19

En el valle, la primavera fue un estallido vistoso de colores dominados por el verde vernal, pero un estallido más temprano había sido espantoso, reduciendo el entusiasmo que Ayla sentía habitualmente por la nueva estación. Después de su tardío comienzo, el invierno fue duro, con unas nevadas bastante más fuertes de lo habitual. Las crecidas prematuras provocaron la fusión con una violencia furiosa.

Apareciendo a través del estrecho cañón río arriba, el torrente se estrelló contra la muralla saliente con tal fuerza que la caverna se estremeció. El nivel del agua casi alcanzó el de la terraza de la caverna. Ayla estaba preocupada por Whinney. Ella podía trepar a la estepa si era necesario, pero se trataba de un ascenso demasiado empinado para la yegua, especialmente con un embarazo tan avanzado. La joven pasó varios días llena de ansiedad observando cómo el río desbordado subía más de día en día al dar contra la muralla, y retrocedía para formar torbellinos al estrellarse contra la otra orilla. Río abajo, la mitad del valle se encontraba bajo las aguas, y la maleza a lo largo de la margen habitual del río estaba totalmente inundada.

Durante los peores momentos de la inundación turbulenta, Ayla despertó sobresaltada, en medio de la noche, a causa de un crujido apagado, como un trueno, debajo de ella. Se quedó petrificada; no supo cuál había sido la causa hasta que el nivel de las aguas descendió. El choque de un bloque enorme de roca contra la muralla había producido oleadas a través de la piedra de la caverna. Un trozo de la barrera rocosa se había roto bajo el impacto, y una voluminosa sección de la muralla yacía en medio del río.

Obligado a buscar un nuevo camino para rodear el obstáculo, el río cambió su curso. La rotura de la pared constituyó un desvío conveniente, pero la playa quedó más angosta. Una parte importante de la acumulación de huesos, madera flotante y guijarros de la playa, había sido barrida. El propio bloque, que parecía de la misma clase de roca que el cañón, se había alojado en las inmediaciones de la muralla.

Sin embargo, a pesar de la redistribución de las rocas y el desarraigo de árboles y arbustos, sólo los más débiles habían sucumbido. La mayor parte de la maleza perenne verdeó, apoyada en sus raíces bien asentadas, y nuevas plantas llenaron cada una de las grietas vacantes. La vegetación cubrió rápidamente las recientes cicatrices de roca y suelo, dándoles la ilusión de permanencia. Pronto pareció como si el paisaje cambiado hubiera sido siempre el mismo.

Ayla se adaptó a los cambios. Encontró sustituto para cada bloque de piedra o trozo de madera empleados para fines determinados. Pero el acontecimiento dejó su marca en ella; su caverna y el valle dejaron de parecerle seguros. Cada primavera pasaba por un período de indecisión; porque si iba a dejar el valle y dedicarse a la búsqueda de los Otros, tendría que ser en primavera. Necesitaba disponer del tiempo necesario para el viaje, y para encontrar otro lugar donde poder establecerse para el invierno si no encontraba a nadie.

Aquella primavera la decisión resultaba más difícil que nunca. Después de su enfermedad, tenía miedo de verse atrapada a mediados de otoño o a principios de invierno, pero su caverna no le parecía ya tan segura como antes. Su enfermedad no sólo había afinado sus percepciones en cuanto al peligro de vivir sola, sino que le había hecho parar mientes en su falta de compañía humana. Incluso después de que sus amigos animales hubiesen vuelto, no habían llenado el vacío de la misma forma. Eran cálidos y sensibles, pero no podía comunicarse con ellos en términos simples. No podía compartir ideas ni relatar una experiencia; no podía narrar un cuento ni expresar asombro ante un nuevo descubrimiento ni recibir como respuesta una mirada de reconocimiento. No tenía a quien confiar sus temores ni quien la consolara de sus penas, pero ¿cuánto de su independencia y libertad estaría dispuesta a perder a cambio de seguridad y compañía?

No se había percatado del todo de lo encerrada que había vivido hasta que probó la libertad. Le gustaba tomar sus propias decisiones, y no sabía nada de la gente de quien había nacido, nada de su existencia anterior a la época en que el Clan la había adoptado. No sabía cuánto exigirían los Otros; sólo sabía que a ciertas cosas no estaba dispuesta a renunciar. Whinney era una de ellas. No iba a renunciar de nuevo a la yegua; tampoco sabía si estaría dispuesta a renunciar a la caza, pero ¿y si no la dejaban reír?

