14

Al llegar el otoño, el león cavernario era más grande que un lobo adulto, y su gordura de cachorro estaba dejando paso a patas larguiruchas y fuerza muscular. Pero a pesar del tamaño seguía siendo un cachorro, y Ayla llevaba a veces la señal de sus travesuras en forma de moratón o arañazo. Nunca le golpeaba: era un bebé. Sin embargo, le reprendía con la señal de: «¡Ya, Bebé!» y le empujaba agregando: «Ya basta, eres demasiado rudo», y se alejaba de él.

Eso era suficiente para que un cachorro apenado la siguiera, haciendo gestos sumisos, como hacían los miembros de una familia de leones con los más fuertes. Ella no podía resistirse, y las travesuras que seguían al perdón solían ser más tranquilas. Él enfundaba las garras antes de ponerle las zarpas sobre los hombros para empujarla —no para derribarla— y poder rodearla con sus patas delanteras. Ella tenía que abrazarle y aunque él empleaba los dientes al morderle el hombro o el brazo —como lo haría algún día al aparearse con una hembra—, lo hacía con suavidad, sin rasgarle la piel.

La joven aceptaba sus caricias y gestos afectuosos y le correspondía, pero en el Clan, mientras no matara su primer animal y llegara a la edad adulta, el hijo obedecía a la madre; Ayla no iba a permitir que fuese de otra manera; el cachorro la aceptaba como madre y, por tanto, era natural para ella mostrarse dominadora.

La mujer y el caballo eran su familia, lo único que tenía. Las pocas veces que había visto otros leones, al ir por la estepa con Ayla, sus insinuaciones amistosas e investigadoras fueron rechazadas groseramente, como lo demostraba la cicatriz que tenía en el hocico. Después de la refriega de la que Bebé salió con la nariz ensangrentada, la mujer evitaba a los leones cuando llevaba consigo al cachorro, pero cuando salía sola, seguía observándolos.

Se dio cuenta de que estaba comparando a los cachorros de las familias salvajes con Bebé. Una de sus primeras observaciones fue que bebé era grande para su edad; a diferencia de las crías de una familia de leones, nunca conoció períodos de hambre con las costillas sobresaliendo como ondulaciones en la arena; y no sufría la amenaza de morir de hambre, ni mucho menos; con Ayla prodigándole cuidados incesantes y sustentándole, podría alcanzar el grado sumo de su potencial físico. Como una mujer del Clan con un bebé saludable y satisfecho, Ayla se enorgullecía de ver a su cachorro crecer lustroso y enorme en comparación con los cachorros salvajes.

Observó que había otro aspecto de su desarrollo en el que su joven león estaba más adelantado que sus contemporáneos: Bebé era un cazador precoz. Después de la primera vez, cuando se deleitó cazando onagros, siempre acompañó a la mujer. En vez de jugar al acecho y la caza con otros cachorros, estaba practicando con presas verdaderas. Una leona le habría impedido por la fuerza participar, pero Ayla le alentaba y, de hecho, agradecía su ayuda. Los métodos instintivos que aplicaba el cachorro para cazar eran tan compatibles con los de ella, que cazaban en equipo.

Sólo una vez inició Bebé la caza prematuramente y dispersó una manada mucho antes de llegar a la zanja. Entonces Ayla se mostró tan indignada con él que Bebé comprendió que había cometido un error grave. La vez siguiente la observó con cuidado y se contuvo hasta que ella se lanzó. Aun cuando no había logrado matar nunca un animal atrapado antes de que Ayla llegara, ella estaba segura de que el pequeño león no tardaría mucho en matar algo.

Bebé descubrió que cazar piezas pequeñas en compañía de Ayla y su honda también resultaba divertido. Si Ayla estaba recogiendo alimentos que a él no le interesaban, cazaba cualquier cosa en movimiento…, a menos de que estuviera dormido. Pero cuando la mujer cazaba, aprendió a quedarse inmóvil al mismo tiempo que ésta, al acecho de la presa. Esperaba y observaba mientras ella sacaba la honda y una piedra, y tan pronto como efectuaba el lanzamiento, salía disparado; a menudo se lo encontró arrastrando la caza, pero otras veces le sorprendió con los dientes en el cuello del animal. Se preguntaba si habría sido su piedra o si él habría rematado la tarea, a la manera de los leones, que ahogaban a un animal para darle muerte. Con el tiempo se acostumbró a mirar cuando él se inmovilizaba, pues olía la presa antes de que ella la viera y, si era un animal pequeño, él atacaba primero.

Bebé había estado jugueteando con un trozo de carne que ella le había dado, sin interesarse en serio, y se había echado a dormir. Despertó con hambre al oír que Ayla subía por el lado abrupto hacia la estepa que se extendía encima de su caverna. Whinney no andaba por allí. Los cachorros abandonados sin compañía en despoblado eran fácil presa de hienas y demás depredadores; Bebé había aprendido la lección temprano y bien. Brincó para seguir a Ayla; apenas llegados arriba, se puso a caminar a su lado. La mujer, sin fijarse en la marmota gigantesca, le vio detenerse, pero ésta los había visto y echó a correr antes de que ella arrojara la piedra. No estaba segura de haber dado en el blanco.

