10. EL CICLO REVOLUCIONARIO DE 1848

Las revoluciones decimonónicas suelen desarrollarse en ciclos, ya sea por obra de estados de conciencia colectiva, por connivencia expresa entre los elementos revolucionarios, o quizá sobre todo por la fuerza del ejemplo. Hemos visto el primer ciclo, que, a fines del siglo XVIII, iniciado en Estados Unidos, se desarrolla en Francia y de aquí se propaga o intenta propagarse a numerosos países; luego, el de 1820. que afectó a todos los estados mediterráneos (Portugal, España Italia, Grecia) aunque las potencias de la alianza absolutista consiguieran yugularlo pronto el de 1830 tuvo más amplias repercusiones, hasta el punto de que consagró las formas «históricas» del liberalismo. El de 1848 es más extenso todavía, y según M Kranzberg, «proporciona la clave para comprender la evolución de Europa desde entonces hasta el presente y para explicar mejor cómo es nuestro mundo contemporáneo». La afirmación resulta probablemente exagerada, pero es verdad que puede hablarse de dos realidades históricas muy distintas, una anterior y otra posterior a las revoluciones del 48.

Las causas y los caracteres

Los hechos no pueden ser más espectaculares: ruedan tronos, abdican Emperadores, se mueven masas enormes, nuevos países declaran su independencia, se ensayan formas de gobierno socialistas. Parece que va a cambiar todo, incluso más que a raíz de 1789. Sin embargo, la vigencia del estado revolucionario es breve, y en un plazo de pocos años se restablece la situación, se refuerza incluso la autoridad de los gobiernos, y sobre todo el Estado adquiere como tal una fuerza desconocida hasta el momento.

Las causas de este giro tan rápido como desconcertante pueden ser explicadas de muchas maneras. Quizá el fenómeno más operativo en esta reacción sea el pánico de la burguesía —y en general de las clases medias— al asalto del «cuarto estado» (la clase obrera), que podría significar una subversión total de las estructuras sociales y económicas. Este hecho une a todos los elementos que pudieran resultar perjudicados, sean conservadores o no; elementos que constituyen las capas no más numerosas, pero sí las mejor dotadas económica e intelectualmente de la sociedad. Eso sí, no puede decirse que la revolución haya pasado como una simple anécdota. Todo en adelante será distinto.

Por lo que se refiere a las causas del trauma del 48, desde que así lo enunció E. Labrousse, se viene hablando de una crisis económica. Si esto es así, habría que considerarla como elemento preparativo de los ánimos, ya que la crisis —sobre todo de subsistencias, luego también financiera— se registró más bien en 1845-47, siendo el 48 un año normal. Pero también deben contarse el avance de las ideas y su propagación a grupos cada vez más amplios, y quizá sobre todo la toma de conciencia de clase por parte de las masas obreras urbanas.

Ahora bien: hay en las revoluciones un componente distinto, que ya desborda los límites de lo político o de lo social, y es el nacionalismo. Los nacionalismos se habían desarrollado, sobre todo en el área germánica a raíz de las guerras antinapoleónicas. El intento de crear un dominio paneuropeo hizo surgir, como respuesta, la personalidad de las distintas Europas. Este sentir, iniciado en Alemania y desarrollado por el pensamiento de Fiche, Herder o Schlegel, prendería después en Italia y en los países eslavos, hasta tomar cuerpo en forma de acontecimientos históricos con la revolución de 1848. El nacionalismo había tenido poca fuerza en el Antiguo Régimen, cuando predominaba más bien el sentido patrimonial de las monarquías sobre los territorios y sus habitantes; el nuevo Régimen, con su doctrina de la soberanía nacional, trascendió incluso a países que aún no lo habían abrazado como forma política y dio a las masas la conciencia de un «nosotros», que fue decisiva para las manifestaciones históricas —incluidas, si se quiere, las guerras mundiales— en la Edad Contemporánea. Por lo que se refiere a los hechos de 1848, allí donde una nación está dividida —tal es el caso de Italia o Alemania— surgen movimientos de unificación: allí donde una nación pertenece a otra —como ocurre en gran parte del mundo eslavo—, surgen movimientos de independencia.

En cuanto al desarrollo de los acontecimientos, aunque en cada país son muy distintos, obedecen casi siempre a un patrón que puede resumirse en el siguiente esquema:

1º El movimiento se inicia en una gran ciudad: es un fenómeno típicamente urbano.

2º La función directiva asumida primeramente por elementos intelectuales, que teorizan nuevos principios.

3º La revuelta inicial es desbordada por la masa, que lleva la revolución más lejos de lo proyectado en un principio.

4º Los gobiernos o regímenes contra los que se levanta la revolución caen sin apenas resistencia, con sorprendente facilidad.

