20

Ayla se quedó mirando al hombre. No podía remediarlo, aunque sabía que era incorrecto. Una cosa era observarle mientras estaba inconsciente, pero contemplarle cuando estaba totalmente despierto era algo completamente diferente. ¡Tenía los ojos azules!

Sabía que ella también tenía los ojos azules; era una de las diferencias que le habían recordado con mucha frecuencia, y los había visto reflejados en el agua de la poza. Los ojos de la gente del Clan eran oscuros. Nunca había visto a nadie con los ojos azules, sobre todo de un azul tan vivo que casi no podía creer que fuera real.

Se sentía prisionera de esos ojos azules, incapaz de moverse, hasta que se dio cuenta de que estaba temblando. Entonces comprendió que había estado mirando al hombre a los ojos, y sintió que la sangre se le subía a la cara al apartar la mirada, llena de vergüenza. No sólo era descortés mirar con fijeza, sino que se suponía que una mujer nunca debía mirar directamente a un hombre, peor aún, a un extraño.

Ayla bajó la mirada al suelo, luchando por recobrar la compostura. «¿Qué estará pensando de mí?». Pero hacía tanto tiempo que no había tenido cerca a persona alguna, y además era la primera vez que recordaba haber visto a uno de los Otros. Quería mirarle. Quería llenarse los ojos, beberse la visión de otro ser humano, y de un ser humano tan insólito. Pero también era importante que él tuviera buena opinión de ella. No quería empezar mal debido a sus acciones inconvenientes provocadas por la curiosidad.

—Lo siento. No quería avergonzarte —dijo, preguntándose si la habría ofendido o si sólo era tímida. Cuando vio que ella no contestaba nada, sonrió levemente y comprendió que había hablado en Zelandonii. Pasó al Mamutoi y, al ver que no lo entendía, al Sharamudoi.

Ella le había estado observando con miradas furtivas, como hacían las mujeres que esperaban la señal del hombre para acercarse. Mas él no hacía gestos, por lo menos ninguno que ella pudiera entender. Sólo decía palabras. Pero ninguna de las palabras se parecían a los sonidos que hacían los del Clan. Se trataba de sílabas guturales y claras; fluían juntas. Ni siquiera podía darse cuenta de dónde terminaba una y comenzaba la otra. La voz tenía un tono agradable, profundo y sonoro. En cierto nivel fundamental, Ayla comprendía que debería entenderlo, pero no lo entendía.

Siguió esperando una señal de él, hasta que la espera se hizo embarazosa. Entonces recordó, de sus primeros tiempos con el Clan, que Creb había tenido que enseñarle a hablar convenientemente. Le había dicho que sólo ella sabía producir sonidos, y se había preguntado si los Otros sólo se comunicarían de ese modo. Tal vez lo que ocurría era que aquel hombre no sabía hacer señas. Finalmente, cuando comprendió que no las haría, pensó que debería encontrar otra manera de comunicarse con él, aun cuando sólo fuera para asegurarse de que tomase la medicina que le tenía preparada.

Jondalar no sabía qué hacer. Nada de lo que decía despertaba en ella la menor respuesta. Se preguntó si estaría sorda, pero recordó lo rápidamente que se había vuelto a mirarle la primera vez que habló. «¡Qué mujer tan extraña!», pensó, sintiéndose incómodo. «Me pregunto dónde estará su gente». Echó una mirada por la cueva, vio la yegua color del heno y su potro bayo y le llamó la atención otro detalle: «¿Qué estaría haciendo una yegua en la caverna? ¿Y cómo permitía que una mujer la ayudara a dar a luz?». Nunca había visto parir a una yegua, ni siquiera en la planicie. ¿Tendría esa mujer alguna clase de poderes especiales?

Todo aquello comenzaba a tener la calidad irreal de un sueño, pero no le parecía estar dormido. «Tal vez sea peor. Quizá sea una donii que ha venido por ti, Jondalar», pensó, estremeciéndose, nada seguro de que se tratara de un espíritu benévolo…, si es que era un espíritu. Se sintió más tranquilo al ver que se movía, aunque vacilando un poco, dirigiéndose al fuego.

Sus modales eran inseguros. Se movía como si no quisiera que él la viese; le recordaba… algo. También llevaba una ropa rara. No parecía más que una pieza de cuero envolviéndole el cuerpo y sujeta con una correa. ¿Dónde había visto algo así? No podía recordarlo.

Había hecho algo interesante con sus cabellos. Los llevaba separados en secciones regulares por toda la cabeza, y trenzados. Había visto trenzas de cabello anteriormente, aunque nunca en un estilo como el de ella. No carecía de atractivos, pero era poco común. La primera vez que la miró la encontró guapa. Parecía joven —había inocencia en sus ojos—, pero, por lo que podía vislumbrar a través de un manto tan informe, tenía cuerpo de mujer madura. Parecía evitar su mirada interrogante. «¿Por qué?», se preguntaba. Comenzaba a estar intrigado…, aquella mujer resultaba un extraño enigma.

No se dio cuenta del hambre que tenía hasta que olió el rico caldo que le llevaba. Intentó sentarse y el dolor agudo de su pierna derecha le hizo comprender que tenía más heridas; le dolía todo el cuerpo. Entonces se preguntó, por vez primera, dónde estaría y cómo habría llegado allí. De repente recordó a Thonolan penetrando en el cañón…, el rugido… y el león cavernario más gigantesco que había visto en su vida.

—¡Thonolan! —gritó, mirando a su alrededor, presa de pánico—. ¿Dónde está Thonolan? —En la cueva no había nadie más que la mujer; el estómago se le contrajo. Lo sabía, pero no quería creerlo. Tal vez Thonolan estuviera en otra cueva allí cerca. Quizá alguien le estaría cuidando—. ¿Dónde está Thonolan? ¿Dónde está mi hermano?

Aquella palabra le resultaba familiar a Ayla. Era la que había repetido tantas veces cuando gritaba alarmado desde la profundidad de sus sueños. Adivinó que estaba preguntando por su compañero, y agachó la cabeza para mostrar respeto por el joven que había muerto.

