32. FACTORES DE LOS NUEVOS
PLANTEAMIENTOS
La segunda guerra trajo consigo una aceleración en el proceso de mundialización de la historia mucho más fuerte todavía que la primera. Y por su magnitud, sus estragos, o también sus adelantos materiales (en el orden de la electrónica, de las comunicaciones, de la síntesis química de nuevos materiales, de la sanidad, con la proliferación de los antibióticos, etc.) supuso una serie de cambios irreversibles, y por consiguiente las cosas no pudieron volver a ser lo que habían sido.
A título de enlace con el estudio del mundo actual, basten aquí unas líneas sobre algunos de los aspectos más destacados que subsiguieron a las paces de 1945.
De los cinco Grandes a los dos Grandes
Se adivinó desde el primer momento un sistema de «directorio», a pesar del carácter de democracia mundial que se pretendió conferir a la imagen de la posguerra. Pero la momentánea desaparición de China como potencia operativa en el globo y el derrumbamiento de los imperios británico y francés, dejaron un porcentaje muy alto de la dirección de los destinos mundiales y de la toma de decisiones clave en manos de los dos más grandes vencedores, los Estados Unidos y la Unión Soviética: con la particularidad ya apuntada de que estas decisiones casi nunca fueron conjuntas, sino más bien contradictorias. Esta dualidad acabaría teniendo más peso que la inicial pluralidad, y marcaría en gran parte las líneas fundamentales de la dinámica geohistórica de la posguerra.
Si la primera guerra mundial había elevado a los Estados Unidos al rango de potencia de primerísimo orden, la segunda le confirió una superioridad aplastante sobre sus propios aliados de Europa. Superioridad evidenciada en su inmenso poderío militar y su fabulosa capacidad económica. En el caso de los Estados Unidos, el progreso tecnológico puesto al servicio de la guerra, fue aplicable en gran medida a la producción en tiempos de paz, y la tecnología norteamericana, dominadora de los royalties de los instrumentos más sofisticados para hacer más fácil y más próspera la vida del hombre sobre la tierra, convirtió a los Estados Unidos en dominadores mundiales, si no de la producción, sí del «secreto» para obtenerla; el resto del mundo habría de vivir de prestado, si cabe tal expresión, de tan abrumadora superioridad tecnológica.
Y esta vez los Estados Unidos no se retiraron prestamente de los escenarios del mundo, como en 1919; el espíritu de Roosevelt se mantuvo, como no se había mantenido el de Wilson, y en virtud de un «destino manifiesto» o vocación histórica más fuerte que en ningún otro momento de su pasado, los norteamericanos se esforzaron en mantener el liderato y hacer patente su presencia en todos los espacios estratégicos del globo. Zonas donde antes se reconocía el derecho de intervención de Inglaterra o de Francia quedaron desde ahora reservadas al derecho superior de los Estados Unidos. Pero la hegemonía mundial de los Estados Unidos fue respondida por la Unión Soviética, que pese a las durísimas pérdidas sufridas en la guerra se rehizo muy pronto por obra de la férrea disciplina impuesta por Stalin y de las ganancias territoriales habidas después el conflicto. Rusia no fue un país de ricos, como los Estados Unidos, sino un país rico, al menos por lo que se refiere a su potencial demográfico productivo y militar, y sobre todo por las inmensas posibilidades de un Estado todopoderoso, que pudo permitirse el lujo de gastar una proporción descomunal de su presupuesto en armamento (y en investigación militar), sin que nadie en el propio país lo criticara.
Así que muy pronto, en la posguerra, dejó de hablarse de «potencias» y se empezó a hablar de «las dos superpotencias». El mundo vivió por primera vez bajo un sistema dual, caracterizado por dos poderes sensiblemente equivalentes, enfrentados muy pronto no ya por su afán de hegemonía en el mundo, sino por ser abanderados de dos sistemas ideológico-político-sociales contrapuestos. Esta originalidad de planteamiento se vio pronto incrementada por el hecho insólito de que una guerra entre ambos podía significar la destrucción integral del planeta. Esta es precisamente una de las razones por las que esa guerra no estalló. Los cuarenta años de la llamada «guerra fría» (1949-1989) permitieron, incluso favorecieron, una serie de guerras localizadas y no declaradas, en las que ninguna de las dos superpotencias podía intervenir a fondo sin peligro de intervención de la otra.