5º Cuando la revolución parece consagrar su triunfo, parte de los revolucionarios se vuelven atrás, pactando si es preciso con los antirrevolucionarios. El movimiento fracasa con la misma facilidad con que había triunfado.

La revolución en Francia

El gobierno de Luis Felipe, dirigido por el doctrinario Guizot, mantenía un sistema de sufragio restringido, que no permitía votar a más de 300.000 franceses. Sin embargo, las clases medias se ensanchaban, y muchos burgueses reclamaban sus derechos a la participación política. Por otra parte, algunos intelectuales empezaron a predicar a las masas en nombre de la redención social. Ante el peligro que se cernía, Guizot, en vez de ensanchar las bases del sistema, acentuó las medidas restrictivas.

Los antigubernamentales promovieron una campaña de reuniones y banquetes, exigiendo una reforma y la caída de Guizot. El gobierno prohibió estas reuniones, y entonces los opositores se lanzaron a la calle. Como eran pocos en número, recurrieron a los «socialistas», es decir, a los partidarios de la reforma social, los cuales movilizaron casi lo único —pero importantísimo— que tenían a su disposición: las masas. París se llenó de barricadas, y los obreros, movidos por sus agitadores, se hicieron dueños de las calles, de suerte que la revolución cobró un cariz tal, que Luis Felipe, para evitar males que podían ser mayores para él, huyó hasta refugiarse en Inglaterra.

Se proclamó la república, se implantó el sufragio universal y se constituyó un gobierno provisional, presidido por Lamartine, poeta romántico y revolucionario: gobierno integrado fundamentalmente por burgueses, pero también por socialistas como Louis Blanc o el obrero Albert. Desde el primer momento se vio la dualidad de la revolución: la política, que sólo deseaba la ampliación del sufragio y mayores libertades y la social, que pretendía una república igualitaria, sin partidos ni clases. Así, el propósito inicial de la oposición antimonárquica se vio desbordado por la masa. Nunca, ni en las jornadas de 1792-1793, se había visto tan imponente manifestación multitudinaria en París: el 20 de abril con motivo de la fiesta de la Fraternidad, de 200 a 400.000 personas desfilaron bajo el Arco de Triunfo.

De acuerdo con las teorías socialistas, hubo que crear los Talleres Nacionales, fábricas financiadas por el Estado para acoger a los obreros parados. Estos talleres, en los que llegaron emplearse unos 120.000 trabajadores, supusieron una inmensa carga pública para el Estado, máxime que, por mala organización o por falta de demanda, en la mayoría de ellos apenas se trabajaba. Las clases medias comenzaban a separarse de los socialistas.

En las elecciones de abril, para una Asamblea de 900 miembros, salieron elegidos unos 400 ex-monárquicos, 300 republicanos y sólo 100 socialistas. Se vio entonces mejor que nunca que la «revolución de París» no era la revolución de Francia. Ésta seguía siendo, con la excepción de la gran capital, un país eminentemente rural, y entre los pequeños propietarios o arrendatarios del campo predominaban las ideas conservadoras. Curiosamente, una medida de la revolución de 1789 impidió el triunfo de la de 1848: suprimidas las propiedades de la nobleza y el clero, el campo francés quedó bastante bien repartido entre una clase media o medio-baja campesina de temple apacible, que aborrecía las revoluciones, y prefería una monarquía templada.

Se constituyó un gobierno moderado, y fue entonces cuando las masas obreras urbanas, defraudadas, viendo esfumarse su paraíso, se lanzaron al asalto del Parlamento y trataron de adueñarse de la capital, pero los militares, amigos del orden, dirigidos por el general Cavaignac, yugularon la revolución social. No hubo, por tanto, un nuevo paso adelante, o sobrerrevolución, como en 1792, sino un retroceso. La asamblea elaboró una constitución republicana, pero presidencialista, al estilo de los Estados Unidos con un Jefe de Estado provisto de amplios poderes. Lamartine cantaba por entonces las glorias de Washington.

Quizá Cavaignac, símbolo de la autoridad y el orden, hubiera sido elegido presidente, a la manera de Napoleón, si no llegara a surgir entonces la sombra del propio Napoleón, en la persona de su sobrino, Luis Bonaparte. En las elecciones de diciembre de 1848, Bonaparte —que se hizo llamar inmediatamente Luis Napoleón— obtuvo 5 millones de votos, frente a los 1,5 de Cavaignac, y los sólo 37.000 del socialista Raspail.

Luis Napoleón siguió una política conservadora, que, en general, parece que contó con la aquiescencia de una buena mayoría de franceses. En 1851 dio un golpe de estado por el que se proclamó presidente vitalicio. En 1852 un plebiscito multitudinario le hacía Emperador. La revolución francesa de 1848 tendría así el mismo inesperado desenlace que la de 1789.

