26. LOS FELICES AÑOS VEINTE

La expresión nació en los Estados Unidos, que vivieron, de 1919 a 1929, una década de expansión sin precedentes, producto de una buena coyuntura propiciada por la llegada de dinero del exterior y de una demanda interior creciente, que estimulaba la inversión como pocas veces lo había hecho. También se habló de felices años veinte en España, donde la dictadura de Primo de Rivera, a partir de 1923, vino a poner estabilidad en un país que vivía, sobre todo desde el trauma general europeo de 1917, en una continua crisis política y social; aquella estabilidad, haciendo abstracción de sus connotaciones políticas, permitió invertir con alegría los beneficios del comercio con los países beligerantes durante la guerra mundial, inversión que dio lugar a la rampa de crecimiento económico más fuerte en lo que iba de siglo. En otros países europeos, se habla más bien de «los locos años veinte», aunque tal vez en un sentido no muy distinto. Por lo menos desde 1926, en todas partes se registra un notable incremento económico. Por entonces se han superado los desastres de la guerra y los de la posguerra. Progresa la técnica y la vida se hace más fácil; también en muchos aspectos más libre. Y sobre todo, existe un ansia enorme de divertirse. Sin esta ansia, que tiene una parte de optimismo y otra parte de huida de la realidad, no sería posible entender el sentido de los años veinte.

El «espíritu de Locarno»

El aborrecimiento entre vencedores y vencidos prolongó en cierto modo las rivalidades de la guerra mundial. El «dictado» de las paces de París, el despedazamiento de los imperios, la humillante y ruinosa cuestión de las reparaciones parecían hacer imposible una reconciliación a corto o siquiera a medio plazo. La ocupación por los franceses de la cuenca del Ruhr en —contestada con una táctica de resistencia pasiva por parte de los alemanes— parecía agudizar todavía más los enconamientos. Sin embargo, aquel hecho señaló el comienzo de un cambio de actitudes. La opinión francesa reaccionó contra el belicismo de sus políticos y sus generales, y los alemanes comprendieron pronto que con su resentimiento no conseguirían otra cosa que seguir perdiendo. Por obra del realismo o de un cambio de mentalidad, una nueva actitud recíproca se imponía y dejaba desairados a quienes pretendían seguir el camino de la confrontación o de los resquemores.

Hacia 1925 hubo también, junto con la inflexión de la economía, una floración de políticos pacifistas. Entre ellos estaban el francés Briand y el alemán Stressemann. Fue éste el que propuso a Francia, Gran Bretaña e Italia un tratado recíproco para defender la paz sobre la base de mantener las fronteras entonces vigentes y seguir las directrices de la Sociedad de Naciones. Lo que significaba la alusión a las fronteras era que Alemania estaba dispuesta a reconocer sus pérdidas territoriales a cambio de ser reconocida como una nación más en el concierto internacional.

La propuesta cayó bien, sobre todo en Gran Bretaña e Italia, y la hizo suya el francés Aristide Briand, otro de los artífices de la nueva situación. Fue así como en octubre de 1925 se reunieron en Locarno (norte de Italia) plenipotenciarios de las cuatro potencias interesadas, más los de Bélgica, Polonia y Checoslovaquia. El ambiente —parte de las conversaciones se celebraron en paseos en barco por el lago— fue de tal cordialidad, que enseguida empezó a hablarse del «espíritu de Locarno». En 1926, Alemania ingresaba con todos los honores en la Sociedad de Naciones, se le perdonaron parte de las deudas, y el resto sería satisfecho —según el plan Dawes, de 1929— en cómodos plazos... hasta 1988. En 1927, el pacto Briand-Kellogg de desarme mundial fue aceptado por todas las potencias. Se habían olvidado los odios y también los horrores de la guerra: una nueva era de paz duradera parecía sonreír al mundo.

La prosperidad material

Ya hemos precisado que no todo el conjunto de los años veinte fue de desarrollo económico, excepto en Estados Unidos, aunque también Italia y España comenzaron a experimentar la prosperidad bastante pronto. Pero en su conjunto, los daños de la guerra y las deudas consiguientes fueron restañados por fin, y hacia 1925-1926, Europa, Iberoamérica, Japón, hasta la India, vivían una época de creciente prosperidad. Los mismos avances tecnológicos precipitados por la guerra facilitaban ahora la producción de bienes o su disfrute.