Bebé se había lanzado al instante. Cuando ella llegó adonde él estaba, con las mandíbulas hundidas en las entrañas sangrantes, quiso ver quién de los dos había matado. Le apartó para ver si hallaba una señal del golpe. Bebé sólo se resistió un instante —lo suficiente para que ella le mirara severamente— y entonces cedió sin discutir. Había recibido sobrados alimentos de la mano de ella como para saber que siempre proveía. Incluso después de examinar la marmota, no supo con certeza cómo había muerto, pero se la devolvió al león, alabándole. Haber roto él solo la piel era ya un logro importante.

El primer animal que sin lugar a dudas mató el cachorro fue una liebre. Sucedió una de las pocas veces en que su piedra resbaló. Sabía que había lanzado mal —la piedra cayó a pocos metros de ella—, pero el movimiento había indicado al joven león cavernario que se lanzara en persecución; cuando Ayla llegó, ya estaba Bebé destripando al animal.

—¡Qué maravilloso eres, Bebé! —Le halagó generosamente con aquella combinación tan suya de sonidos y ademanes, como se alababa a los muchachos del Clan cuando mataban su primer animal pequeño. El león no comprendió lo que le decía, pero sí se dio cuenta de que estaba complacida. Su sonrisa, su actitud, su postura: todo ello comunicaba sus sentimientos. Aunque era joven para ello, había satisfecho su necesidad instintiva de cazar y obtenido la aprobación del miembro más prominente de su familia; había actuado bien y lo sabía.

Los primeros vientos fríos del invierno provocaron, junto con el descenso de la temperatura, la aparición de hielo quebradizo en el río, además de sentimientos de inquietud en la joven. Había acumulado abundantes existencias de alimentos vegetales y carne para sí, y una buena cantidad de carne seca para Bebé. Aun así sabía que las provisiones no durarían todo el invierno; disponía de heno y granos para Whinney, pero para la yegua el forraje era un lujo, no una necesidad. Los caballos se pasaban el invierno forrajeando, aunque bien sabía ella que cuando la nieve era profunda pasaban hambre hasta que los vientos la barrían, y no todos sobrevivían a la estación fría.

También los depredadores buscaban su alimento durante el invierno, deshaciéndose de los débiles, dejando más alimento para los fuertes. Las poblaciones de depredadores y presas aumentaban y disminuían por ciclos, pero por lo general mantenían cierto equilibrio entre unas y otras. Durante los años en que había menos herbívoros y rumiantes, morían más carnívoros. El invierno era la estación más dura para todos.

Al llegar el invierno, la preocupación de Ayla aumentó. No podía cazar animales grandes con la tierra congelada y dura como la piedra; su método exigía abrir zanjas. La mayoría de los animales pequeños hibernaban o vivían en nidos, alimentándose de las existencias que tenían almacenadas; y eso dificultaba la posibilidad de encontrarlos, especialmente cuando se carecía de la capacidad de olfatear su presencia. Abrigaba serias dudas acerca de poder cazar los animales necesarios para alimentar a un león cavernario que estaba en plena fase de crecimiento.

Durante la primera parte de la temporada, cuando el frío aumentó lo suficiente para mantener helada la carne, y después, congelada, trató de matar todos los animales grandes que pudo, almacenándolos en escondites debajo de montones de piedras. Pero no estaba tan familiarizada con las costumbres de las manadas en movimiento invernal, y sus esfuerzos no fueron todo lo afortunados que había esperado. A pesar de que sus preocupaciones le quitaban el sueño a veces, nunca lamentó haber recogido al cachorro y tenerlo en casa. Entre el cachorro y la yegua, la joven experimentaba pocas veces la soledad introspectiva que solía provocar un prolongado invierno. Por suerte, la caverna se llenaba frecuentemente de carcajadas.

Siempre que salía y empezaba a destapar un nuevo escondrijo, Bebé estaba junto a ella tratando de llegar al animal muerto, aun antes de que Ayla quitara la primera piedra.

—¡Bebé!, ¡quítate de en medio! —Y sonreía al ver al leoncito que intentaba meterse entre las piedras. Arrastraba al animal rígido por el sendero y hasta la caverna. Como si supiera que había sido ocupado anteriormente por leones cavernarios, hizo suyo el pequeño nicho del fondo, y se llevaba allí al animal para que se descongelara. Le gustaba mascar una buena tajada antes que nada, y lo hacía con deleite. Ayla esperaba a que el hielo se derritiera, y entonces cortaba un trozo para ella.

Como la provisión de carne en los escondrijos comenzaba a disminuir, se dedicó a observar el tiempo. Al amanecer de un día claro, vivificante y frío, decidió que había llegado la hora de cazar… o por lo menos de intentarlo. No tenía preparado ningún plan específico, aunque no era por falta de pensar en ello. Confiaba en que se le ocurriera algo de improviso, o al menos que una buena ojeada del terreno y las condiciones revelara nuevas posibilidades. Tenía que hacer algo, y no iba a esperar hasta que se terminaran las reservas de carne. Bebé supo que iban a salir de caza tan pronto como vio que Ayla echaba mano de las canastas de Whinney, y se puso a entrar y salir corriendo, presa de excitación, gruñendo y caminando impaciente. Whinney, agitando la cabeza y relinchando, estaba igualmente complacida ante la perspectiva. Para cuando llegaron a la soleada y fría estepa, la tensión y la preocupación de Ayla desaparecían ante la esperanza y el placer de la actividad.