—¿Dónde está mi hermano, mujer? —gritó Jondalar, cogiéndole de los brazos y sacudiéndola—. ¿Dónde está Thonolan?

La explosión sobresaltó a Ayla. La fuerza de su voz, la ira, la frustración, las emociones fuera de control que se traslucían en su tono y se revelaban en sus acciones, todo ello la perturbaba. Los hombres del Clan jamás habrían expuesto sus emociones tan abiertamente. Podían sentir con la misma intensidad, pero la virilidad se medía por el control de sí mismo.

De cualquier modo, en los ojos del hombre había dolor, y Ayla podía leer, en la tensión de los hombros y en la crispación de su mandíbula, que estaba luchando contra la verdad que sabía pero no quería aceptar. El pueblo en que se había criado se comunicaba con algo más que simples gestos y señales de las manos. La postura, la actitud, la expresión: todo ello trasmitía matices de significado que formaban parte del vocabulario. La flexión de un músculo podía revelar un matiz. Ayla estaba acostumbrada a leer el lenguaje corporal y la pérdida de un ser querido provocaba una aflicción universal.

También los ojos de ella transmitían sus sentimientos, decían su pesar, su conmiseración; meneó la cabeza y volvió a inclinarla. Él no pudo seguir negándose a lo que había adivinado. La soltó, y sus hombros cayeron, aceptándolo.

—Thonolan…, Thonolan…, ¿por qué tuviste que seguir adelante? ¡Oh, Doni!, ¿por qué? ¿Por qué te llevaste a mi hermano? —gritó, con voz tensa y abatida. Trató de resistir el embate de la desolación, cediendo a su pena, pero nunca había conocido una desesperación tan profunda—. ¿Por qué tenías que llevártelo dejándome sin nadie más? Sabías que era la única persona a la que amaba. Gran Madre…, ¿por qué? Era mi hermano… Thonolan… Thonolan…

Ayla sabía lo que era la aflicción. No se le habían escatimado sus estragos, y le compadecía, habría querido consolarle. Sin saber cómo, se encontró abrazando al hombre, meciéndole mientras él gritaba el nombre, repitiéndolo una y otra vez lleno de angustia. Él no conocía a la mujer, pero era humana y compasiva. Ella vio que la necesitaba y respondió a esa necesidad.

Cogido a ella, Jondalar experimentó una fuerza abrumadora que surgía muy dentro de él, como las fuerzas encerradas en un volcán, que una vez desatadas, no pueden ser contenidas. Con un tremendo sollozo, su cuerpo se puso a temblar convulsivamente. Brotaron de su garganta gritos fuertes y profundos, y cada vez que respiraba lo hacía con un esfuerzo desgarrador.

Nunca, desde niño, se había abandonado tan completamente. No era natural en él revelar sus sentimientos más recónditos. Eran éstos demasiado irresistibles, y desde muy joven había aprendido a dominarlos…, pero el desbordamiento provocado por la muerte de Thonolan había puesto al descubierto las aristas desnudas de recuerdos profundamente enterrados.

Había tenido razón Serenio al decir que su amor era demasiado para que la mayoría de la gente pudiera sobrellevarlo. Su ira, una vez provocada, tampoco podía contenerse antes de haber recorrido todo su curso. Siendo adolescente había causado verdaderos estragos a causa de su ira justiciera, y alguien había sufrido daños graves. Todas sus emociones eran demasiado potentes. Incluso su madre se había visto obligada a poner cierta distancia entre ellos, y había observado con simpatía silenciosa cuando los amigos retrocedían porque se apegaba demasiado fuerte a ellos, amaba demasiado, exigía demasiado de ellos. Su madre había visto características similares en el hombre con el que estuvo emparejada en otros tiempos, y en cuyo hogar había nacido Jondalar. Sólo su hermano menor parecía capaz de vérselas con su amor, de aceptar con facilidad y desviar con risas las tensiones que causaba.

Cuando resultó excesivamente difícil para ella poder manejarle, y la Caverna entera estuvo alborotada, su madre le había mandado a vivir con Dalanar. Fue una hábil maniobra. Cuando regresó, Jondalar no sólo había aprendido un oficio, sino también a controlar sus emociones, y se había convertido en un hombre alto, musculoso y notablemente guapo, con ojos extraordinarios y un carisma inconsciente que era el reflejo de lo más profundo de su corazón. En particular las mujeres percibían que había en él algo más de lo que quería mostrar. Se convirtió en un reto irresistible, pero ninguna fue capaz de conquistarle. Por muy lejos que llegaran, nunca pudieron alcanzar sus sentimientos más recónditos. Por mucho que estuvieran dispuestas a tomar, él tenía todavía más que dar. Aprendió rápidamente hasta dónde podía llegar con cada una de ellas, pero para él las relaciones eran superficiales e insatisfactorias. La única mujer en su vida que habría sido capaz de tratar con él en sus mismos términos, se había comprometido con otro. De todos modos, también habría sido una unión dispareja.

Su pena era tan intensa como el resto de su naturaleza, pero la joven que le tenía en sus brazos había conocido penas igualmente grandes. Lo había perdido todo… y más de una vez; había sentido el frío aliento del mundo de los espíritus… más de una vez, y, sin embargo, siguió adelante. Sentía que el desbordamiento apasionado que presenciaba era algo más que un dolor común y corriente, y por la pena que ella misma experimentaba, le dejaba desahogarse.

Cuando aquellos terribles sollozos fueron calmándose, Ayla descubrió que estaba cantando a media voz mientras le sostenía. Había calmado a Uba, la hija de Iza, hasta dejarla dormida, a fuerza de cantarle suavemente; había visto cómo su hijito cerraba los ojos con el mismo canturreo adormecedor sin melodía. Era el apropiado. Finalmente, vacío y exhausto, Jondalar la soltó. Se quedó tendido con la cabeza de lado, mirando sin ver las paredes de la caverna. Cuando Ayla le volvió el rostro para limpiarle las lágrimas con agua fría, el joven cerró los ojos. No quería —o no podía— mirarla. Pronto su cuerpo se aflojó, y Ayla comprendió que se había quedado dormido.