En Francia, habían sido destruidos un millón de edificios, nueve mil fábricas, seis mil puentes, dos mil kilómetros de vías férreas; todo estaba reconstruido en 1925. Alemania, no invadida durante la guerra, no había sufrido destrozos, pero sí había tenido que realizar gastos inmensos y debía al mundo cantidades impagables; pero el famoso «milagro» del doctor Schacht —sin despreciar la laboriosidad y disciplina del pueblo alemán— permitió superar las dificultades, que, por otra parte, fueron haciéndose menores conforme los antiguos enemigos se mostraban más generosos en la cuestión de las reparaciones. Al término de los años veinte, Alemania era ya de nuevo la primera potencia industrial del continente. También Italia, bajo el régimen dictatorial, pero activista de Mussolini, o la Unión Soviética, con sus planes quinquenales, aumentaban espectacularmente su producción.

Un símbolo de los nuevos tiempos es el automóvil. En 1913 la producción mundial era de 500.000 unidades al año; en 1929, de 6.250.000. El automóvil pasaba a ser de un artefacto tan caro como tosco a un medio útil de transporte, que ya empezaba a verse con frecuencia por las calles y las carreteras: las cuales, por su parte, estaban siendo acondicionadas para el nuevo tipo de circulación, con la compactación del firme y el riego asfáltico. También los ferrocarriles fueron modernizados, comenzó la tracción eléctrica y los raíles se hicieron más pesados y firmes, con el consiguiente aumento de la velocidad posible; pero por los años veinte se ganó más en velocidad y comodidad que en tendido de nuevas líneas. La railway age no había caducado, pero tenía que dejar paso libre a una nueva y revolucionaria edad: la del automóvil. El avión, que no había mostrado apenas utilidad en la guerra, empezaba a consagrarse como medio de transporte rápido, aunque solo hábil para un número muy reducido de pasajeros (nunca superior a veinte) o una cantidad muy modesta de mercancías. Hubo de competir con el dirigible —más lento, pero de más capacidad— hasta el trágico incendio del «Graff Zeppelin» en Nueva York. Desde entonces, el avión tomaría definitivamente la delantera. Si bien no se consagraría hasta después de la segunda guerra mundial, por los años veinte se iniciaron las primeras líneas regulares de pasajeros (la pionera fue la Londres-Amsterdam), y se fundaron las primeras compañías de transporte aéreo, entre las que figura la española Iberia (1927).

También una nueva edad surge en la industria. No desaparecen como elementos fundamentales aquellos que habían caracterizado la revolución del siglo XIX —el carbón y el hierro—, pero se consagra ahora el dominio de las nuevas fuentes de energía, el petróleo y la electricidad, obtenida esta última no sólo por el carbón (centrales térmicas), sino por la llamada entonces «hulla blanca», o central eléctrica de turbinas y generadores movidos por la fuerza de saltos de agua, que supuso una forma de energía absolutamente limpia y (una vez amortizados los gastos de construcción) sumamente barata, que cobró especial impulso en países montañosos, pero no abundantes en carbón, como Suiza, Austria y España, pero también, por ejemplo, en la misma Rusia. Lenin, en una de sus curiosas visiones, profetizaba que el mundo avanzaría por obra de dos nuevas energías: la energía soviética y la energía eléctrica.

El desarrollo acentuó aún más la tendencia a los trusts —y hasta a las multinacionales— que en la anteguerra. Detterding dominaba la Shell, y con ella la distribución de petróleo a veinte países. Thyssen se hacía el amo de la siderurgia alemana y exportaba a toda Europa. Creusot era dueño del acero francés. Lever, al frente de la Imperial Chemical Ltd. británica distribuía productos químicos a medio mundo, mientras al otro medio los exportaba la alemana I. G. Farben Industrie, que contaba con 300.000 empleados. La química es otro de los grandes sectores triunfantes por los años veinte. No todos se beneficiaron por igual del impulso económico; incluso puede decirse que las diferencias proporcionales aumentaron. Pero en cifras absolutas todos o casi todos eran más ricos (o menos pobres) que antes.