La estepa estaba blanca, cubierta de una delgada capa de nieve recién caída que apenas removía un viento ligero. El aire tenía una crepitación estática tan intensa que no parecía que el sol estuviera presente, salvo por la luz que arrojaba. Los tres lanzaban chorros de vapor al respirar, y el hielo que se formaba alrededor del hocico de Whinney se desparramaba en una pulverización de hielo en cuanto resoplaba. Ayla estaba contenta de contar con su capucha de piel de glotón y las pieles adicionales que todas sus cacerías le habían proporcionado.

Echó una mirada al felino flexible que avanzaba con una gracia silenciosa, y de repente se dio cuenta de que Bebé era casi tan largo como Whinney y que pronto alcanzaría la altura de la yegua. El león adolescente mostraba el inicio de una melena rojiza, y Ayla se preguntó cómo no se había percatado de ello antes; súbitamente más alerta de golpe, Bebé comenzaba a adelantarse con la cola muy tiesa tras él.

Ayla no estaba acostumbrada a seguir pistas por la estepa en invierno, pero incluso a caballo se percibían las huellas de lobos en la nieve. Las huellas de patas eran claras y fuertes, no desgastadas por el viento o el sol, y sin duda alguna, eran recientes. Bebé siguió adelantándose: estaban cerca. Ayla incitó a Whinney a galopar y alcanzaron a Bebé justo a tiempo para ver una manada de lobos cerrando el círculo alrededor de un viejo macho que se había quedado rezagado, lejos de un hato poco numeroso de antílopes saiga.

También los vio el joven león; incapaz de dominar su excitación, se lanzó contra ellos dispersando la manada y frustrando el ataque de los lobos. Éstos, que se mostraban sorprendidos y descontentos, habrían provocado la risa de Ayla, pero no quería alentar a Bebé; «sería excitarle», pensó, «¡hace tanto tiempo que no cazamos!».

Saltando en brincos potentes provocados por el pánico, los antílopes se lanzaron a través de la planicie. La manada de lobos se reagrupó y siguió, a paso menos rápido, pero cubriendo rápidamente el terreno sin cansarse antes de dar nuevamente alcance a la manada. Mientras Ayla se calmaba, echó una mirada severa a Bebé para demostrarle que no aprobaba su conducta. Él echó a andar tras ella, pero se había divertido demasiado para mostrarse contrito.

Mientras Ayla, Whinney y Bebé seguían a los lobos, una idea comenzaba a tomar forma en la mente de la mujer. No sabía si podría matar un antílope saiga con la honda, pero le constaba que podía matar un lobo. No le agradaba el sabor de la carne de lobo, pero si Bebé tenía hambre suficiente, se la comería, y había emprendido la cacería por él.

Los lobos habían avivado el paso. El viejo macho saiga había vuelto a rezagarse, demasiado agotado para mantenerse en el grupo. Ayla se inclinó hacia delante, Whinney aumentó su velocidad. Los lobos rodearon al viejo macho, cuidándose de cuernos y pezuñas. Ayla se acercó para apuntar a uno de los lobos. Metiendo la mano en la bolsa de su manto de piel en busca de piedras, escogió un lobo en particular. Mientras Whinney se acercaba a galope, Ayla lanzó la piedra y luego otra en rápida sucesión.

Dio en el blanco; el lobo cayó, y Ayla pensó al principio que la conmoción que siguió se debía al lobo abatido. Pero entonces vio cuál era la razón verdadera: Bebé había considerado su lanzamiento de honda como una señal para la persecución, pero el lobo no le interesaba, ya que tenía a la vista el muchísimo más sabroso antílope. La manada de lobos cedió el terreno al caballo galopante con una mujer encima que manejaba la honda, y a la carga decidida del león.

En cualquier caso, Bebé no era exactamente el cazador que anhelaba ser…, todavía no. Su ataque carecía de la fuerza y la sutileza de un león adulto. A Ayla le costó unos segundos captar la situación. «¡No, Bebé! ¡No es ese animal!», pensó. Pero se corrigió muy pronto: «Por supuesto, ha escogido el animal correcto». Bebé luchaba por asestar el golpe mortal, colgándose del macho que huía y al que el propio miedo había infundido nuevas fuerzas.

Ayla alcanzó la lanza que había en el canasto tras ella; Whinney, respondiendo a su urgencia, corrió detrás del viejo saiga. El impulso del viejo macho fue de corta duración, perdía velocidad; el caballo, a galope tendido, cubrió pronto la distancia. Ayla blandió la lanza y, justo al darle alcance, golpeó sin darse cuenta de que estaba exhalando un grito de pura exuberancia primitiva.

