25. LAS NUEVAS REPÚBLICAS
La guerra mundial acabó con todos los imperios: Alemania, Rusia, Austria-Hungría, Turquía. Todos ellos se constituyeron en repúblicas. Destrozados o arruinados por la guerra aún más que los vencedores, desmembrados en sus territorios, privados de dominios exteriores o colonias de donde traer con poco gasto lo más indispensable, hubieron de sufrir las consecuencias de la derrota con especial, a veces dramática, dureza. En todos ellos se operó una revolución de una forma u otra, que removió radicalmente sus estructuras sociales. En este aspecto puede decirse que los países vencidos quedaron paradójicamente más «modernizados» que los vencedores. En medio de las ruinas y las privaciones, era posible fundar un Estado nuevo, como no era pensable, en cambio, que sucediese en los países que habían sido sus rivales.
Alemania
La que había sido primera potencia continental perdía una buena parte de sus territorios (Alsacia-Lorena, el Sarre, Holstein, Pomerania y parte de Silesia), pero no podía quejarse respecto de sus aliadas Austria y Turquía, que habían perdido más territorios de los que conservaban. El hecho no es paradójico, y se debe a que el «principio de las nacionalidades» no podía operar contra un país cuyos habitantes eran casi todos alemanes (aun así, se decidió privarle de territorios habitados por alemanes, circunstancia que serviría para alimentar trágicos revanchismos en el futuro). Pero lo que tras la guerra hundía a Alemania no era la merma de terrenos, sino el problema de las reparaciones, que le obligaba a entregar sumas inmensas y a producir bienes para los vencedores. Se dio así el caso curioso de que el principal de los países vencidos no sufrió como los otros el problema del paro, ya que sus fábricas habían de trabajar a tope: eso sí, para entregar más que para vender. La Conferencia de Londres —abril de 1921 — reducía el importe de las reparaciones a 33.000 millones de dólares (de los de entonces), a pagar a razón de 1500 millones anuales, una carga que hipotecaba la economía alemana por espacio de veinte años.
Los alemanes se vieron obligados a una política —y a una vida— de máxima austeridad, y muchos de ellos pasaron hambre. Pero la consecuencia más importante fue sin duda la inflación, en uno de los procesos más explosivos que registra la historia. En marzo de 1920 el marco había bajado hasta 84 el dólar; el descenso continuó en rampa hasta el primer semestre de 1922; luego la rampa se convirtió en cascada. En julio de 1922 la cotización del marco era de 400 el dólar, en octubre de 5.000, y en diciembre de 20.000. A comienzos de 1922 eran precisos 50.000 marcos para obtener un dólar, a mediados del mismo año, 350.000, y en diciembre, cuatro mil millones. El dinero había dejado de tener valor, y en muchos casos hubo de procederse al pago en especie. Todos los ahorros de un pueblo eminentemente ahorrador quedaban pulverizados, con las inmensas repercusiones no solo económicas, sino de estructura social que es de suponer.
En estas condiciones, resulta casi milagroso que en Alemania no llegase a estallar una revolución tan violenta o más que en Rusia. Los movimientos espartaquistas estuvieron a punto de hacerse con el poder en 1918, pero la actuación del ejército y la muerte de los líderes radicales, como Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg permitieron sofocar las revueltas, que estuvieron, sin embargo, a la orden del día hasta 1923, atizadas por las pésimas condiciones económicas. También había movimientos de extrema derecha o ultranacionalistas, que pretendían que Alemania no había sido vencida, sino «apuñalada por la espalda» por comunistas y socialistas. Un aspirante a dictador, el doctor von Kapp, fracasó en un golpe de estado en 1920; mayor fue aún el fracaso del «putsch» de la cervecería Hofbranhaus, en Munich, dirigido por un hombre desconocido, Adolf Hitler.
