17

Jondalar abandonó la protección del saliente de arenisca y miró hacia abajo la terraza cubierta de nieve que terminaba abruptamente en una caída vertical. Las altas murallas laterales enmarcaban los contornos redondos y blancos de las colinas erosionadas del otro lado del río. Darvo, que había estado esperándole, le hizo señas; estaba de pie junto a un tocón pegado a la muralla, a cierta distancia del campo donde Jondalar había decidido trabajar el pedernal. Estaba al aire libre, en un punto donde había buena luz, y fuera del paso, de manera que no sería probable que alguien pusiera el pie en una lámina afilada. Echó a andar hacia el muchacho.

—Jondalar, espera un momento.

—Thonolan —dijo sonriente, y esperó a que su hermano le diera alcance; caminaron juntos por la nieve endurecida—. He prometido a Darvo enseñarle algunas técnicas especiales esta mañana. ¿Cómo está Shamio?

—Está bien; superando el catarro. Nos tenía preocupados: tosía tanto que Jetamio no podía dormir. Estamos hablando de ampliar la vivienda antes del próximo invierno.

Jondalar le miró con cariño, preguntándose si las responsabilidades de una compañera y una familia más amplia no estarían pesando demasiado en su despreocupado hermano. Pero Thonolan tenía un aspecto de hombre tranquilo y contento. De repente esbozó una sonrisa de satisfacción.

—Hermano mayor, tengo algo que contarte. ¿Has observado que Jetamio estaba engordando un poco? Creí que adquiriría un aspecto de mujer saludable y asentada. Me equivocaba: ha sido bendecida de nuevo.

—¡Es maravilloso! Ya sé cuánto deseaba un hijo.

—Lo sabía desde hace tiempo, pero no quería decírmelo; temía preocuparme. Parece que esta vez lo está conservando, Jondalar. Shamud dice que no se puede garantizar nada, pero si todo sigue así de bien, dará a luz en primavera. Dice que está segura de que es un hijo de mi espíritu.

—Puede tener razón. Imagínate: mi hermanito vagabundo…, hombre de hogar, y su compañera esperando un hijo.

La sonrisa de Thonolan se ensanchó. Su felicidad era tan transparente que también Jondalar tuvo que sonreír. «Está tan contento de sí mismo que uno pensaría que es él quien va a tener el bebé», pensó Jondalar.

—Ahí, a la izquierda —dijo Dolando en voz baja, señalando un relieve en el flanco de la cresta abrupta que se elevaba ante ellos y cerraba todo el paisaje.

Jondalar miró, pero estaba demasiado abrumado para fijar la mirada en algo que no fuera aquella extensión. Se encontraban en el límite de la vegetación arbórea. Tras ellos se extendía el bosque por el que habían subido; robles en las partes más bajas y predominio de hayas en el resto. Más arriba estaban las coníferas que le resultaban más familiares, pinos negrales, abetos y piceas. Desde lejos había visto la costra dura de los levantamientos de la tierra, en picos mucho más imponentes, pero, al dejar atrás los árboles, se quedó sin resuello contemplando la grandiosidad inesperada del paisaje. Por muchas veces que hubiera admirado aquella panorámica, siempre le causaba la misma impresión.

La proximidad de la cumbre que se erguía ante ellos le dejaba a uno pasmado; producía una extraña sensación de inmediatez, como si pudiera tender la mano y tocarla. En una silenciosa admiración reverente, hablaba de levantamientos de los elementos, de una tierra grávida luchando por parir rocas peladas. Desnuda, sin bosques, la osamenta primordial de la Gran Madre yacía expuesta en el paisaje inclinado. Más allá, el cielo era de un azul sobrenatural —liso y profundo—, un telón de fondo sin detalles para el reflejo cegador de la luz del sol fragmentada por cristales de hielo glacial pegado a grietas y lomas por encima de las praderas alpinas barridas por el viento.

—Ya lo veo —gritó Thonolan—. Un poco más a la derecha, Jondalar. ¿Ves? En aquella cresta.

El hombre alto desvió la mirada y vio al gamo, pequeño y gracioso, dominando el precipicio. Su grueso pelaje de invierno todavía llevaba adheridos algunos parches en los flancos, pero el de verano, de un beige gris, se confundía con el color de la roca. Dos pequeños cuernos surgían muy rectos de la frente del antílope, parecido a una cabra, y sólo las puntas se le encorvaban hacia atrás.

—Ahora lo veo —dijo Jondalar.

—Tal vez no sea «él». También las hembras tienen cuernos —observó Dolando.

—Se parecen a los íbices, ¿verdad, Thonolan? Son…, tienen los cuernos más pequeños. Pero a cierta distancia…

—Jondalar, ¿cómo cazan al íbice los Zelandonii? —preguntó una joven, con ojos brillantes de curiosidad, excitación y amor.