Había una pregunta más importante: aunque trataba de no reconocerlo, hacía que todas las demás fueran insignificantes. ¿Y si encontraba a algunos de los Otros y no la aceptaban? Cabía en lo posible que un clan de Otros no quisiera admitir a una mujer que insistía en tener una yegua por compañera, o que se empeñaba en cazar o reír, pero ¿y si la rechazaban aunque estuviera dispuesta a ceder en todo? Mientras no los encontrase podía conservar las esperanzas. Pero ¿y si tuviera que pasarse la vida entera sin nadie más?

Estos pensamientos acosaban su mente desde el instante en que las nieves comenzaron a fundirse, y se sintió aliviada al ver que las circunstancias aplazaban el tener que tomar una decisión. No se llevaría a Whinney del valle familiar antes del parto. Sabía que las yeguas solían parir en primavera. La curandera que había en ella, la que había ayudado en suficientes alumbramientos humanos para saber que podría producirse en cualquier momento, vigilaba atentamente a la yegua. No intentó salir de caza, pero a menudo cabalgaba a modo de ejercicio.

—Thonolan, creo que hemos perdido el camino del Campamento Mamutoi. Me parece que estamos demasiado al este —dijo Jondalar. Iban siguiendo la pista de una manada de ciervos gigantes para reponer las provisiones, que se estaban acabando.

—Yo no… ¡Mira! —De repente se habían encontrado con un macho de astas palmeadas, que medía tres metros y medio. Thonolan señaló al inquieto animal, preguntándose si sentiría el peligro. Jondalar esperaba oír un bramido de alarma cuando, antes de que el macho pudiera avisar, una cierva se apartó y echó a correr directamente hacia ellos. Thonolan arrojó la lanza con punta de pedernal a la manera que habían aprendido de los Mamutoi, de modo que la hoja ancha y plana se deslizaba entre las costillas; su puntería fue buena, la cierva se desplomó casi a sus pies.

Pero antes de que pudiera ir en busca de su presa, descubrieron el porqué de la inquietud del macho y la causa de que la cierva se hubiera poco menos que precipitado hacia la lanza: puestos en guardia, observaron a una leona cavernaria que se aproximaba a ellos a grandes saltos. La depredadora pareció confusa al ver caída a la cierva, pero fue sólo un instante; no estaba acostumbrada a que sus presas cayeran muertas antes del ataque; pero no vaciló: olfateando para asegurarse de que la cierva estaba bien muerta, la leona aferró sólidamente el pescuezo entre los dientes y, arrastrando la cierva entre sus patas delanteras, bajo su cuerpo, se la llevó.

Thonolan estaba indignado.

—Esa leona nos ha robado nuestra presa.

—Esa leona estaba acechando a los ciervos, y si cree que es su presa, no voy a discutir con ella.

—Pues yo sí.

—No seas ridículo —rezongó Jondalar—. No vas a arrebatarle una cierva a una leona cavernaria.

—No se la voy a dejar sin haberlo intentado.

—Déjasela, Thonolan. Podemos encontrar más ciervos —dijo Jondalar siguiendo a su hermano, que había echado a correr detrás de la leona.

—Sólo quiero ver adónde se la lleva. No creo que sea una leona de familia…, las demás estarían ya a estas horas dando buena cuenta de la cierva. Creo que es nómada y que se la lleva para esconderla de los otros leones. Podemos ver adónde se la lleva. La soltará en cualquier momento, y entonces podremos conseguir algo de carne fresca.

—No quiero carne fresca de la presa de un león cavernario.

—No es su presa, es la mía. Esa cierva tiene todavía mi lanza en su cuerpo.

De nada servía discutir. Siguieron a la leona hasta un cañón ciego, cubierto de piedras caídas de las murallas. Esperaron, observando, y como Thonolan lo había previsto, la leona se fue poco después. Él echó a andar hacia el cañón.

—¡Thonolan, no te metas ahí! No sabes cuándo regresará esa leona.

—Sólo quiero recuperar mi lanza, y coger quizá un poco de carne —Thonolan echó a andar por el borde y bajó entre piedras sueltas hasta el cañón. Jondalar le siguió de mala gana.

Ayla se había familiarizado tanto con el territorio al este del valle, que llegó a aburrirse, sobre todo desde que no cazaba. Los días habían sido grises y lluviosos, de modo que cuando un cálido sol expulsó las nubes matutinas y ella estaba preparada para cabalgar, no pudo soportar la idea de volver a recorrer el mismo terreno.

