19. LA NUEVA CIENCIA
El único elemento de la crisis del siglo XX que no parece producto del desengaño, de una rebeldía o de un deseo deliberado de cortar con el pasado, es el científico. El trauma de la ciencia no derivó, a lo que se infiere, de un espíritu crítico, o del deseo de un vuelco mental, sino del avance, siempre intencionalmente en la misma dirección, del conocimiento humano. Se ha destacado que las dificultades de Mach, de Planck, de Einstein o de Heisenberg por explicar la naturaleza exacta de sus propios descubrimientos se deben precisamente al hecho de que eran sabios positivistas. Solo cuando a la actitud positivista sucedió una actitud nueva, fue posible comenzar a formular una nueva filosofía de la ciencia. Por eso muchos autores, desde A. Hauser a J. D. Bernal, han tratado de colocar en la ciencia el motor fundamental de la crisis de certidumbres propia del siglo XX. Sin embargo, tal hipótesis, por sugestiva que sea, dista mucho de estar demostrada.
Para simplificar en lo posible el análisis de la ciencia moderna, nos limitaremos a una exposición muy simplista de tres aspectos que comienzan a ser intuidos en los primeros años de la centuria. No son en absoluto los únicos, sí tal vez los más significativos.
a) La quiebra del concepto de ley física encuentra su principal representante en E. Mach, quien justo en el quicio del nuevo siglo resaltó el abismo que separa el fenómeno de su interpretación. Existen fenómenos, pero la explicación que les damos es producto de un trucaje interpretativo a que nos vemos obligados a recurrir. Si se repite un fenómeno, por ejemplo la caída de un cuerpo, por muchos que sean los experimentos que hagamos, nunca podremos asegurar que ese fenómeno va a repetirse necesariamente todas las veces. Una sola excepción sería suficiente para sustituir la idea de ley —absoluta, inmutable, infalible— por la mucho más modesta de tendencia, por más que sea enormemente probable que esa tendencia se repita un número indeterminado de veces. Pero como nunca podremos repetir un número infinito de veces un fenómeno, nunca podremos demostrar de hecho que esa supuesta ley se cumple necesariamente. El método de inducción, clave de la ciencia positivista, sufría así un golpe de muerte. Pero más preocupaba a Mach todavía el principio de causalidad. Si los objetos caen, decimos que esto ocurre porque, de acuerdo con la ley newtoniana, «dos cuerpos cualesquiera se atraen entre sí en razón directa de sus masas e inversa del cuadrado de la distancia que les separa». Porque caen o se acercan, decimos que son atraídos, pero ¿son atraídos realmente, o es esa una explicación que establecemos para nuestra comodidad? ¿Qué es la atracción, una fuerza real, o una excusa que nos hemos inventado para dar cuenta de un fenómeno? Cual sea la causa por la que los cuerpos caen, probablemente no lo sabremos nunca. La formulación de la ley de la gravitación por Mach debe escribirse así: «dos cuerpos cualesquiera se comportan entre sí como si se atrajeran...», etc. Es lo que se ha llamado la filosofía del «como si». Las cosas ya no son como creemos que son, sino que decimos que son porque parecen que son. Por tanto, ya no podemos conocer con seguridad los principios que rigen el Universo. Nuevos descubrimientos en el campo de la física, sobre todo de la mecánica cuántica, fueron poniendo más y más en entredicho el «porqué» de los fenómenos, el principio de causalidad.
b) El concepto de quantum fue formulado ya en 1900 por Max Planck. Si vamos disminuyendo un flujo de energía, llega un momento en que ya no es posible disminuirla más. Este mínimo de energía equivale a 6,63 x 10-27 ergios. No existe ni puede existir una energía más débil. Este mínimo de energía, al que Planck dio el nombre de quantum, equivale a un átomo energético, como el átomo material es la más pequeña cantidad de materia que puede existir. El hallazgo era sensacional, pero en principio parecía casi lógico y hasta esperable.
