelladamente: ¿no había oído algo?

—¡Jondalar! ¡Jondalar!

El cabeza chata se sobresaltó, pero Jondalar echó a correr entre los árboles de la ribera para ver de cerca el río.

—¡Aquí! ¡Aquí estoy, Thonolan! —Su hermano había venido a buscarle. Divisó una barca cargada de gente en medio del río y volvió a llamar. Le vieron, le hicieron señas en respuesta y remaron hacia él.

Un gruñido de esfuerzo le hizo volver la mirada hacia el cabeza chata. Vio que, en la playa, el esturión había sido partido por el medio, desde el espinazo hasta la panza, y que el joven macho había depositado la mitad del enorme pescado en un cuero grande tendido al lado. Mientras el hombre alto miraba, el joven cabeza chata juntó los extremos del cuero y se echó la carga entera a la espalda. Entonces, con la mitad de la cabeza y de la cola saliendo del envoltorio, se internó en el bosque.

—¡Espera! —gritó Jondalar, corriendo tras él. Le alcanzó al llegar al claro. La hembra, con un gran canasto a la espalda, se deslizó entre las sombras al aparecer él. No existía evidencia alguna de que hubieran acampado en el claro, ni siquiera huellas del fuego. De no haber sentido su calor, habría dudado de que hubiera existido alguna vez.

Se quitó de los hombros la piel de lobo y la tendió. A un gruñido del macho, la hembra la cogió; entonces los dos se dirigieron silenciosamente bosque adentro y desaparecieron.

Jondalar se sentía helado en su ropa mojada al regresar al río. Llegó justo cuando la barca estaba a punto de atracar, y sonrió al ver desembarcar a su hermano. Se dieron un fuerte abrazo de oso en un arrebato de afecto fraternal.

—¡Thonolan! ¡Cómo me alegro de verte! Tenía miedo de que, al encontrar el bote vacío, me diérais por muerto.

—Hermano mayor: ¿cuántos ríos hemos cruzado juntos? ¿No crees que ya sé cómo nadas? En cuanto descubrimos el bote comprendimos que estabas río arriba y probablemente no muy lejos.

—¿Quién se llevó la mitad de este pescado? —preguntó Dolando.

—Lo regalé.

—¡Lo regalaste! ¿A quién se lo regalaste? —preguntó Markeno.

—A un cabeza chata.

—¿Un cabeza chata? —exclamaron varias voces.

—¿Por qué tenías que darle la mitad de un pescado de ese tamaño a un cabeza chata? —preguntó Dolando.

—Porque me ayudó y me lo pidió.

—¿Qué clase de majadería es ésta? ¿Cómo podría pedir nada un cabeza chata? —preguntó Dolando; estaba furioso, cosa que sorprendió a Jondalar. Pocas veces demostraba su ira el jefe de los Sharamudoi—. ¿Dónde está?

—Ya se ha ido… por el bosque. Yo estaba empapado y temblaba tanto que no creí volver a entrar en calor nunca jamás. Entonces ese joven cabeza chata apareció y me llevó hasta su fuego…

—¿Fuego? ¿Desde cuándo usan fuego? —preguntó Thonolan.

—Yo he visto cabezas chatas con fuego —intervino Barono.

—Yo los he visto a este lado del río antes de ahora… a distancia —añadió Carolio.

—No sabía que hubieran regresado. ¿Cuántos eran? —preguntó Dolando.

—Sólo el joven y una hembra más vieja; tal vez su madre.

—Si tienen hembras consigo, habrá más —el robusto jefe echó una mirada hacia el bosque—. Tal vez deberíamos organizar una batida de cabezas chatas y acabar con esa peste.

Había en el tono de Dolando una amenaza maligna que provocó una mirada prolongada de Jondalar. Había reconocido señales de ese sentimiento contra los cabezas chatas anteriormente, en comentarios del jefe, pero nunca tan venenosas.