La crisis del pensamiento

En este campo no hubo recuperación optimista ni tan siquiera una lejana esperanza. Dicho queda que la primera guerra mundial puede ser considerada en cierto modo más como un resultado de la crisis de Occidente que como su causa; pero el gran conflicto agudizó la crisis, y, sobre todo, la generalizó al común de las conciencias. Solo en la posguerra fue posible una obra como La Decadencia de Occidente de Spengler, en que se funden el pesimismo y el irracionalismo de los nuevos tiempos. A la fenomenología de Husserl, que afirma la imposibilidad de profundizar en la naturaleza y causa de las cosas, se une ahora la lógica formal de Bertrand Russell, que niega a la razón toda libertad de discurso, y la constriñe a seguir la vía de la construcción matemática. El irracionalismo, que no solo niega lo trascendente, sino la realidad de lo objetivo —de lo cual percibimos a lo sumo su «reflejo», como en la famosa cueva de Platón— previene que hemos de contentarnos con las apariencias, en el mejor de los casos, de esa realidad. El irracionalismo alcanza en el siglo XX posiciones tan pesimistas como las de Heidegger y Sartre, que ya hemos comentado, pero que no alcanzan su expresión hasta los tiempos posteriores a la guerra. Para el existencialista es inútil pretender dar sentido a lo que no lo tiene. La realidad carece de explicación, y el hombre subsiste en este mundo sin objeto, o por lo menos este es inaprehensible. Curiosamente, el empeño del hombre positivista de fines del XIX por explicarlo todo por sí mismo dio lugar al abandono de todo asidero trascendental, de toda razón suprema de ser, dejando al hombre, al cabo, limitado a su limitada suerte. Primero se negó lo sobrenatural, más tarde lo trascendente y por último lo real. La «crisis de seguridades» se hizo más grave que nunca después del trauma de 1914-1918. Por otra parte, la doctrina de Freud adquiere un desarrollo inesperado a raíz del conflicto. Por algo se dijo que «el único triunfador de la guerra europea fue Sigmund Freud», o más exactamente sus doctrinas, difundidas ahora por una nueva escuela de discípulos que llegaron más lejos que el maestro y difundieron el determinismo de lo irracional: y con él la imagen de un hombre víctima de sus propios complejos, cuya personalidad es consecuencia de su estructura frenológica y cuyos impulsos no puede evitar ni modificar.

De aquí la asociación, que siempre se ha hecho entre los «felices» y los «locos» años veinte. La felicidad no es producto de la esperanza en un futuro mejor, sino del deseo de pasarlo ahora lo mejor posible, sin pensar en el mañana ni en el pasado mañana, aprovechando el corto espacio de nuestra vida, o tan siquiera aquel en que la diversión y el placer estén a nuestro alcance.

La crisis de los valores estéticos

También en este caso —ya lo sabemos— su génesis es anterior a la guerra, pero su potenciación y generalización vinieron después. Lo que ante todo caracteriza a la literatura o al arte de entreguerras es su afán iconoclasta de cortar con lo anterior, y también su carácter agresivo, que parecía condensarse en la famosa consigna de épater le bourgeois. «Queremos destruir los museos y las bibliotecas —proclamaba el pontífice del futurismo, el poeta Marinetti—; ¡vengan los incendiarios con los dedos oliendo a petróleo!». No siempre se adoptaron posturas tan maximalistas, pero lo que caracteriza el arte de posguerra es ante todo el irracionalismo, o la sustitución de lo racional por lo onírico. «El suprematismo —proclamaba el pintor Malevitch— comprime toda la pintura, reduciéndola a un cuadro negro sobre una tela blanca. No tuve que inventar nada. Lo que yo sentía en mí era la noche absoluta». El onirismo se manifiesta más claramente en el movimiento surrealista, que surge hacia 1920 (por ejemplo, con Giorgio De Chirico o Dalí). El surrealismo, más que deformar la realidad, crea una realidad inexistente, a base de fantasía, la imaginación desbordada, las alucinaciones.

La «filosofía del no» —a que ya en su lugar nos hemos referido— tenía que desembocar en abstracciones en que la negatividad era tomada como idea conductora, así en la pintura como en la música. El mismo negativismo se aprecia en formas de poesía totalmente abstractas, que ya no pretenden expresar nada. Tristán Tzara inventó un nuevo método de hacer poesía: recortaba palabras de un periódico, las introducía en un saquito, y las iba extrayendo a suertes, para construir extraños poemas.

