3

Las primeras estrellas perforaban el cielo vespertino mientras Ayla se abría paso cuidadosamente por el empinado flanco rocoso del barranco. Tan pronto como se apartó de la orilla, el viento cesó y la joven se detuvo un instante para celebrar su ausencia. Pero las murallas también cortaban la luz menguante. Para cuando llegó abajo, los ásperos matorrales a lo largo del riachuelo eran sólo una silueta enmarañada sobre el reflejo movedizo de las miríadas de puntos que brillaban en lo alto.

Bebió un sorbo grande y refrescante de agua del río y después buscó su camino hacia la oscuridad más profunda del farallón. No se tomó la molestia de armar la tienda, sino que tendió su piel y se enrolló en ella, sintiéndose más segura con una pared a la espalda que bajo su tienda en las llanuras abiertas. Antes de quedarse dormida vio cómo una luna jorobada mostraba su rostro casi redondo por encima del borde del barranco.

Sus propios gritos la hicieron despertarse bruscamente.

Se enderezó —un espanto horrible se había apoderado de ella, golpeándole las sienes y acelerando locamente su corazón— y se quedó mirando formas imprecisas dentro del vacío negro sobre negro que tenía delante. Pegó un brinco al ver un destello de luz cegadora y oír simultáneamente un tremendo crujido. Estremecida, observó cómo un alto pino, alcanzado por el rayo, se partía y lentamente, todavía unido a su otra mitad, caía en tierra. Era algo irreal aquel árbol en llamas que iluminaba su propia escena mortuoria y proyectaba sombras grotescas sobre la muralla que había detrás.

El fuego escupió y silbó mientras una lluvia recia lo apagaba. Ayla se apretó más aún contra la pared, sin percatarse de sus lágrimas calientes ni de las frías gotas que le bañaban la cara. El primer trueno lejano, que semejaba el rugido de un terremoto, había propiciado la reaparición de otro sueño surgido de las cenizas de una memoria oculta; una pesadilla que nunca podía recordar del todo al despertar y que siempre la dejaba con una sensación de mareo, de incomodidad y de una pena abrumadora. Otro rayo brillante, seguido por un fuerte rugido, llenó momentáneamente el vacío negro con una brillantez fantasmagórica, proporcionándole una breve visión de las escarpadas murallas y el tronco desgajado y quebrado como una ramita por el potente dedo de luz del cielo.

Temblorosa, tanto por el miedo como por el frío húmedo y penetrante, se aferró a su amuleto, ávida de encontrar cualquier cosa que le brindara protección. Era una reacción que sólo en parte había sido provocada por el rayo y el trueno. A Ayla no le agradaban mucho las tormentas, pero estaba acostumbrada a presenciarlas; solían ser más útiles que destructoras. Seguía experimentando el coletazo emocional de su pesadilla asociada al terremoto. Los terremotos eran un mal que nunca dejaba de provocar pérdidas devastadoras ni de introducir cambios en su vida, y no había nada que le inspirara tanto temor.

De pronto se dio cuenta de que estaba empapada y sacó su tienda de cuero del cuévano. Se la echó por encima de las pieles de dormir como una manta y hundió la cabeza debajo. Todavía tiritaba después de haber entrado en calor, pero a medida que transcurría la noche, la horrible tormenta fue pasando y Ayla pudo dormir.

Los pájaros llenaban el aire mañanero con gorjeos, trinos y estruendosos graznidos. Ayla empujó su manta y miró a su alrededor, encantada. Un mundo verde, todavía húmedo por la lluvia, relucía bajo el sol matutino. Estaba en una ancha playa pedregosa, justo donde un riachuelo formaba un recodo hacia el este en su curso serpenteante, generalmente orientado en dirección sur.

En la orilla opuesta, una hilera de pinos de un verde oscuro llegaba hasta lo alto de la muralla que se alzaba detrás, pero no más allá. Todo intento por crecer sobre la orilla del desfiladero se veía atajado por los vientos despiadados de las estepas que se extendían más arriba. Eso daba a los árboles más altos un peculiar aspecto romo, pues su crecimiento se veía obligado a una plenitud de ramas. Un enorme gigante de simetría casi perfecta, sólo quebrada por una copa que crecía en ángulo recto en relación con el tronco, se alzaba junto a otro que tenía un tocón alto, quemado y desgarrado, aferrado a su copa invertida. Los árboles crecían en una franja estrecha al otro lado del río, entre la orilla y la muralla, y algunos estaban tan cerca del río que se veían sus raíces.

En el lado en que se encontraba Ayla, río arriba de la playa de guijarros, unos sauces flexibles se arqueaban, llorando largas lágrimas de hojas de un verde pálido dentro del río. Los tallos aplastados de los álamos temblones hacían que las hojas oscilaran al soplo suave de la brisa. Abedules de blanca corteza crecían agrupados mientras que sus parientes, los alisos, sólo eran altos arbustos. Había lianas que trepaban y se enrollaban en los árboles, y matorrales de numerosas variedades se apiñaban cerca del río.