Entre los Sharamudoi la jefatura era cuestión de competencia y persuasión. Dolando era reconocido como jefe tácitamente no porque fuera el mejor en todo, sino porque era competente y tenía la habilidad necesaria para atraerse a la gente y para manejar los problemas que surgían. No daba órdenes; persuadía, mimaba, convencía y aceptaba componendas, y por lo general, suministraba ese aceite que suaviza las fricciones inevitables que se producen cuando mucha gente vive en comunidad. Políticamente, era astuto, eficaz, y sus decisiones solían ser aceptadas, pero no se obligaba a nadie a someterse a ellas. Las discusiones podían resultar clamorosas.

Tenía suficiente confianza en sí mismo para insistir en su propio juicio cuando lo consideraba correcto; sin embargo, no vacilaba en recurrir a alguien que poseyera más conocimientos o experiencia en cierta materia dada, si se presentaba la necesidad. Tendía a apartarse de las riñas personales a menos que se salieran de madre y alguien pidiera su intervención. De carácter generalmente apacible, podían, no obstante, despertar su ira la crueldad, la estupidez o un descuido capaz de amenazar o causar daño a la Caverna en general o a una persona incapaz de defenderse sola. Y los cabezas chatas. Los odiaba. Para él no sólo eran animales, sino animales peligrosos y malignos que deberían ser eliminados.

—Yo estaba congelándome —objetó Jondalar— y ese joven cabeza chata me ayudó. Me llevó a su fuego, y me dieron una piel para cubrirme. En lo que a mí concierne, podría haberse llevado todo el pescado, pero sólo cogió la mitad. No estoy dispuesto a tomar parte en ninguna cacería contra los cabezas chatas.

—Por lo general no molestan mucho —reconoció Barono—. Pero si los hay por aquí, me alegro de estar enterado. Son listos. No convendría dejar que una manada de ellos le cogiera a uno por sorpresa…

—Son bestias sanguinarias… —dijo Dolando.

—Probablemente has tenido suerte —prosiguió Barono haciendo caso omiso de la interrupción— de que sólo hubiera un joven y una hembra. Las hembras no pelean.

A Thonolan no le agradó el cariz que estaba tomando la conversación.

—¿Y cómo vamos a llevarnos esta magnífica media presa de mi hermano? —Recordó la carrera que le había hecho dar el pez a Jondalar y una amplia sonrisa surcó su rostro—. Después del trabajo que te dio, me sorprende que hayas cedido la mitad.

La risa se propagó a todos los acompañantes con un alivio nervioso.

—¿Significa eso que ahora es medio Ramudoi? —preguntó Markeno.

—Tal vez podamos llevárnoslo de cacería para que consiga medio gamo —dijo Thonolan—. Así la otra mitad puede ser Shamudoi.

—¿Cuál será la mitad que prefiera Serenio? —dijo Barono con un guiño.

—La mitad de él es más que muchos enteros —replicó Carolio, y la expresión que tenía no dejaba el menor lugar a dudas en cuanto a que no estaba refiriéndose a la estatura. En la intimidad impuesta por las viviendas de la Caverna, la habilidad de Jondalar entre las pieles no había pasado inadvertida, y el joven se ruborizó, pero la risa procaz alivió definitivamente la tensión provocada tanto por la suerte que él hubiera podido correr como por la reacción de Dolando hacia los cabezas chatas.

Sacaron una red hecha de fibras que aguantaba bien una vez mojada, la tendieron junto a la mitad abierta y sangrante del esturión y, con gruñidos y esfuerzos, la colocaron en la red y después en el agua, antes de amarrarla a la proa de la barca.

Mientras los otros luchaban con el pescado, Carolio se volvió hacia Jondalar y dijo en voz baja:

—El hijo de Roshario fue muerto por cabezas chatas. Era tan sólo un jovencito, sin compromiso aún, lleno de osadía y muy alegre, el orgullo de Dolando. Nadie sabe cómo sucedió, pero Dolando se llevó a toda la Caverna para darles caza. Mataron a varios… y los demás desaparecieron. Nunca los había tolerado, pero desde entonces…

Jondalar asintió en silencio, comprendiendo.

—¿Y cómo se llevó ese cabeza chata su mitad de pescado? —preguntó Thonolan mientras subían a la barca.