Se fue a ver qué tal le iba a Whinney con su cría, y después salió. También ella se sentía vacía, pero aliviada. Desde el extremo más alejado del saliente, miró hacia el valle y recordó su angustiosa cabalgada con el hombre en la angarilla, su ferviente esperanza de que no muriera. La idea la puso nerviosa; más que nunca sentía que el hombre debería vivir. Volvió rápidamente a la cueva y se tranquilizó al comprobar que seguía respirando. Acercó nuevamente la sopa fría al fuego —él habría necesitado otro tipo de alimento—, se aseguró de que los medicamentos estaban dispuestos para cuando despertara, y se sentó tranquilamente sobre las pieles, a su lado.

No se cansaba de mirarle, y estudió su rostro como si estuviera tratando de satisfacer de golpe todos sus años de anhelo por ver a otro ser humano. Ahora que parte de la extrañeza estaba disipándose, vio mejor su rostro en conjunto, no las facciones una por una. Habría querido tocarle, pasarle el dedo por la mandíbula y el mentón, sentir la suavidad de sus cejas claras. Entonces se dio cuenta.

¡Sus ojos habían chorreado agua! Ella había quitado la humedad de su rostro; tenía aún el hombro mojado. «No soy la única», pensó. «Creb no pudo explicarse nunca por qué mis ojos echaban agua cuando estaba triste… y los de nadie más. Pensaba que mis ojos eran débiles. Pero los ojos del hombre echaron agua cuando se lamentaba. Sin duda los ojos de todos los Otros echan agua».

Finalmente, la noche que había pasado Ayla en vela y sus intensas reacciones emocionales pudieron más que ella. Quedose dormida sobre las pieles al lado de él, aunque no anochecía aún. Jondalar despertó cuando comenzaba el crepúsculo. Tenía sed y buscó algo de beber, pero sin querer despertar a la mujer. Oyó los ruidos que hacían la yegua y su potrillo, pero sólo pudo distinguir el pelaje amarillo de la madre, que estaba tendida cerca de la pared al otro lado de la entrada de la cueva.

Luego miró a la mujer. Estaba de espaldas; sólo podía ver la línea de su cuello y su mandíbula, y la forma de la nariz. Rememoró su estallido emocional y se sintió triste y recordó entonces cuál había sido la causa. Su pena apartó todas las demás sensaciones; notó que se le llenaban los ojos de lágrimas, y los cerró apretadamente. Trató de no pensar en Thonolan; trató de no pensar en nada. No tardó en conseguirlo y no volvió a despertar hasta media noche, y entonces sus gemidos despertaron también a Ayla.

Todo estaba oscuro; el fuego se había apagado. Ayla fue a tientas hasta el hogar, consiguió yesca y astillas en el lugar donde guardaba su provisión, y pedernal y pirita.

La fiebre de Jondalar estaba subiendo de nuevo, pero estaba despierto. No obstante, creía haberse dormido. No podía creer que la mujer hubiera prendido fuego tan prontamente. Ni siquiera había visto el resplandor de los carbones al despertar.

Ayla llevó al herido una infusión de corteza de sauce que había preparado con anterioridad. Se enderezó sobre un codo para coger la taza y, aunque era amargo, bebió, porque tenía sed. Reconoció el sabor —todo el mundo parecía conocer el uso de la corteza de sauce—, pero habría preferido un trago de agua pura. Experimentaba asimismo la necesidad de orinar, pero no sabía cómo expresar ninguna de las dos necesidades. Cogió la taza vacía, la volcó para demostrar que no tenía nada y se la llevó a los labios.

Ella comprendió inmediatamente y acercó un pellejo lleno de agua, dejándolo junto a él. El agua le calmó la sed, pero incrementó el otro problema, y el hombre empezó a agitarse incómodo. Sus movimientos hicieron que la mujer comprendiera lo que le pasaba. Sacó del fuego un palo encendido para que sirviera como antorcha y pasó a la sección de la caverna que le servía de bodega. Buscó algún recipiente, pero una vez allí encontró otros artículos útiles.

Había hecho lámparas de piedra, abriendo una depresión en la piedra, para depositar grasa derretida y una mecha de musgo, aunque no las había utilizado con frecuencia; por lo general, el fuego le proporcionaba suficiente iluminación. Cogió una lámpara, encontró las mechas de musgo y buscó las vejigas de grasa congelada. Al ver una vejiga vacía, también se la llevó.

Puso la que estaba llena cerca del fuego para ablandarla y le llevó a Jondalar la vacía…, pero no supo explicarle para qué era. Desplegó la abertura, le mostró el orificio, pero él no comprendía. No quedaba más remedio: Ayla levantó las mantas, metió la mano para ponerle la vejiga entre los muslos, pero para entonces él ya había entendido y se la quitó de la mano.

Se sentía ridículo tendido de espaldas en vez de estar de pie y dejar que la orina saliera. Ayla pudo comprobar su incomodidad y se acercó al fuego para llenar la lámpara, sonriendo para sí. «Nunca ha estado herido, al menos no tan gravemente como ahora», pensó, «que no puede caminar». Él sonrió algo apocado cuando la mujer le quitó la vejiga y salió para vaciarla. Se la devolvió para que la utilizara cuando fuera necesario, y terminó de echar aceite en la lámpara antes de encender la mechita. La llevó entonces hasta la cama y descubrió el muslo herido.

Jondalar quiso sentarse para mirar, aunque le dolía. Ella le sostuvo. Cuando el herido vio cómo tenía el pecho y los brazos, comprendió por qué le dolía más el lado derecho, pero el profundo dolor de su pierna era lo que más preocupado le tenía. Se preguntaba si la mujer sería lo suficientemente experta; administrar infusión de sauce no la convertía en curandera.

Cuando retiró Ayla la cataplasma roja de sangre, se preocupó más aún el hombre; la lámpara no iluminaba como la luz del sol, pero, aun así, pudo apreciar la gravedad de la herida. Tenía la pierna hinchada, magullada y en carne viva. Miró más de cerca y le pareció que había nudos sujetando su carne. No era versado en las artes curativas; hasta hacía poco no se había interesado por ellas más que la mayoría de los hombres jóvenes y saludables, pero ¿habría intentado un Zelandonii alguna vez unir y anudar a alguien?