El problema surgió precisamente cuando se comprobó que el átomo energético exige que el átomo material no sea átomo, es decir, no sea indivisible, puesto que su energía es siempre igual a un múltiplo, a veces muy grande de un quantum . Desde 1896 había comenzado a intuirse la existencia de partículas subatómicas, cuya identidad no comenzó a conocerse hasta los primeros lustros del siglo XX. Estas partículas se mueven por impulsos cuánticos, y estos impulsos, aunque tienden siempre a establecer una forma de equilibrio, son del todo impredecibles. Conocida e identificada una partícula, no sabemos qué comportamiento seguirá un instante después. La mecánica cuántica sólo se puede formular mediante principios estadísticos, nunca por principios causales y predecibles. En el corazón de la materia —o de la energía, porque a nivel subatómico materia y energía tienden a confundirse cada vez más— es imposible efectuar una predicción. Y la capacidad para predecir fenómenos universales y necesarios era el principal pilar de la ciencia positivista.
Algo más inquietante representaba la mecánica cuántica. La energía provoca el movimiento de las partículas. Pero como hay un átomo de energía, no puede existir un movimiento más pequeño que el que puede producir un quantum. En otras palabras, el movimiento no es continuo. Una partícula no se desplaza de un punto a otro pasando por todos los puntos intermedios; sino que deja de existir en un punto para existir en otro. El movimiento como tal queda también en quiebra. Después de veinticinco siglos, volvía a plantearse el problema de la flecha de Zenón, solo que esta vez sin solución posible. Una generación más tarde el «Principio de Incertidumbre» de W. Heisenberg uniría la idea de casualidad o azar como base primaria de todas las manifestaciones microfísicas con la quiebra del concepto de movimiento tal como durante siglos se había venido entendiendo.
c) Albert Einstein, tratando de resolver, por métodos impecablemente matemáticos, determinados problemas provocados por las medidas de la velocidad de la luz, llegó a inesperadas conclusiones que le permitieron en 1905 dar a conocer la teoría restringida de la Relatividad. El espacio y el tiempo están relacionados, y no son realidades absolutas, sino que varían uno en función del otro, y en función también del observador que los mide. Así, un cuerpo en movimiento resulta ser más corto que ese mismo cuerpo en reposo; del mismo modo, en un cuerpo en movimiento el tiempo transcurre más rápidamente que en un cuerpo en reposo. Estos extremos no son fácilmente verificables en los estrechos límites de la vida ordinaria, pero se los puede formular, y tienen una importancia excepcional en el conjunto del Universo, donde todo es relativo.
La Teoría General de la Relatividad, formulada por Einstein en 1915, es todavía más revolucionaría. El espacio consta de cuatro dimensiones, no de las tres que nosotros somos capaces de intuir; y se curva (¡no sólo la materia, sino el espacio mismo!) en presencia de una masa. Así, el espacio es curvo e hiperesférico (se cierra sobre sí mismo de una forma inasequible a la intuición humana), y esta curvatura modifica las leyes fundamentales de la geometría, que a gran escala resultan no ser ya ciertas. No existe un punto fijo de referencia, todos los movimientos son relativos, la observación no depende de una realidad objetiva, sino de la posición y la velocidad del observador. La simultaneidad no existe. Y «el Universo es finito, pero carece de límites».
Los conceptos de tiempo, espacio, velocidad, aceleración, dimensiones, geometría, materia, energía, movimientos, quedaron sorprendentemente alterados y resultaron ser, además, inimaginables e incomprensibles, solo susceptibles de ser expresados mediante complejas fórmulas matemáticas, que están, además, al alcance de muy pocos. Si toda esta nueva concepción de la realidad que nos rodea puede sorprender al hombre de la calle de hoy, sorprendió mucho más a los sabios y en general a todos los hombres cultos de comienzos de siglo, dogmáticamente seguros de haber alcanzado unos conceptos científicos inalterables. La optimista seguridad de la ciencia positivista, que afirmaba que las cosas son tal como podemos observarlas, que todo tiene necesariamente explicación, y que el Universo mismo es comprensible por la mente humana, quedó de pronto subvertida por una revolución que a muchos se antojaba insolente, pero que el mismo curso de la ciencia y sus formulaciones obligaba a aceptar.