Quizá la oposición virulenta de los dos extremismos dio fuerza moral a los moderados. Un conjunto de seis partidos elaboró en la Dieta de Weimar una constitución republicana (1919), que convertía a Alemania en uno de los países más democráticos del mundo. La constitución de Weimar, que algunos criticaron de excesivamente «intelectual» e idealista, fue sin embargo símbolo del nuevo espíritu democrático que parecía imponerse en el mundo. Políticos como Erzberger, Wirth, Cuno o Stressemann eran entonces modelo de concordia, apertura y tolerancia. Stressemann, alcanzó, con exquisita diplomacia, la reconciliación con los aliados y la reintegración de Alemania a la comunidad internacional (Conferencia de Locarno, 1925), que suavizó decisivamente el enojoso asunto de las reparaciones. Pero fue un genio de las finanzas, el doctor Schacht, el que logró el famoso «milagro alemán». Creó una nueva moneda, el «marco de renta», consolidado sobre bienes reales, cuyo valor se fijó en mil millones de marcos antiguos. Los precios quedaron de pronto estabilizados, y la situación económica se superó con sorprendente rapidez.
A la muerte del presidente Ebert, en 1925. fue elegido el viejo mariscal Hindenburg, candidato de los nacionalistas, pero ya moderado por los años. Se mantuvo el sistema de coalición de los partidos más importantes —moderados todos—, y Alemania volvió a contar entre los países más importantes de la tierra. En 1927, el índice de producción industrial era del 130 por 100 respecto al de la anteguerra. Las relaciones con los demás países democráticos de Europa eran cordiales. Había revanchismos, pero no llegaron a cobrar ribetes peligrosos hasta después de la Gran Depresión.
La Unión Soviética
Por 1921-1922 terminó la guerra civil en Rusia. El desenlace estaba claro: en el gran país y sus inmediatos satélites, como Ucrania y las naciones caucásicas y turquestanas (más la inmensa Siberia) había triunfado el comunismo; en el resto del mundo, no. Pese a las esperanzas de la inmediata posguerra las masas proletarias de Occidente preferían la libertad con progreso económico a una aventura de incalculables consecuencias. Ni que decir tiene que el fracaso de la revolución proletaria en Occidente se debió en grandísima parte a la presencia de una fuerte y activa clase media, que en Rusia apenas existía. Aquella aventura había costado en Rusia seis millones de muertos de hambre (sin contar una cantidad similar de víctimas de guerra o de las feroces represalias). En 1921, la producción industrial era en Rusia solo el 16 por 100 de la de 1913, y la agrícola, aunque faltan cifras, pudo reducirse también drásticamente, a juzgar por el hambre padecida. La revolución, ideada como medio de redención del proletariado, había reducido a éste a su condición más ínfima.
Lenin comprendió que había que cambiar de táctica, y en 1922 decidió poner en marcha la «Nueva Política Económica» o NEP. Lo que significaba la NEP, dijo al X Congreso del Partido, era «retroceder un paso para avanzar tres». En efecto, aquella «nueva» política tenía elementos —inevitables— propios de una vuelta atrás. Lenin era un místico de la revolución, pero también un hombre realista. Se admitía el uso de la moneda y se estableció un banco, aunque fuese único y estatal. Se permitía a los campesinos el usufructo de las tierras, la venta del derecho a trabajarlas, e incluso el poder contratar jornaleros. Se admitió de nuevo la pequeña empresa privada, así como el ejercicio del comercio interior. En cambio, la industria pesada y el comercio exterior quedarían en manos del Estado. La NEP tardó algún tiempo en ponerse en marcha, pero comenzó a dar sus frutos, y por 1924 podía considerarse superada la crisis.
En julio de 1923 quedó redactada la nueva Constitución. Rusia y sus territorios dependientes adoptaban un sistema federal, bajo el nombre de Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). El voto sería universal, aunque se excluía de él a los «burgueses» (los que quedaban), y la representación iría ascendiendo por una cadena jerarquizada de varios tramos (locales, distritales, provinciales) hasta el Soviet Supremo. Para ser elegido era preciso pertenecer al Partido Comunista, y éste tendía a seleccionar sus candidatos por su fidelidad: de este modo, aducían los jerarcas, se evitarían enfrentamientos; es decir, se seguía un sistema de «elecciones» con una lista única. El poder ejecutivo sería ejercido por un Presidium, nombrado por el Comité Central del Partido, y un Consejo de Comisarios del Pueblo, equivalentes más o menos a ministros. De hecho, Rusia había pasado de una forma autocrática a otra.