—Lo levantó y se lo llevó a cuestas —dijo Jondalar.

—¿Él? ¿Lo levantó y se lo llevó?

—Él solito. Y ni siquiera era adulto.

Thonolan se acercó a la estructura de madera que compartían su hermano, Serenio y Darvo. Estaba hecha de tablas apoyadas en una cumbrera que también se inclinaba hacia el suelo. La morada parecía una tienda hecha de madera, con la pared triangular de la fachada más alta y ancha que la de atrás, lo cual hacía que los lados fueran trapezoidales. Las tablas estaban sujetas unas con otras como las tracas de los lados de las embarcaciones, con el borde más ancho solapando el delgado, y bien sujetas.

Eran estructuras cómodas, robustas, cerradas de forma que sólo en las más viejas podía colarse la luz entre las grietas de la madera seca y combada. Con el saliente de arenisca protegiéndolas de los agentes atmosféricos, las moradas no se recubrían de cal ni se conservaban a la manera de las embarcaciones. Pero dentro estaban alumbradas por el hogar forrado de piedras o por la puerta abierta.

El joven miró para comprobar si su hermano estaba despierto.

—Pasa —dijo Jondalar, sorbiendo; estaba sentado en la plataforma para dormir, cubierta de pieles, y con otras pieles más alrededor; tenía en la mano una taza humeante.

—¿Cómo va tu catarro? —preguntó Thonolan, sentándose en la orilla de la plataforma.

—El catarro está peor; yo, mejor.

—Nadie pensó en tu ropa empapada, y el viento soplaba en serio por el cañón del río mientras regresábamos.

—Me alegro de que me encontraras.

—Y yo de que te sientas mejor —parecía que Thonolan batallaba con las palabras. Se agitó un poco, se levantó y se dirigió a la entrada, volvió sobre sus pasos—. ¿Puedo traerte algo?

Jondalar meneó la cabeza y esperó: algo preocupaba al hermano, y estaba intentando decirlo. Tenía que hacerse el ánimo.

—Jondalar… —dijo Thonolan, y se detuvo—. Llevas mucho tiempo ya viviendo con Serenio y su hijo —Jondalar creyó que iba a referirse a la situación informal de las relaciones, pero se equivocaba—. ¿Qué se siente como hombre del hogar?

—Eres hombre casado, hombre de tu hogar.

—Ya lo sé, pero ¿existe alguna diferencia si hay un hijo de tu hogar? Jetamio se ha esforzado tanto por tener un bebé, y ahora… ha vuelto a perderlo, Jondalar.

—Lo siento…

—No me importa que nunca llegue a tener un hijo. Lo que no quiero es perderla a ella —dijo Thonolan, con la voz quebrada—. Ojalá dejara de intentarlo.

—No creo que sea cosa de ella. La Madre da…

—Entonces, ¿por qué no le deja la Madre que conserve uno? —gritó Thonolan y salió como una exhalación, pasando junto a Serenio.

—¿Te ha dicho lo de Jetamio…? —preguntó ésta; Jondalar asintió con un gesto—. Retuvo éste más tiempo, pero fue más duro para ella perderlo. Me alegro de que sea feliz con Thonolan; se lo merece.

—¿Se repondrá?

—No es la primera vez que una mujer pierde un bebé, Jondalar. No te preocupes por ella, se recuperará. Veo que has encontrado la tisana. Tiene menta, borrajas y espliego, por si tratas de adivinar. Shamud ha dicho que te aliviará del catarro. ¿Qué tal te sientes? Sólo he venido a ver si estabas despierto.

—Estoy bien —dijo Jondalar; sonrió y trató de parecer sano.

—Entonces creo que volveré para hacerle compañía a Jetamio —cuando salió la mujer, Jondalar dejó la taza y volvió a acostarse. Tenía la nariz tapada y le dolía la cabeza. No podía decir con exactitud de qué se trataba, pero la respuesta de Serenio le preocupaba. No quería seguir pensando en ello…, le causaba dolor en la boca del estómago. «Debe de ser este catarro», pensó.