Ayla había recorrido las estepas secas y agostadas durante tanto tiempo que había olvidado cuán bello puede ser lo verde. El riachuelo destellaba una invitación; olvidando los temores provocados por la tormenta, dio un brinco y echó a correr por la playa. Lo primero que se le ocurrió fue beber; después, por puro impulso, desató la larga correa de su manto, se quitó el amuleto y se lanzó al agua. La orilla descendía rápidamente; la joven se zambulló primero y después nadó hasta la orilla opuesta.

El agua estaba fresca, y limpiarse la tierra y la mugre de las estepas fue un auténtico placer. Nadó río arriba y sintió cómo cobraba fuerza la corriente y se hacía más fría el agua a medida que se estrechaban las murallas y apresaban el río. Se puso boca arriba y, mecida por el ímpetu del agua, dejó que la corriente la llevara río abajo. Levantó la mirada hacia el azul profundo que llenaba el espacio entre los altos farallones, y entonces divisó un orificio oscuro en la muralla, al otro lado de la playa, río arriba. «¿Será una caverna?», se preguntó con algo de excitación. «¿Resultará difícil llegar a ella?».

La joven vadeó de regreso a la playa y se sentó en las piedras calientes para dejar que el sol la secara. Le llamaron la atención los gestos rápidos y animados de unos pajarillos que brincaban en el suelo cerca del matorral, picoteando gusanos que la lluvia nocturna había sacado de la tierra, y saltaban de rama en rama alimentándose en arbustos cargados de bayas.

«Qué grandes son esas frambuesas», pensó. Al acercarse fue recibida por un revolotear de alas que se calmó pronto. Ayla se metió puñados de las frambuesas dulces y jugosas en la boca. Una vez saciada, se lavó las manos y se puso el amuleto, pero arrugó la nariz a la vista de su manto, mugriento, lleno de manchas y de sudor. No tenía otro. Al volver a la caverna destruida por el terremoto, justo antes de marchar en busca de ropa, alimentos y refugio, sólo la había preocupado la supervivencia, no la idea de tener un manto de repuesto para el verano.

Ahora pensaba de nuevo en la supervivencia. Sus pensamientos desesperanzados en las estepas áridas y monótonas se habían disipado en aquel valle verde y fresco. Las frambuesas le habían estimulado el apetito en lugar de calmárselo. Deseaba comer algo más sustancioso, por lo que se dirigió al lugar donde había dormido para coger la honda. Extendió la tienda húmeda y las pieles mojadas sobre las piedras caldeadas por el sol, y se puso el manto sucio antes de dedicarse a buscar guijarros redondos y suaves.

Tras un cuidadoso examen comprobó que la playa tenía algo más que piedras. También estaba sembrada de madera flotante de un gris apagado, así como de huesos blancos y descoloridos, muchos de ellos amontonados en una enorme pila contra un saliente. Violentas crecidas primaverales habían arrancado árboles y arrastrado animales sorprendidos, los habían empujado por el estrecho espacio entre rocas río arriba, empujándolos después contra un callejón sin salida de la muralla próxima mientras que el agua arremolinada salvaba el recodo. Ayla vio en el montón cornamentas gigantescas, largas astas de bisonte y varios colmillos de marfil, curvos y enormes; ni siquiera el gran mamut se había librado de la fuerza de la inundación. Grandes peñas se mezclaban también con los desechos, pero los ojos de la mujer se entornaron al ver varias piedras de un gris calizo y de grosor mediano.

«¡Eso es pedernal!», se dijo después de mirar más de cerca. «Estoy segura de que lo es. Necesito una piedra-martillo para romper un trozo, pero estoy segura de no equivocarme». Muy excitada, Ayla recorrió la playa con la mirada en busca de alguna piedra suave y ovalada que pudiera abarcar cómodamente con la mano. Cuando encontró una, golpeó el exterior gredoso del nódulo. Un trozo de la corteza blancuzca saltó, dejando al descubierto el brillo apagado de la piedra gris oscuro que contenía.

«¡Es pedernal! ¡Estaba segura!». Por su mente cruzaron mil ideas acerca de las herramientas que podría confeccionar. «Incluso podré hacer algunas de repuesto. Así no tendré que preocuparme tanto si se me rompe algo». Rebuscó entre otras varias de las piedras pesadas, arrebatadas desde los lejanos depósitos calcáreos, río arriba, y transportadas por la poderosa corriente hasta ir a parar al pie de la muralla rocosa. El descubrimiento la alentó a seguir buscando.

La muralla, que durante las crecidas constituía una barrera para el torrente, avanzaba hacia el interior del recodo del río. Encerrado entre sus márgenes normales, el nivel del agua era lo suficientemente bajo para permitir un fácil acceso dando un rodeo. Ayla se detuvo y vio cómo se extendía ante ella el valle que había divisado desde arriba.