En el mundo germánico

Austria seguía siendo un imperio autocrático, aunque atemperado a las condiciones de los tiempos: se hallaba en pleno desarrollo la revolución industrial, y había cobrado fuerza e influencia la burguesía. En la Universidad se predicaban doctrinas liberales. Metternich, que ya no era el director de la política europea, seguía siendo en Austria un ministro poderoso, hábil hasta entonces para mantener los supuestos fundamentales del Antiguo Régimen, y mano derecha del emperador Femando I.

Al conocerse la noticia de la revolución en Francia, iniciaron un movimiento diversos grupos burgueses, en especial intelectuales y estudiantes; también, enseguida, obreros. La revolución se hacía así, como en Francia, política y social a un tiempo; pero como en Francia también, este doble objetivo acabó debilitándola. Femando I prometió una constitución, y se reunió una asamblea; pero los desórdenes llegaron a tal punto, que Fernando I se vio obligado a huir dos veces de Viena.

Los hechos se complicaron con los alzamientos de tipo nacionalista en los países no germanos que formaban parte del Imperio, como Hungría, Bohemia y el norte de Italia. Puede decirse que esta complicación sirvió al mismo tiempo para reforzar el nacionalismo y hasta el imperialismo austriaco. Los generales victoriosos en las guerras periféricas —Radetzki, Schwarzenberg, Winditsgrätz—, volvieron, tras sus respectivos triunfos contra los independentistas, sobre Viena. Fernando I abdicó, y Metternich se ausentó para siempre; pero en 1849 quedaba entronizado un nuevo emperador, el joven y enérgico Francisco José I. La revolución había fracasado dentro y fuera de Austria.

La Confederación Germánica se dividía por entonces en 39 estados distintos —algunos muy pequeños—, de los cuales el más poderoso era Prusia. También aquí se había desarrollado la cultura, la industria, las clases burguesas. En marzo de 1848, como en otras partes, estallaron motines en Berlín y otras ciudades. Lo mismo que en Austria, los intelectuales y los estudiantes tuvieron un papel principal. Federico Guillermo IV de Prusia tuvo que prometer una Constitución, y varios países del sur y el oeste, como Baviera y Wurtenberg, cambiaron de régimen, aun sin una ruptura radical.

Pero pronto la cuestión política se vio mezclada con la nacionalista. En cierto modo, identidad nacional y libertad como pueblo, frente a las divisiones artificiales derivadas de las distintas soberanías, aparecían ante las conciencias de muchos alemanes como una misma cosa, o cosas muy parecidas, y todo ello fundido con la idea común de Volkgeist, o alma popular. La idea fundamental en que se resumía esta identificación era la de erigir un gran imperio alemán de acuerdo con la voluntad del pueblo. Se reunió un parlamento en Frankfurt, para discutir tanto el cambio de régimen como la integración nacional. Respecto de lo primero, unos eran liberales, otros demócratas. Sobre lo segundo, unos preferían la Gran Alemania, unida al Imperio austríaco, y otros la Pequeña Alemania, formada solo por germanos, ya que Viena era cabeza de un gran imperio multinacional (el racismo era entonces uno de los elementos fundamentales del nacionalismo alemán). Después de largas discusiones, se decidió ofrecer la corona imperial a Federico Guillermo IV de Prusia: pero este se negó. Aceptaba ser emperador por elección de los demás monarcas de Alemania, no por decisión de una asamblea. El Parlamento de Frankfurt fracasó en años sucesivos. Lo más positivo fue sin duda la implantación progresiva del Zollverein, o unión aduanera, que unificaba las comunicaciones y la misma economía. Por lo demás, Alemania siguió dividida y sin grandes cambios políticos (Federico Guillermo IV pronto recuperó sus plenos poderes), aunque en alguno de los estados perduró un régimen semiconstitucional.

En el mundo eslavo

Polonia se había sublevado y había sido aplastada en el ciclo de 1830. El resto de los países eslavos —y el magiar de Hungría— corrieron su primera aventura independentista en 1848. También aquí proliferaba el nacionalismo. Aunque, como en estos países la burguesía estaba poco desarrollada, el movimiento cayó en manos de nobles, de pequeños intelectuales o de demagogos. Una prueba del escaso desarrollo cultural puede ser el hecho de que Szechenyi tuvo que escribir en latín su proclama Sine Hungaria non est vita, para no hacerlo en alemán. Ni él ni otros muchos sabían escribir en húngaro, un idioma con doce vocales y una gran cantidad de sonidos palatales, a los que no se adaptaba bien el alfabeto latino, (ni tampoco el cirílico). Pero el héroe de la revolución húngara fue un joven abogado, Nicolás Kossuth, de ardorosas ideas. La rebeldía frente a Viena la iniciaron los nobles deseosos de una monarquía independiente o autónoma; pero pronto, con la ayuda de las masas, Kossuth proclamó la república, aunque con ello los revolucionarios quedaron divididos. Las tropas austríacas invadieron Hungría, con ayuda de los rusos, cuyo zar, Nicolás I, no deseaba el engrandecimiento de Austria, pero menos la revolución en sus fronteras.