Después de sujetar las canastas de viaje y los palos de la angarilla, condujo a la yegua por el empinado sendero y rodearon la muralla más corta. Decidió seguir valle abajo en vez de pasar a la estepa. Al final, allí donde el río tomaba la dirección sur, divisó la pendiente empinada y pedregosa que había escalado anteriormente para mirar hacia el oeste, pero pensó que las patas de la yegua no pisaban con seguridad. Eso la incitó, sin embargo, a cabalgar más allá para ver si encontraba una salida más asequible hacia el oeste. Mientras seguía el camino hacia el sur, buscaba con curiosidad anhelante: se encontraba en un nuevo territorio y se preguntaba por qué no lo habría visitado hasta entonces. La alta muralla descendía en una pendiente más suave. Al ver un cruce más fácil, hizo girar a Whinney y se metió por allí.

El paisaje era del mismo estilo de pradera abierta. Sólo los detalles resultaban diferentes, pero eso lo hacía más interesante. Cabalgó hasta encontrarse en una zona algo más quebrada, con cañones abruptos y mesetas recortadas. Había llegado más lejos de lo que pensaba, y al acercarse a un cañón, pensó en dar media vuelta. Entonces oyó algo que le heló la sangre en las venas e hizo que su corazón palpitara con fuerza: el rugido atronador de un león cavernario… y un alarido humano.

Ayla se detuvo, oyendo cómo le golpeaba la sangre en los oídos. Hacía mucho tiempo que no escuchaba un sonido humano, pero sabía que era humano y algo más. Sabía que quien acababa de lanzarlo era alguien de su misma especie. Se quedó tan estupefacta que no podía pensar. El alarido la atraía…, era una llamada, una petición de ayuda. Pero no podía enfrentarse a un león cavernario… ni exponer a Whinney.

La yegua sintió su angustia y se volvió hacia el cañón aunque la señal que había hecho Ayla con su cuerpo había sido mínima. Ayla se acercó lentamente al cañón, desmontó y miró. Era ciego, sólo había una muralla pedregosa al fondo. Oyó el gruñido del león cavernario y vio su melena rojiza. Entonces comprendió la causa por la que Whinney no se había mostrado nerviosa.

—¡Es Bebé! ¡Whinney, es Bebé!

Corrió cañón adentro, olvidándose de que pudiera haber otros leones cavernarios y sin considerar que Bebé había dejado de ser su joven compañero para convertirse en un león adulto. Era Bebé… y sólo eso importaba. No temía a su león cavernario. Trepó por unas rocas dentadas para acercarse a él. Bebé se volvió enseñándole los dientes y gruñendo.

—¡Ya, Bebé! —le ordenó con señal y sonido. Él se detuvo sólo un instante, pero para entonces ya estaba ella a su lado empujándole para poder ver su presa. La mujer era demasiado familiar y su actitud demasiado segura para que él se resistiera. Se apartó como lo había hecho siempre que se acercaba a él y su presa, porque quería quedarse con la piel o con un trozo de carne para comer ella. Y Bebé no tenía hambre. Se había alimentado con el ciervo gigante que le proporcionó su leona. Sólo había atacado en defensa de su territorio… y después vaciló. Los humanos no eran presa suya; el olor que despedían se parecía demasiado al de la mujer que le había criado, un olor que era a la vez de madre y de compañera de caza.

Ayla vio que eran dos. Se arrodilló para examinarlos. Su preocupación principal era de curandera, pero sentía asombro y curiosidad al mismo tiempo. Sabía que eran hombres, aunque eran los primeros hombres que veía de los Otros. No había podido imaginar un hombre, pero tan pronto como vio a aquellos dos, comprendió por qué Oda había dicho que los hombres de los Otros se parecían a ella.

Supo inmediatamente que no había nada que hacer con el hombre de cabello negro. Estaba tendido en posición antinatural, con el cuello roto; las señales de dientes en su garganta lo explicaban. Aunque jamás le había visto antes, su muerte la entristeció. Los ojos se le llenaron de lágrimas de pesar; sentía haber perdido algo valioso antes de haber tenido la oportunidad de apreciarlo. Estaba desolada porque la primera vez que veía a uno de los suyos estaba muerto.

Habría querido reconocer su condición humana, honrarla con una sepultura, pero al ver de cerca al otro hombre, comprendió que sería imposible. El hombre de cabello amarillo seguía respirando, pero la vida se le escapaba a borbotones por un corte que tenía en la pierna. Su única esperanza residía en llevárselo a la caverna cuanto antes para poder curarle. No había tiempo para un entierro.