Tenía tan sólo unos pocos años más que Darvo y se había enamorado, como la adolescente que era, del hombre alto y rubio. Nacida Shamudoi, se había criado en el río cuando su madre se unió por segunda vez a un Ramudoi, y había vuelto arriba cuando las relaciones terminaron tormentosamente. No se había acostumbrado a los riscos montañosos como la mayoría de la juventud Shamudoi, y no había mostrado el deseo de cazar gamos hasta hacía poco, al enterarse de que Jondalar aprobaba sinceramente a las mujeres cazadoras. Con gran sorpresa suya, descubrió que era emocionante.

—No sé mucho de eso, Rakario —respondió Jondalar con una amable sonrisa. Ya anteriormente había advertido esas señales en las muchachas jóvenes, y si bien no podía por menos de corresponder a sus atenciones, no quería alentarlas—. Había íbices en las montañas al sur de donde vivíamos, y más en los montes del este, pero no cazábamos en los montes. Estaban demasiado lejos. En ocasiones, se formaba un grupo en la Reunión de Verano y organizaba una partida de caza. Pero yo sólo me unía para pasar el rato y seguía las indicaciones de los cazadores que sabían cómo actuar. Sigo aprendiendo, Rakario. Dolando es el cazador experto en animales monteses.

El gamo brincó desde lo alto del precipicio a otra roca, y desde su nueva situación ventajosa, examinó el paisaje.

—¿Cómo se puede cazar un animal que brinca de esa manera? —preguntó Rakario con un suspiro, maravillada ante la gracia suave de la criatura de pies firmes—. ¿Cómo pueden sostenerse en un espacio tan reducido?

—Cuando consigamos uno, Rakario, fíjate en las pezuñas —dijo Dolando—. Verás que sólo el extremo exterior es duro. La parte interior es tan flexible como la palma de tu mano. Por eso no resbalan ni pierden pie. La parte suave se pega, la orilla dura sustenta. Para cazarlos, es importantísimo recordar que siempre miran hacia abajo. Siempre miran dónde ponen las patas, y saben lo que hay debajo. Tienen los ojos situados muy atrás en la cabeza, muy a los lados, para poder ver a su alrededor, pero no pueden ver detrás de ellos. Ésa es tu ventaja: si los rodeas, puedes atraparlos por detrás. Puedes acercarte lo suficiente para tocarlos, si eres cuidadosa y no pierdes la paciencia.

—¿Y si se marcha antes de que tú llegues? —preguntó la muchacha.

—Mira ahí arriba. ¿Observas la parte verde del pastizal? La hierba de primavera constituye un verdadero deleite para ellos después de la paja del invierno. Ese que está ahí arriba es un vigía. Los demás, machos, hembras y crías, están abajo, entre rocas y arbustos, ocultos a la vista. Si el pasto es bueno, no cambiarán mucho de lugar mientras se sientan a salvo.

—¿Qué hacemos aquí de charla? Vamos —dijo Darvo.

Le fastidiaba ver a Rakario todo el tiempo cerca de Jondalar, y se sentía impaciente por comenzar la cacería. Ya había acompañado otras veces a los cazadores —Jondalar se lo llevaba siempre desde que comenzó a cazar con los Shamudoi—, aunque sólo para rastrear, observar y aprender. Esta vez le habían dado permiso para tomar parte activa en la partida. Si lograba abatir algún ejemplar sería el primero de su vida y se le otorgarían atenciones especiales. Pero no se le habían impuesto grandes responsabilidades. No tenía que matar esta vez; podría intentarlo en otras oportunidades. Cazar una presa tan ágil y en un entorno al que estaba adaptada de manera tan específica, era difícil por no decir imposible. Quien se acercara lo suficiente con esas intenciones tendría que hacer alarde del mayor sigilo y habilidad silenciosa. Nadie podría seguir al gamo de saliente en saliente, a través de profundos abismos, cuando se asustaba y echaba a correr.

Dolando se puso en marcha rodeando una formación rocosa cuyas líneas paralelas de estratos formaban un ángulo. Capas más blandas de los depósitos sedimentarios habían sido erosionadas en la cara expuesta, dejando apoyos para los pies a modo de escalones. La escalada empinada para ir por detrás y rodear al rebaño de gamos iba a ser ardua, pero sin peligro. No hacía falta ser un alpinista consumado.

El resto de la partida siguió al jefe. Jondalar se quedó a la espera para cerrar la retaguardia. Casi todos habían echado a andar por la empinada pared rocosa cuando oyó que Serenio le llamaba. Sorprendido, se dio media vuelta. A Serenio no le interesaba la cacería, y pocas veces se alejaba de las cercanías del poblado. No podía imaginar lo que podría hacer tan lejos de casa, pero, al ver su expresión cuando estuvo junto a él, le hizo estremecerse como si una mano de hielo le hubiera recorrido la espalda. La mujer había venido corriendo y tuvo que recobrar el aliento antes de poder hablar.

—Contenta… alcanzarte. Necesito Thonolan… Jetamio… dando a luz… —consiguió expresar poco después.

Jondalar formó una bocina con las manos alrededor de la boca.

—¡Thonolan! ¡Thonolan!

Una de las siluetas que avanzaban se volvió, y Jondalar le hizo señas de que regresara.