Alrededor del recodo, el río se ensanchaba y cubría de espuma las rocas que asomaban entre las aguas menos profundas. Fluía hacia el este al pie de la escarpada muralla opuesta del desfiladero. A lo largo de sus orillas, árboles y arbustos, protegidos del viento cortante, alcanzaban alturas majestuosas. A su izquierda, más allá de la barrera de piedra, la muralla del desfiladero se desviaba y su pendiente se reducía gradualmente, uniéndose a la estepa hacia el norte y el este. Más adelante, el amplio valle era un campo exuberante de heno maduro que ondeaba como un oleaje a impulsos de las ráfagas de viento que bajaban por la cuesta norte; a mitad de camino pastaba una pequeña manada de caballos.

Al respirar la belleza y tranquilidad de la escena, Ayla apenas podía creer en la existencia de un lugar como aquél en medio de la pradera seca y barrida por el viento. El valle era un oasis excéntrico oculto en una grieta de la árida planicie; un pequeño mundo de abundancia; era como si la naturaleza, sometida a la economía utilitaria de la estepa, derrochara su generosidad de forma desmedida cuando se le brindaba la oportunidad de hacerlo.

La joven estudió los caballos en lontananza; estaba intrigada. Eran animales robustos, compactos, con patas más bien cortas, cuellos gruesos y cabezas pesadas, con unos hocicos salientes que le recordaron las narices grandes y prominentes de algunos hombres del Clan. Tenían el pelaje tupido y áspero, las crines tiesas y cortas. Aunque algunos eran más bien grises, la mayoría tenían matices amarillentos que iban desde el beige neutro de la tierra hasta el color del heno maduro. Algo apartado había un garañón del color del heno, y Ayla se fijó en varios potrillos que tenían el mismo color. El semental alzó la cabeza, sacudió sus cortas crines y relinchó.

—Estás orgulloso de tu clan, ¿verdad? —le dijo Ayla con un ademán, sonriendo.

Echó a andar por el campo cerca de los arbustos que orlaban la orilla del río. Observó la vegetación sin fijarse en lo que veía, aunque consciente tanto de sus cualidades medicinales como de sus valores nutritivos. Había formado parte de su adiestramiento como curandera aprender a recolectar plantas por sus mágicos poderes curativos, y eran muy pocas las que no podía identificar inmediatamente. Esta vez andaba en busca de comida.

Observó las hojas y el tallo de flores umbeladas secas que señalaban la existencia de zanahorias silvestres a unos cuantos centímetros bajo la superficie, pero pasó por su lado como si no las hubiera visto. La impresión era engañosa; recordaría el lugar con la misma precisión que si lo hubiera señalado, pero la vegetación permanecía siempre quieta. Su mirada aguda había captado el rastro de una liebre, y por el momento estaba dedicada a conseguir carne.

Con el paso furtivo y silencioso del cazador experimentado, siguió excrementos recientes, una hierba aplastada, una leve huella en la tierra y, por fin, distinguió la forma del animal que se ocultaba entre un camuflaje natural. Sacó la honda de la correa que llevaba sujeta en el cinturón y echó mano de dos piedras escondidas en un repliegue de su manto. Cuando la liebre brincó, Ayla estaba preparada. Con la gracia inconsciente proporcionada por años de práctica, lanzó una piedra y un instante después la otra, y oyó un tuak tuak satisfactorio. Ambos proyectiles habían dado en el blanco.

Ayla cobró la pieza y pensó en los tiempos en que había aprendido sola aquella técnica de las dos piedras. Su exceso de confianza al tratar de dar muerte a un lince le había demostrado hasta qué punto era vulnerable. Tuvo que practicar largo tiempo para perfeccionar el modo de colocar una segunda piedra en posición durante el retroceso de la honda tras el lanzamiento de la primera para poder disparar dos piedras en rápida sucesión.

Mientras volvía sobre sus pasos, cortó una rama de árbol, afiló un extremo y lo aprovechó para extraer de la tierra las zanahorias silvestres; las metió en un repliegue de su manto y limpió dos ramas bifurcadas antes de regresar a la playa. Dejó en el suelo liebre y raíces, para sacar a continuación del cuévano el palo y la plataforma para prender fuego; después se puso a recoger restos de madera seca que había debajo de trozos más grandes, en el montón de huesos, y ramitas más grandes caídas al pie de los árboles. Valiéndose del mismo instrumento que había empleado para afilar el palo de cavar, con una muesca en forma de V en el filo, sacó virutas de un palo seco. Después peló la corteza peluda de los tallos de artemisa, así como el vellón seco de las vainas de chamico.