Bebé olfateó al hombre de cabello oscuro, mientras ella se esforzaba por cortar la hemorragia de la pierna del otro hombre con un torniquete improvisado con su honda y una piedra para hacer presión. Apartó al león del cadáver. «Sé que está muerto, Bebé, pero no es para ti», pensó. El león cavernario saltó desde el saliente y fue a asegurarse de que su ciervo seguía en la hendidura de la roca donde lo había dejado. Unos gruñidos familiares indicaron a Ayla que se disponía a comer.

Cuando la hemorragia se convirtió en un goteo, Ayla silbó para que se acercara Whinney y se puso a preparar la angarilla. Ahora Whinney estaba más nerviosa y Ayla recordó que Bebé tenía compañera. Acarició y abrazó a la yegua para tranquilizarla. Examinó la estera sólida entre los dos palos y decidió que sostendría al hombre de cabello amarillo, pero no sabía qué hacer con el otro. No quería dejárselo a los leones.

Cuando volvió a trepar, vio que la piedra suelta del cañón ciego parecía inestable; muchas piedras habían caído amontonándose tras un bloque que tampoco parecía muy estable. De repente recordó el entierro de Iza. La vieja curandera había sido tendida en una depresión poco profunda del suelo de la caverna; acto seguido se depositaron encima de ella montones de piedras y bloques enteros; eso le dio una idea. Arrastró el cadáver hasta la parte de atrás del cañón ciego, cerca de donde estaban los deslizamientos de piedras sueltas.

Bebé regresó para ver lo que estaba haciendo, con el hocico ensangrentado por la carne de ciervo. La siguió hasta el otro hombre y le olfateó mientras Ayla le arrastraba; allá abajo esperaba la yegua, inquieta con la angarilla.

—Ahora quítate del camino, Bebé.

Al tratar de llevarse al hombre hasta la angarilla, los ojos de éste parpadearon, y se quejó; después cerró de nuevo los ojos; Ayla prefería que estuviera inconsciente porque era pesado, y los esfuerzos para llevárselo tendrían que resultarle dolorosos. Cuando por fin lo tuvo envuelto y bien sujeto en la angarilla, volvió al saliente de piedra con una larga y fuerte lanza, y pasó por detrás. Miró al muerto y lamentó su muerte. Entonces apoyó la lanza contra la roca, y con los movimientos silenciosos y formales del Clan, se dirigió al mundo de los espíritus.

Había observado a Creb, el viejo Mog-ur, cuando enviaba el espíritu de Iza al otro mundo, con sus elocuentes movimientos fluidos. Había repetido esos mismos movimientos al encontrar el cadáver de Creb en la caverna después del terremoto, si bien nunca había sabido con exactitud todo el significado de los ademanes sagrados. Eso no importaba…, sabía cuál era la intención. Los recuerdos acudieron en tropel a su mente y los ojos se le llenaron de lágrimas durante el bello y silencioso ritual por el extraño desconocido, y lo encaminó hacia el mundo de los espíritus.

Entonces, utilizando la lanza como una palanca, igual que lo habría hecho con un palo para darle la vuelta a un tronco o arrancar una raíz, aflojó la enorme roca y brincó hacia atrás mientras una cascada de piedras sueltas cubría el cadáver.

Antes de que se hubiera asentado el polvo, ya había sacado a Whinney del cañón. Ayla volvió a montar y comenzó el largo viaje de regreso a la caverna. Se detuvo unas cuantas veces para atender al hombre, y en una ocasión para arrancar raíces frescas de consuelda, aunque estaba indecisa entre el deseo de correr para poder atenderle y no abusar de las fuerzas de Whinney. Respiró más tranquila cuando tuvo al hombre al otro lado del río, más allá del recodo, y cuando vio la muralla saliente desde lejos. Pero sólo cuando se detuvo para cambiar la posición de los palos de la angarilla, justo antes de subir el angosto sendero, se permitió creer que había llegado a la cueva con el hombre vivo aún.

Llevó a Whinney hasta la caverna con la angarilla, después preparó un fuego para calentar agua antes de desatar al hombre inconsciente y llevarle como pudo hasta su lecho. Quitó los arreos de la yegua, la abrazó con gratitud, y se puso a examinar sus hierbas medicinales para coger las que necesitaba. Antes de iniciar los preparativos, respiró hondo y tocó su amuleto.

No podía aclarar aún sus pensamientos lo suficiente como para dirigir a su tótem una petición particular —estaba demasiado llena de inexplicable ansiedad y desesperanzas confusas—, pero necesitaba ayuda. Quería conseguir que la fuerza de su poderoso tótem apoyara sus esfuerzos para curar a aquel hombre. Tenía que salvarle. No estaba muy segura de por qué, pero nada había sido nunca tan importante para ella. Costara lo que costara, aquel hombre no debía morir.