Observó con atención mientras Ayla preparaba otra cataplasma, esta vez de hojas. Quiso preguntar qué hojas eran, tratar de evaluar sus habilidades. Pero ella no sabía ninguno de los lenguajes que él hablaba. Ahora que lo pensaba, no la había oído decir nada aún. ¿Cómo podría ser curandera si no hablaba? Pero parecía saber lo que estaba haciendo y, desde luego, lo que le puso en la pierna alivió el dolor.

Se recostó de nuevo —¿qué más podía hacer?— y la observó mientras le lavaba el pecho y los brazos con algún calmante. Sólo cuando desató la correa de cuero suave que sostenía la compresa se enteró de que también su cabeza estaba lastimada. Se tocó y sintió la hinchazón y una parte dolorida, antes de que le pusiera Ayla la nueva compresa.

La mujer volvió junto al fuego para calentar el caldo. Él la observaba, intentando todo el tiempo descubrir quién era.

—Eso huele bien —dijo, cuando el aroma sustancioso llegó hasta él.

El sonido de su voz parecía fuera de lugar. No estaba seguro de por qué, pero era algo más que el saber que no le comprendería. Cuando se había encontrado por vez primera con los Sharamudoi, ninguno de ellos sabía una palabra del idioma del otro, y, sin embargo, hablaron —de manera inmediata y con versatilidad— mientras se esforzaban por intercambiar palabras que iniciaran el proceso de comunicación. Aquella mujer no hacía el menor intento de iniciar un intercambio de palabras, y respondía a sus esfuerzos exclusivamente con una expresión interrogante. No sólo parecía carecer del conocimiento de los idiomas que él sabía, sino también del deseo de comunicarse.

«No —pensó—. No es del todo cierto». En efecto, se habían comunicado. Ella le había dado agua cuando él la necesitaba, y también un recipiente para aliviar su vejiga, aunque no estaba seguro de la manera en que lo había intuido. No elaboró un pensamiento específico en cuanto a la comunicación que compartieron cuando él dio rienda suelta a su dolor —la pena era demasiado reciente—, pero la había experimentado y la incluyó en las preguntas que se hacía respecto a ella.

—Ya sé que no puedes entenderme —manifestó a modo de tanteo. No sabía exactamente qué decirle, pero sentía la necesidad de decir algo. Una vez que comenzó, las palabras salieron con mayor facilidad—. ¿Quién eres? ¿Dónde están los tuyos? —No podía ver mucho más allá del círculo de luz que producían el fuego y la lámpara, pero no había visto a nadie más ni evidencias de que hubiera más gente—. ¿Por qué no quieres hablar? —Ella le miró, pero no dijo nada.

Una idea extraña comenzó a insinuarse en la mente de Jondalar. Recordó estar sentado junto a una fogata, en la oscuridad, cerca de un curandero, y que Shamud habló de ciertas pruebas a las que debían someterse Los Que Servían a la Madre. ¿No dijo algo respecto a pasar algún tiempo en soledad?, ¿de un período de silencio durante el cual no podían hablar con nadie?, ¿de períodos de abstinencia y continencia?

—Vives aquí sola, ¿verdad?

Ayla volvió a mirarle, sorprendida al descubrir una expresión de asombro en su rostro, como si la estuviera viendo por vez primera. Por alguna razón, el hombre le hizo cobrar nuevamente conciencia de su descortesía, y bajó rápidamente la mirada hacia el caldo; pero él no parecía darse cuenta de su indiscreción; miraba alrededor de la cueva y hacía sonidos con la boca. Ayla llenó una taza y se sentó frente a él con la taza en la mano, tratando de darle ocasión de tocarle el hombro y reconocer su presencia. No recibió golpecito alguno y, al levantar la vista, él la estaba mirando interrogante y emitiendo aquellos sonidos.

«¡No sabe! ¡No ve lo que estoy preguntando! No creo que conozca ninguna de las señas». Con un discernimiento súbito, se le ocurrió un pensamiento. «¿Cómo vamos a comunicarnos si no ve mis señas y yo no conozco sus palabras?».

La sacudió el recuerdo de cuando Creb trataba de enseñarle a hablar, pero ella no sabía que hablaba con sus manos. Ignoraba que la gente podía hablar con las manos; sólo había hablado mediante sonidos. Llevaba tanto tiempo hablando el lenguaje del Clan que no podía recordar el significado de las palabras.

«Pero ya no soy mujer del Clan. Estoy muerta; fui maldita. Nunca podré regresar. Debo vivir ahora con los Otros, y debo hablar como ellos. Debo aprender de nuevo a comprender las palabras y debo aprender a decirlas, porque, si no, nunca me comprenderán. Aunque hubiera encontrado un clan de Otros, no habría podido hablarles y ellos no habrían sabido lo que les decía. ¿Será por eso por lo que mi tótem me hizo permanecer aquí? ¿Hasta que me trajeran a este hombre? ¿Para que volviera a enseñarme a hablar?». Se estremeció, presa de un frío súbito, pero no había soplado viento alguno.

Jondalar había estado desvariando, haciendo preguntas a las que no esperaba obtener respuestas, sólo por oírse hablar. No había recibido respuesta de la mujer y creyó comprender el motivo. Estaba convencido de que se encontraba preparándose para entrar, o que ya lo estaba, al servicio de la Madre. Eso respondía a muchas preguntas: su habilidad para curar, su domino del caballo, por qué vivía sola y no quería hablarle, tal vez, incluso, por qué le había encontrado y llevado a aquella caverna. Se preguntaba dónde estaba, pero, por el momento, eso carecía de importancia. Tenía suerte de seguir con vida. Pero le inquietaba algo más que había dicho el Shamud.

Ahora se percataba de que, si hubiera prestado atención al curandero de cabello blanco, habría sabido que Thonolan iba a morir…, pero también se le había dicho que siguiera a su hermano porque Thonolan le conduciría adonde no iría él solo. ¿Por qué había sido conducido hasta allí?