Encontró un lugar cómodo donde sentarse y se dedicó a escoger la leña según el tamaño y ordenó a su alrededor las diferentes clases de combustible. Examinó la plataforma, un trozo de liana de clemátide seca, abrió una pequeña muesca a lo largo de un borde con una pala de pedernal y ajustó el extremo leñoso de un tallo de anea seca, de la estación pasada, en el orificio, para comprobar el tamaño. Dispuso el vellón de chamico en un nido de corteza correosa debajo de la muesca de la plataforma del fuego y lo amontonó con el pie; colocó luego el extremo del tallo de espadaña en la muesca y aspiró hondo: encender fuego exigía concentración.

Sujetó la parte superior de la vara entre las palmas de las manos juntas y comenzó a hacerla girar adelante y atrás, presionando hacia abajo. Mientras la hacía girar, la presión constante le iba bajando las manos hasta casi tocar la plataforma. Si la hubiera ayudado otra persona, ése habría sido el momento en que ésta empezara desde arriba. Pero como estaba sola, tenía que llegar hasta abajo y volver arriba rápidamente sin interrumpir el ritmo de los giros ni reducir la presión más de un segundo, pues, de lo contrario, el calor producido por la fricción se disiparía y no se acumularía lo suficiente para que la madera prendiera. Era un trabajo esforzado que no permitía descanso.

Ayla se abandonó al ritmo del movimiento, sin importarle el sudor que le corría por la frente y le caía en los ojos. Con el movimiento continuo, el orificio fue agrandándose y se acumuló el serrín de la madera blanda. Ayla olió a humo y vio cómo se ennegrecía el orificio antes de ver el humo mismo; eso la alentó a perseverar aunque le dolían los brazos. Por fin, una pequeña brasa se encendió sobre la plataforma y cayó en el nido de fibras secas que había debajo. La siguiente etapa resultaba más crítica todavía, pues, si se apagaba la brasa, habría que volver a empezar desde el principio.

Se inclinó hasta tener el rostro tan cerca de la brasa que podía sentir el calor, y se puso a soplarla. La vio cómo se tornaba más brillante a cada soplo y cómo se apagaba siempre que aspiraba otra bocanada de aire. Mantuvo virutas pequeñísimas junto al trozo de madera encendida y vio cómo se iluminaban y ennegrecían sin llamear. Al poco rato apareció una llamita. Ayla sopló más fuerte, echó más virutas y, cuando ya ardía un montoncito, agregó unas cuantas astillas secas.

Sólo descansó cuando los grandes leños ardían y comprobó que el fuego se mantenía estable. Recogió unos cuantos leños más y los amontonó allí cerca; entonces, con otra herramienta un poco más grande, también mellada, raspó la corteza de la rama verde que había cortado para extraer las zanahorias silvestres. Plantó las ramas bifurcadas a ambos lados del fuego, de manera que la rama afilada se apoyara cómodamente en ellas, y se dedicó a desollar la liebre.

Para cuando el fuego se convirtió en carbones encendidos, la liebre estaba metida en la broqueta y lista para asar. Ayla se puso a recoger las entrañas y envolverlas en la piel para desecharlas como había hecho durante el viaje, pero lo pensó mejor.

«Podría utilizar la piel», pensó. «Sólo tardaría poco más o menos un día…».

Enjuagó las zanahorias silvestres en el río —quitándose de paso la sangre de las manos— y las envolvió en hojas de llantén. Las hojas, grandes y fibrosas, eran comestibles, pero a la joven no se le escapaba que tenían otra utilidad como vendas fuertes y curativas para cortes o magulladuras. Colocó las zanahorias envueltas en hojas junto a los carbones.

Se sentó para descansar un momento, y entonces decidió sujetar la piel con estacas. Mientras se asaba su comida raspó los vasos sanguíneos, los folículos pilosos y las membranas del interior de la piel con la rasqueta rota, y pensó en hacerse una nueva.

Tarareaba un canturreo discordante mientras trabajaba y dejaba que vagaran sus pensamientos. «Quizá debería quedarme aquí unos días, terminar con esta piel. De todos modos, tengo que hacer unas cuantas herramientas. Podría tratar de ir hasta ese hueco del farallón río arriba. Esta liebre comienza a oler bien. Una caverna me mantendría a salvo de la lluvia… siempre que fuera habitable».

Se puso de pie, dio vueltas al asador y volvió a ocuparse del pellejo. «No puedo quedarme mucho tiempo; tengo que encontrar gente antes del invierno». Dejó de rascar la piel, centrando súbitamente su atención en el torbellino interior que siempre estaba a punto de aflorar en su mente. «¿Dónde están? Iza dijo que había muchos Otros en el continente. ¿Por qué no puedo encontrarlos? Iza, ¿qué voy a hacer?». Sin que pudiera remediarlo, las lágrimas se le saltaron. «Oh, Iza, te echo tanto de menos. Y a Creb. Y también a Uba. Y a Durc, mi nene…, mi nene. Te deseé tanto, Durc, y fue tan difícil. Y no eres deforme, sólo un poco diferente. Lo mismo que yo.

