6

Jondalar se frotó el rastrojo que le cubría el mentón y buscó a tientas su mochila, que había dejado apoyada en un pino retorcido. Sacó un paquetito de cuero suave, desató los cordones y abrió el doblez antes de examinar cuidadosamente una delgada hoja de pedernal. Tenía una leve curvatura a lo largo —todas las hojas de pedernal estaban algo combadas, era una característica de la piedra—, aunque el filo era agudo por igual. La hoja era una de las varias herramientas más elaboradas que había guardado aparte.

Una ráfaga de viento agitó las ramas secas del viejo pino cubierto de líquenes, abrió la solapa de la tienda, se coló dentro tensando los cables de retén y sacudiendo los postes, y volvió a cerrarla. Jondalar miró su hoja, pero sacudió la cabeza y la guardó de nuevo.

—¿Llegó la hora de dejarte crecer la barba? —preguntó Thonolan.

Jondalar no se había percatado de la presencia de su hermano.

—Hay algo que decir en favor de la barba —comentó—. En verano puede ser un fastidio: te pica cuando sudas, por eso es más cómodo afeitarla. Por el contrario, te ayuda a mantener el rostro caliente en invierno, y el invierno está al llegar.

Thonolan se sopló las manos, frotándoselas, y enseguida se acuclilló frente al fuego que ardía delante de la tienda y las mantuvo sobre las llamas.

—Echo de menos el color —confesó.

—¿El color?

—El rojo. No hay rojo. Un arbusto aquí, otro allá, pero todo lo demás se ha puesto amarillo y después marrón. Las hierbas, las hojas —señaló con la cabeza hacia los prados abiertos que tenían delante, y luego la alzó para mirar a Jondalar, de pie junto al árbol—, hasta los pinos están deslucidos. Hay hielo en los charcos y las orillas de los ríos, y todavía sigo esperando que llegue el otoño.

—No esperes demasiado —advirtió Jondalar agachándose frente a su hermano, al otro lado del fuego—. Esta mañana temprano he visto un rinoceronte. Iba hacia el norte.

—Ya me parecía a mí que olía a nieve.

—Todavía no debe de haber mucha, porque, en caso contrario, los rinocerontes y los mamuts no seguirían por aquí. Les gusta el frío, pero no la nieve. Siempre parecen saber cuándo se aproxima una gran nevada y se van hacia el glaciar lo más aprisa que pueden. La gente dice: «Nunca sigas adelante cuando los mamuts se dirigen al norte». También puede aplicarse a los rinocerontes, pero ésos no llevaban prisa.

—He visto partidas enteras de caza volver sobre sus pasos sin arrojar una sola lanza sólo porque los lanudos iban hacia el norte. Me gustaría saber cuánto nevará por aquí.

—El verano fue seco. Si el invierno lo es también, es posible que rinocerontes y mamuts se queden toda la temporada. Pero ahora estamos más al sur y, por lo general, eso representa más nieve. Si hay gente en esas montañas del este, deberían saberlo. Quizá nos hubiera convenido quedarnos con los de la balsa que nos ayudaron a cruzar el río. Nos hace falta un lugar para pasar el invierno, y pronto.

—No me vendría mal ahora mismo una bonita caverna amistosa llena de bellas mujeres —dijo Thonolan con una sonrisa pícara.

—Me conformo con una bonita caverna.

—Hermano mayor, no tienes más ganas que yo de pasarte el invierno sin mujeres.

—Bueno —replicó el mayor sonriendo—, la verdad es que el invierno sería mucho más frío sin una mujer, bella o no bella.

Thonolan miró a su hermano con expresión intrigada.

—A menudo me lo he preguntado —dijo finalmente.

—¿El qué?

—A veces hay una auténtica beldad y la mitad de los hombres zumban a su alrededor, pero te mira a ti. Yo sé que no tienes un pelo de tonto, desde luego…, y sin embargo, pasas a su lado y te vas a buscar alguna ratoncita que está sola en un rincón. ¿Por qué?

—Yo qué sé. A veces la «ratoncita» sólo cree que no es bella porque tiene un lunar en la mejilla o piensa que su nariz es demasiado larga. Cuando hablas con ella, suele tener mucho más de lo que tiene aquélla a la que todos buscan. En ocasiones las mujeres que no son perfectas resultan más interesantes; han hecho más o han aprendido algo.

—Es posible que tengas razón. Algunas de esas tímidas parecen florecer tan pronto como les dices algo.

Jondalar se encogió de hombros y se enderezó.

—No encontraremos mujeres ni caverna si seguimos así. Vamos a levantar el campamento.

—¡Eso es! —asintió en el acto Thonolan, y se puso de espaldas al fuego… quedándose paralizado—. ¡Jondalar! —susurró en un jadeo, esforzándose después por mostrarse indiferente—. No te des por enterado, pero si miras por encima de la tienda, verás a tu amigo de esta mañana o por lo menos uno de su misma especie.