Ayla había estado cavilando sobre la manera de empezar a aprender sus palabras, y de repente recordó cómo había comenzado Creb: con los sonidos del nombre. Dándose ánimos, miró directamente a los ojos del hombre, se golpeó el pecho y dijo: «Ayla».

Los ojos de Jondalar se abrieron mucho.

—De modo que, por fin, te has decidido a hablar. ¿Cómo te llamas? —Y la señaló—. Dilo otra vez.

—Ayla.

Tenía un acento curioso. Las dos partes de la palabra estaban unidas, la parte interior pronunciada desde la garganta como si se la tragara. Él había oído muchas lenguas, pero ninguna con la calidad tonal que ella daba a su voz. No podía decirlo exactamente igual; sin embargo, trató de hacerlo lo más parecido posible: «Aaay-lah».

La mujer casi no pudo reconocer los sonidos de él al pronunciar su nombre. Algunas personas del Clan tropezaban con dificultades, pero ninguna lo había dicho así: juntaba los sonidos, alteraba el acento de tal manera que la primera sílaba subía y la segunda bajaba. Ni siquiera podía recordar haberlo oído nunca así…, y no obstante, sonaba muy bien. Le señaló a él y se inclinó hacia delante, a la expectativa.

—Jondalar —dijo el hombre—. Mi nombre es Jondalar de los Zelandonii.

Fue demasiado: no pudo captarlo todo; sacudió la cabeza y volvió a señalarle; Jondalar se dio cuenta de que estaba confusa.

—Jondalar —dijo, y luego, más despacio—: Jondalar.

Ayla se esforzó por lograr que su boca funcionara como la de él:

—Duh-da —fue lo más que pudo articular.

Jondalar podía darse cuenta de que tropezaba con dificultades para emitir los sonidos correctos, pero era indudable que se esforzaba lo más que podía. Se preguntó si padecería alguna deformidad en la boca que le impedía hablar. ¿Por eso no hablaría?, ¿porque no podía? Repitió su nombre despacio, pronunciando cada sonido con la mayor claridad que pudo, como si hablara a un niño o a alguien que careciese de inteligencia: «Jon-da-lar…, Jonn-dah-larrr».

—Don-da-lah —fue el siguiente intento.

—¡Mucho mejor! —dijo, asintiendo con aire de aprobación, sonriente. Había realizado un verdadero esfuerzo esta vez. No estaba seguro de que al considerarla como alguien que estudiaba para Servir a la Madre estuviera en lo cierto. No parecía muy brillante. Siguió sonriendo y moviendo la cabeza de arriba abajo.

¡Estaba poniendo cara de felicidad! Ninguno del Clan había sonreído así, a excepción de Durc. Y ella siempre lo había hecho con toda naturalidad… y ahora él hacía otro tanto.

Su expresión de sorpresa fue tan cómica que Jondalar tuvo que reprimir una risita, pero su sonrisa se amplió y sus ojos chispearon divertidos. El sentimiento era contagioso. Los labios de Ayla se arquearon y cuando la sonrisa de él, en respuesta, le dio alientos, correspondió con una sonrisa plena, amplia, encantadora.

—Oh, mujer —dijo Jondalar—, no hablas mucho, pero cuando sonríes estás preciosa —su virilidad comenzó a verla como mujer, y como una mujer muy atractiva, y la miró de otra manera.

Algo había cambiado. La sonrisa seguía ahí, pero los ojos… Ayla se percató de que los ojos, a la luz del fuego, eran de un violeta intenso, y que encerraban algo más que alegría. No sabía cuál era el significado de aquella mirada, pero su cuerpo sí: reconoció la invitación y respondió con las mismas sensaciones de atracción y hormigueo que la asaltaron al observar a Whinney con el garañón bayo. Eran unos ojos tan imperiosos que tuvo que arrancarse a su mirada volviendo bruscamente la cabeza. Se afanó estirándole las pieles que le cubrían, recogió la taza y se puso en pie, rehuyendo su mirada.

—Creo que eres tímida —dijo Jondalar, suavizando la intensidad con que la contemplaba. Le recordaba una muchacha joven antes de sus Primeros Ritos. Sentía el deseo, amable pero urgente, que siempre experimentaba por una mujer joven durante la ceremonia, y la incitación de sus ijares. Y luego el dolor del muslo derecho—. Es mejor así —dijo con sonrisa torcida—. De todos modos, no estoy en forma.

Se tendió de nuevo cómodamente en la cama, retirando las pieles en que ella le había recostado la espalda, sintiéndose agotado. Le dolía el cuerpo, y al recordar la razón, le dolió más. No quería recordar ni pensar. Quería cerrar los ojos y olvidar, sumirse en el olvido que pusiera fin a todas sus penas. Sintió que le tocaban el brazo y abrió los ojos: Ayla sostenía una taza de líquido. Lo bebió, y poco después sintió que se aliviaba el dolor y que se apoderaba de él la somnolencia. Le había dado algo para lograr ese efecto y lo agradeció, pero se preguntó cómo sabría lo que necesitaba sin que él hubiera dicho una sola palabra.

Ayla había visto su mueca de dolor y conocía la gravedad de sus heridas. Era una curandera experta y experimentada. Había preparado la infusión de datura antes de que despertara. Al ver que las arrugas de su frente se borraban y que su cuerpo se relajaba, apagó la lámpara y cubrió el fuego. Colocó bien su manta de pieles junto al hombre, pero no tenía nada de sueño.

Guiándose por el resplandor del carbón cubierto, caminó hacia la entrada de la cueva y, al oír que Whinney lanzaba su suave hin, se acercó a ella. Le alegró ver tumbada a la yegua. El olor desconocido del hombre que había en la cueva la había inquietado después de parir. Si se sentía lo suficientemente tranquila para estar acostada, era que aceptaba la presencia del hombre. Ayla se sentó junto al cuello de Whinney y frente a su pecho, para poder acariciarle el hocico y rascarla detrás de las orejas. El potrillo, que había estado tendido junto a la ubre de su madre, se volvió, curioso: metió el hocico entre ambas. Ayla le acarició y le rascó también a él, y le tendió los dedos. Sintió la succión, pero el potrillo los dejó al ver que no había nada para él; su necesidad de chupar se satisfacía con su madre.