Echó más leña y comprobó la temperatura del agua en la olla de cuero que estaba colgada justo encima del fuego. Cuando vio que salía vapor, agregó unos pétalos de caléndula. Sólo entonces se volvió hacia el hombre inconsciente. Por los arañazos del cuero que llevaba puesto, comprendió que tendría otros rasguños además de la herida de su muslo derecho. Tendría que quitarle la ropa, pero él no llevaba como ella un manto atado con correas.

Al mirar de cerca para saber cómo podría desnudarle, vio que cuero y piel habían sido cortados, dándole forma, en piezas unidas después mediante cuerdas para envolver sus brazos, piernas y cuerpo. Examinó atentamente las uniones. Le había cortado el pantalón para cuidarle la pierna, y decidió que aquél era el sistema conveniente. Se sorprendió aún más cuando, después de cortar la prenda exterior, encontró otra distinta de toda indumentaria conocida por ella. Trozos de concha, hueso, dientes de animal y plumas de ave de colores habían sido fijados con cierto orden. Se preguntó si sería una especie de amuleto. No le seducía tener que cortarla, pero no había otra manera de quitársela. Lo hizo con mucho esmero, tratando de seguir el diseño para no estropearlo demasiado.

Bajo la prenda adornada había otra que cubría la parte inferior del cuerpo. Envolvía por separado cada una de las piernas y estaba unida por una cuerda, después se juntaba y se ataba alrededor de la cintura como una bolsa, recubriéndolo por delante. Cortó también ésta, y de paso vio que, definitivamente, era un varón. Quitó el torniquete y retiró suavemente el cuero tieso y empapado en sangre de la pierna herida. En el camino de regreso había aflojado varias veces el torniquete, aplicando presión con la mano para controlar la hemorragia y permitir la circulación en la pierna. El uso de un torniquete podía significar la pérdida del miembro si no se conocían y aplicaban las medidas pertinentes.

Se detuvo de nuevo al llegar al calzado, que también tenía la forma del pie y estaba unido de manera conveniente; entonces cortó las correas que lo sujetaban y le descalzó. La herida de la pierna había vuelto a gotear, pero no con violencia, y Ayla examinó al hombre con detenimiento para comprobar la gravedad de sus heridas. Las demás laceraciones eran superficiales, pero existía el peligro de infección. Los cortes propinados por las garras de león tenían una maligna tendencia a enconarse; incluso los pequeños arañazos que le había inferido a ella Bebé solían hacerlo. Pero la infección no la preocupaba de momento; la pierna, sí. Y casi pasó por alto otra herida, un bulto enorme a un lado de la cabeza, probablemente causado por la caída cuando fue atacado. Ignoraba si sería grave, pero no podía perder tiempo investigando. La sangre estaba chorreando de nuevo por la herida.

Aplicó presión a la ingle mientras lavaba la herida con la piel curtida de un conejo, estirada y rascada hasta dejarla suave y absorbente, mojada en una infusión de pétalos de caléndula. El líquido era astringente a la vez que antiséptico, y lo utilizaría después para limpiar también la sangre que brotaba de heridas más leves. Limpió con mucho cuidado, por dentro y por fuera, empapando la herida con el líquido. Bajo el profundo corte exterior, una parte del músculo del muslo estaba desgarrada. Ayla lo espolvoreó generosamente con raíz molida de geranio y comprobó inmediatamente el efecto coagulante.

Sosteniendo con una mano el punto de presión, Ayla metió raíz de consuelda en el agua para enjuagarla. Después la masticó hasta reducirla a pulpa y la escupió en la solución caliente de pétalos de caléndula para utilizarla como cataplasma húmeda directamente sobre la herida abierta. Mantuvo la herida cerrada y colocó en su sitio el músculo desgarrado, pero en cuanto quitó las manos, la herida se abrió otra vez y el músculo se separó.

Volvió a sujetarlo, pero se separaba tan pronto como quitaba la mano. No creía que vendarlo fuerte sirviese para mantener el músculo en su sitio, y no quería que la pierna del hombre sanara incorrectamente y le provocase una debilidad permanente. «Si pudiera quedarse inmovilizado mientras cicatriza la herida», pensó, sintiéndose inútil y deseando tener a Iza consigo. Estaba segura de que la vieja curandera habría sabido lo que tenía que hacer, aunque Ayla no podía recordar ningún tipo de instrucciones respecto a cómo tratar un caso como aquél.