Jondalar miró por encima de la tienda. Justo en el extremo opuesto, oscilando de un lado a otro mientras cargaba su enorme tonelaje ora sobre una pata, ora sobre otra, se encontraba un voluminoso rinoceronte lanudo de dos cuernos. Con la cabeza vuelta de costado examinaba a Thonolan. De frente era casi ciego; sus ojillos estaban colocados muy atrás y, en cualquier caso, era corto de vista. Un oído muy agudo y un olfato de gran sensibilidad compensaban de sobra su deficiente visión.

Evidentemente era una criatura del frío. Tenía dos pelajes: un forro de piel peluda y suave como plumón y una capa de pelo desgreñado de un marrón rojizo; y debajo de su áspero cuero había una capa de casi un centímetro de grasa. Llevaba baja la cabeza, colgándole desde los hombros, y el cuerno largo de la frente se inclinaba hacia delante formando un ángulo que apenas evitaba el suelo mientras oscilaba; lo usaba para desplazar la nieve de los pastizales… si no estaba demasiado alta. Y sus patas, cortas y gruesas, se hundían con facilidad en la nieve profunda. Visitaba los prados herbosos del sur sólo durante una corta temporada: para alimentarse en sus más abundantes pastos y almacenar más grasa en las postrimerías del otoño y principios del invierno, pero antes de que nevara fuerte. No podía soportar el calor, con aquellas capas de piel, lo mismo que tampoco podría sobrevivir en la nieve profunda. Su hogar eran la tundra y la estepa, de un frío feroz y seco.

El largo cuerno frontal, afiladísimo, podía emplearse en una tarea mucho más peligrosa que apartar nieve, y entre el rinoceronte y Thonolan sólo había una corta distancia.

—¡No te muevas! —siseó Jondalar. Se agachó para entrar en la tienda y cogió la mochila a la que estaban sujetas las lanzas.

—Esas lanzas ligeras no servirán de mucho —dijo Thonolan, a pesar de que estaba de espaldas a la tienda. El comentario detuvo un instante la mano de Jondalar, sorprendido por la perspicacia de Thonolan—. Tendrías que atinarle en un punto vulnerable, por ejemplo el ojo, pero es un blanco demasiado pequeño. Te haría falta una lanza pesada para rinocerontes —prosiguió Thonolan, y su hermano comprendió que adivinaba sus pensamientos.

—No hables tanto, vas a atraer su atención —le previno Jondalar—. Tal vez yo no tenga lanza, pero tú no tienes ningún arma. Voy a pasar por detrás de la tienda y trataré de abatirlo.

—¡Espera, Jondalar! Le vas a poner furioso con esa lanza; ni siquiera le harás daño. ¿Recuerdas, cuando éramos niños, cómo solíamos provocarles? Alguien corría, conseguía que el rinoceronte le persiguiera y entonces le esquivaba mientras otro atraía su atención. Le hacíamos correr hasta que estaba demasiado cansado para moverse. Tú prepárate para despertar su atención…, yo correré para que se lance a la carga.

—¡No! ¡Thonolan! —gritó Jondalar, pero ya era demasiado tarde: Thonolan había echado a correr a toda velocidad.

Nunca era posible adivinar el impredecible comportamiento de la bestia. En vez de correr tras el hombre, el rinoceronte se dirigió rápidamente a la tienda que el viento agitaba. La embistió, abrió un agujero, hizo saltar las correas y se enredó en ellas. Cuando logró liberarse, decidió que no le gustaban los hombres ni su campamento y se marchó, alejándose inofensivamente al trote. Mirando por encima de su hombro, Thonolan se dio cuenta de que el animal se había marchado y regresó a grandes zancadas donde estaba Jondalar.

—¡Ha sido una estupidez! —gritó éste clavando su lanza en la tierra con tanta fuerza que el asta se quebró justo bajo la punta de hueso—. ¿Estabas tratando de que te matara? ¡Gran Doni, Thonolan! Dos personas no pueden provocar a un rinoceronte. Es menester rodearlo. ¿Y si te hubiera perseguido? En el nombre del reino subterráneo de la Gran Madre, ¿qué habría podido hacer yo si te hubiera herido?

Sorpresa primero y enojo después cruzaron por el rostro de Thonolan. Sin embargo, una sonrisa traviesa acabó dibujándose en sus labios.

—Veo que te has preocupado en serio por mí. Grita todo lo que quieras, a mí no me engañas. Tal vez no debería haberlo intentado, pero no iba a permitir que tú hicieras ninguna tontería como la de perseguir a un rinoceronte con esa lanza ligera. En el nombre del reino subterráneo de la Gran Madre, ¿qué habría podido hacer yo si te hubiera herido? —Su sonrisa se ensanchó con el deleite de un muchachito que ha conseguido salir con bien de alguna diablura—. Además, ni siquiera me persiguió.

Jondalar miró sin reaccionar la sonrisa en el rostro de su hermano. Su estallido había sido más de alivio que de enojo, pero tardó unos instantes en comprender que Thonolan estaba sano y salvo.