La nueva Constitución fue aprobada por el Soviet Supremo en enero de 1924, casi al tiempo en que fallecía Lenin. Fue nombrado para sucederle al frente del Consejo de Comisarios del Pueblo Alexei Rikov, sin otra finalidad que dar tiempo para dilucidar la lucha por el poder entre Stalin y Trotski. Eran dos personalidades opuestas e incompatibles: Trotski, activista, demagogo, inquieto, partidario de la «revolución permanente» y de la difusión del comunismo por el mundo entero; Stalin, frío, calculador, burócrata, amigo de planificar el nuevo régimen soviético en Rusia para conferirle un máximo de solidez. No rechazaba los principios proselitistas de la III Internacional, pero daba preferencia al «modelo de revolución en un país» (concretamente Rusia), para el que tenía un organigrama completo. Trotski se agitaba más, pero Stalin manejaba mejor sus peones. En 1925 Trotski tuvo que dejar la Comisaría para el Ejército —su fuerza favorita—, en 1926 fue expulsado del Comité Central, y en 1927 del Partido Comunista. Huyó en 1928, aunque no dejó de conspirar hasta su asesinato en México en 1939.
Stalin, dueño de la situación, eliminó a todos sus enemigos, o a los sospechosos, en sangrientas «purgas» que contaron de nuevo millones de muertos, hasta lograr un poder incontestable. Su triunfo señaló también el del «comunismo estatal», edificado sobre la base de una sólida burocracia que convertía al Estado en un bloque monolítico y de fuerza inmensa, y en el único propietario y único capitalista de la Unión. En octubre de 1928 formuló el primer plan quinquenal de desarrollo, que sustituía a la NEP: su realización exigió no ya trabajo, sino durezas, extorsiones y un control policiaco implacable. A costa de una dependencia absoluta del todopoderoso Estado, los rusos mejoraron por fin su nivel de vida, aunque los principales beneficios fueron para el Estado mismo y su aparato. La producción industrial se duplicó en cinco años, la de hierro pasó de 3,5 a 10 millones de toneladas; también se triplicó la de petróleo, y la de carbón se cuadruplicó. Se crearon monstruosos complejos industriales, con prioridad absoluta de la industria pesada. No tanto creció la producción agrícola, aunque los rusos dejaron de pasar hambre. Desapareció prácticamente el cultivo particular, y las explotaciones adoptaron la forma de koljoses (granjas colectivas) o sovjoses (granjas propiedad del Estado). Las primeras, aun sin propiedad individual, funcionaron mejor.
En 1932 se formuló el segundo plan quinquenal, menos espectacular, pero que permitió armonizar sectores. Por los años treinta los rusos no eran ricos, pero Rusia era rica, y contaba con un potencial económico, organizativo y militar que permitía alinearla entre las primeras potencias del mundo.
La república turca
Turquía fue, junto con Austria, la gran desmembrada por los tratados de paz. Perdía toda la península arábiga, Mesopotamia, Jordania, Palestina, Siria, Líbano, amén de todo su espacio europeo excepto Estambul y sus alrededores. Turquía había dejado de ser un imperio. Y si no era un imperio, apenas tenía sentido conservar un emperador. Tal fue la idea que anidó en el movimiento de los «Jóvenes Turcos», que ya desde la derrota de 1878 ante Rusia predicaba la renovación de Turquía sobre bases más modernas. De este movimiento se hizo portador el general Mustafá Kemal, que se erigió de pronto en el nuevo hombre fuerte del país. Kemal, en una serie de breves campañas, y aprovechando la división de sus contrarios, expulsó a italianos y griegos de las costas del Egeo, de que se habían apoderado, y obligó a un nuevo y más benigno tratado de paz.
Convertido ya en héroe nacional, se propuso derrocar la monarquía. La dificultad estaba no en la débil personalidad del sultán Mohamed VI, sino en que ese sultanato representaba no solo la secular tradición imperial de los turcos, sino la cabeza del mundo islámico, pues el sultán era «príncipe de los creyentes». Estimando que esta pérdida sería compensada por la modernización y europeización de Turquía —imposible con las viejas estructuras y las viejas mentalidades— se aventuró a dar aquel paso tan audaz. En octubre de 1923, la Asamblea Nacional, dominada ya por los Jóvenes Turcos, proclamó la República, expulsó al sultán y decidió la separación de los poderes político y religioso. Mustafá Kemal se convirtió en Kemal Ataturk, o padre de los turcos.