Hizo que el caballo diera la vuelta, y éste trotó de regreso para encontrarse con que el joven león cavernario estaba montado en el viejo macho. Entonces, por vez primera, proclamó su hazaña. Aunque todavía carecía del tronar estentóreo del macho adulto, el rugido triunfante de Bebé encerraba la promesa de su potencial. Hasta la propia Whinney retrocedió al oírlo.

Ayla se deslizó del lomo de la yegua y le acarició el cuello para tranquilizarla.

—No pasa nada, Whinney. Sólo es Bebé.

Sin considerar la posibilidad de que el león pudiera resistirse y causarle alguna herida grave, Ayla lo hizo a un lado y se preparó para destripar el antílope antes de llevárselo. Él se apartó sin rechistar ante su predominio y ante algo que era exclusivo de Ayla: la confianza en el amor que sentía por él.

Ayla decidió buscar al lobo para despellejarlo. La piel de lobo era caliente. Al volver, se sorprendió al ver a Bebé arrastrando al antílope, y comprendió que pretendía llevárselo él solo hasta la caverna. El antílope era un adulto, y Bebé no lo era. Eso permitió que Ayla apreciara mejor la fuerza de su cachorro… y la potencia que habría de adquirir. Pero si arrastraba el antílope a lo largo de todo el camino, se estropearía la piel. La especie estaba muy extendida; aquellos antílopes vivían en la montaña y en el llano, pero no abundaban. Ayla no había cazado ninguno anteriormente, y además tenían un significado especial para ella: el antílope saiga había sido el tótem de Iza. Ayla quería aquella piel.

Hizo la señal de «¡Ya!» y Bebé vaciló sólo un instante antes de soltar «su» caza; la cuidó todo el camino situándose alternativamente a uno y otro lado de la angarilla hasta que regresaron a la caverna. Contempló con un interés mayor que de costumbre cómo retiraba Ayla la piel y la cornamenta. Cuando le fue entregado el cadáver entero, lo arrastró hasta su nicho del fondo. Después de hartarse, siguió cuidándolo y durmió junto a él.

Eso divertía a Ayla; era evidente que estaba protegiendo su presa. Parecía como si comprendiera que había algo especial en aquel animal. También ella lo creía, aunque por distintas razones. La emoción no la había abandonado del todo; la velocidad, la persecución y la cacería habían sido excitantes…, pero lo más importante era que ahora disponía de otro medio para cazar. Con ayuda de Whinney, y ahora de Bebé, podría cazar lo mismo en verano que en invierno. Se sentía poderosa y agradecida. La yegua estaba tendida, perfectamente tranquila a pesar de la presencia de un león cavernario. La mujer acarició a la yegua y, sintiendo la necesidad de tenerla cerca, se acostó a su lado. Whinney lanzó un breve resoplido por los ollares, satisfecha por la proximidad de la mujer.

Cazar en invierno con Whinney y Bebé sin tener que abrir zanjas era un juego, un deporte. Desde los primeros días en que aprendió a manejar la honda, le había gustado cazar. Cada una de las nuevas técnicas que conseguía dominar —seguir la pista, lanzar las dos piedras seguidas, la zanja y la lanza— le producían siempre una sensación de logro. Pero nada igualaba lo divertido que era cazar con la yegua y el león cavernario. Ambos parecían disfrutar tanto como ella. Mientras Ayla hacía los preparativos, Whinney movía la cabeza y danzaba sobre sus cuatro patas con las orejas erguidas y la cola levantada, y Bebé entraba y salía de la caverna emitiendo suaves gruñidos impacientes. La temperatura no la había preocupado hasta el día en que Whinney la llevó a casa a través de una ventisca cegadora.

Los tres solían salir poco después del alba. Si avistaban pronto alguna presa, a menudo estaban de vuelta en casa antes de mediodía. Su método habitual consistía en seguir algún candidato probable hasta situarse en una buena posición. Entonces Ayla hacía señas con la honda y Bebé, anhelante y dispuesto, brincaba hacia delante. Whinney, consciente de la urgencia de Ayla, galopaba tras él. Con el leoncito cavernario colgado del lomo de un animal espantado —colmillos y garras hacían brotar sangre, aunque no mataban—, no tardaba mucho la yegua en alcanzarlo a galope tendido. En cuanto estaban a su lado, Ayla hundía la lanza.

Al principio, no siempre tuvieron éxito. A veces el animal escogido era demasiado rápido o Bebé se descolgaba, incapaz de aferrarse sólidamente. En cuanto a Ayla, aprender a manejar la pesada lanza en pleno galope también le costó algo de práctica. Falló muchas veces o bien sólo asestaba un golpe leve, y en ocasiones Whinney no se acercó lo suficiente. Pero incluso cuando fallaban, era un deporte excitante, y siempre podían volver a intentarlo.

Con la práctica, los tres mejoraron. A medida que cada uno comenzó a comprender las necesidades y capacidades del otro, el trío increíble se convirtió en un equipo eficaz de caza: tan eficaz, que cuando Bebé mató su primera pieza sin ayuda, casi pasó inadvertido como parte de los esfuerzos del equipo.