«Es un bebé maravilloso, Whinney, y crecerá fuerte y saludable, como tú. Ahora tienes a alguien como tú, y también yo. Es difícil de creer. Al cabo de tanto tiempo, ya no estoy sola». Lágrimas inesperadas aparecieron en sus ojos. «¡Cuántas, cuántas lunas han pasado desde que me maldijeron, desde que no he vuelto a ver a nadie! Y ahora hay alguien aquí: un hombre, Whinney, un hombre de los Otros. Y creo que va a vivir». Se secó las lágrimas con el dorso de la mano. «Sus ojos también echan agua igual que los míos, y me ha sonreído. Y yo le he sonreído.

»Soy una de los Otros, como dijo Creb. Iza me aconsejó que buscara a los míos, que encontrara mi compañero. ¡Whinney!, ¿será él mi compañero? ¿Habrá sido conducido hasta aquí para mí? ¿Lo habrá traído mi tótem?

»¡Bebé! ¡Bebé me lo dio! Ha sido lo mismo que fui escogida yo. Probado y marcado por Bebé, por el cachorro de león cavernario que mi tótem me dio. Y ahora su tótem es el León Cavernario también. Eso significa que puede ser mi compañero. Un hombre con un León Cavernario por tótem sería suficientemente poderoso para una mujer con un León Cavernario por tótem. Incluso podría tener más hijos».

Ayla frunció el ceño. «Pero los niños no están hechos realmente por totems. Yo sé que Broud inició a Durc al meterme su órgano. Son los hombres, no los totems los que inician los bebés. Don-da-lah es un hombre…».

De repente Ayla recordó su órgano, rígido por su necesidad de orinar, y recordó también los desconcertantes ojos azules. Sintió una extraña palpitación dentro de sí, que la agitaba. ¿Por qué tenía esas extrañas sensaciones? Habían comenzado al observar a Whinney con el caballo marrón oscuro…

«¡Un caballo marrón oscuro! Y ahora tiene un potrillo marrón oscuro. Ese garañón inició un hijo dentro de ella. Don-da-lah podría iniciar un bebé dentro de mí. Podría ser mi compañero…

»¿Y si no me quiere? Iza dijo que los hombres le hacen eso a una mujer cuando les gusta. La mayoría de los hombres. A Broud yo no le gustaba. No me disgustaría que Don-da-lah…». De repente se ruborizó. «Soy tan alta y fea. ¿Por qué iba a pretender hacerme eso? ¿Por qué habría de quererme por compañera? Tal vez tenga ya compañera. ¿Y si se empeña en marcharse?

»No puede marcharse. Tiene que enseñarme de nuevo a construir palabras. ¿Se quedaría si yo comprendiera sus palabras?

»Las aprenderé. Aprenderé todas sus palabras. Entonces tal vez se quede a pesar de que soy grande y fea. No puede marcharse ahora. He pasado demasiado tiempo sola».

Ayla dio un brinco, casi aterrada, y salió de la cueva. La negrura adquiría matices de un terciopelo azul profundo; la noche había llegado casi a su fin. Vio formas de árboles y señales conocidas que comenzaban a perfilarse. Habría querido volver a mirar al hombre, pero contuvo su ansia. Entonces pensó en conseguirle algo fresco para desayunar y se fue a buscar la honda.

«¿Y si no le agrada que cace? He decidido ya que no permitiré que nadie me detenga», recordó, pero no fue por la honda. Bajó a la playa, se quitó el manto y se dio un baño, nadando en el río. Lo encontró especialmente agradable y pareció que barría todo su torbellino interior. Su sitio de pesca predilecto había desaparecido después de las inundaciones primaverales, pero había encontrado otro río abajo, cerca, y tomó esa dirección.

Jondalar despertó al olor de alimentos que se guisaban, y así fue cómo se dio cuenta de que estaba muerto de hambre. Aprovechó la vejiga para desahogar su necesidad de orinar y consiguió recostar la espalda para echar una ojeada en torno. La mujer no estaba, como tampoco la yegua y su potro, pero el lugar que había ocupado era el único de la cueva que se parecía remotamente a un lugar para dormir, y sólo había un fuego. La mujer vivía allí sola, excepto los caballos, y éstos no podían considerarse como sus semejantes.

Pero, entonces, ¿dónde estaba su gente? ¿Habría otras cuevas en las inmediaciones? ¿Estaría haciendo un viaje prolongado para cazar? En la zona de almacenamiento había muebles de caverna, pieles de pelo largo y cueros, plantas colgadas de tendederos, carnes y alimentos conservados en cantidad suficiente para una Caverna numerosa. ¿Sería sólo para ella? Si vivía sola, ¿para qué necesitaba tanto? ¿Y quién le había llevado hasta allí? Tal vez su gente le dejó allí para que ella le guardara.

«¡Eso tuvo que ser! Es una Zelandoni, y me trajeron con ella para que me cuidara. Es joven para eso; al menos parece joven, pero competente, no cabe la menor duda. Probablemente haya venido aquí para ser puesta a prueba, para desarrollar alguna habilidad especial, tal vez con animales, y su gente me encontró, y no había nadie más, de manera que me dejaron con ella. Debe de ser una Zelandoni muy poderosa para ejercer semejante dominio sobre los animales».

Ayla entró en la cueva; traía un plato de pelvis secada y blanqueada, que contenía una enorme trucha fresca recién asada. Le sonrió, sorprendida de encontrarle despierto. Depositó el pescado junto a él, arregló las pieles y los cojines de cuero rellenos de paja para que pudiera mantenerse sentado. Le dio una taza de infusión de sauce para empezar, de modo que siguiera bajando la fiebre y mitigara los dolores, le puso el plato sobre el regazo y salió para volver con un tazón de grano cocido, tallos recién pelados de cardo fresco y perejil, y las primeras fresas silvestres de la temporada.