De Este-Oeste a Norte-Sur
El episodio de la descolonización de los países dependientes de una potencia —por lo general europea— siguió con sorprendente rapidez a la guerra mundial, y nos obliga a suponer que entre uno y otro acontecimientos existe de alguna manera una cierta relación causa-efecto. Realmente el gran cambio en el mapa del mundo se verificó como resultado de la descolonización, y no de la guerra en sí. Este cambio en la presencia de nuevas soberanías, con la consiguiente transferencia de fuerzas geopolíticas y de zonas de influencia se operó en un plazo de tiempo increíblemente breve (en sus líneas generales, dentro de los trece años que van de 1947 a 1960). El número de países soberanos pasó en pocos años de 60 a 150. Algunos adquirirían cierto peso en el mundo, como la India, Pakistán, Indonesia, o, por razones económicas, algo más tarde los productores de petróleo del Oriente Medio. La mayoría adquirieron un peso en el conjunto muy escaso, y sufrieron las consecuencias de la retirada prematura de las potencias colonizadoras, descendieron en su nivel de vida y en cultura, y se enzarzaron con frecuencia en reyertas territoriales o raciales, pues las nuevas naciones no se edificaron sobre conceptos geográficos o humanos, sino sobre las fronteras artificiales de las antiguas colonias.
La hegemonía de Europa sobre aquellos países poco desarrollados fue en parte sustituida por la de las dos superpotencias, que no por casualidad se habían manifestado como las más entusiastas de la descolonización. Los Estados Unidos buscaron el influjo económico mediante la inversión o la formación de compañías binacionales o multinacionales que explotaran los recursos de los nuevos países. La Unión Soviética buscó el influjo ideológico, sabedora de que la pobreza —más en evidencia por los enormes contrastes socioeconómicos entre las minorías dirigentes y el pueblo miserable— era un excelente caldo de cultivo para la difusión del marxismo-leninismo, con el resultado de la adquisición de nuevas zonas de influencia en el globo. La Universidad Patricio Lumumba de Moscú se propuso formar profesionales que sustituyesen a las clases dirigentes vinculadas a los intereses occidentales. Gran parte de la guerra fría se desarrolló por la lucha entre estos dos intentos o formas de influencia.
Así se consagró el concepto de Tercer Mundo, vigente por lo menos desde comienzos de los años sesenta. El primer mundo, democrático y capitalista, se extendía por Europa Occidental y América; el segundo mundo, comunista y estatista, ocupaba un inmenso espacio continental desde Berlín hasta las costas asiáticas del Pacífico. De nuevo volvió a hablarse de la lucha entre la tierra y el mar. Y el tercer mundo se extendía por enormes extensiones de Asia y África (en menor grado, por algunas zonas pobres de la América intertropical). Disputado por los otros dos mundos, quiso también mostrar su propio derecho a un papel histórico, y así surgieron instituciones como la Conferencia de Países no Alineados, que trataron de contraponer el tercer mundo a los otros dos. (Esta contraposición fue más operativa cuando la Conferencia fue presidida por «no alineados» de verdad, como Sukarno o el Pandit Nehru, y perdió fuerza moral cuando cayó en manos de comunistas como Tito o Fidel Castro).
Pero el Tercer Mundo era demasiado grande y heterogéneo como para tener una voz única. Por la segunda mitad de los años sesenta y primera de los setenta se intuyó una clara tendencia a los Bloques («bloques regionales» se los llamó). El Sudeste asiático, el mundo árabe, el africano de raza negra, parecían los mejor perfilados. También tendían a formar bloques Europa Occidental (CEE, tratado de Roma, 1957), o Iberoamérica. Instituciones como la OUA o la OEA americana parecieron adquirir grandes posibilidades de protagonismo en la dinámica mundial, más que por su fuerza física, no del todo despreciable como conjunto, por su peso en el foro de las Naciones Unidas. Llegó un momento en que el tercer mundo estaba formado por más países que los otros dos juntos. Se pensó que la futura Historia Universal se edificaría sobre la dinámica de los Bloques.
La crisis del petróleo (y de la economía planetaria) en 1973 dividió a los países del tercer mundo (entre propietarios y no propietarios de crudo), rompió la solidaridad y acabó casi con la parcelación del globo en grandes bloques. Subsistió en cierta manera el mundo árabe, aunque fracasaron los intentos de una República Árabe Unida dirigida por Nasser, o más tarde los proyectos similares de Gadhafi. Y, curiosamente, el que mantuvo su progresión en pos de la unidad fue uno de los en principio más problemáticos, la Unión Europea. El hecho es que el planteamiento en forma de grandes bloques supranacionales en la geopolítica mundial, como una de las consecuencias de la gran guerra y de sus secuelas inmediatas, fue declinando progresivamente.