La «filosofía del no» presuponía como postulado inherente al rupturismo la prescisión de las normas estéticas, hasta el punto de que la misma palabra «norma» se convirtió en un término nefando. Como sobre las ruinas de lo anterior se hacía preciso construir algo, la época de la posguerra se caracteriza por la actitud de una continua «búsqueda», en demanda de nuevos horizontes. Se ensayaron formas de expresión estética muy distintas entre sí (se habló de la época de los «ismos»), porque, al faltar un punto de referencia no ya absoluto sino tan siquiera racional, nadie estaba obligado a seguir el mismo camino, y los caminos, por ende, se diversificaron. Se dio así un caso hasta entonces desconocido en la historia del arte de una cultura determinada, como es la coexistencia de muchos estilos distintos y aun contrapuestos. Esta diversificación no solo se dio en las corrientes o escuelas, sino en la trayectoria de un mismo artista, que con frecuencia pasa por muy distintas «épocas» (los casos de Picasso o Stravinsky, por ejemplo, son paradigmáticos), tan distintas, que a veces diríase que sus obras pertenecen a diferentes autores.

En ocasiones, este afán de búsqueda genera intentos de crear «normas» para encontrar cuando menos un sistema de «lenguaje». Tal ocurrió con la música serial (principalmente la dodecafónica), que entraña un orden matemático, no ya armónico o melódico, pero orden al fin y al cabo, en la sucesión de sonidos; o con la pintura, en el cubismo, que trata de reducir a formas geométricas superpuestas —cubos, como representación de las tres dimensiones del espacio— la visión de un objeto, que puede representarse así como visto desde distintos ángulos a la vez. Pero estos intentos de regulación, siquiera fuese sobre bases real o supuestamente científicas, representaban al fin y al cabo la imposición de nuevas «normas», y por ello duraron poco.

Otra característica fundamental del arte de vanguardia fue el divorcio —y también por primera vez en la historia— entre el creador y el receptor. Se perdió la convención propia de «lenguaje común» que en todos los tiempos anteriores había permitido la comprensión del «mensaje», y por tanto ahora muchas de aquellas obras no fueron entendidas, incluso por personas cultas. Cada escuela —no todas— tenía sus adeptos, y hasta sus entusiastas, que ponderaban la excelencia del logro conseguido: pero nunca hubo un consenso universal sobre esa excelencia. En otras épocas, la obra de los genios había sido en ocasiones incomprendida o mal comprendida; pero su aceptación sobrevenía, por lo general, dentro de la misma generación. Por el contrario, muchas de las creaciones de la literatura o el arte contemporáneos han tardado mucho tiempo en ser universalmente aceptadas, o en casos no han sido aceptadas en absoluto, más que por una pequeña minoría, ya de «entendidos», ya, más bien, de «incondicionales». Esta falta, o dificultad, de sintonía entre el artista y el que debiera disfrutar con su obra ha podido tener incalculables consecuencias sociales y de mentalidades colectivas. El recurso a lo vulgar y facilón lo mismo en la pintura —el cartel de época—, que en la literatura barata o en la música llamada «ligera» pueden ser un refugio de quienes no eran capaces de identificarse con las creaciones de vanguardia, pero que necesitaban, sin embargo, de ese alimento fundamental al hombre que es la obra de arte. Solo al cabo del tiempo será posible juzgar con criterio suficiente y comprensivo lo que tiene de valioso y de aportador el arte incomprendido del siglo XX.

El ritmo de vida

Esta mezcla extraña de crisis y de renovación se traduce también, directa o indirectamente, a la dinámica de los comportamientos. Los «felices» o los «locos» años veinte no significan un regreso a la belle époque, tan decadente en muchos casos, pero tan respetuosa con las formas y los modismos. Ahora todo se hace más libre y desenfadado. Hasta cierto punto, el nuevo ritmo de vida está relacionado con la urbanización del mundo y la facilidad de las comunicaciones, que permite la rápida transmisión a espacios muy amplios de modas y costumbres. Por los años veinte, Nueva York, Tokio. Londres y París rebasan ya los cinco millones de habitantes, y otras veinticinco urbes sobrepasan el millón: 11 en Europa, 5 en Asia, 7 en América y 2 en Oceanía. Las viviendas son ahora más sanas y confortables, y los servicios públicos —agua, electricidad, limpieza, alcantarillado— alcanzan ya a muchos barrios modestos. La vida no se ha hecho tal vez más fácil, porque la prisa, esa cualidad del siglo XX, impide muchas veces su sosegado disfrute; pero el hombre civilizado (y esta expresión puede trasladarse cada vez a más países) tiene más medios que nunca de satisfacer sus deseos o de procurarse una forma de diversión.