Fue, por supuesto, una revolución sin precedentes, que no pudo operarse sin una profunda conmoción de las mentalidades. Pero el nuevo régimen quedaba con las manos libres de trabas para las más audaces reformas. Su realización requería un poder fuerte, y el sistema de Kemal Ataturk estuvo más cerca de la dictadura que de la democracia que predicaba. La prensa quedó amordazada y la educación se hizo uniforme y nacionalista. No era fácil la occidentalización de Turquía, pero el país progresó, mediante el fomento de una producción agrícola más racional, y de la pequeña empresa. Las costumbres, las técnicas, las vestimentas, se occidentalizaron. Pero Kemal Ataturk supo crear al mismo tiempo, y esto fue quizá su mayor éxito, un fuerte sentido de identidad nacional.
La nueva China
Los cambios, realmente, habían empezado en 1911. China había sido gobernada hasta entonces por la vieja dinastía manchú, y su historia había languidecido durante lo que nosotros llamamos Edad Contemporánea, hasta que la presencia expansionista de las grandes potencias europeas —Gran Bretaña, Francia, Alemania, Rusia, luego el mismo Japón— comenzó a desequilibrar aquella extraña mezcla de apacibilidad y anarquía. Aunque hubo rechazo patriótico a la intervención extranjera, no existió un movimiento comparable al del Japón Meiji. Paradójicamente, la limitación de China residía en su propia inmensidad. La nobleza imperial no estaba preparada para la modernización, la burguesía o la intelectualidad eran muy escasas, la organización muy primitiva y las comunicaciones difíciles.
El golpe lo dio en 1911 un partido semisecreto, el Kuomintang, dirigido por un místico revolucionario, Sun Yatsen. que resultaba una extraña mezcla de liberal, socialista y nacionalista: mezcla que, a pesar de todo, dio resultado. En 1911 el Kuomintang hizo estallar una revolución en las provincias del Sur, y el año siguiente logró la abdicación del emperador niño Pu Yi. China se convirtió en una república, al modo de Rusia o Turquía: con un programa de renovación completo.
Pero la empresa no resultaba fácil en un país tan enorme, tan desorganizado y tan poco preparado. Sun Yatsen encontró de momento el apoyo del general Yuan Chekai: uno proporcionaba las ideas y otro la fuerza. Pero Yuan Chekai, que dominaba el ejército, siguió la «ruta napoleónica»: disolvió el Kuomintang, se proclamó presidente, y en 1915 Emperador. En cuatro años, China había vivido más cambios que en un espacio de siglos: Imperio-Revolución-República-Dictadura de nuevo Imperio, pero sobre otras bases. En tanto, la estructura social había cambiado, y el destino de los grandes señores terratenientes evolucionaba o declinaba a ojos vistas. Entre 1916 y 1924 hubo dos gobiernos chinos, uno en Pekín, otro en Cantón. El Norte seguía siendo de los terratenientes conservadores, aunque ya en muchos puntos convertidos a un cierto reformismo. El Sur —la costa y las grandes ciudades del Yang-tsé— seguían fieles a Sun Yatsen y a la idea de una república populista. Otros muchos bandos, desde los mongoles a los recién nacidos comunistas, campaban también por sus respetos. En la Sociedad de Naciones cundió el convencimiento de que el problema chino «no había forma de entenderlo ni de resolverlo».
Después de una guerra lánguida por las dos partes —por falta de medios—, Sun Yatsen consiguió entrar en Pekín, pero moría casi inmediatamente. La situación se hizo más. complicada que nunca, hasta que el Kuomintang encontró un nuevo líder en la figura de Chiang-Kaichek. La clave de su triunfo estuvo en saber combinar el proyecto de grandes reformas con el respeto a la tradición, bajo el común denominador del nacionalismo. Por ejemplo, la industria se articuló sobre la base de los productos tradicionales chinos, como la porcelana o la seda. Se repartieron tierras, pero sobre todo se fomentaron cooperativas. Se construyeron ferrocarriles y mejoraron las comunicaciones. China no se modernizó al mismo ritmo que lo había hecho Japón —dadas sus estructuras sociales y mentales, parecía más difícil—, pero mejoró su nivel de vida y su contacto con el mundo exterior. El régimen de Chiang, como el de Ataturk, era una extraña mezcla de dictadura y democracia, con más de lo primero que de lo segundo, pero con posibilidades de alcanzar una definitiva conformación constitucional. Nuevos hechos, procedentes en parte del exterior, acabarían interrumpiendo este proceso.