Acercándose a galope tendido, Ayla vio que el ciervo se tambaleaba; se desplomó antes de que llegara hasta ellos. Whinney fue frenando al aproximarse cada vez más, la mujer saltó a tierra y corrió antes de que la yegua se detuviera. Llevaba la lanza en ristre, lista para terminar la faena, pero se encontró con que Bebé ya lo había hecho. Entonces se preparó para llevarse el ciervo a la caverna.

En ese momento se percató de la importancia del hecho: Bebé, a pesar de ser tan joven, ¡era un león cazador! En el Clan, eso le convertiría en adulto. Así como a ella la habían llamado la Mujer que Caza, antes de que fuera mujer, Bebé había llegado a la edad adulta antes de alcanzar la madurez. «Debería tener una ceremonia de virilidad», pensó. «Pero ¿qué clase de ceremonia tendría significado para él?». Entonces, Ayla sonrió.

Desató al ciervo de la angarilla y puso de nuevo los palos y la estera de hierbas en los canastos. Era su caza, y tenía pleno derecho a ella. Al principio Bebé no comprendía; iba y venía entre el cadáver y Ayla. Luego, al ver que ésta se marchaba, cogió entre los dientes el cadáver del ciervo y, arrastrándolo por debajo de su cuerpo, lo llevó todo el camino hasta la playa, lo subió por el empinado sendero y lo metió en la caverna.

Ella no vio diferencia alguna inmediatamente después de que Bebé matara aquella primera pieza. Seguían cazando juntos. Pero con mucha frecuencia la persecución de Whinney resultó superflua, y la lanza de Ayla, innecesaria. Si ella quería algo de carne, se servía primero; si quería la piel, despellejaba el animal. Aunque en estado salvaje el jefe de la familia leonina siempre se hacía con la porción mejor y más grande, Bebé era todavía joven. No sabía lo que era el hambre, como su volumen creciente lo atestiguaba, y estaba acostumbrado a que ella dominara.

Pero al avecinarse la primavera, Bebé empezó a salir de la caverna con mayor frecuencia, explorando por cuenta propia. Pocas veces se prolongaba su ausencia; sin embargo, sus excursiones se hacían de día en día más frecuentes. Una vez regresó con la oreja bañada en sangre. Ayla comprendió que había tropezado con otros leones. Esto le hizo darse cuenta de que ella ya no le bastaba; buscaba a otros de su especie. Limpió la oreja y Bebé se pasó el día siguiéndola tan de cerca que le tenía todo el tiempo entre los pies. Por la noche, se deslizó en la cama de ella y le buscó los dedos para chupárselos.

«Pronto se marchará —pensó—, necesitará una familia propia, compañeras que cacen para él y cachorros a los que dominar. Necesita a su propia especie». Recordó a Iza. «Eres joven, necesitas un hombre tuyo, uno de tu propia gente. Encuentra a tu compañero». Aquéllas fueron sus palabras. «Pronto será primavera y debería pensar en marcharme, pero todavía no». Bebé iba a ser enorme, incluso para un león cavernario. Ya superaba con creces a los leones de su edad, pero no era adulto; aún no podría sobrevivir.

La primavera llegó pisándole los talones a una fuerte nevada. La inundación les tuvo encerrados a todos, a Whinney más que a los otros dos. Ayla podía trepar a la estepa, allí arriba, y Bebé llegaba fácilmente de un brinco, pero las pendientes eran demasiado empinadas para la yegua. Por fin las aguas bajaron y el montón de huesos adquirió nuevos contornos; sólo entonces pudo Whinney bajar el sendero hasta el prado. Pero se mostraba irritable.

Ayla observó algo fuera de lo corriente cuando Bebé lanzó un quejido tras una patada equina. La mujer se sorprendió; Whinney nunca se había mostrado impaciente con el leoncito; tal vez un mordisco de cuando en cuando para que no se pasara de la raya, pero desde luego nunca le había pateado. Pensó que la conducta insólita era consecuencia de su inactividad forzosa, pero Bebé mostraba tendencia a permanecer alejado del lugar de la yegua en la caverna, respetuoso de su territorio, a medida que maduraba, y Ayla se preguntaba qué sería lo que le había hecho acercarse. Fue a ver, y entonces se percató de un olor fuerte que había percibido sin fijarse mucho durante toda la mañana. Whinney estaba en pie con la cabeza colgando, las patas traseras muy apartadas y la cola hacia la izquierda. Tenía el orificio vaginal hinchado y palpitante; la yegua miró a Ayla y se quejó.

La serie de emociones que se sucedieron rápidamente en Ayla la llevaron a extremos opuestos. Lo primero fue alivio; de modo que ése era el problema. Ayla sabía del ciclo del estro en los animales. En algunos, la época del apareamiento se producía con mayor frecuencia, pero tratándose de herbívoros, lo usual era una vez al año. Era la temporada en que los machos solían pelear por el derecho a aparearse, y era el momento en que machos y hembras se mezclaban, incluso los que en tiempo normal cazaban por separado o formaban parte de manadas distintas.