»No, no lo mismo que yo. Tú eres Clan, nada más que vas a ser un poco más alto, y tu cabeza tiene un aspecto diferente. Algún día serás un gran cazador; y manejarás bien la honda. Y correrás más aprisa que ninguno. Ganarás todas las carreras en la Reunión del Clan. Quizá no venzas en lucha, tal vez no llegues a ser tan fuerte, pero serás fuerte.

»Pero ¿con quién jugarás a los sonidos? ¿Quién hará ruiditos gozosos contigo?

»Tengo que poner fin a esto», se reprendió, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. «Debería alegrarme de que tengas gente que te quiere, Durc. Y cuando seas mayor, vendrá Ura y será tu compañera. Oda prometió adiestarla para que sea una buena esposa. Tampoco Ura es deforme. Sólo es diferente, lo mismo que tú. Me pregunto si llegaré a encontrar compañero para mí algún día».

Ayla saltó para comprobar cómo iba su comida, moviéndose tan sólo para apartar sus pensamientos del derrotero que seguían. La carne estaba menos hecha de lo que a ella le gustaba, pero decidió que así estaría bien. Las zanahorias silvestres, pequeñas y de un amarillo pálido, estaban tiernas y tenían un sabor dulce ligeramente fuerte. Echaba de menos la sal que siempre había tenido a mano junto al mar interior, pero el hambre suplió al condimento. Dejó que el resto de la liebre se cociera un poco más mientras terminaba de raspar la piel; una vez saciada, ya se sentía mejor.

Estaba ya alto el sol cuando decidió investigar el hueco del farallón. Se desnudó y nadó para cruzar el río, trepando entre las raíces de los árboles para salir del agua profunda. La alta muralla vertical era difícil de escalar y no estaba segura de que valiera la pena tomarse tanta molestia aunque hallase una caverna. De todos modos, se sintió desilusionada al llegar a un angosto saliente frente al agujero negro y descubrir que éste era poco más que una depresión de la roca. Excrementos de hiena le hicieron suponer que habría un medio más fácil para acceder allí desde la estepa; aun así el espacio era reducido.

Se volvió para regresar, pero se alejó un poco más. Río abajo y a un nivel ligeramente más inferior, en la otra muralla, podía ver la parte superior de la barrera rocosa que sobresalía cerca del recodo del río. Era una ancha plataforma, y en la parte posterior parecía haber otro orificio en la cara del farallón, una cavidad mucho más profunda. Desde su posición ventajosa divisó un camino empinado pero practicable. Le palpitaba el corazón de pura excitación. Si fuera una caverna, cualesquiera que fuesen sus dimensiones, tendría un lugar seco para pasar la noche. Más o menos a mitad del camino descendente, se tiró al río, tal era su ansia de explorar.

«Anoche, al bajar, debí pasar al lado», pensaba mientras iniciaba el ascenso. «Pero estaba demasiado oscuro para verla». Entonces recordó que en una caverna desconocida hay que penetrar siempre tomando precauciones, y volvió en busca de su honda y algunas piedras.

Aun cuando la víspera había efectuado el descenso con gran cuidado, comprobó que, a la luz del día, no necesitaba agarrarse con las manos. A través de milenios, el río había cortado más agudamente la otra orilla; en cambio, la muralla de este lado no resultaba tan escarpada. Al aproximarse a la plataforma, Ayla tenía preparada la honda y avanzó cautelosamente.

Todos sus sentidos estaban alerta. Escuchaba para oír sonidos de respiración o movimientos; miraba para ver si había señales inequívocas de ocupación reciente; olfateaba el aire para descubrir los olores distintivos de animales carnívoros, excrementos frescos o carne cazada, abriendo la boca para que sus papilas gustativas ayudaran a captar algún indicio; y permitía que la intuición la orientara mientras se acercaba silenciosamente a la entrada. Pegándose a la pared, se introdujo por el orificio oscuro y miró.

No vio nada.

La abertura, que daba al sudoeste, era pequeña. La parte superior quedaba más alta que su cabeza, pero, estirando el brazo, podía tocar el techo de la caverna. El suelo se inclinaba en la entrada, pero se nivelaba después. Fragmentos de loess, impulsados por el viento, y desechos llevados por animales que habían utilizado la cueva en otros tiempos, habían llegado a formar una capa de tierra. El piso, que originalmente había sido rocoso y desigual, tenía ahora una superficie de tierra seca y dura.

Mientras miraba desde la entrada, Ayla no pudo detectar señal alguna de que se hubiera usado recientemente la caverna. Se deslizó en su interior sin hacer ruido, dándose cuenta de lo fresca que estaba comparada con la calurosa y soleada plataforma saliente, y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad interior. Había más luz en la caverna de lo que ella había pensado y, al avanzar hacia dentro, vio que la luz del sol penetraba por un orificio encima de la entrada; entonces comprendió. También notó que aquel orificio tenía un valor más práctico aún: permitiría que saliera el humo y no ocupara la parte superior de la caverna, lo cual representaba una ventaja evidente.

