7. EL ROMANTICISMO

Probablemente no podríamos comprender la época que se extiende más o menos entre 1830 y 1860 sin tener en cuenta una corriente que influye de modo decisivo en las actitudes y en los comportamientos, y que dio en llamarse Romanticismo. Precisamente por su carácter poco normativo e individualista, el romanticismo es extraordinariamente difícil de definir, habiéndose llegado a decir con Van Klaveren que hay tantos romanticismos como románticos.

En realidad, sus primeros atisbos vienen ya del siglo XVIII —se habla, por ejemplo, de Rousseau como de un prerromántico—, y de las primeras revoluciones. Tal vez Napoleón pueda ser considerado un caudillo romántico (más lo es probablemente Bolívar), como pueden serlo otros genios contemporáneos suyos, como Beethoven, Goya o Goethe. La fecha símbolo de la eclosión —aunque existan muchos precedentes— podemos encontrarla viajando al París de 1830, en que se producen tres revoluciones separadas por muy pocas semanas de diferencia: la burguesa que derriba a Carlos X e implanta el liberalismo histórico; el estreno de Hernani de Víctor Hugo, una tragedia en que mueren todos los personajes y que dio lugar a luchas callejeras entre academicistas y románticos (por entonces tiende a generalizarse la palabra); y la Sinfonía Fantástica de Berlioz, compuesta, según su autor, en un rapto de locura, en la que se rompen también todos los cánones clásicos, y que suscitó una inmensa conmoción.

Algunos caracteres

Aunque sea imposible definir el romanticismo, casi todo el mundo está de acuerdo en que es un movimiento que se opone al clasicismo o neoclasicismo anterior, que tiende a romper las normas estéticas o de otro tipo, que destaca los valores del idealismo, de la imaginación, de la intuición y de la libertad creadora (para Víctor Hugo, le Romanticisme n’est que le libéralisme en litterature). También está relacionado con el individualismo y los rasgos propios de la individualidad: la subjetivización, la pasión, las ansias y los sueños, las corazonadas, las ilusiones y las desilusiones de la vida.

Una idea muy común, capaz de explicarnos muchas realidades históricas —tanto de hechos trascendentales como de la vida cotidiana— es su capacidad de ensoñación, que permite ver en el impulso que mueve a cada protagonista algo noble y generoso, digno mil veces de prevalecer, de ser admirado y recibido con entusiasmo por los demás; sin embargo, este sueño o proyecto subjetivo choca con desgraciada frecuencia con la dura y prosaica realidad: entonces vienen la desilusión, la catástrofe y la muerte. Gran parte de la vivencia romántica se condensa en este choque dramático entre lo que se quiere y lo que se alcanza. Así, tanto el proyecto fantástico en que se cree firmemente como el desengaño cruel y el lamento lúgubre son igualmente —y complementariamente— románticos. Y casi no pueden vivir el uno sin el otro.

Se ha hablado de dos romanticismos, uno tradicional y religioso, otro progresista y revolucionario. Aunque la realidad es muy compleja y se dan formas a veces paradójicas de convivencia entre ambos, es evidente que tanto uno como otro tienen cabida en el amplio concepto de lo romántico. Hay una búsqueda de las raíces históricas en los tiempos más nebulosos de la Edad Media, de los héroes casi míticos, de leyendas más o menos verosímiles perdidas «en el polvo de los siglos», que dan vida al Volkgeist, o espíritu popular, que se identifica muchas veces con el espíritu nacional de cada país; o una admiración por las Cruzadas o las catedrales góticas: de todo lo cual deriva lo mismo una idealización un tanto vaga y sentimental de lo cristiano, como la glorificación del pasado nacional y la simbolización en ese pasado de la personalidad colectiva de cada pueblo. A los nacionalismos nos referiremos más expresamente en el siguiente capítulo. Pero no menos romántico es el espíritu revolucionario de las barricadas, el prurito de romper con todos los cánones estéticos, el inconformismo o el gusto por lo nuevo, lo exótico, lo distinto o lo nunca visto. El romanticismo tiene, pues, unos ideales que se manifiestan en una serie de movimientos estéticos, a través de la poesía intimista, de la novela histórica o la leyenda, de la música sentimental capaz de herir el corazón; pero el romanticismo, conviene repetirlo, no es solo una estética; es también, y quizá sobre todo, una forma de ser, una forma de vivir.

Todo es romántico

Puede hablarse así de una poesía romántica, como la de Byron, Novalis o Heine, o de un drama romántico, como el de Hugo, o de un idealismo filosófico romántico como el de Fichte, Lessing o Hegel, de novela histórica romántica, como la de Walter Scott, o de un historicismo romántico, como el de Chateaubriand, o de una pintura expresivamente romántica, como la de Delacroix, o de una música romántica, como la de Berlioz, Chopin, Schubert o Liszt. Pero ya indicamos que reducir lo romántico a un ideal estético —en que no nos corresponde centramos aquí— sería sin duda una limitación.

Hay el tipo de revolucionario romántico, que se lanza a la acción sin haber medido de antemano sus fuerzas, y tan prevalido de la belleza y sublimidad de sus ideas, que no admite el menor asomo de duda sobre su triunfo. Tras el fracaso viene la tragedia, y el revolucionario romántico procura morir estéticamente: por ejemplo, solicita ser él mismo quien dirija al pelotón de ejecución. Como hay una guerra romántica, movida a veces por lances como la quema de una bandera, y resuelta más por golpes de temerario valor que por el frío cálculo de la técnica militar; o una diplomacia romántica, llena de floreteos; o un negocio romántico en que el empresario se lanza a la aventura convencido de la genialidad de sus ideas y el acierto extraordinario de sus proyectos: también aquí el fracaso suele venir acompañado de la tragedia, a veces en forma de suicidio. Los suicidios románticos por causa de negocios frustrados solo ceden en número a los provocados por amores apasionados que al fin se muestran ser imposibles. Se sabe que el número de muertos por suicidio hacia 1840 era aproximadamente tan abundante como a fines de siglo XX el del número de víctimas por accidentes de circulación. Otra causa frecuente de muerte eran los duelos, a espada o a pistola, cumpliéndose exactamente con una detallada etiqueta del honor.

En las funciones de teatro o en los conciertos era normal que varias damas sufriesen desmayos por emoción, al parecer no fingidos, y que habían de ser atendidas con sales o licores espirituosos. Pero no toda la vida romántica tiende a lo enfebrecido o espectacular. Hay también un comportamiento romántico que se caracteriza por el decoro, unas formas de educación bien estudiadas, el respeto un tanto teatral por las damas, el prurito de aparentar un nivel económico superior al que se posee, consecuencia en gran parte de la actitud mental que ahora prima a los poseedores de riquezas por encima de la antigua aristocracia de sangre. Pero también esta burguesía «decorosa» tiene sus rasgos románticos, tanto en relación con el gusto y las modas como en una facilidad para las lágrimas que hoy nos llamaría la atención.