—Has tenido suerte. Supongo que ambos la hemos tenido —dijo finalmente, exhalando un profundo suspiro—. Pero será mejor que confeccionemos un par de lanzas, aunque de momento nos contentemos con afilar las puntas.

—No he visto tejos por acá, pero podemos buscar fresnos o alisos mientras caminamos —observó Thonolan, comenzando a recoger la tienda—. Servirán.

—Cualquier cosa servirá, incluso la madera de sauce. Tenemos que hacerlas antes de ponernos en camino.

—Jondalar, vámonos de aquí. Hemos de llegar a esos montes, ¿o no?

—No me gusta viajar sin lanzas en vista de que hay rinocerontes por aquí.

—Podemos detenernos temprano. De todos modos, necesitamos reparar la tienda. Si nos vamos, podemos buscar un buen palo, encontrar un lugar mejor para acampar. Ese rinoceronte podría regresar.

—Y también podría seguirnos —Thonolan tenía siempre prisa por ponerse en camino y se impacientaba con los retrasos; Jondalar lo sabía muy bien—. Quizá deberíamos alcanzar esas montañas cuanto antes. Está bien, Thonolan, pero nos detendremos temprano, ¿entendido?

—Entendido, Hermano Mayor.

Los dos hermanos avanzaban a lo largo de la orilla del río con paso regular, cubriendo mucho camino; ambos estaban acostumbrados a caminar juntos, así como a los prolongados silencios que se establecían entre ellos. Se habían hecho más íntimos, hablaban con sinceridad, comprobaban mutuamente sus debilidades y su fortaleza. Cada uno se encargaba de determinadas tareas por la fuerza de la costumbre, y cada uno contaba con el otro cuando algún peligro les amenazaba. Eran jóvenes, fuertes y saludables, y confiaban con toda naturalidad en que podrían enfrentarse a cualquier situación adversa.

Estaban tan compenetrados con su entorno que su percepción estaba a nivel subconsciente. Cualquier trastorno que representara una amenaza haría que se pusieran instantáneamente en guardia. Pero sólo tenían una vaga conciencia del calor del lejano sol, contrarrestado por un viento que susurraba entre las ramas deshojadas, de las nubes con fondo negro que abrazaban los blancos farallones de los contrafuertes montañosos hacia los que se dirigían, del río profundo y rápido.

Las sierras montañosas del inmenso continente imponían su configuración al Río de la Gran Madre, que nacía en las tierras altas al norte de la montaña cubierta por un glaciar y fluía hacia el este. Más allá de la primera cadena montañosa había una llanura nivelada —en una era anterior había sido la cuenca de un mar interior— y más al este, una segunda sierra formaba un gran arco. Allí donde el promontorio alpino más lejano del primer macizo se encontraba con las estribaciones del extremo noroccidental del segundo, el río irrumpía a través de una barrera rocosa y giraba bruscamente hacia el sur.

Después de descender desde las tierras altas kársticas, serpenteaba entre estepas herbosas, formaba recodos, se dividía en canales separados y volvía a reunirse abriéndose camino hacia el sur. El río perezoso, indolente, que discurría a lo largo de tierras planas, daba la impresión de inmutabilidad. Sólo era ilusión. Para cuando el Río de la Gran Madre llegaba a las tierras altas en el extremo sur de la planicie que lo lanzaba otra vez hacia el este y reunía de nuevo sus canales, había recibido en su caudal las aguas de las vertientes norte y este del primer macizo de montañas cubierto de hielo.

El caudaloso Río de la Gran Madre pasaba por encima de una depresión al describir una amplia curva en su camino hacia el este, en el extremo sur de la segunda cadena de cumbres. Los dos hombres habían seguido su margen izquierda, atravesando de cuando en cuando canales y ríos que corrían veloces para reunirse con el gran río en su camino. Al otro lado del río, hacia el sur, la tierra se elevaba a brincos dentados y abruptos; por el lado por donde ellos avanzaban, una serie de colinas ondulantes subían más gradualmente desde la orilla del río.

—No creo que lleguemos al final del Donau antes del invierno —observó Jondalar—. Empiezo a preguntarme si terminará en alguna parte.

—Claro que termina, y me parece que pronto llegaremos. Mira lo ancho que es —y Thonolan trazó con el brazo un amplio arco hacia la derecha—. ¿Quién hubiera pensado que se ensancharía tanto? Ya tenemos que estar cerca del final.

—Pero todavía no hemos alcanzado el Río de la Hermana, o por lo menos eso creo yo. Tamen dijo que es tan ancho como el de la Gran Madre.

—Debe de ser uno de esos bulos que aumentan cada vez que alguien los repite. No creerás que pueda haber otro río como éste, que corra en dirección sur por esta llanura.

—Bueno, Tamen no dijo haberlo visto con sus propios ojos, pero tenía razón en cuanto a que la Gran Madre vuelve hacia el este, y también acerca de la gente que nos cruzó el río en balsa. Podría tener razón en lo de la Hermana. Ojalá hubiéramos conocido el lenguaje de la Caverna de las balsas; es posible que supieran algo de un afluente de la Gran Madre, tan ancho como ella.