Mientras esperaban, el silencio se hizo pesado. Él quería preguntar si Jetamio estaba bien, pero algo se lo impidió.

—¿Cuándo comenzó el parto? —preguntó al fin.

—Anoche le dolía la espalda, pero se calló. Thonolan estaba tan ilusionado con la cacería de gamos, que temía que no tomara parte si se lo decía. Dijo que no estaba segura de que fuese ya el alumbramiento, y creo que tenía la intención de darle la sorpresa del bebé cuando regresara —explicó Serenio—. No quería preocuparle ni que esperara, con los nervios desquiciados, mientras ella diera a luz.

«Así era Jetamio —pensó Jondalar—. Había querido evitarle sufrimientos. Thonolan estaba perdidamente enamorado de ella». Se le ocurrió un pensamiento atroz: «Si Jetamio deseaba sorprender a Thonolan, ¿por qué había corrido Serenio montañas arriba para buscarle?».

Serenio miró al suelo, cerró los ojos y respiró hondo antes de responder.

—El bebé se presenta de espaldas; ella es demasiado estrecha y no dilata. Shamud cree que es por la parálisis que sufrió, y me ha dicho que venga por Thonolan… Tú también… por él.

—¡Oh, no! ¡Gran Doni, no!

—¡No, no puede ser, no! ¿Por qué? ¿Por qué la bendiciría la Madre con un hijo para llevarse después a los dos?

Thonolan iba y venía, desesperado, dentro de los límites de la vivienda que había compartido con Jetamio, golpeándose una mano con el puño de la otra. Jondalar estaba allí parado, inútil, sin saber qué hacer, incapaz de ayudar, salvo con el consuelo de su presencia. Thonolan, loco de pena, había gritado a todos que se fueran.

—Jondalar, ¿por qué ella? ¿Por qué se la tenía que llevar la Madre? Tenía tan poco, y ha sufrido tanto. ¿Era demasiado pedir? ¿Un hijo?, ¿alguien de su propia carne?

—Yo no lo sé, Thonolan. Ni siquiera un Zelandoni podría responder a eso.

—¿Por qué de esa manera? ¿Por qué con tanto dolor? —Y Thonolan se detuvo frente a su hermano en busca de una respuesta—. Casi no se enteró de mi regreso, Jondalar, de tanto como sufría. Pude verlo en sus ojos. ¿Por qué tuvo que morir?

—Nadie sabe por qué la Madre da vida ni por qué la quita.

—¡La Madre! ¡La Madre! No le importa. Jetamio la honraba, yo la honraba. ¿De qué sirvió? El caso es que se llevó a Jetamio. ¡Odio a la Madre! —Y echó a andar por el estrecho recinto.

—Jondalar… —llamó Roshario desde la entrada, sin atreverse a entrar.

—¿Qué pasa? —preguntó Jondalar, saliendo.

—Shamud cortó para sacar el bebé después de que ella… —y Roshario parpadeó para apartar una lágrima—. Pensó que tal vez podría salvar al bebé…, a veces es posible. Era demasiado tarde, pero era un niño. No sé si querrás decírselo o no.

—Gracias, Roshario.

Podía ver que había estado llorando. Jetamio había sido una hija para ella. Roshario la había criado, la había cuidado durante la enfermedad, la parálisis, y el largo restablecimiento, y había estado con ella desde el principio hasta el desastroso final de su malaventurado parto. De repente, Thonolan pasó empujándolos, cogió la vieja mochila, tratando de ponérsela a la espalda y dirigiéndose al sendero que rodeaba la muralla.

—No creo que sea el momento —dijo Jondalar—. Se lo diré más tarde. ¿Adónde vas? —gritó, dándole alcance.

—Me marcho. No debería haberme quedado. No he llegado al final de mi Viaje.

—No puedes marcharte ahora —dijo Jondalar, sujetándole el brazo con la mano. Thonolan se la sacudió violentamente.

—¿Por qué no? ¿Qué me retiene aquí? —preguntó, sollozando.

Jondalar volvió a detenerle, le hizo dar media vuelta y miró a la cara a su hermano: vio un rostro tan descompuesto por la pena que casi no le reconoció. El dolor era tan profundo que quemaba su propia alma. Hubo momentos en que había envidiado la alegría de Thonolan por el amor que Jetamio le inspiraba, preguntándose qué fallo en su carácter le impedía experimentar un amor semejante. ¿Valía la pena? ¿Merecía el amor tanta angustia?, ¿tan amarga desolación?

—¿Puedes permitir que Jetamio y su hijo sean sepultados sin estar tú presente?

—¿Su hijo? ¿Cómo sabes que fue un hijo?

—Shamud lo sacó. Pensó que por lo menos podría salvar al bebé. Pero era ya demasiado tarde.

—No quiero ver al hijo que la mató.