Jondalar tenía hambre suficiente para comer cualquier cosa; no obstante, después de los primeros bocados, comenzó a masticar más despacio para saborear mejor. Ayla había aprendido las virtudes de las hierbas con Iza, no sólo como medicamentos, sino también como condimentos. Tanto la trucha como el grano estaban sazonados por su mano experta. Los tallos frescos estaban crujientes en el punto exacto de madurez, y aunque no había muchas fresas silvestres, su grado de dulzor no debía nada a nadie más que al sol. Jondalar quedó impresionado. Su madre era conocida como buena cocinera, y aunque los sabores eran distintos, comprendía las sutilezas de los alimentos bien preparados.

Ayla se sintió satisfecha al verle comer despacio para saborear la comida. Cuando hubo terminado, le llevó una taza de infusión de yerbabuena y se dispuso a cambiarle las curas. Le quitó la compresa de la cabeza; había bajado mucho la hinchazón y sólo quedaba un poco de sensibilidad. Los rasguños de brazos y pecho estaban sanando. Podría conservar algunas cicatrices, pero nada serio. Lo peor era la pierna. ¿Sanaría convenientemente? ¿Recuperaría el uso de la extremidad? ¿Podría caminar o quedaría tullido?

Retiró la cataplasma, tranquilizada al ver que las hojas de col silvestre habían reducido la supuración, como esperaba. Desde luego, había una mejora evidente, pero aún no se podía saber cómo le iría. Parecía que el haber atado los labios de la herida con hebras de tendón daba resultado. Considerando la extensión de los destrozos, la pierna se parecía a su forma original, aunque quedaría una gran cicatriz y tal vez alguna deformación. Ayla estaba satisfecha.

Era la primera vez que Jondalar podía ver claramente su pierna, y no quedó complacido. Parecía mucho más afectada de lo que él había creído. Palideció al verlo y tragó saliva varias veces seguidas. Podía ver el intento de la curandera con los nudos; tal vez ahí estuviera la diferencia, pero se preguntó si volvería a caminar.

Le habló, preguntándole dónde había aprendido a curar, sin esperar respuesta. Ella reconocía su nombre, pero nada más. Quería pedirle que le enseñara el significado de sus palabras, pero no sabía cómo. Salió a buscar leña para el fuego de la cueva, sintiéndose frustrada. Ansiaba aprender a hablar, pero ¿cómo empezar?

Jondalar pensaba en lo que acababa de comer. Quienquiera que fuese el proveedor, la mujer estaba bien abastecida; era evidente que sabía cómo cuidarse. Las bayas, los tallos y la trucha eran frescos. Pero los granos tuvieron que ser cosechados el otoño anterior, lo cual significaba excedentes de las provisiones invernales. Eso revelaba previsión; nada de hambre a fines del invierno ni principios de la primavera. También indicaba un buen conocimiento de la zona y, por tanto, que el asentamiento no era muy reciente. Había algunos indicios más de que la caverna llevaba habitada algún tiempo: el hollín alrededor de la chimenea y el piso bien apisonado, en particular.

A pesar de que Ayla estaba bien surtida de muebles y enseres de caverna, un examen más detenido revelaba que carecía por completo de tallas o decoración, y que todo era bastante primitivo. Miró la taza de madera en la que había bebido la infusión. Pero no era tosca; en realidad estaba muy bien hecha. La taza se había tallado en algún nudo, a juzgar por la textura de la madera. Mientras Jondalar la examinaba de cerca, le pareció que la taza había sido hecha aprovechando una forma sugerida por la textura. No sería difícil imaginar la cara de un animalito entre los nudos y curvas. ¿Lo habría hecho a propósito? Le gustaba más que muchos utensilios que había visto adornados con tallas más vistosas.

La taza misma era honda, y el borde sobresalía; era simétrica y su acabado tenía una suavidad muy delicada. Incluso en el interior no aparecían irregularidades. Un trozo de madera nudosa era difícil de trabajar; esa taza representaba sin duda numerosos días de trabajo. Cuanto más miraba, más se percataba de que la taza era, indiscutiblemente, una buena muestra de artesanía, engañosa en su sencillez. «A Marthona le agradaría», pensó, recordando la maña de su madre para ordenar los instrumentos más útiles y los recipientes de provisiones de la manera más agradable; tenía la capacidad de hallar belleza en los objetos simples.

Alzó la mirada al entrar Ayla con una carga de leña, y meneó la cabeza al ver su primitivo manto de cuero. Entonces vio también el cojín sobre el que se recostaba; como el manto de ella, era sólo de cuero, no estaba cortado, sino que envolvía un puñado de heno fresco y encajaba en una zanja de escasa profundidad. Tiró de un extremo y lo miró de cerca: la orilla exterior estaba algo tiesa y aún tenía unos pelos de reno, pero era muy flexible y de una suavidad aterciopelada. Tanto la textura interior como la exterior, más dura, habían sido raspadas y el pelo eliminado, lo cual contribuía a explicar la suavidad. Pero sus pieles le impresionaron más. Una cosa era estirar y tensar una piel sin pelo, para hacerla flexible. Mucho más difícil resultaba hacerlo con las pieles de pelo largo puesto que sólo el interior había sido retirado. Por lo general, las pieles tendían a estar más tiesas, pero las que había sobre la cama eran tan flexibles como gamuza.

Al tocarlas sintió algo familiar, pero no pudo explicar qué era.

Ni tallas ni adornos en los utensilios, pensaba, pero sí la más fina artesanía. Pieles y cueros curtidos con gran habilidad y esmero…, pero ninguna prenda estaba cortada ni conformada para ajustarse al cuerpo, tampoco cosida o unida, y ningún artículo tenía aplicaciones de abalorios ni plumas, ni estaba teñido ni adornado en forma alguna. Y, sin embargo, había unido y cosido su pierna. Existían incongruencias, y aquella mujer representaba un misterio.