—Tú sabes lo fácil que es exagerar cuando se habla de grandes maravillas que están lejos. Yo creo que la «Hermana» de Tamen es otro canal de la Madre, más al este.

—Ojalá tengas razón, hermano menor. Porque si hay una Hermana, tendremos que cruzarla antes de llegar a esas montañas. Y no sé en qué otro sitio podríamos encontrar acomodo para pasar el invierno.

—Yo lo creeré cuando lo vea.

Un movimiento, que aparentemente no encajaba en el discurrir natural de las cosas y que llegó al nivel de la conciencia, atrajo la atención de Jondalar. Por el sonido, identificó a la nube negra que aparecía a lo lejos y avanzaba sin ningún miramiento para con el viento dominante, y se detuvo para observar la formación en V compuesta de gansos que lanzaban ensordecedores graznidos. Descendieron en picado como una masa compacta, ensombreciendo el cielo con su número, y se desparramaron cada cual por su lado al aproximarse al suelo con las patas pendientes y las alas agitadas, frenando hasta quedar inmovilizados. El río viraba bruscamente rodeando la abrupta elevación más adelante.

—Hermano mayor —dijo Thonolan sonriendo excitado—, esos gansos no se habrían posado de no haber algún pantano por ahí. Tal vez se trate de un lago o de un mar, y apostaría a que la Madre va a parar a él. ¡Creo que hemos alcanzado el final del río!

—Si trepamos a esa colina lo veremos mejor —el tono de Jondalar era intencionadamente neutro, pero Thonolan tuvo la impresión de que su hermano no lo creía así.

Treparon rápidamente y estaban casi sin aliento al llegar a la cima. Lo que divisaron desde allí les hizo contener la respiración. Se encontraban a suficiente altura para ver a una distancia considerable. Más allá del recodo, la Madre se ensanchaba agitándose; y al aproximarse a una amplia superficie, sus aguas hacían remolinos y espuma. El caudal más abundante estaba turbio a causa del barro arrancado al fondo, lleno de desechos: ramas rotas, animales muertos, árboles enteros que oscilaban y giraban, atrapados entre corrientes contrapuestas.

No habían llegado al final de la Madre: acababan de ver a la Hermana.

La Hermana había nacido en lo más alto de los montes que tenían enfrente entre arroyuelos y corrientes de agua que se convirtieron en ríos que saltaban rápidos, se desparramaban por encima de cataratas y caían raudos por la vertiente occidental del segundo macizo montañoso. Sin lagos ni depósitos que controlaran el flujo, las aguas tumultuosas iban cobrando fuerza e impulso hasta que confluían en la llanura. Lo único que podía dominar a la turbulenta Hermana era la propia Madre.

El afluente, de un tamaño casi igual, se fundía en la corriente del río principal, luchando contra la influencia dominante de la rápida corriente; retrocedía y volvía a surgir, con una especie de rabieta de contracorrientes y resacas, remolinos que aspiraban los desechos flotantes; en un girar peligroso, los lanzaba otra vez al fondo y los sacaban a flote de nuevo un poco más abajo. La confluencia congestionada se extendía formando un lago peligroso, demasiado ancho para poder cruzarlo.

Las crecidas otoñales habían culminado y un pantano de lodo se extendía sobre las márgenes donde las aguas habían retrocedido recientemente dejando una ciénaga de devastación: árboles arrancados con las raíces al aire, troncos impregnados de agua y ramas rotas, cadáveres de animales y peces moribundos varados en charcas que se estaban secando. Las aves acuáticas estaban dándose un banquete con los despojos fáciles de conseguir: la orilla próxima hervía de botín. Allí cerca, una hiena estaba empapuzándose con un ciervo, impávida a pesar del pesado aleteo de las cigüeñas negras.

—¡Gran Madre! —exclamó Thonolan en voz baja.

—Tiene que ser la Hermana —ahora Jondalar estaba demasiado pasmado para preguntarle a su hermano si ya se lo creía.

—¿Cómo vamos a atravesarlo?

—No tengo la menor idea. Tendremos que volver sobre nuestros pasos, río arriba.

—¿Hasta dónde? ¡Si es tan ancho como la Madre!

Jondalar se limitó a menear la cabeza. Tenía la frente arrugada por la preocupación que le dominaba.

—Deberíamos haber seguido el consejo de Tamen. Puede empezar a nevar en cualquier momento; no tendremos que retroceder mucho. No quiero que nos sorprenda en descampado ninguna tormenta fuerte.

Una ráfaga súbita de viento arrebató la capucha de Thonolan y la lanzó lejos, dejándole la cabeza al descubierto. Se la puso de nuevo, esta vez más pegada a la cara, y se estremeció. Por vez primera desde que habían iniciado el Viaje empezaba a albergar serias dudas de que pudieran sobrevivir al prolongado invierno que les esperaba.