La época del apareamiento era uno de esos aspectos misteriosos del comportamiento animal que intrigaban a Ayla —como el que los ciervos se desprendieran de su cornamenta y echaran una nueva y mayor todos los años—, del tipo de los que hacían quejarse a Creb de que preguntaba demasiado, cuando era pequeña. Tampoco sabía la razón por la que se apareaban los animales, aunque una vez sugirió que era el momento en que los machos mostraban su dominio sobre las hembras, o quizá, como los humanos, los machos tenían que aliviar sus necesidades.

Whinney había estado en celo la primavera anterior, pero entonces, aunque oyó que un garañón relinchaba en la estepa, no le fue posible ir a reunirse con él; pero esta vez parecía que la necesidad de la yegua joven era más apremiante. Ayla no recordaba haberla visto tan hinchada ni que se hubiera quejado tanto. Whinney se dejó acariciar y abrazar por la joven; después, la yegua dejó caer la cabeza y volvió a quejarse.

De repente el estómago de Ayla se le contrajo de ansiedad. Se recostó en la yegua como ésta solía hacerlo contra ella, cuando se sentía inquieta o asustada. ¡Whinney iba a dejarla! Resultaba demasiado inesperado; Ayla no había tenido tiempo de prepararse para la separación aunque debería haberlo hecho. Estuvo pensando en el porvenir de Bebé y en el suyo propio. Y, en cambio, lo que había llegado había sido la época del apareamiento para Whinney. La yegua necesitaba un garañón, un compañero.

Con gran desgana, Ayla salió de la caverna haciéndole señas a Whinney de que la siguiera. Cuando llegaron a la playa pedregosa que se extendía abajo, Ayla montó. Bebé se preparaba para seguirlas cuando Ayla hizo señas de: «¡Ya!», no deseaba llevar consigo al león cavernario. No iba de caza, pero Bebé no podía saberlo. Ayla tuvo que detenerle una vez más, firme y decididamente, antes de que se quedara atrás, viendo cómo se alejaban.

Hacía calor, a la vez que un fresco húmedo, en la estepa. El sol, a medio camino hacia mediodía, brillaba en un cielo azul pálido rodeado de un velo; el azul parecía desvaído, blanqueado por la intensidad de la brillantez. La nieve derretida provocaba una niebla fina que no limitaba la visibilidad, sino que suavizaba los ángulos agudos, y la niebla que se pegaba a las sombras frescas alisaba los contornos. La perspectiva se perdía, y toda la vista se presentaba como escorzada, prestando a todo el paisaje un aspecto de proximidad, una sensación de tiempo presente, aquí y ahora, como si no existieran otro tiempo ni otro lugar. Los objetos distantes parecían hallarse a pocos pasos, y sin embargo, se tardaba una eternidad en alcanzarlos.

Ayla no guiaba a la yegua; dejaba que Whinney la llevara, observando inconscientemente la dirección y los puntos de referencia. No le importaba adónde iba, no sabía que sus lágrimas estaban agregando su humedad salada a la humedad ambiente. Estaba sentada como floja, traqueteada, enfrascada en sus pensamientos. Recordó la primera vez que llegó al valle y la manada de caballos que había en la pradera. Pensó en la decisión que había tomado de quedarse, en su necesidad de cazar. Recordó haber llevado a Whinney a la seguridad de su caverna y de su fuego. Debería haber comprendido que no podía durar, que Whinney regresaría con los suyos, al igual que necesitaba hacerlo ella.

Un cambio en el trote de la yegua le llamó la atención. Whinney había encontrado lo que buscaba: allí delante había un pequeño grupo de caballos.

El sol había derretido la nieve que cubría una colina baja, revelando diminutos brotes verdes que emergían de la tierra. Los animales, ávidos de disfrutar de un cambio de la paja seca del invierno pasado, estaban mordisqueando la suculenta hierba nueva. Whinney se detuvo cuando los demás caballos levantaron la cabeza para mirarla. Ayla oyó el relincho de un semental. A un lado, sobre una loma que ella no había visto al llegar, pudo contemplarlo a sus anchas: era de color pardo rojizo y tenía negras las crines, la cola y la parte interior de las patas. Nunca había visto un caballo de color tan oscuro; casi todos tenían matices gris oscuro o beige tostado o, como Whinney, el color amarillo del heno maduro.

El semental relinchó, alzó la cabeza y torció el labio superior. Se encabritó y se puso a galopar hacia ellas, y de repente se detuvo a pocos pasos de distancia, piafando. Tenía el cuello en arco, la cola alzada y su erección era magnífica.

Whinney relinchó suavemente en respuesta y Ayla se deslizó a tierra; dio un abrazo a la yegua y se hizo atrás. Whinney volvió la cabeza para mirar a la joven que la había cuidado desde que era una potrilla.

—Anda, Whinney, ve con él —dijo—. Has encontrado tu compañero; ve con él.

Whinney sacudió la cabeza y relinchó dulcemente, antes de hacer frente al semental bayo. Él la rodeó, con la cabeza baja, mordisqueándole los jarretes, empujándola hacia su grey, como si fuera una prófuga díscola. Ayla la miraba alejarse, sin poder apartarse. Cuando el garañón la montó, Ayla no pudo por menos de recordar a Broud y el horrible dolor. Más adelante sólo fue desagradable, pero siempre odió que Broud la montara, y se sintió agradecida cuando finalmente se cansó de hacerlo.