El 8 de abril se sublevaron los checos, siguiendo la corriente general, y formaron en Praga una asamblea que reconocía libertades políticas y suprimía los privilegios nobiliarios. También aquí se unieron revolución liberal y proclamación nacionalista. Pero las diferencias en un país en que los checos habían de convivir con húngaros y polacos eran grandes, y las tropas austríacas, como en Hungría, sometieron de nuevo aquellos territorios al poder de Viena. Más fáciles de sofocar fueron las revueltas ocurridas en las provincias habitadas por los eslavos del sur, como Eslovenia o Croacia. El triunfo militar de los austríacos permitió luego a estos mismos yugular su propia revolución.

En Italia

Aquí se conjugaron dos tipos de territorios: los autónomos y los dependientes de otra potencia, como Milán y Venecia, sometidos al imperio austríaco. En los primeros estallaron movimientos liberales y en los segundos movimientos independentistas. Pero hay un denominador común y es el deseo por parte de todos de unificar una Italia dividida hasta entonces en una docena de estados diferentes. Un movimiento cultural, el Risorgimento, tuvo un papel fundamental en la creación de una conciencia nacional italiana. El novelista Alessandro Manzoni, que no se dedicó a la política, contribuyó como nadie a la unificación de la lengua, y se erigió en símbolo de aquella unidad, lo mismo que el músico Giuseppe Verdi. En cambio, Giuseppe Mazzini fue más activista que intelectual. Dirigía un movimiento, La Joven Italia, en que se integraban extrañamente los elementos tradicionales con los revolucionarios. Quizá esta dicotomía fue una de las causas del fracaso de la revolución italiana del 48.

Las revueltas se iniciaron en Nápoles, donde el rey Fernando II se vio obligado a aceptar una constitución, y los hechos se repitieron poco después en Piamonte, donde el rey Carlos Alberto dudaba entre ponerse al frente de la revolución o tratar de aplastarla. Los monarcas de Parma y Toscana fueron desposeídos de sus tronos respectivos. En Venecia se proclamó la República de San Marcos, contra los austríacos, y enseguida se sublevó Milán. Carlos Alberto quiso aprovechar la ocasión para erigirse en unificador o por lo menos héroe de Italia, e invadió el Milanesado para unirse a los patriotas; pero fue derrotado por los austríacos en Custozza (1848) y Novara (1849). Nápoles y los Estados Pontificios, que en un principio se habían unido a la cruzada antiaustriaca, se volvieron atrás, ante el cariz que cobraba la revolución, y para no hacer el juego a los piamonteses. El papa Pío IX, tan patriota como los demás, sufrió una revolución en Roma, con el asesinato del ministro Rossi, y hubo de huir a Gaeta, mientras en la Ciudad Eterna se proclamaba la República Romana.

El hecho causó sensación en la Europa católica, y ejércitos franceses (de Luis Napoleón), españoles y austriacos repusieron al papa en sus estados. Fernando II de Nápoles dirigió una contrarrevolución y tomó duras represalias contra los revoltosos. Los austriacos recuperaron Venecia y Lombardía. Todo quedó casi como antes: sólo Piamonte, Toscana y Parma conservaron sus constituciones. Eso sí, la conciencia de unidad italiana se mantuvo viva, y desde entonces existió la seguridad de que tarde o temprano llegaría a realizarse.

En España

También en España hubo revolución de 1848. Desde cuatro años antes gobernaban los liberales moderados, y los progresistas quisieron aprovechar el movimiento europeo para conquistar el poder. Dos hechos frustraron aquí el intento revolucionario. Por una parte, los jefes más caracterizados del partido progresista vacilaron a última hora, temiendo que la revolución, una vez levantadas las masas, llegase más lejos que sus intenciones. Por otra, gobernaba entonces el más caracterizado líder moderado, el enérgico general Narváez, que aplastó las dos intentonas de marzo y mayo. España fue así el único país de Europa donde estalló la revolución de 1848, pero sin triunfar en su primer momento. Narváez gobernó con mano firme, y en 1848-1849 dirigió una especie de dictadura, con las Cortes casi siempre cerradas, aun sin renunciar a los principios del liberalismo. Narváez se hizo famoso en Europa, y tropas españolas participaron en los hechos de Italia. Pero los más exaltados de los progresistas no perdonaron la vacilación de sus jefes, y en 1849 fundaron el partido demócrata: un movimiento que de momento tuvo muy poca fuerza, pero que habría de adquirir cierta importancia en la revolución de 1854 y resultar clave en la más decisiva de 1868.