—Y ahora, ¿qué haremos, Jondalar?

—Ante todo buscar un lugar para acampar —el hermano más alto echó un vistazo a la zona desde su posición ventajosa—. Por ejemplo, allí, justo río arriba, cerca de esa alta orilla con un bosquecillo de alisos. Hay un arroyo que desemboca en la Hermana… el agua tiene que ser buena.

—Si atamos las dos mochilas a un tronco y nos atamos una cuerda a la cintura, podríamos cruzar a nado sin separarnos.

—Ya sé que eres atrevido, hermano menor, pero es una locura. No estoy seguro de poder cruzar a nado, menos aún si tenemos que tirar de un tronco con todas nuestras pertenencias. El agua está fría; sólo la corriente impide que se congele…, había hielo en la orilla por la mañana. ¿Y si nos enredamos en las ramas de algún árbol? Nos veríamos arrastrados río abajo y tal vez arrastrados al fondo.

—¿Recuerdas la Caverna que vive cerca del Agua Grande? Ellos ahuecan el centro de árboles grandes y los utilizan para cruzar ríos. Quizá pudiéramos…

—A ver si encuentras por aquí un árbol de buen tamaño —dijo Jondalar, apuntando con el brazo hacia la pradera herbosa que sólo contaba con árboles flacos o retorcidos.

—Bueno…, alguien me habló de otra Caverna que hace canoas con corteza de abedul…, pero parece demasiado frágil.

—Ya las he visto, pero no sé cómo las hacen ni la clase de cola que utilizan para que no les entre agua. Y los abedules de su región son mucho más grandes que los que he visto por aquí.

Thonolan echó una mirada a su alrededor, tratando de idear alguna otra cosa que su hermano no pudiera rechazar con su lógica implacable. Observó la hilera de esbeltos alisos que se alzaban en una loma, al sur, y sonrió animado.

—¿Qué te parece una balsa? Lo único que debemos hacer es amarrar unos cuantos troncos; hay alisos de sobra en esa colina.

—¿Y habrá alguno que sea lo bastante largo y fuerte para hacer un palo que permita alcanzar el fondo del río para dirigirla? Las balsas son difíciles de controlar, incluso en ríos pequeños y poco profundos.

La sonrisa confiada de Thonolan se borró y Jondalar tuvo que reprimir la que pugnaba por dibujarse en sus labios. Su hermano era incapaz de disimular sus sentimientos. Jondalar dudaba mucho de que lo hubiera intentado siquiera. Pero lo que hacía de él un ser tan simpático era precisamente esa naturaleza impulsiva y candorosa.

—Sin embargo, la idea no es tan mala —repuso Jondalar, lo que hizo que la sonrisa volviera al rostro de Thonolan—. Una vez que hayamos avanzado río arriba y no haya peligro de que nos arrastre el agua turbulenta, y siempre que encontremos un punto en donde el río sea menos profundo, más angosto y no tan rápido, y donde crezcan árboles. Espero que el tiempo se mantenga tal como está.

Al hablar del tiempo, ya estaba Thonolan tan serio como su hermano.

—Entonces pongámonos en camino. La tienda está remendada.

—Primero miraré esos alisos. Todavía necesitamos un par de lanzas robustas. Deberíamos haberlas hecho la noche pasada.

—¿Aún te preocupa ese rinoceronte? A estas horas lo hemos dejado muy atrás. Tenemos que ponernos en marcha para buscar un lugar donde acampar.

—Por lo menos cortaré una rama.

—Entonces corta otra para mí. Empezaré a recoger.

Jondalar recogió su hacha y examinó el filo, y tras un gesto de aprobación, echó a andar colina arriba hacia la hilera de alisos. Después de examinar cuidadosamente los árboles, escogió uno alto y recto. Apenas lo hubo derribado y despojado de sus ramas, buscó otro para Thonolan, cuando, de pronto, oyó el ruido de una conmoción: resoplidos, gruñidos. Oyó también gritar a su hermano y después el sonido más aterrador que había oído en toda su vida: un alarido de dolor exhalado por su hermano. El silencio, al interrumpirse súbitamente el alarido, fue peor aún.

—¡Thonolan! ¡Thonolan!

Jondalar echó a correr colina abajo, sujetando todavía el palo de aliso y presa de un terror pánico. El corazón le latía en la garganta cuando vio un rinoceronte lanudo, tan alto como él, empujando la forma inerte de un hombre por el suelo. El animal parecía no saber qué hacer con su víctima, una vez la había derribado. Desde las profundidades de su temor y su ira, Jondalar dejó de pensar: reaccionó.

Blandiendo el palo de aliso como un garrote, el hermano mayor se abalanzó contra la bestia, olvidando su propia seguridad. Le asestó un fuerte golpe en el hocico, justo debajo del gran cuerno curvo, y después otro. El rinoceronte retrocedió, sin saber qué hacer frente a un hombre enloquecido que cargaba contra él y le lastimaba. Jondalar se preparaba para golpear de nuevo, llevó hacia atrás el largo palo para tomar impulso…, pero el animal se dio la vuelta. El fuerte garrotazo en el lomo no le hizo mucho daño, pero le obligó a correr, con el hombre alto tras él.