Jondalar había estado mirando a Ayla, que se preparaba para encender un fuego, pero en realidad no se había fijado. Había visto encender un fuego muchas veces. Había pensado fugazmente que debería haberse llevado un carbón del fuego que utilizaba para hacer la comida, y supuso que estaría apagado. Vio sin prestar atención que la mujer reunía yesca, recogía un par de piedras, las golpeaba una contra otra, y soplaba para atizar una llama. Fue un proceso tan rápido que el fuego estaba ardiendo antes de que se diera cuenta de cómo había ocurrido.

—¡Madre Grande! ¿Cómo has podido encender ese fuego? —preguntó inclinándose hacia delante—. ¡Oh, Doni! No comprende una palabra de lo que digo —alzó las manos en señal de desesperación—. ¿Sabes lo que has hecho? Ven acá, Ayla —le dijo, haciéndole señas de que se acercara.

Fue hacia él inmediatamente; era la primera vez que le veía hacer con la mano una señal que tuviera sentido. Estaba preocupado por algo, y ella arrugó el ceño, concentrándose en sus palabras deseando poder entender.

—¿Cómo has encendido ese fuego? —volvió a preguntar él, pronunciando las palabras con lentitud y cuidado, como si en cierta forma eso la ayudara a comprender…, y señaló el fuego con el brazo.

—¿Fue…? —Ayla hizo el intento vacilante de repetir su última palabra. Pasaba algo importante. Temblaba de concentración, tratando de obligarse a entenderle.

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Sí, fuego! —gritó Jondalar, gesticulando en dirección a las llamas—. ¿Tienes idea de lo que representa encender tan aprisa el fuego?

—Fueg…

—Sí, como ése de ahí —dijo, perforando el aire con el dedo índice y apuntando al fuego—. ¿Cómo lo hiciste?

Ayla se levantó, se dirigió al fuego y lo señaló:

—¿Fueg? —dijo.

Jondalar lanzó un profundo suspiro y volvió a recostarse sobre las pieles, comprendiendo de repente que había estado tratando de obligarla a comprender palabras que ignoraba.

—Lo siento, Ayla. Ha sido una estupidez por mi parte. ¿Cómo puedes decirme lo que has hecho cuando no sabes lo que te pregunto?

Se había apaciguado la tensión; Jondalar cerró los ojos, sintiéndose vacío y frustrado, pero Ayla estaba excitada. Tenía una palabra; sólo una, pero era un comienzo. Ahora, ¿cómo podría seguir con eso? ¿Cómo podría pedirle que le enseñara más, decirle que tenía que aprender más?

—¿Don-da-lah…? —El hombre abrió los ojos. Ella volvió a señalar el hogar—. ¿Fueg?

—Fuego, sí eso es fuego —contestó, asintiendo con la cabeza. Entonces volvió a cerrar los ojos, sintiéndose cansado, un poco bobo por haberse excitado tanto y dolorido, física y emocionalmente.

No lograba despertar su interés. ¿Qué podría hacer ella para que la comprendiera? Se sentía tan contrariada, tan enojada que no se le ocurría ninguna forma de comunicarle sus deseos. Aun así lo intentó una vez más.

—Don-da-lah —esperó hasta que el hombre volvió a abrir los ojos—. ¿Fuego…? —pronunció con una mirada esperanzadora en sus ojos suplicantes.

«Y ahora, ¿qué quieres?», pensó Jondalar, sintiendo curiosidad.

—¿Qué pasa con ese fuego, Ayla?

Ella comprendió que le estaba haciendo una pregunta, lo comprendió por la postura de sus hombros y la expresión de su rostro. Le estaba prestando atención, miró a su alrededor, tratando de pensar en alguna forma de decírselo, y vio la leña junto al fuego. Cogió un palito, se lo mostró y le miró a los ojos con expresión esperanzada.

La frente de Jondalar se arrugó de perplejidad y se fue alisando a medida que empezaba a comprender.

—¿Quieres la palabra para eso? —preguntó, sorprendiéndose ante el repentino afán por aprender su lenguaje, cuando no había parecido tener el menor interés anteriormente. ¡Hablar! No estaba intercambiando palabras con él: ¡estaba tratando de hablar! ¿Por eso se mostraría tan silenciosa?, ¿porque no sabía hablar?

Tocó el palito que Ayla tenía en la mano:

—Madera —dijo.

La mujer soltó de golpe el aire que tenía retenido: no advirtió que se había quedado sin respirar tanto rato.

—Mad… —intentó repetir.

—Madera —dijo Jondalar muy despacio, exagerando el gesto de la boca para pronunciar con mayor claridad.

—Madé… —dijo ella, tratando de imitar los movimientos de la boca masculina.

—Ya está mejor —aprobó Jondalar.

El corazón de Ayla palpitaba alocado. ¿Habría comprendido? Volvió a buscar con desesperación algo para que la cosa continuara. Su mirada cayó sobre la taza; la cogió y la tendió.

—¿Estás tratando de que te enseñe a hablar?

Ella no comprendió, meneó la cabeza y volvió a tender la taza.

—¿Quién eres, Ayla? ¿De dónde vienes? ¿Cómo es posible que hagas… todo lo que haces, y que no sepas hablar? Eres un enigma; pero si quiero llegar a saber algo de ti, creo que no me quedará más remedio que enseñarte a hablar.

Ella estaba sentada en las pieles junto a él, esperando ansiosa, sin dejar de sostener la taza. Tenía miedo de que con todas las palabras que estaba pronunciando se olvidara de la que ella le pedía. Volvió a tender la taza.

—¿Qué quieres, «beber» o «taza»? Supongo que no importa —tocó el recipiente que la joven sostenía y dijo—: Taza.

—Taz —respondió ella, y sonrió, aliviada.

Jondolar prosiguió con la idea. Tendió la mano, tomó la vejiga de agua pura que ella le había dejado cerca, y vertió algo en la taza.

—Agua —dijo.

—Aua.

—Prueba otra vez: agua —repitió Jondolar, alentándola.

—Ahua.

Jondalar asintió, se llevó la taza a los labios y tomó un sorbo.

—Beber —dijo—. Beber agua.

—Beberr —respondió con claridad, pero pronunciando exageradamente la r y tragándose un poco la palabra—. Beberr ahua.