Pero a pesar de sus gritos y quejas, Whinney no trataba de rechazar a su semental, y mientras Ayla observaba, experimentó extraños movimientos dentro de sí misma, sensaciones inexplicables. No podía apartar la vista del semental bayo, con sus patas delanteras sobre el lomo de Whinney, bombeando, esforzándose y relinchando. Sintió una humedad caliente entre sus piernas, una palpitación rítmica al compás de las pulsaciones del bayo, a la vez que un anhelo incomprensible. Respiraba fuerte, el corazón parecía latirle en las sienes, y sufría nostalgia por algo que era incapaz de describir.

Después, cuando la yegua amarilla siguió voluntariamente al bayo, sin echar una sola mirada hacia atrás, Ayla sintió un vacío tan grande que no creyó poder soportarlo. Comprendió lo frágil que era el mundo que había edificado a su alrededor en el valle, lo efímera que había sido su felicidad, lo precario de su existencia. Se volvió y echó a correr hacia el valle. Corrió hasta que la respiración le desgarró la garganta, hasta que el costado le dolió como si le hubieran asestado una puñalada. Corrió con la esperanza, en cierto modo, de que si corría lo bastante aprisa, podría dejar atrás toda la pena y toda su soledad.

Llegó a trompicones por la pendiente que conducía al prado y rodó cuesta abajo, quedándose quieta donde había caído, tratando de recobrar el aliento. Incluso después de respirar bien, no se movió; no quería moverse. No quería reponerse ni intentarlo, ni vivir. ¿De qué serviría? Estaba maldita. Eso habían dicho.

«¿Entonces por qué no puedo morirme? ¿Cómo se supone que voy a morir? ¿Por qué estoy condenada a perder todo lo que amo?». Sintió un aliento cálido y una lengua áspera que le lamía la sal de su mejilla, y al abrir los ojos vio al enorme león cavernario.

—¡Oh, Bebé! —exclamó llorando, abrazándose a él, que se tendió a su lado y, con las garras escondidas, puso su pata delantera encima de ella. Ayla rodó, abrazó el cuello peludo y hundió el rostro en la melena que crecía más cada día.

Cuando finalmente lloró tanto que no le quedaron lágrimas, y trató de ponerse de pie, se enteró del resultado de su caída: manos arañadas, rodillas y codos despellejados, una cadera y una espinilla golpeadas, y la mejilla derecha dolorida. Volvió a la caverna cojeando. Mientras se cuidaba los raspones y los golpes, tuvo un pensamiento que la hizo reaccionar.

«¿Y si me hubiera roto un hueso? Eso podría ser peor que morir, sin nadie para ayudarme.

»Pero no ha sido así. Si mi tótem quiere mantenerme con vida, tal vez tenga sus razones. Quizá el espíritu del León Cavernario me haya enviado a Bebé porque sabía que Whinney me dejaría.

»También Bebé me dejará. No tardará en desear una compañera. La encontrará, a pesar de que no se ha criado en una familia de leones. Va a ser tan enorme que podrá defender un vasto territorio. Y es buen cazador. No pasará hambre mientras busque una familia, o por lo menos una leona».

Sonrió crispadamente.

«Cualquiera diría que soy una madre del Clan preocupándose porque su hijo se convierta en un cazador experto y valeroso. Al fin y al cabo, no es hijo mío. Sólo es un león ordinario… No, no es un león cavernario ordinario. Es casi tan grande como algunos leones adultos, y es un cazador precoz. Pero me dejará…

»A estas alturas, Durc ya estará grande. También Ura está creciendo. Oda se pondrá triste cuando Ura se vaya para convertirse en la compañera de Durc y vivir en el clan de Brun…, no, ahora es el clan de Broud… ¿Cuánto falta para la próxima Reunión del Clan?».

Metió la mano detrás de la cama para sacar el haz de varas marcadas; seguía haciendo una muesca todas las noches. Era un hábito, un ritual. Desató el haz y tendió las varas sobre el suelo, y entonces trató de contar los días desde que encontró su valle. Metió los dedos en las muescas, pero había demasiadas, habían transcurrido demasiados días. Tenía la impresión de que debía existir un medio de reunir y sumar las muescas para saber cuánto tiempo llevaba allí, pero no sabía cuál. Era una frustración demasiado grande. Entonces comprendió que no necesitaba la vara; podía contar los años contando las primaveras. «Durc había nacido en la primavera anterior a la última Reunión del Clan», pensó. Hizo una señal en la tierra. «Después fue su año de caminar»; hizo otra marca. «La primavera siguiente habrá sido el final de su período de lactancia y el comienzo de su año de destete…, pero ya estaba destetado». Hizo la tercera marca.

«Eso fue cuando me marché», tragó saliva y parpadeó rápidamente, «y aquel verano encontré el valle y a Whinney. A la primavera siguiente encontré a Bebé». Hizo la cuarta marca. «Y esta primavera…». No quiso pensar en que había perdido a Whinney como una forma de recordar el año, pero era un hecho, y marcó otra vez.