Cuando un garrotazo asestado con el largo palo silbó en el aire mientras el animal tomaba la delantera, Jondalar se detuvo y vio cómo se alejaba; recobró el aliento, dejó caer el palo y corrió hacia Thonolan. Su hermano estaba tendido boca abajo, allí donde el rinoceronte le había dejado.

—¿Thonolan? ¡Thonolan! —Jondalar le puso boca arriba. Había un desgarrón en el pantalón de cuero de Thonolan cerca de la ingle y una mancha de sangre que se ensanchaba—. ¡Thonolan! ¡Oh, Doni! —Pegó el oído al pecho de su hermano, tratando de percibir un latido, y se espantó creyendo que sólo imaginaba oírlo cuando lo oyó en realidad—. ¡Oh, Doni, está vivo! Pero ¿qué voy a hacer? —resoplando por el esfuerzo realizado, Jondalar tomó en brazos al joven inconsciente y se quedó un momento sin saber qué hacer, meciéndole contra su pecho—. ¡Doni, oh, Gran Madre Tierra! No te lo lleves aún. Deja que viva. Oh, por favor… —su voz se quebró y un enorme sollozo dilató su pecho—. Madre…, por favor…, que viva…

Jondalar inclinó la cabeza y sollozó contra el hombro inerte de su hermano un momento; después se lo llevó a la tienda. Le acostó con mucha suavidad sobre su rollo de dormir y con su cuchillo de mango de hueso le cortó la ropa. La única herida visible era un desgarrón desigual en la parte superior del muslo izquierdo, pero tenía el pecho de un rojo encendido; el lado izquierdo se le estaba hinchando y ennegreciéndose. Un examen a fondo, palpándole con todo cuidado, indicó a Jondalar que había varias costillas rotas; también era probable que el joven tuviera heridas internas.

La sangre salía a borbotones del muslo desgarrado de Thonolan y formaba un charco en su cama. Jondalar buscó en su mochila algo para poder detenerla. Cogió su túnica de verano, sin mangas, hizo una bola con ella y trató de quitar la sangre de la piel de la cama, pero sólo consiguió embarrarla. Entonces puso la suave gamuza sobre la herida.

—¡Doni, Doni! No sé qué hacer. Yo no soy zelandoni —Jondalar se sentó sobre los talones y se pasó la mano por el cabello, manchándose de sangre la cara—. Corteza de sauce. Haré una infusión de corteza de sauce.

Salió por un poco de agua. No hacía falta ser zelandoni para conocer las propiedades calmantes de la corteza de sauce; todos hacían una infusión de corteza de sauce contra el dolor de cabeza o cualquier otro dolor. No sabía si se empleaba para heridas graves, pero no se le ocurría ninguna otra cosa. Caminó agitado alrededor del fuego, mirando hacia el interior de la tienda a cada vuelta, a la espera de que hirviera el agua. Amontonó más leña sobre las llamas y quemó un borde del marco de madera que sostenía el pellejo lleno de agua.

«¿Por qué tarda tanto? Ahora resulta que no tengo la corteza de sauce. Lo mejor será que vaya a buscarla en lo que tarda el agua en hervir». Metió la cabeza por la abertura de la tienda y miró largo rato a su hermano; luego corrió hasta la orilla del río. Después de arrancar la corteza de un árbol deshojado cuyas largas y delgadas ramas se bañaban en el agua, se apresuró a regresar al campamento.

Primero miró para ver si Thonolan se había movido y comprobó que su túnica de verano estaba empapada en sangre. Luego se dio cuenta de que el contenido de la olla hervía a borbotones y se salía: amenazaba con apagar el fuego. Al principio no supo qué hacer —si ocuparse de la tisana o de su hermano—, y su mirada iba de la tienda al fuego y del fuego a la tienda. Finalmente tomó una taza, sacó un poco de agua, se quemó la mano y dejó caer la corteza de sauce en la olla. Echó más palos al fuego esperando que prendieran. Buscó en la mochila de Thonolan, la volcó desalentado y cogió la túnica de verano para sustituir a la suya.

Al entrar de nuevo en la tienda, oyó gemir a Thonolan. Era el primer sonido que éste emitía. Salió rápidamente para traer una taza de tisana, vio que apenas quedaba líquido y se preguntó si estaría demasiado fuerte. Volvió a meterse en la tienda con una taza del líquido hirviendo, buscó con la mirada, frenético, donde poder dejarla, y vio que no sólo su túnica de verano estaba manchada de sangre: había un charco en la cama de Thonolan.

«¡Está perdiendo demasiada sangre! ¡Oh, Madre! Necesita un zelandoni. ¿Qué voy a hacer?». Empezaba a sentirse dominado por el pánico que le inspiraba el estado de su hermano. Se sentía del todo impotente. «Necesito ir en busca de ayuda. ¿Adónde? ¿Dónde puedo encontrar un zelandoni? Ni siquiera puedo cruzar la Hermana, y no puedo dejarle solo. Si un lobo o una hiena huele la sangre, vendrá por él.