—Thonolan, Thonolan. Ella pidió ser bendecida. Ella deseó quedar embarazada, y fue dichosa al saber que lo estaba. ¿Le habrías negado esa dicha? ¿Habrías preferido verla llevar una vida de tristeza? Tuvo amor y felicidad, primero al unirse a ti y después al recibir la bendición de la Madre. Fue un tiempo muy corto, pero me dijo que era más feliz de lo que había sido en toda su vida. Dijo que nada le proporcionaba mayor felicidad que tú y el saber que llevaba un hijo en su seno. Tu hijo, decía, Thonolan. El hijo de tu espíritu. Tal vez la Madre sabía que sería una cosa u otra, y quiso proporcionarle esa dicha.

—Jondalar, ni siquiera me reconoció… —y la voz se le quebró.

—Shamud le dio algo al final, Thonolan. No quedaban esperanzas de que diera a luz, pero no sufrió mucho. Sabía que estabas allí.

—La Madre me lo quitó todo al llevarse a Jetamio. Yo estaba tan lleno de amor… y ahora estoy vacío, Jondalar. No me queda nada. ¿Cómo es posible que se haya ido? —Thonolan se tambaleó, Jondalar le sostuvo mientras se desmoronaba y le recostó contra su hombro mientras sollozaba desesperadamente.

—¿Y por qué no regresar a casa, Thonolan? Si nos vamos ahora podemos llegar al glaciar en invierno y estar en casa la próxima primavera. ¿Por qué quieres ir hacia el este? —Y la voz de Jondalar estaba matizada de nostalgia.

—Tú vete a casa, Jondalar. Deberías haberte ido hace tiempo. Siempre he dicho que eres un Zelandonii y que siempre lo serás. Yo me voy al este.

—Dijiste que ibas a hacer un Viaje hasta el fin del Río de la Gran Madre. Una vez que llegues el mar de Beran, ¿qué harás?

—¿Quién sabe? Tal vez dé la vuelta al mar. Tal vez me vaya hacia el norte, a cazar mamuts con la gente de Tholie. Dicen los Mamutoi que existe otra cadena montañosa muy lejos al este. Nada tiene que darme lo que ha sido nuestro hogar, Jondalar. Prefiero andar en busca de algo nuevo. Es hora de que cada uno siga su camino, hermano. Tú te vas al oeste, yo al este.

—Si no quieres regresar, ¿por qué no quedarte aquí?

—Sí, ¿por qué no quedarte aquí, Thonolan? —preguntó Dolando, acercándose a ellos—. Y tú también, Jondalar. Con los Shamudoi o los Ramudoi: no importa. Tú eres de los nuestros. Aquí tienes familia y amigos. Lamentaríamos que uno de vosotros se marchara.

—Dolando, bien sabes tú que yo estaba dispuesto a pasar aquí el resto de mi vida. Ahora no puedo. Todo está demasiado lleno de ella. Sigo esperando verla a cada momento. Cada día que paso aquí he de recordar de nuevo que no volveré a verla. Lo siento. Echaré de menos a muchas personas, pero debo irme.

Dolando asintió con la cabeza. No quería presionar para que se quedaran, pero les había hecho saber que eran de la familia.

—¿Cuándo te irás?

—Pronto. Dentro de unos días —respondió Thonolan—. Me gustaría hacer un trato, Dolando. Me lo dejaré todo aquí, excepto las mochilas y la ropa. Pero me gustaría llevarme un bote.

—Estoy seguro de que eso tiene arreglo. Entonces, irás río abajo. ¿Al este? ¿No regresarás con los Zelandonii?

—Me voy al este —dijo Thonolan.

—¿Y tú, Jondalar?

—No lo sé. Ahí están Serenio y Darvo…

Dolando asintió; Jondalar no había formalizado el vínculo, pero sabía que eso no le facilitaría la decisión. El alto Zelandonii tenía razones para irse al oeste, quedarse o marchar hacia el este, y nadie podía dar por seguro el camino que habría de tomar.

—Roshario se ha pasado el día cocinando. Creo que lo hace para estar ocupada y que no le quede tiempo para pensar —dijo Dolando—. Le agradaría que vinierais a comer con nosotros. Jondalar, también le gustaría tener a Serenio y Darvo; y le gustaría más aún que comieras algún bocado, Thonolan. La tienes preocupada.

«También debe ser duro para Dolando», pensó Jondalar. Con la preocupación que le estaba causando Thonolan, no había pensado en la pena de la Caverna. Había sido el hogar de Jetamio. Dolando tuvo que quererla como a cualquier otro hijo de su hogar. Había intimado con muchos. Tholie y Markeno eran su familia, y bien sabía él que Serenio había estado llorando. Darvo estaba entristecido y no quería hablar con él.

—Le preguntaré a Serenio —dijo Jondalar—. Estoy seguro de que a Darvo le agradaría ir; quizá debas contar sólo con él. Yo quisiera hablar con Serenio.

—Mándanoslo —concluyó Dolando, diciéndose a sí mismo que se quedaría con el muchacho por la noche, de manera que su madre y Jondalar tuvieran tiempo para tomar una decisión.

Los tres hombres caminaron de regreso hasta el saliente de arenisca y se quedaron al lado del fuego del hogar central un momento. No hablaron mucho, pero gozaron de su mutua compañía —un placer agridulce— sabedores de que se habían producido cambios que pronto les impedirían estar juntos de nuevo.