«Eso representa todos los dedos de una mano», levantó la izquierda, «y es la edad que tiene ahora Durc».

Alzó el pulgar y el índice de la mano derecha. «Y falta esto para la siguiente Reunión. Cuando regresen, Ura estará con ellos, para Durc. Por supuesto, no tendrían todavía edad suficiente para unirse. Al mirarla sabrán que es para Durc. ¿Se acordará de mí? ¿Tendrá recuerdos del Clan? ¿Cuánto de él proviene de mí y cuánto de Broud…, del Clan?».

Ayla recogió sus varas marcadas y observó cierta regularidad en el número de marcas entre las muescas adicionales que hacía cuando combatía su espíritu, y sangraba. «¿Qué tótem de hombre puede estar batallando con el mío, aquí? Aunque mi tótem fuera un ratón, nunca quedaría embarazada. Hace falta un hombre, y su órgano, para iniciar un bebé. Eso es lo que yo creo.

»¡Whinney! ¿Sería eso lo que estaba haciendo el semental? ¿Estaba iniciando un hijo dentro de ti? Tal vez vuelva a verte alguna vez con esa manada, y entonces sabré. ¡Oh, Whinney, sería maravilloso!».

Al pensar en Whinney y el garañón, se puso a temblar; su respiración se aceleró. Entonces pensó en Broud y las sensaciones agradables se disiparon. «Pero fue su órgano lo que inició a Durc. De haber sabido que me daría un hijo, nunca lo habría hecho. Y Durc tendrá a Ura. Tampoco ella es deforme. Creo que Ura fue iniciada cuando ese hombre de los Otros forzó a Oda. Ura es justo lo que Durc necesita. Es en parte Clan y en parte aquel hombre de los Otros. Un hombre de los Otros…».

Ayla estaba agitada. Bebé se había ido, y ella sentía la necesidad de moverse. Salió y caminó por la línea de arbustos que bordeaban el río. Llegó más lejos que otras veces, aunque había cabalgado mucho más allá con Whinney. Iba a tener que acostumbrarse de nuevo a caminar, y a llevar un canasto a la espalda. En el extremo más distante del valle siguió el río rodeando el ángulo del alto declive en dirección hacia el sur. Justo después del recodo, la corriente se arremolinaba alrededor de rocas que daban la sensación de haber sido colocadas adrede, por lo cómodas que resultaban para cruzar el río al estar situadas a espacios regulares. La alta muralla sólo era una cuesta pronunciada en aquel punto; la subió y contempló desde allí la estepa occidental.

No existía una verdadera diferencia entre este y oeste, salvo que el terreno era algo más áspero, y ella no estaba familiarizada con el lado oeste. Siempre supo que cuando abandonara el valle lo haría por el oeste. Dio media vuelta, cruzó el río y caminó por el largo valle para regresar a casa.

Casi había oscurecido cuando llegó, y Bebé aún no había regresado. El fuego estaba apagado, y la caverna, solitaria y fría. Parecía más vacía ahora que cuando se instaló en ella y la convirtió en su hogar. Encendió una fogata, puso a hervir agua para hacerse una infusión, pero no tenía ganas de cocinar. Cogió un trozo de carne seca y unas cerezas pasas, y se sentó en la cama. Hacía mucho tiempo que no se había quedado sola en su caverna. Fue al lugar donde su viejo canasto estaba arrumbado y revolvió en su interior hasta encontrar el manto de Durc. Haciéndolo un ovillo, se lo pegó al estómago y se quedó mirando las llamas, y cuando se tendió, se envolvió en él.

Durmió con el sueño interrumpido por pesadillas. Soñó con Ura y Durc, adultos y apareados. Soñó con Whinney, en un lugar distinto, con un potro bayo. Despertó sudando de miedo; sólo cuando estuvo bien despejada comprendió que había tenido su pesadilla habitual de tierra que tiembla y terror. ¿Por qué soñaría aquello?

Se puso de pie y atizó el fuego, calentó la tisana y la bebió a sorbitos; Bebé seguía sin regresar. Ayla recogió el manto de Durc y recordó la historia que había contado Oda sobre el hombre de los Otros que la había forzado. «Oda dijo que se parecía a mí. Un hombre como yo…, ¿qué cara tendría?».

Ayla trató de imaginar un hombre similar a ella. Trató de recordar sus facciones tal y como las había visto reflejadas en la poza, pero lo único que pudo recordar fue su cabello enmarcándole el rostro. Entonces lo llevaba suelto, no hecho muchas trencitas, para que no la estorbara. Era amarillo, como el pelaje de Whinney, pero de un color más rico, más dorado.

En cualquier caso, cada vez que pensaba en un rostro de hombre, veía a Broud, con una expresión sardónica. No podía imaginar el rostro de un hombre de los Otros. Se le cansaron los ojos y se volvió a acostar. Soñó con Whinney y el semental bayo. Y soñó con un hombre; sus facciones eran vagas, en sombras. Lo único claro era que tenía el pelo amarillo.