»¡Gran Madre! Su túnica está empapada en sangre. Algún animal la olfateará». Jondalar cogió la prenda y la arrojó fuera de la tienda. «No, eso es todavía peor», pensó.

Salió, la recogió y buscó frenéticamente con la vista dónde podría llevarla, lejos del campamento, lejos de su hermano.

Se encontraba conmocionado, dominado por la pena, y en el fondo de su corazón reconocía que no había esperanza. Su hermano necesitaba una ayuda que él no podía proporcionarle y que ni siquiera podía ir a buscar. Aun cuando supiera hacia dónde ir, no podía marcharse. Era absurdo pensar que una túnica ensangrentada fuera a atraer más a los carnívoros que el propio Thonolan con su herida abierta. Pero no quería enfrentarse a la verdad. Dio la espalda al sentido común y se abandonó al pánico.

Miró la hilera de alisos y, en un impulso irracional, corrió colina arriba y colgó la túnica de cuero en un rama alta de un árbol; luego regresó a toda velocidad. Se metió en la tienda y se quedó mirando a Thonolan, como si con la fuerza de su voluntad pudiera lograr que su hermano estuviera nuevamente sano, entero y sonriente.

Casi como si Thonolan percibiera esa voluntad, gimió, movió la cabeza y abrió los ojos. Jondalar se arrodilló más cerca y vio en sus ojos el dolor que sentía, a pesar de la débil sonrisa que le dedicaba.

—Tenías razón, hermano mayor. Casi siempre la tienes. No dejamos atrás al rinoceronte.

—No quiero tener razón, Thonolan. ¿Cómo te sientes?

—¿Quieres una respuesta sincera? Me duele. ¿Es muy grave? —preguntó, tratando de sentarse. La sonrisa desvaída se convirtió en una mueca de dolor.

—No trates de moverte. Toma, te he preparado una tisana de hojas de sauce —y Jondalar sostuvo la cabeza de su hermano y le llevó la taza a los labios. Thonolan tomó unos cuantos sorbos y se tendió nuevamente, aliviado. Una expresión de temor se unió al dolor que delataban sus ojos.

—Dime la verdad, Jondalar. ¿Es muy grave la herida?

El hombre alto cerró los ojos y respiró hondo.

—No tiene buen aspecto.

—Eso me parece. Pero ¿hasta qué punto? —Los ojos de Thonolan se fijaron en las manos de su hermano y se abrieron al máximo, alarmados—. ¡Tienes las manos cubiertas de sangre! ¿Es mía? Será mejor que me lo digas.

—Realmente no lo sé. Estás herido en la ingle y has perdido mucha sangre. El rinoceronte ha debido lanzarte al aire o pisotearte. Creo que tienes un par de costillas rotas; no sé qué más. No soy zelandoni…

—Pero necesito uno, y la única oportunidad de encontrar ayuda está al otro lado del río que no podemos cruzar.

—Ésa es, más o menos, la situación.

—Ayúdame a levantarme, Jondalar. Quiero ver si me puedo mover.

Jondalar iba a protestar, pero accedió de mala gana y al instante lo lamentó: en el momento en que Thonolan quiso sentarse, gritó de dolor y volvió a perder el conocimiento.

—¡Thonolan! —gritó Jondalar. La hemorragia había disminuido, pero el esfuerzo hizo que aumentara otra vez. Jondalar dobló la túnica veraniega de su hermano, la aplicó sobre la herida y salió de la tienda. El fuego estaba casi apagado; agregó combustible con el mayor esmero, puso más agua a calentar y cortó más leña.

Regresó para volver a ver a su hermano. La túnica de Thonolan estaba tinta en sangre; la apartó para examinar la herida y no pudo evitar una mueca al recordar cómo había corrido colina arriba para deshacerse de la otra. Su pánico inicial se había desvanecido y ahora le parecía una tontería. Ya no sangraba. Encontró otra prenda interior para el frío, la puso sobre la herida y cubrió a Thonolan; entonces recogió la segunda túnica ensangrentada y se encaminó al río. La arrojó al agua y se agachó para lavarse las manos, con la impresión de que su pánico le había inspirado acciones ridículas.

Ignoraba que el pánico es una característica del afán de supervivencia en circunstancias extremas. Cuando todo lo demás fracasa y se han agotado todos los medios racionales para hallar una solución, el pánico impone su dominio. Y a veces una acción irracional se convierte en una solución que la mente racional jamás hubiera imaginado.

Regresó, echó unas cuantas ramitas más al fuego y buscó el palo de aliso, aunque ya no parecía tener sentido hacer una lanza. No obstante, se sentía tan inútil que necesitaba hacer algo. Encontró el palo; entonces se sentó delante de la tienda y con golpes rotundos se puso a alisar un extremo.