Entonces recordó algo más, algo que Iza le había dicho de sí misma al preguntarle Ayla cómo convertirse en una curandera del linaje de Iza. «Yo no soy tu verdadera hija», le había dicho. «Yo no tengo tu memoria. No sé realmente qué es tu memoria».

Iza le había explicado entonces que su linaje tenía la posición más elevada porque ellos eran los mejores; cada madre había transmitido a su hija lo que sabía y había aprendido, y ella había sido adiestrada por Iza. Ésta le había transmitido todos los conocimientos que pudo, tal vez no todo lo que sabía, pero sí lo suficiente, porque Ayla tenía algo más. Un don, dijo Iza. «Niña, tú no tienes la memoria, pero posees un modo de pensar, un modo de comprender… y un modo de saber cómo ayudar».

«Si se me ocurriera una forma de ayudar ahora a este hombre», pensó Ayla. Entonces se fijó en el montón de ropa que había cortado del cuerpo del herido y, de pronto, se le ocurrió una solución. Soltó la pierna y recogió la prenda de la parte inferior del cuerpo. Se habían cortado piezas que fueron unidas después con cuerda fina, una cuerda hecha de fibra. Examinó de qué manera estaban unidas, separándolas: la cuerda pasaba por un orificio que había en uno de los lados y por otro orificio en el lado opuesto, y se juntaban.

Ella había hecho algo parecido para dar forma a platos de corteza de abedul, abriendo agujeros y atando los extremos con un nudo. ¿No podría hacer algo parecido para cerrar la pierna del hombre? ¿Para sujetar el músculo hasta que la herida cicatrizara?

Se levantó rápidamente y regresó con lo que parecía ser un palito oscuro. Era una sección larga de tendón de ciervo, seco y duro. Con una piedra redonda y pulida, Ayla golpeó el tendón seco, partiéndolo en largas hebras de fibras blancas de colágeno. Lo deshebró y escogió una fina hebra del fuerte tejido conjuntivo y la sumergió en el líquido de caléndula. Al igual que el cuero, el tendón era flexible una vez húmedo, y si no era tratado, se endurecía al secarse. Cuando tuvo preparadas varias hebras, miró atentamente sus cuchillos y taladros tratando de encontrar los utensilios más apropiados para abrir orificios pequeños en la carne del hombre. Entonces recordó el manojo de astillas que había sacado del árbol partido por el rayo. Iza había utilizado astillas como aquéllas para abrir ampollas y tumefacciones que tenían que vaciarse. Servirían para sus fines.

Lavó la sangre que seguía saliendo, pero no sabía muy bien por dónde empezar. Cuando hizo un agujero con una de las astillas, el hombre se movió, quejándose. Iba a tener que hacerlo muy aprisa. Atravesó con el tendón duro el orificio abierto con la astilla, luego el orificio opuesto y unió ambas partes cuidadosamente antes de hacer un nudo.

Decidió no hacer demasiados nudos, puesto que no estaba muy segura de cómo podría soltarlos más adelante. Hizo cuatro nudos a lo largo de la herida, y dos más para mantener unida la parte del muslo desgarrado. Cuando terminó, sonrió ante los nudos de fibra que sostenían unida la carne y el músculo; pero la idea había funcionado. La herida ya no estaba abierta y el músculo se mantenía en su lugar. Si la herida sanaba limpiamente, sin infección, podría hacer buen uso de su pierna. Por lo menos, habían aumentado las probabilidades de que fuera así.

Hizo una cataplasma con la raíz de consuelda y envolvió la pierna en piel suave. A continuación lavó cuidadosamente los demás arañazos, sobre todo en el hombro derecho y en la correspondiente parte del tórax. El bulto de la cabeza la tenía preocupada, pero la piel no estaba rota, sólo hinchada. Con agua dulce hizo una infusión de flores de árnica y puso una compresa sobre la hinchazón, atándola con una correa delgada.

Sólo entonces se sentó sobre los talones. Cuando despertara, le podría administrar medicamentos, pero, por el momento, había atendido lo más necesario. Estiró una arruga minúscula de los vendajes de la pierna y entonces, por vez primera, Ayla le miró realmente.

No era tan robusto como los hombres del Clan, pero sí musculoso, y tenía las piernas increíblemente largas. El vello dorado que cubría de rizos su pecho se convertía en un halo aterciopelado en sus brazos. Tenía el cutis pálido. El vello de su cuerpo era más claro y fino que el de los hombres que ella había conocido; era más alto y más esbelto, pero no muy diferente. Su virilidad flácida reposaba sobre rizos suaves y dorados. Tendió la mano para comprobar la textura, pero la retiró. Vio que tenía una cicatriz reciente y no totalmente desaparecida en las costillas. Sin duda hacía poco que se había restablecido de una herida anterior.