Las sombras de las murallas de la terraza habían producido ya un frescor vespertino, aunque desde el extremo del frente todavía podía verse la luz del sol chorreando por el cañón del río. Estaban de pie frente al fuego, casi estaban haciéndose la ilusión de que no había cambiado nada, de que habían olvidado la desoladora tragedia. Permanecieron un buen rato disfrutando del crepúsculo, como para retener el momento, cada cual pensando en sus cosas, aunque, de haber expresado sus pensamientos, habrían resultado notablemente parecidos. Cada uno de ellos estaba recordando los sucesos que habían conducido a los Zelandonii hasta la Caverna de los Sharamudoi, y cada uno se preguntaba si volvería a ver algún día a los otros dos.

—¿Venís o no venís? —preguntó finalmente Roshario, impaciente. Había comprendido que los hombres necesitaban celebrar aquella última comunión silenciosa, y no había querido molestarles. Entonces Shamud y Serenio salieron de una vivienda, Darvo se separó de un grupo de muchachos, otras personas se acercaron al fuego central y se diluyó aquel estado de ánimo de manera definitiva. Roshario empujó a todos hacia su morada, incluyendo a Serenio y Jondalar, pero éstos se marcharon después.

Caminaron en silencio hasta el borde y después rodearon la muralla hasta llegar junto a un tronco caído en el que se acomodaron para contemplar la puesta de sol río arriba. La naturaleza conspiraba para mantenerlos silenciosos ante la extraordinaria belleza del sol poniente. Al descender el globo en fusión, nubes de un gris plomizo se iluminaban con tonos plateados y se extendían después como oro brillante que se esparcía por el río. Un rojo encendido transformaba el oro en cobre reluciente que se iba apagando en matices broncíneos y se fundía de nuevo con plata.

Al convertirse la plata en plomo, y empañarse con tonalidades más oscuras, Jondalar tomó una decisión. Se volvió hacia Serenio; desde luego era bellísima, pensó. No era difícil vivir con ella; le proporcionaba una vida cómoda. Abrió la boca para hablar.

—Volvamos, Jondalar —se adelantó ella.

—Serenio…, yo…, nosotros hemos vivido… —comenzó. Ella se llevó un dedo a los labios para hacerle guardar silencio.

—No hables ahora. Regresemos.

Esta vez comprendió la urgencia de su tono de voz, vio el deseo en sus ojos. La cogió de la mano, llevó sus dedos a los labios y, dándole vuelta a la mano, la besó la palma. Su boca cálida y ansiosa encontró la muñeca y la siguió hasta el brazo y el codo, levantándole la manga para alcanzarlo.

Ella suspiró, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, invitándole. Él le sostuvo la nuca para retener la cabeza y besó la pulsación del cuello, halló la oreja y buscó la boca. Ella, hambrienta, esperaba. Entonces la besó lenta y amorosamente, saboreando la suavidad debajo de la lengua, tocando las ondulaciones de su paladar, y metió su lengua en la boca de ella. Cuando se separaron, la mujer respiraba muy fuerte; su mano encontró la respuesta de él, cálida, palpitante.

—Regresemos —dijo Serenio con voz ronca.

—¿Por qué regresar? ¿Por qué no aquí?

—Si nos quedamos aquí se acabará muy pronto. Quiero el calor del fuego y de las pieles para que no tengamos que darnos prisa.

Últimamente hacían el amor de una manera que, sin ser aburrida, era algo rutinaria. Cada uno sabía lo que le producía satisfacción al otro, y tendían a adoptar un patrón, experimentando y explorando sólo en escasas ocasiones. Él sabía que esa noche ella deseaba algo más que rutina, y estaba deseando cumplir. Le cogió la cabeza entre las manos, la besó los ojos, la punta de la nariz, la suavidad de las mejillas, y respiró en su oreja. Mordisqueó el lóbulo de una oreja y volvió a buscar la garganta. Al hallar una vez más la boca, la cogió impetuosamente y pegó a la mujer contra su cuerpo.

—Creo que tenemos que regresar, Serenio —le susurró al oído.

—Es lo que estaba diciendo.

Enlazados, con el brazo del hombre sobre el hombro de la mujer y el de ésta alrededor de la cintura de Jondalar, regresaron por el saliente de la muralla. Por una vez, Jondalar no se detuvo para dejar el paso libre en el borde exterior; ni siquiera se fijó en el precipicio.

Había caído la oscuridad, la negrura profunda de la noche y la sombra sobre el campo abierto. La luz de la luna no podía atravesar las altas murallas laterales, sólo unas cuantas estrellas dispersas se divisaban en el firmamento, entre nubes. Era más tarde de lo que creían cuando llegaron bajo el saliente; no había nadie junto al fuego del hogar central, aunque todavía quedaban troncos ardiendo con largas llamas. Vieron a Roshario, Dolando y algunos más dentro de su vivienda; al pasar por delante de la entrada, divisaron a Darvo jugando con trozos de hueso labrado con Thonolan; Jondalar sonrió; era un juego al que habían jugado su hermano y él con mucha frecuencia durante las largas noches invernales, un juego que podía necesitar la mitad de una noche para decidir el resultado definitivo y que obligaba a que se concentrara la atención… ayudando a olvidar.