Hoy se habla, por otras razones, de dicotomía Norte-Sur, o países ricos-países pobres. La denominación es un tanto infortunada, porque los cinco países más pobres del mundo se encuentran en el hemisferio Norte, mientras que los más australes —Chile, Argentina, Uruguay, Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda— son relativamente ricos o muy ricos; pero la vigencia no deja de ser por eso menos dramática. Tal vez tuvo razón Gunnar Myrdal cuando propuso que la profecía de Marx sobre la futura existencia de pocos ricos muy ricos y muchos pobres muy pobres, que no se ha cumplido en el ámbito de las sociedades, puede estar cumpliéndose, en cambio, e inesperadamente, en el ámbito de las naciones. Es un hecho por demás acuciante, aunque su planteamiento ya no se corresponda con el contenido de este libro.
La crisis de las ideas
La paz mundial pudo ser una «paz teológica» como la que quería Mac Arthur en agosto de 1945, o «la paz de Cristo en el reino de Cristo», como proclamaba por aquellas mismas fechas el pontífice Pío XII. No faltaron intentos de dignificar la paz con la exaltación de valores como la libertad, los derechos humanos, la tolerancia o la solidaridad. La propia ONU creó instituciones mundiales como la UNESCO, la FAO o la UNICEF, destinadas a la propagación de la cultura, la producción o distribución de alimentos, especialmente en los países más necesitados de ellos, o la protección a la infancia. Por un tiempo se intuyó o se estimó que la nueva paz se edificaba o se quería edificar sobre valores éticos.
Sin embargo, no todos los buenos propósitos se cumplieron. Al dividirse en dos grupos los vencedores, fue imposible difundir determinados valores a nivel mundial. En muchas partes los derechos humanos no fueron respetados, y, lo que era más lamentable, no existían medios para exigir ese respeto sin exponerse a una grave ruptura o a un peligro mayor. Por su parte, los países libres de Occidente fueron presa de un creciente egoísmo individual y colectivo, propiciado —sólo en parte— por el consumismo a que abocó el desarrollo económico. Una inflación del concepto de libertad —lesiva a la larga para la propia libertad— se desarrolló como actitud mental por los años cincuenta en Estados Unidos —fenómeno estudiado y denunciado por P. Chaunu— en forma de una «escuela de permisividad», que se difundiría a partir de los años sesenta por el resto de Occidente. Su consecuencia más visible ha sido una clara relajación del sentido de los deberes humanos. El materialismo, predicado como doctrina en los países del Este, fue vivido a su estilo por muchos ciudadanos de los países del Oeste, simplemente por motivos de comodidad. La alianza invisible pero operativa entre el permisivismo como actitud colectiva de la posguerra y el relativismo ya generado en los comienzos del siglo XX, pero difundido luego a todos los estratos sociales, cristalizó de hecho en una crisis de creencias y aun de convicciones, y esta crisis dio lugar a su vez a una «crisis de valores» que puede generar un gran vacío en el hombre del futuro.
El llamado «crepúsculo de las ideologías», que siguió a la segunda guerra mundial, y que culminaría en los años ochenta con la desaparición definitiva de las doctrinas oficiales en los países del Este, tuvo la virtud de acabar con los falsos dogmatismos que dividieron a los seres humanos, y por los cuales estos fueron a muchas guerras, internacionales o civiles. Pero dio lugar también a un indiferentismo general, esto es, a hombres sin ideas y sin convicciones, un hecho que puede comportar uno de los más graves peligros, por razón de la vaciedad que supone, en muchos sectores del mundo contemporáneo, sobre todo precisamente en los más desarrollados.
No es posible deducir que todas las crisis que se echaron de ver en los años de posguerra sean producto directo de las situaciones creadas o inducidas por el gran conflicto. Sí es de desear, en todo caso, que la era de las guerras mundiales haya pasado para siempre, y que no sea precisa una nueva prueba para que una equilibrada aceptación de los derechos y los deberes humanos permita que aquellos valores que enaltecen a nuestra especie sean respetados, al punto de que todos podamos mirar al porvenir del mundo con esperanza.