¿Quién le habría atendido? ¿Y de dónde vendría?

Se acercó más para verle el rostro. Era plano en comparación con los rostros de los hombres del Clan. Su boca, en calma, era de labios gruesos, pero sus mandíbulas no sobresalían tanto. Tenía una barbilla fuerte, con un hoyo. Ella tocó el suyo y recordó que también su hijo lo tenía, pero ningún otro miembro del Clan. La forma de la nariz de aquel hombre no era muy diferente de las narices del Clan: de caballete alto, angosto; pero era más pequeña. Sus ojos cerrados estaban muy separados y parecían saltones; entonces se dio cuenta de que no tenía las cejas tan salientes. Su frente, surcada por ligeras arrugas de preocupación, era recta y alta. Para ella, acostumbrada a ver sólo gente del Clan, la frente era protuberante. Puso la mano en la frente de él y después palpó la suya: eran iguales. Desde luego tuvo que parecerles una criatura muy rara a los del Clan.

Tenía el cabello largo y lacio; en parte estaba sujeto en la nuca por una correa, pero, en conjunto, constituía una masa enmarañada… y amarilla. Era como el de ella, pero más claro. En cierto modo, familiar. Entonces, sobresaltada al reconocerlo, recordó: ¡su sueño! Su sueño sobre el hombre de los Otros. No podía verle el rostro, ¡pero tenía el cabello amarillo!

Tapó al hombre y acto seguido se dirigió rápidamente hacia fuera, a la terraza, quedándose sorprendida al ver que aún era de día; según el sol, el principio de la tarde. Habían ocurrido tantas cosas y había gastado tanta energía mental, física y emocional, y con tal intensidad, que parecía que debiera ser mucho más tarde. Trató de poner en orden sus pensamientos, pero éstos se entremezclaban en una confusión total.

¿Por qué habría decidido cabalgar ese día hacia el oeste? ¿Por qué tuvo que encontrarse allí precisamente cuando él gritó? Y entre todos los leones cavernarios de la estepa, ¿por qué fue precisamente a Bebé a quien encontró en el cañón? Sin duda su tótem la condujo hasta aquel sitio. ¿Y su sueño con el hombre de cabello amarillo? ¿Sería éste el hombre? ¿Por qué fue llevado hasta allí? No estaba segura de la importancia que llegaría a tener en su vida, pero sabía que ya nunca sería lo mismo. Había visto el rostro de los Otros.

Se dio cuenta de que Whinney le tocaba la mano con el hocico y se volvió. La yegua puso la cabeza sobre el hombro de la mujer, y Ayla tendió los brazos, rodeó con ellos el cuello de Whinney y después apoyó su cabeza. Allí se quedó, pegada al animal, como si quisiera aferrarse a su modo de vida familiar y cómoda, algo temerosa respecto al futuro. Entonces acarició a la yegua, dándole golpecitos, y notó el movimiento de la cría que llevaba dentro.

—Ya no falta mucho, Whinney. Me alegro de que me hayas ayudado a traerle; sola no me habría sido posible.

«Será mejor que vuelva a ver si está bien», pensó, nerviosa de que pudiera ocurrirle algo si lo dejaba solo un instante. No había cambiado de postura, pero se quedó a su lado, observando cómo respiraba, incapaz de apartar de él la mirada. Entonces, se fijó en una anomalía: no tenía barba. Todos los hombres del Clan tenían barba, barba morena y tupida. ¿Los hombres de los Otros no tendrían barba?

Le tocó la mandíbula y sintió el rastrojo: tenía algo de barba, ¡pero tan corta! Movió la cabeza, perpleja; parecía muy joven. Aunque era alto y musculoso, de repente pareció más un muchacho que un hombre.

El hombre volvió la cabeza, gimió y murmuró algo. Sus palabras eran incomprensibles, pero había en ellas cierta cualidad que le hizo sentir que debería comprender. Le puso la mano en la frente y en la mejilla y sintió que subía el calor de la fiebre. «Será mejor que trate de darle algo de corteza de sauce», pensó, volviendo a levantarse.