La vivienda que Jondalar compartía con Serenio estaba a oscuras cuando llegaron. El joven amontonó leña en el hogar rodeado de piedras y salió por un carbón encendido del fuego principal, para prenderlo. Cruzó dos tablas delante de la entrada y extendió la cortina de cuero, creando así un mundo cálido y privado.

Se quitó la prenda exterior, y mientras Serenio traía unas tazas, Jondalar fue por el pellejo de jugo fermentado de arándano y lo escanció. Había pasado la urgencia de su ardor y el camino de regreso le había dado tiempo para pensar. «Es la mujer más apasionada y adorable que he conocido», pensó, mientras bebía a sorbitos el líquido generoso. «Hace mucho que debí haber formalizado nuestra unión. Quizá esté dispuesta a regresar conmigo, y también Darvo. Pero ya nos quedemos aquí o regresemos, la quiero por compañera».

La decisión le causó una especie de alivio, ya que representaba un factor menos de indecisión en sus preocupaciones; además, le agradaba sentirse tan satisfecho por haberla tomado. ¿Por qué se habría abstenido hasta entonces?

—Serenio, he tomado una decisión. No creo haberte dicho nunca todo lo que representas para mí…

—Ahora no —dijo ella, dejando la taza. Le rodeó el cuello con sus brazos, unió sus labios a los de él y se estrechó contra su cuerpo. Fue un beso prolongado, que despertó muy pronto la pasión de él. «Tiene razón —pensó—. Podemos hablar después».

Al reafirmarse la intensidad de su calor, Jondalar se la llevó hasta la plataforma cubierta de pieles. El fuego, olvidado, ardía muy bajo mientras él exploraba y redescubría el cuerpo de la mujer. Serenio nunca se había mostrado fría, pero esta vez se abrió a él como nunca anteriormente. No se saciaba de él aun cuando quedó satisfecha una y otra vez. Un impulso tras otro se apoderaba de ellos, y cuando Jondalar creyó haber alcanzado sus límites, ella experimentó con su técnica y le alentó lentamente de nuevo. Con un último esfuerzo exaltado, ambos alcanzaron un gozoso alivio y se quedaron tendidos juntos, finalmente saciados.

Durmieron un rato tal como estaban, desnudos, encima de las pieles. Al apagarse el fuego, el frío previo al amanecer les despertó. Serenio encendió una nueva fogata con las últimas brasas mientras él se ponía una túnica y salía para llenar de agua un pellejo. El calor había vuelto al interior de la vivienda cuando él regresó; se había zambullido en la poza fría al ir por agua; se sentía vigorizado, refrescado y tan plenamente satisfecho que estaba dispuesto para lo que fuera. Una vez que Serenio puso piedras a calentar, salió para aliviar sus necesidades y regresó tan mojada como él.

—Estás temblando —dijo Jondalar, envolviéndola en una piel.

—Parecías haber gozado tanto con tu remojón que pensé probar yo también. ¡El agua estaba helada! —Y rió.

—La tisana está casi hecha; te traeré una taza. Siéntate aquí —y Jondalar la empujó hacia la plataforma, antes de amontonar sobre ella más pieles hasta que sólo quedó visible su rostro. «Pasarme la vida con una mujer como Serenio no sería tan malo —pensó—. Me pregunto si podría convencerla de que regrese a casa conmigo». Un pensamiento amargo le asaltó: «Si lograra convencer a Thonolan de regresar a casa conmigo. No puedo comprender su deseo de ir al este». Llevó a Serenio una taza de infusión caliente de betónica y se sentó al borde de la plataforma.

—Serenio, ¿nunca has pensado en hacer un Viaje?

—¿Quieres decir viajar hasta algún lugar que no haya visto anteriormente, encontrarme con personas desconocidas que hablen un lenguaje que no entienda? No, Jondalar, nunca he sentido el anhelo de hacer un Viaje.

—Pero entiendes el zelandonii, y muy bien. Cuando decidimos aprender nuestros mutuos idiomas con Tholie, me sorprendió la rapidez con que aprendías. No sería como si tuvieras que aprender otra lengua.

—¿Qué tratas de decir, Jondalar?

—Intento persuadirte de que regreses conmigo a mi hogar —dijo Jondalar, sonriendo—, después de que nos unan formalmente. Te agradarán los Zelandonii…

—¿Qué quieres decir con «después de que nos unan»? ¿Qué te hace pensar que vamos a unirnos formalmente?

Jondalar se quedó desconcertado. Por supuesto, debería habérselo pedido antes, en vez de hablar de viajes. A las mujeres les agrada que las rueguen, no que las tengan por seguras. Sonrió con timidez.