Una vez que se ajustó su visión, descubrió que allí podría estar a sus anchas. También la luz que entraba representaba una ventaja. La caverna no era grande, pero tampoco pequeña. Las paredes se separaban a partir de la entrada, ensanchándose hasta llegar a un muro posterior bastante recto. La forma general era más o menos triangular, con el vértice en la entrada y la pared este más larga que la oeste. La parte más oscura era el rincón este del fondo; en consecuencia, era lo primero que habría que investigar.

Ayla se deslizó con lentitud a lo largo de la pared este, en busca de grietas o corredores que pudieran conducir a salas interiores donde tal vez acechase algún peligro. Cerca del rincón oscuro, rocas caídas de las paredes cubrían el suelo formando un montón. Ayla subió por las piedras, encontró una repisa y, más atrás, el vacío.

Pensó en hacerse una antorcha, pero cambió de idea. No había oído, olido ni sentido la menor señal de vida; lo único que había descubierto era un pasaje estrecho. Con la honda y unas piedras en la mano, lamentó no haberse puesto el manto para tener donde transportar sus armas mientras se encaramaba a la repisa.

La abertura oscura era baja; tuvo que inclinarse para entrar. Pero era sólo un hueco que terminaba con la pendiente del techo que se inclinaba hasta tocar el suelo. En el fondo había un montón de huesos. Ayla cogió uno y bajó; luego avanzó pegada a la pared trasera, deslizándose a continuación a lo largo del muro oeste hasta volver a la entrada. Era una caverna ciega y, a excepción del pequeño hueco, no tenía cámaras ni túneles que condujeran a lugares desconocidos. Daba la impresión de ser cómoda y segura.

Ayla se cubrió los ojos al salir a la luz del sol. Se dirigió al extremo más alejado de la terraza de la caverna y echó una mirada a su alrededor. Se encontraba de pie sobre la pared saliente. Debajo de ella, a la derecha, estaban el montón de madera flotante y huesos y la playa pedregosa. A la izquierda, el valle se extendía hasta perderse de vista. En lontananza, el río hacía otro recodo en dirección sur, rodeando la base del escarpado farallón opuesto, mientras la muralla izquierda se había fundido poco a poco con la estepa.

Examinó el hueso que tenía en la mano. Era el largo hueso de la pata de un gigantesco venado, viejo y seco, con huellas de dientes claramente marcados donde había sido partido para extraer la médula. La forma de los dientes, la manera en que estaba roído el hueso, parecían familiares, pero no; estaba segura de que lo había hecho un felino. Conocía a los carnívoros mejor que nadie del Clan. Se había desarrollado como cazadora matándolos, pero sólo en las variedades más pequeñas y de tamaño mediano. Aquellas marcas las había hecho un gato, un gato muy grande. Se volvió rápidamente y miró de nuevo la caverna.

«¡Un león cavernario! Este lugar tiene que haber sido tiempo atrás guarida de leones cavernarios. El hueco sería el sitio perfecto para que una leona pariera sus cachorros», pensó. «Quizá no debería pasar aquí la noche. Tal vez no sea seguro». Miró nuevamente el hueso. «Pero es muy viejo, y sin duda hace años que esta caverna no ha sido ocupada. Además, con una hoguera cerca de la entrada los animales se apartarán.

»Es una bonita caverna. No hay muchas que lo sean tanto. Es espaciosa y tiene un buen piso de tierra. No creo que el interior se moje, las crecidas de primavera no llegan tan arriba. Incluso tiene un orificio para el humo. Creo que iré a buscar mis pieles y mi cuévano, algo de madera y el fuego». Ayla bajó corriendo a la playa. A su regreso extendió el cuero de la tienda y su piel sobre la plataforma de piedra caliente, y metió en la caverna su cuévano; después subió varias cargas de leña. «Tal vez podría traer algunas piedras para el hogar», pensó, y volvió a bajar. Pero de repente se detuvo. «¿Para qué quiero piedras para el hogar? Sólo voy a quedarme unos cuantos días. Tengo que seguir buscando gente. Tengo que encontrarla antes del invierno…

»¿Y si no la encuentro?». La idea la había rondado durante algún tiempo, pero hasta aquel momento se resistió a planteársela tan claramente; las consecuencias serían demasiado espantosas. «¿Qué haré si llega el invierno y sigo sin encontrar a nadie? No tendré alimentos de reserva, ni un lugar seco y caliente donde refugiarme, al abrigo del viento y de la nieve. Ninguna caverna donde…».

Miró nuevamente la caverna, después el bello valle abrigado y la manada de caballos allá abajo, en el campo, y sus ojos volvieron a posarse en la caverna.

«Es perfecta para mí», se dijo. «Pasará mucho tiempo antes de que encuentre otra tan buena. Y también está el valle. Podría recolectar, cazar y almacenar alimentos. Hay agua y leña más que suficiente para el invierno, para muchos inviernos. Incluso hay pedernal. Y sin viento. Todo lo que necesito está aquí… menos la gente.