Las comunicaciones, por otra parte, ya sean las que suponen el desplazamiento de personas, como el automóvil o el ferrocarril, o ya las que trasladan ideas o gustos, como la radio, la prensa escrita, el cine, contribuyen hasta cierto punto a «urbanizar» incluso el medio rural. Tienden a desaparecer los trajes regionales y las costumbres arcaicas, en tanto que las modas, los usos, los horarios o los refinamientos propios de la ciudad van penetrando progresivamente en los pequeños núcleos de población. Las diferencias entre ciudad y campo, aunque todavía existen, son menores que antes.

Desde luego, esas formas de vida caminan por lo general hacia una concepción más práctica y menos rígida de las cosas que en el periodo de anteguerras. Tal vez el desprestigio de la nobleza o de la aristocracia —sobre todo en los países que fueron imperios y ahora son repúblicas— contribuye al triunfo de lo informal, lo mismo en el vestido que en los tratamientos. Un hecho destacable es que por los años veinte la falda de las damas se acorta por primera vez desde el neolítico. La vulgarización de las costumbres viene acompañada de un cierto relajamiento. No es fácil precisar si el cambio afecta decisivamente a la vida privada; antes, y particularmente en la belle époque, un falso puritanismo interponía una barrera entre la apariencia y la realidad; ahora, esa barrera empieza a cuartearse, aunque hasta extremos mucho más moderados de lo que sería visible a fines del siglo XX.

Muy típicas del periodo de entreguerras son las diversiones y los espectáculos de masas. La música culta y la popular habían vivido hermanadas durante siglos (la chacona era un baile popular español, el minué procedía de los campesinos de Provenza, la polonesa fue aceptada desde los tiempos de Bach y consagrada por Chopin, el vals fue incluido en sinfonías de Berlioz, Tchaikowski o Mahler), y se separaron drásticamente en el siglo XX, y sobre todo en los tiempos de la posguerra. Se impusieron especialmente los ritmos de baile que obligaban a movimientos bruscos y contorsiones. El jazz., que apareció en Estados Unidos a comienzos de siglo —inicialmente en casas de mala nota— apenas fue conocido en Europa hasta después de la guerra (un oficial alemán entendió una influencia india al pensar que los prisioneros americanos bailaban «danzas apaches»), pero se popularizó rápidamente por el continente al mismo tiempo que los puntos de Wilson; vinieron luego el charleston, el yale y el fox-trot. El disco, el altavoz y la radio contribuyeron extraordinariamente a la difusión de estas formas de música. En 1922 apareció la BBC británica, la primera cadena de radio; la Sociedad Española de Radiodifusión (SER) se crearía en 1928.

El cabaret, la boite, el café cantante, los espectáculos de «variedades», alcanzaron una amplia difusión, y sustituyeron en parte a espectáculos más distinguidos, como el teatro o la ópera, y contribuyeron a una especie de industrialización y comercialización de lo divertido, efecto potenciado por el disco, ahora que el fonógrafo o la radio están ya prácticamente al alcance de todos los bolsillos. Pero el espectáculo más característico del periodo de entreguerras es el cine, primero mudo, después sonoro. René Clair en Occidente, Einsestein en Rusia, convirtieron al cine en un arte: un arte más dinámico y penetrante que el teatro, capaz de cambiar de escenario en un instante, o de invertir el tiempo, y de combinar las escenas más variadas. El cine, tal como entonces fue, y como hoy lo conocemos, es un arte «muy siglo XX». Creó figuras más famosas aún que el teatro, tan conocidas en el mundo entero como Charlie Chaplin, Mary Pickford, Rodolfo Valentino, Douglas Fairbanks, o, poco después. Greta Garbo.

Una función de cine puede ser presenciada por mil o más espectadores. Un espectáculo deportivo puede congregar a varios o muchos miles. El fútbol, surgido en su versión actual en la Inglaterra de fines del siglo XIX, se generaliza en Europa y América por los años veinte, y se convierte en fuente de interés y de pasiones (no tanto, por el momento, de dinero). Entre 1920 y 1928 se generalizan en casi todos los países los sistemas rotatorios de torneo o «liga», seguidos por crecientes multitudes. Spengler, en su famoso y pesimista ensayo, consideraba la conversión del deporte de un ejercicio en un espectáculo como uno de los símbolos más expresivos de la «decadencia de Occidente».