El día siguiente fue una pesadilla para Jondalar. El lado izquierdo del cuerpo de Thonolan era sensible al menor roce, y estaba muy magullado. Jondalar apenas había dormido. Había sido una noche difícil para Thonolan, y cada vez que gemía, su hermano se levantaba. Pero lo único que podía ofrecerle era la tisana de corteza de sauce, que no representaba una gran ayuda. Por la mañana coció algo de comida, hizo caldo, pero ninguno de los dos comió mucho. Al llegar el atardecer, la herida estaba ardiendo y el joven tenía calentura.

Thonolan despertó de un sueño intranquilo y abrió los ojos frente a los ojos azules de su hermano. El sol acababa de traspasar el límite de la tierra, y aunque todavía había luz en el exterior, en la tienda casi no se veía. La oscuridad no impidió que Jondalar descubriera que su hermano tenía los ojos vidriosos, no en balde había estado gimiendo y murmurando entre sueños.

Jondalar trató de sonreír valerosamente.

—¿Qué tal te encuentras?

A Thonolan el dolor le impedía sonreír, y la mirada preocupada de Jondalar no era precisamente tranquilizadora.

—No me siento con ganas de cazar rinocerontes —respondió.

Permanecieron un rato en silencio, sin saber qué decir. Thonolan cerró los ojos y dio un hondo suspiro; estaba cansado de luchar contra el dolor; le dolía el pecho cada vez que respiraba, y el profundo dolor de la ingle izquierda parecía haberse extendido a todo su cuerpo. De haber pensado que quedaba alguna esperanza, habría resistido, pero cuanto más tiempo pasaran allí, menos oportunidades tendría Jondalar de cruzar el río antes de que se echara encima una tormenta. Sólo porque él fuera a morir no había razón para que también su hermano pereciera. Abrió de nuevo los ojos.

—Jondalar, ambos sabemos que sin ayuda no hay esperanza para mí, pero tampoco hay razón para que tú…

—¿Qué quieres decir con que no hay esperanza? Eres joven y fuerte. Te pondrás bien.

—No hay tiempo suficiente. No tenemos la menor oportunidad aquí, a campo raso. Jondalar, ponte en marcha, encuentra un lugar donde quedarte, tú…

—¡Estás delirando!

—No, yo…

—No hablarías así si estuvieras en tus cabales. Tú preocúpate por recuperar tus fuerzas…, deja que yo me preocupe de todo lo demás. Los dos vamos a salir bien de esto. Tengo un plan.

—¿Qué plan?

—Te lo contaré cuando haya perfilado todos los detalles. ¿Quieres algo de comer? Casi no has comido.

Thonolan sabía que su hermano no se iría mientras él estuviera con vida. Estaba cansado, quería abandonar la lucha, que llegara el final y que Jondalar tuviera una oportunidad.

—No tengo hambre —dijo, y vio en los ojos de su hermano que se sentía herido—; aunque podría beber un poco de agua. Jondalar vertió el resto del agua y sostuvo la cabeza de Thonolan mientras éste bebía. Sacudió la bolsa.

—Está vacía, voy a buscar más.

Quería un pretexto para salir de la tienda. Thonolan estaba a punto de abandonarse. Jondalar había mentido al decir que tenía un plan. Había perdido la esperanza…, no era extraño que su hermano considerase que la situación era desesperada. «Tengo que hallar la manera de cruzar el río y encontrar ayuda».

Subió una pequeña pendiente que le permitía divisar mejor el río, por encima de los árboles, y observó cómo una rama rota había quedado trabada en una roca saliente. Se sentía tan atrapado e indefenso como aquella rama desnuda y, dejándose llevar por un impulso, fue hasta la orilla y la liberó de la roca que la cerraba el paso. Vio cómo la corriente se la llevaba río abajo y se preguntó hasta dónde llegaría antes de resultar atrapada por otra cosa. Vio otro sauce y arrancó más corteza interior con el cuchillo. Thonolan podría tener otra mala noche; lo más seguro era que la tisana no le sirviera de mucho.

Finalmente se apartó de la Hermana y regresó al arroyo que tributaba su diminuto caudal al del río turbulento. Llenó la bolsa de agua y reanudó su camino de vuelta al campamento. No sabía a ciencia cierta qué fue lo que le incitó a mirar río arriba —tal vez oyera algo por encima del sonido del torrente impetuoso—, pero cuando lo hizo, se quedó boquiabierto sin dar crédito a lo que veía.

Algo se aproximaba desde la parte alta del río y se dirigía en línea recta hacia la orilla donde él estaba parado. Un enorme pájaro acuático, con un cuello largo y curvo que sostenía una cabeza encrestada y grandes ojos que no parpadeaban, se acercaba a él. Advirtió movimiento a espaldas de la criatura al acercarse, cabezas de otras criaturas. Una de las criaturas pequeñas hizo señas con la mano.

—¡Ho-la! —grito una voz. Nunca había oído Jondalar un sonido tan maravilloso.