»No sé si podré aguantar aquí sola todo el invierno. Pero la estación está ya muy avanzada. Pronto tendré que comenzar a almacenar provisiones. Si no he encontrado a nadie hasta ahora, ¿cómo sé que daré con los que busco? ¿Y cómo sé que me dejarán quedarme si encuentro a los Otros? No los conozco. Algunos de ellos son tan malos como Broud. Recuerdo lo que le sucedió a la pobre Oda. Dijo que los hombres que la forzaron, como Broud me forzó a mí, eran hombres de los Otros. Que se parecían a mí. ¿Y si todos fueran así?». Ayla volvió a mirar la caverna y después el valle. Recorrió el perímetro de la plataforma, dio una patada a una piedra, se quedó mirando los caballos y tomó una decisión.

—Caballos —dijo—, voy a quedarme en vuestro valle algún tiempo. La próxima primavera podré empezar a buscar de nuevo a los Otros. Por el momento, si no me preparo para el invierno, ya no estaré con vida la próxima primavera —el discurso de Ayla a los caballos se redujo a unos pocos sonidos guturales. Sólo utilizaba el sonido para los nombres o para apoyar el lenguaje rico, complejo y perfectamente comprensible que manejaba con graciosos movimientos fluidos de sus manos. Era el único lenguaje que recordaba.

Una vez tomada su decisión, Ayla se sintió aliviada. Le asustaba la idea de abandonar aquel precioso valle y de enfrentarse a más días agotadores de marcha por las estepas barridas por el viento; le asustaba la idea de seguir caminando. Corrió hasta la playa pedregosa y se inclinó para recoger su manto y su amuleto. Cuando tendía la mano hacia la bolsita de cuero, observó el destello de un trocito de hielo.

«¿Cómo puede haber hielo en medio del verano?», se preguntó mientras lo cogía. No estaba frío; tenía bordes bien cortados y planos, lisos. Le dio vueltas, examinándolo por todos lados y viendo cómo sus facetas brillaban al sol. Entonces lo volvió justo en el ángulo preciso para que el prisma separara la luz del sol en todo el espectro de los colores, y se quedó sin aliento al ver el arco iris que se proyectaba en el suelo. Ayla no había visto nunca un claro cristal de cuarzo.

El cristal, lo mismo que el pedernal y muchas de las demás rocas de la playa, era errático…, procedía de otro sitio. La piedra reluciente había sido arrancada de su lugar de origen por la fuerza aún mayor del elemento al que se parecía —el hielo—, y transportada por su forma derretida hasta la morrena aluvial del río glacial.

De repente, Ayla sintió que un escalofrío, más frío que el mismo hielo, le recorría el espinazo, y se sentó, demasiado temblorosa para permanecer en pie mientras pensaba en lo que significaba la piedra. Recordó algo que le había dicho Creb hacía mucho, cuando era pequeña…

Era invierno y el viejo Dorv solía narrar historias. Ella había soñado con la leyenda que Dorv acababa de contar y le hizo unas preguntas a Creb. Eso condujo a que éste le explicara lo que significaba el tótem.

—El tótem necesita un lugar donde vivir. Probablemente abandonaría a la persona que vagara sin hogar largo tiempo. Tú no querrías que te abandonara tu tótem, ¿verdad?

—Pero mi tótem no me abandonó —dijo Ayla apretando su amuleto—, a pesar de que estaba sola y no tenía hogar.

—Eso fue porque te estaba poniendo a prueba. Encontró un hogar para ti, ¿no es así? El León Cavernario es un tótem muy fuerte, Ayla. Te escogió y es posible que decidiera protegerte siempre, puesto que te eligió…, pero todos los tótems son más felices si tienen hogar. Si le prestas atención, el tuyo te ayudará. Él te dirá lo que es mejor.

—¿Y cómo voy a saberlo, Creb? —preguntó Ayla—. Nunca he visto el espíritu de un León Cavernario. ¿Cómo sabes cuándo un tótem te está diciendo algo?

—No puedes ver el espíritu de tu tótem porque es parte de ti, está en tu interior. Sin embargo, te lo dirá. Sólo que tienes que aprender a comprender. Si has de tomar una decisión, él te ayudará. Te dará una señal si escoges lo que debes.

—¿Qué clase de señal?

—Es difícil de saber. Por lo general será especial o insólito. Puede ser una piedra que no habías visto nunca anteriormente, o una raíz de forma especial que tenga significado para ti. Debes aprender a comprender con el corazón y la mente, no con los ojos y oídos; entonces, sabrás. Pero cuando llegue el momento y encuentres una señal que tu tótem haya dejado para ti, ponla en tu amuleto. Te traerá suerte.

