VII. LA ÉPOCA DE LA
SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
(1939-1945)
Puede parecer extraño que en un plazo de solo veinticinco años se produzcan dos guerras mundiales —y casi entre las mismas potencias—, cuando con anterioridad no se había producido ninguna (en sentido propiamente dicho), y a partir de entonces, por fortuna, tampoco haya vuelto a producirse. Hacia 1950 estimaban los comentaristas que «ahora las guerras son ya mundiales». Se equivocaron en el sentido de que en la segunda mitad del siglo XX se han producido muchos conflictos, pero todos ellos localizados, y además nunca entre dos o más grandes potencias. Es posible —y deseable— que el concepto de «guerra mundial» quede confinado en exclusiva a la primera mitad del siglo XX, aunque en este punto, como en casi todos en historia, es sumamente aventurado hacer predicciones.
La cercanía cronológica de las dos conflagraciones —y hasta la identidad de la mayoría de sus protagonistas— ha permitido suponer a algunos que no hubo más que «una guerra mundial», repartida en dos actos. Los partidarios de semejante teoría no carecen de argumentos más o menos convincentes, sobre todo si tenemos en cuenta la falta de espíritu de reconciliación que siguió a los tratados, o más bien «dictados» de 1918. Pero tampoco es posible olvidar dos hechos de fundamental importancia posteriores a aquel momento. El primero es la Gran Depresión, que enturbió las relaciones entre los estados con la «política del egoísmo nacional» y una durísima lucha tanto por la autarquía como por la conquista de mercados exteriores. El segundo es la aparición de los totalitarismos, con su nacionalismo exacerbado y su política expansionista. Seguramente una sola explicación no basta para comprender las causas de la segunda guerra mundial, y será preciso tener en cuenta una serie de factores políticos, económicos, de mentalidades, a la vez: aunque una guerra generalizada, sobre todo en el presuntamente civilizado siglo XX tiene siempre algo de incomprensible.
Si la teoría de la «guerra en dos actos» puede resultar defendible, no es posible volver la espalda a la nueva y más bronca situación que surge por los años treinta. En una época de prosperidad —los «felices años veinte»— había sido posible no solo el tratado de Locarno sino el «espíritu de Locarno», bien que no fuera compartido por todos. Sólo después aquella prometedora perspectiva se truncó brutalmente, y el panorama se hizo de nuevo sombrío. A los felices veinte seguían los amargos treinta, y al espíritu de Locarno un espíritu (o una falta de espíritu) completamente distinto. Todas las guerras caen por sorpresa, pero la sorpresa del mundo fue mucho menor en 1939 que en 1914.