Miró entre su provisión de hierbas medicinales en busca de la corteza de sauce. Nunca se había parado a pensar por qué mantenía toda una farmacopea, siendo así que no tenía que cuidar a nadie más que a sí misma; sólo lo había hecho por costumbre. Ahora se alegraba. Había muchas plantas que no encontró en el valle ni en la estepa y que abundaban, en cambio, alrededor de la caverna, pero con lo que tenía bastaba, y además estaba agregando algunas que eran desconocidas más al sur. Iza le había enseñado a probar la vegetación desconocida consigo misma, para alimento y medicina, pero todavía no estaba del todo satisfecha con las novedades, en todo caso no lo suficiente para probarlas con el hombre.

Además de la corteza de sauce, cogió una planta cuyos usos conocía. El tallo peludo, en vez de tener hojas, parecía salir del centro de anchas hojas de dos puntas. Cuando la cogió vio racimos de flores blancas que ahora tenían un color marrón apagado. Era tan parecida a la agrimonia, que creyó sería una variedad de esa planta, a la que las otras curanderas de la Reunión del Clan habían llamado eupatorio y que empleaban para los huesos. Ayla la utilizaba para bajar la calentura, pero había que cocerla hasta que formara un jarabe espeso, y eso llevaba tiempo. Producía mucha transpiración, pero era fuerte y ella no quería dársela al hombre —debilitado por la hemorragia—, salvo que no le quedara otro remedio. Sin embargo, más valía estar prevenida.

Se acordó de las hojas de alfalfa; las hojas frescas maceradas en agua caliente ayudaban a la coagulación; prepararía un buen caldo de carne para darle fuerzas. La curandera que había en ella estaba pensando de nuevo, haciéndole olvidar la confusión que la embargaba hacía rato. Desde el principio se había aferrado a un solo pensamiento que estaba fortaleciéndose cada vez más: «Este hombre debe vivir».

Consiguió hacerle tomar un poco de infusión de corteza de sauce, sosteniéndole la cabeza en su regazo. Él parpadeó y murmuró algo, pero sin recobrar el conocimiento. Sus arañazos y heridas se habían puesto calientes y encarnados, y la pierna se hinchaba por momentos. Ayla cambió la cataplasma y preparó otra compresa para la herida de la cabeza. Ésta, por lo menos, estaba deshinchándose. A medida que avanzaba la tarde aumentaba su preocupación; le habría gustado que Creb estuviera allí para conjurar a los espíritus y ayudarla, como solía hacer para Iza.

Para cuando oscureció, el hombre se estaba revolviendo y se agitaba, llamando. Había una palabra que repetía una y otra vez, mezclada con sonidos que encerraban la urgencia de un aviso. Pensó que podría ser un nombre, tal vez el nombre de su compañero. Con un hueso de costilla que había tallado en hueco para hacer una depresión, le dio la concentración de agrimonia en pequeñas dosis a eso de medianoche. Mientras luchaba contra el sabor amargo, abrió los ojos, pero sin que sus oscuras profundidades revelaran que reconocía algo. Fue más fácil administrarle después una infusión de datura…, era como si quisiese limpiarse la boca del otro sabor amargo. Ayla se alegró de haber encontrado cerca del valle la datura que aliviaba el dolor y fomentaba el sueño.

Pasó toda la noche en vela, esperando que remitiera la fiebre, pero casi amanecía cuando llegó al máximo. Después de lavar el cuerpo empapado en sudor con agua fresca y cambiarle vendas y ropa de cama, vio que el hombre dormía más tranquilo. Entonces se quedó adormecida, tendida en unas pieles junto a él.

De repente se encontró mirando la brillante luz del sol que penetraba por la abertura de la cueva, preguntándose por qué estaría totalmente despierta. Rodó sobre sí misma, vio al hombre y todo lo sucedido el día anterior volvió a su memoria. El hombre parecía calmado y dormía con normalidad. Ayla se quedó quieta, escuchando, y entonces oyó la fuerte respiración de Whinney. Se levantó rápidamente y acudió al otro lado de la caverna.

—Whinney —le dijo, muy excitada—, ¿ha llegado el momento?

La yegua no tuvo que contestar. Ayla había ayudado anteriormente a traer niños al mundo, había dado a luz, pero resultaba una experiencia nueva ayudar a la yegua. Whinney sabía lo que había que hacer, pero pareció agradecer la presencia consoladora de Ayla. Sólo hacia el final, con el potro a medio nacer, Ayla ayudó a sacarlo del todo. Sonrió complacida al ver que Whinney empezaba a lamer el pelaje sedoso y moreno de su recién nacido.

—Es la primera vez que veo a una yegua dando a luz con ayuda de partera —dijo Jondalar.

Ayla se volvió rápida al oírle y miró al hombre que, apoyado en el codo, la observaba.