«León Cavernario, ¿sigues protegiéndome? ¿Es esto una señal? ¿He tomado la decisión correcta? ¿Estás diciéndome que debo permanecer en este valle?».

Ayla sostenía el cristal centelleante entre sus manos y cerró los ojos tratando de meditar como lo hacía siempre Creb; esforzándose por escuchar con el corazón y la mente; ansiosa por cerciorarse de que su gran tótem no la había abandonado. Pensó en la manera en que se había visto obligada a marcharse y en los largos y fatigosos días de marcha, en busca de su gente, dirigiéndose al norte como Iza le había dicho. Al norte hasta que…

«¡Los leones cavernarios! Mi tótem los mandó para que me dijeran que torciera hacia el oeste, para que me condujeran a este valle. Quería que yo lo encontrara. Está cansado de viajar y desea que éste sea también su hogar. Una caverna que antaño fue hogar de leones. Es un lugar en que se siente a gusto. ¡Sigue conmigo! ¡No me ha abandonado!».

Esta convicción alivió en ella ciertas tensiones que había ignorado hasta entonces. Sonrió al parpadear para deshacerse de las lágrimas, y se puso a desatar los nudos de la cuerda que mantenía cerrada la bolsita. Sacó el contenido de ésta y cogió los objetos, uno por uno.

El primero era un pedazo de ocre rojo. Todos los del Clan llevaban consigo un trozo de la piedra roja sagrada; era lo más importante en el amuleto de cada uno, entregado el día en que el Mog-ur revelaba su tótem. Por lo general se identificaban los tótems cuando los niños contaban pocos meses, pero Ayla tenía cinco años al enterarse del suyo. Creb lo anunció poco después de que Iza la encontrara, cuando la aceptaron en el Clan. Ayla frotó las cuatro cicatrices de su pierna mientras contemplaba otro objeto: el molde fósil de un gasterópodo.

Parecía la concha de una criatura marina, pero era de piedra: la primera señal que le había dado su tótem para aprobar su decisión de cazar con la honda. Sólo depredadores, no animales comestibles cuya carne se habría echado a perder porque ella no podía llevárselos a la caverna. Pero los depredadores eran más astutos y peligrosos, y aprender de ellos había perfeccionado al máximo su habilidad. El siguiente objeto que cogió Ayla era su talismán de caza, un óvalo pequeño, pintado de ocre, de marfil de mamut, que el propio Brun le había entregado en la espantosa y fascinadora ceremonia que hizo de ella la Mujer Que Caza. Tocó la diminuta cicatriz de su garganta donde Creb la había pinchado para que brotara su sangre y ofrecerla en sacrificio a los Antiguos.

El siguiente fragmento tenía un significado muy especial para ella, tanto que estuvo a punto de echarse nuevamente a llorar. Sostuvo muy apretados en su mano cerrada los tres pequeños y brillantes nódulos de pirita de hierro soldados. Se los había dado su tótem para indicarle que su hijo viviría. El último era un fragmento de bióxido de manganeso negro. El Mog-ur se lo dio, cuando fue declarada curandera, junto con un trozo del espíritu de cada miembro del clan. De repente se le ocurrió una idea que la intranquilizó: «¿Significa esto que cuando Broud me maldijo, maldijo a todos los demás? Cuando Iza murió, Creb recuperó los espíritus para que no se los llevara consigo al mundo de los espíritus. Nadie me los quitó a mí».

Una sensación angustiosa se apoderó de ella. Desde la Reunión del Clan, en la que Creb se había enterado de modo inexplicable de que ella era diferente, había experimentado en ocasiones aquella extraña desorientación, como si él la hubiera cambiado. Sintió un escalofrío, un estremecimiento, se le puso la carne de gallina y sufrió un conato de náusea provocado por el profundo temor de lo que su muerte podría significar para todo el Clan.

Trató de dominar esa sensación. Recogiendo la bolsita de cuero, volvió a llenarla con su colección agregando el cristal de cuarzo. Ató de nuevo el amuleto y examinó el cordel para ver si estaba gastado. Notó una ligera diferencia de peso al colocárselo de nuevo.

Sentada sola en la playa pedregosa, Ayla se preguntó lo que habría sucedido antes de que la encontraran. No podía recordar nada de su vida anterior, ¡pero su aspecto era tan distinto! Demasiado alta, demasiado pálida, su rostro no se parecía en nada a los del resto del Clan. Había visto su reflejo en la charca inmóvil; era fea. Broud se lo había dicho innumerables veces, pero todo el mundo lo pensaba. Era una mujer grande y fea; ningún hombre la deseaba.

«Tampoco yo deseaba a ninguno de ellos», pensó. «Iza decía que yo necesitaba un hombre de los míos, pero ¿me desearía un hombre de los Otros más que un hombre del Clan? A nadie le atrae una mujer grande y fea. Quizá sea lo mejor que me quede aquí. ¿Cómo sé yo que voy a tener un compañero aunque encuentre a los Otros?».