—He decidido que ha llegado la hora de que nuestro compromiso sea oficial. Debería haberlo hecho hace tiempo. Eres una mujer bella y afectuosa, Serenio. Y Darvo es un excelente muchacho. Tenerlo como el verdadero hijo de mi hogar me enorgullecería. No obstante, tenía la esperanza de que consideraras la posibilidad de viajar conmigo, hacia mi tierra… de regreso con los Zelandonii. Por supuesto, si tú no…

—Jondalar, tú no puedes decidir que nuestro compromiso sea oficial. No voy a unirme a ti; hace algún tiempo que lo decidí.

Jondalar se puso colorado, realmente confundido. No se le había ocurrido que ella no quisiera unirse oficialmente a él. Sólo había pensado en sí mismo, en cómo sentía, no en que ella pudiera no considerarle merecedor.

—Lo…, lo siento, Serenio. Creí que yo te importaba. Ha sido un error mío haberlo dado por sentado. Deberías haberme dicho que me fuera… Podría haber encontrado otro lugar —se puso de pie y comenzó a recoger algunas de sus pertenencias.

—Jondalar, ¿qué estás haciendo?

—Recogiendo mis cosas para mudarme.

—¿Y por qué quieres mudarte?

—Yo no quiero, pero si tú no deseas tenerme aquí…

—Después de esta noche pasada, ¿cómo puedes decir tal cosa? ¿Qué tiene eso que ver con formalizar nuestra unión?

Jondalar volvió sobre sus pasos, se sentó al borde de la plataforma y miró a los enigmáticos ojos de Serenio.

—¿Por qué no quieres emparejarte conmigo? ¿No soy… lo suficientemente hombre para ti?

—No lo suficientemente hombre… —la voz de Serenio se le quebró en la garganta. Cerró los ojos, parpadeó varias veces y respiró hondo—. ¡Oh, Madre, Jondalar!, ¡no lo suficientemente hombre! Si no lo eres tú, no hay hombre en la Tierra que lo sea. Ahí está precisamente el problema. Eres demasiado hombre, demasiado todo. No podría vivir con ello.

—No comprendo. Quiero unirme contigo y tú dices que soy demasiado bueno para ti.

—¿De veras no lo entiendes? Jondalar, me has dado más…, más que cualquier otro hombre. Si me emparejara contigo tendría tanto, tendría más que ninguna de las mujeres que conozco. Me envidiarían. Desearían que sus hombres fueran tan generosos, tan atentos, tan buenos como tú. Ya saben que el mero contacto contigo puede hacer que una mujer se sienta más viva, más… Jondalar, tú eres lo que toda mujer desea.

—Si yo soy… todo eso que dices, ¿por qué no quieres unirte conmigo?

—Porque no me amas.

—Serenio…, yo… sí…

—A tu manera sí me amas. Te importo. Nunca harías nada que pudiera lastimarme, y serías maravilloso, ¡tan bueno conmigo! Pero yo lo sabría siempre. Aun cuando me convenciera de que no, siempre lo sabría. Y me preguntaría lo que tengo de malo, lo que me falta, para que no puedas amarme.

Jondalar bajó la mirada.

—Serenio, las personas se emparejan sin quererse de esa manera —la miró con expresión seria—. Si tienen otras cosas, si se interesan el uno por el otro, pueden vivir felices juntos.

—Sí, hay personas así. Puedo volver a emparejarme algún día, y si tenemos esas otras cosas, puede no ser necesario que nos amemos. Pero tú no, Jondalar.

—¿Por qué yo no? —preguntó, y la pena que revelaban sus ojos bastó casi para hacer que ella reconsiderara su decisión.

—Porque yo te amaría. No podría remediarlo. Te amaría y me moriría un poco cada día al saber que tú no me amabas de la misma manera. Ninguna mujer puede evitar amarte, Jondalar. Y cada vez que hiciéramos el amor, como esta noche, me agostaría un poco más por dentro. Deseándote tanto, amándote tanto y sabedora de que por mucho que lo desearas, no podrías pagarme con ese mismo amor. Al cabo de algún tiempo yo me secaría, sería como una cáscara vacía, y hallaría medios para hacer que tu vida fuese tan desdichada como la mía. Tú seguirías siendo cariñoso y generoso, porque sabrías por qué me habría vuelto así. Pero te odiaría por ello. Y todo el mundo se preguntaría cómo podías soportar a una vieja amargada y gruñona. No quiero hacerte eso, Jondalar. Y no quiero hacérmelo a mí.

Jondalar se puso de pie y caminó hasta la entrada: luego dio media vuelta y regresó.

—Serenio, ¿por qué no puedo amar? Otros hombres se enamoran…, ¿qué tengo yo de malo? —La miró con una angustia tal que ella se conmovió, le amó más todavía y deseó que hubiera algún medio para hacer que la amara.

—No lo sé, Jondalar. Quizá no hayas encontrado a la mujer apropiada. Quizá la Madre tenga algo especial para ti. No hace muchos como tú. Eres realmente más de lo que podría soportar la mayoría de las mujeres. Si todo tu amor se concentrara en una sola, quizá la abrumaría, de no ser una a quien la Madre hubiese concedido dádivas similares. Incluso en el caso de que me amaras, no estoy segura de que pudiera vivir con ello. Si amaras a una mujer tanto como amas a tu hermano, tendría que ser una mujer muy fuerte.

—No puedo enamorarme, pero si pudiera, ninguna mujer podría aguantarlo —dijo él, con una risa llena de amargura y fría ironía—. Ten cuidado con las dádivas que la Madre da —sus ojos, de un profundo color violeta al resplandor rojo del fuego, se llenaron de aprensión—. ¿Qué quieres decir con eso de que «si amaras a una mujer tanto como amas a tu hermano»? Si no hay mujer capaz de «soportar» mi amor, ¿estás pensando que necesito… un hombre?

Serenio sonrió y luego ahogó la risa.

—No quiero decir que amas a tu hermano como a una mujer. No eres como Shamud, con el cuerpo de un sexo y las tendencias del otro. Tú lo sabrías ya a estas alturas y buscarías lo tuyo y, como Shamud, habrías hallado un amor entre los de tu propia condición. No —dijo Serenio, y sintió una oleada de calor al pensarlo—, amas demasiado el cuerpo de la mujer. Pero amas a tu hermano más de lo que hayas amado nunca a mujer alguna. Por eso te he deseado tanto esta noche. Tú te irás cuando él se vaya, y yo no volveré a verte jamás.

Tan pronto como se lo oyó decir comprendió que era cierto. No importaba lo que creyera haber decidido; cuando llegase la hora, se marcharía con Thonolan.

—¿Cómo lo has sabido, Serenio? Yo lo ignoraba. He venido aquí creyendo que nos uniríamos formalmente y que me establecería con los Sharamudoi si no me era posible regresar a casa contigo.

—Creo que todo el mundo sabe que seguirás a tu hermano adonde vaya. Shamud dice que es tu destino.

La curiosidad de Jondalar respecto al Shamud nunca había quedado satisfecha. Obedeciendo a su impulso, preguntó:

—Dime, el Shamud, ¿es hombre o mujer?

Serenio se quedó mirándole largo rato.

—¿Deseas realmente saber la verdad?

Jondalar lo pensó un instante.

—No, supongo que no importa. Shamud no quiso decírmelo…, tal vez el misterio sea importante para… Shamud.

En el silencio que siguió, Jondalar contempló a Serenio, deseando recordarla tal como estaba en ese momento. Tenía el cabello mojado aún, y enredado, pero había entrado en calor y se había quitado casi todas las pieles.

—¿Y tú, Serenio? ¿Qué vas a hacer?

—Yo te amo, Jondalar —fue una manifestación clara y simple—. No será fácil superar tu pérdida, pero me has dado algo. Yo tenía miedo de amar. He perdido tantos amores que rechacé todo sentimiento amoroso. Sabía que te perdería, Jondalar, pero te amé de todos modos. Ahora sé que puedo amar nuevamente, y si pierdo mi amor, eso no borra el amor que existió. Tú me has dado eso. Y tal vez algo más —y el misterio de su esencia de mujer apareció en su sonrisa—. Pronto, tal vez, llegará alguien a mi vida, alguien a quien amar. Es un poco pronto para darlo por seguro, pero creo que la Madre me ha bendecido. No creí que fuera posible después del último que perdí…, llevo muchos años sin Su Bendición. Puede ser un hijo de tu espíritu. Lo sabré si el niño tiene tus ojos.

Las arrugas habituales surcaron la frente del hombre.

—Serenio, entonces debo quedarme. No tienes hombre en tu hogar para cuidar de ti y del bebé —dijo.

—Jondalar, no tienes que preocuparte. Ninguna madre ni sus hijos carecen nunca de atenciones. Mudo ha dicho que todas a las que Ella bendice deben ser socorridas. Por eso hizo a los hombres, para que lleven a las madres las dádivas de la Gran Madre Tierra. La Caverna proveerá, como Ella provee para todos Sus hijos. Tú debes seguir tu destino, yo seguiré el mío. No te olvidaré, y si tengo un hijo de tu espíritu, pensaré en ti lo mismo que recuerdo al hombre al que amé cuando nació Darvo.

Serenio había cambiado, pero seguía sin exigir nada, sin cargarle de obligaciones. Él la rodeó con sus brazos; ella miró los dominantes ojos azules. Los ojos de ella no ocultaban nada, ni el amor que sentía ni su tristeza al perderle ni su gozo ante la idea del tesoro que esperaba llevar dentro de sí. Por una rendija podían ver la débil luz que anunciaba un nuevo día. El hombre se puso de pie.

—¿Adónde vas, Jondalar?

—Salgo un momento. He bebido demasiada tisana —sonrió hasta con los ojos—. Pero mantén caliente la cama. La noche no ha terminado aún —se agachó para besarla—. Serenio —y tenía la voz ronca de sentimientos—, significas para mí más que cualquier otra mujer que haya conocido.

No era suficiente. Se iría, aunque ella sabía que de habérselo pedido, se habría quedado. Pero no se lo pidió; a cambio él le dio lo más que podía dar. Y eso era más de lo que la mayoría de las mujeres obtendrían jamás.