El nuevo paradigma del Universo, resultó ser mucho más traumático de lo que en su tiempo habían sido el ptolemaico, el copernicano o el newtoniano. Las cosas no solo no son como las vemos o las suponemos, sino que carecen de explicación racional. No hay movimiento, una misma partícula puede ser detectada en dos puntos distintos a la vez, el fotón es una partícula y al mismo tiempo una onda: una cosa u otra, según la forma de considerarla. El azar rige los fenómenos que son fundamento de lo existente, y el bolígrafo con que escribimos no es más, según Broglie, que «un haz de probabilidades de vibración». Lukasievic y Reichenbach, en nombre de estas realidades alógicas y paradójicas, construyeron una «lógica polivalente», en que cabe la coincidencia de los contrarios, o una cosa puede ser y no ser al mismo tiempo. El estudio de la realidad parecía conducir al absurdo. Se había llegado a lo que Gastón Bachelard llamó «la angustia de la ciencia». Para Arthur Eddington, «la nueva faz del mundo físico no es más que un cuadro de tinieblas en el que cada descubrimiento supone un nuevo problema absurdo e indescifrable».
La ciencia del hombre
Si los descubrimientos de las ciencias físicas dejaron a los seres humanos desconcertados, sobre todo a aquellos que estaban habituados a las tranquilizadoras certezas de la época del positivismo, mayor fue el impacto, y además en más amplios alcances sociales, de los nuevos conocimientos o teorías acerca de la vida y del más insigne de los seres vivos, el hombre. Ya la ciencia positivista, al mismo tiempo que creía desvelar los últimos secretos, proporcionó ciertas inquietudes en sus estudios sobre la vida. La visión materialista parecía por un lado un «avance», pero por otro degradaba la naturaleza humana al reducirla al carácter de un simple objeto y negarle todo asomo de espiritualidad. Se descubrieron los tejidos, las células, los cromosomas, las leyes de la herencia. Todo resultaba ser un cúmulo de combinaciones químicas, aunque de una enorme, a veces inexplicable complejidad.
Si ello tenía algo de degradante, más lo tuvo el evolucionismo —no el de Darwin, respetuoso con la dignidad del hombre y la idea de la Creación, sino el de sus sucesores, y sobre todo de materialistas decididos como Spencer o Heckel—, al concebir que el origen del hombre no era singular y específico, sino resultado de la evolución de otras especies, concretamente los simios. Por entonces no había surgido aún la teoría biológica de las mutaciones, de suerte que todo se reducía a una transformación paulatina, sin cambio de carácter por medio. El evolucionismo resultó ante la conciencia de muchos contemporáneos una teoría no solo escandalizante, sino humillante. Pero al mismo tiempo podía aparecer ante las mentes más progresistas como una conquista del conocimiento riguroso, un avance de la ciencia positiva.
El golpe decisivo vino a asestarlo en el quicio del cambio de siglo el psiquiatra Sigmund Freud, convencido de que las llamadas «enfermedades del alma» no son más que enfermedades del cuerpo, o resultado de descargas viscerales susceptibles de ser estudiadas científicamente como «una cosa». Comenzaba así el proceso de «cosificación» del hombre. Los métodos de Freud fueron inicialmente positivistas; sus conclusiones, como las de los físicos coetáneos, destruyeron las certezas del positivismo. El hombre apareció como un ser «determinado» por sus propios complejos interiores, cuyo comportamiento no depende de su voluntad, sino de esas fuerzas que se esconden en el «subconsciente», más poderosas que las puramente superficiales del consciente.
De todo ello deriva que el uso de la razón no es más que una forma de comportamiento convencional y artificioso, que no responde a la verdadera naturaleza, y que el subconsciente acaba rompiendo tarde o temprano esa máscara de convencionalismo. De acuerdo con las teorías freudianas, la libertad no existe, pues cada hombre actúa en gran parte —y cuanto más espontáneamente actúe será más así— empujado por sus complejos o impulsos internos, que son instintivos e irracionales. La civilización de que tanto presume el hombre de fines del siglo XIX no es más que una máscara superficial, una delgada película tras la cual se esconde todo lo que de primitivo —o primario—, de instintivo, de brutal y de imprevisible hay en el ser humano. Cuando estalló la primera guerra mundial, el hecho colectivo más irracional de la historia contemporánea hasta entonces, Freud aseguró que lo había previsto desde hacía mucho tiempo. No consta por ninguna parte esta profecía de Freud, pero desde entonces la gente creyó en Freud más que nunca.
Al mismo tiempo, el italiano Lombroso —el inventor de los tests— creyó encontrar una correlación entre la configuración del cuerpo humano y especialmente la del cráneo, y el carácter o el temperamento de cada persona. Lombroso no llevó hasta sus últimos extremos esta teoría, pero sus continuadores la exageraron, hasta asegurar que mediante estudios somáticos y craneales podrían reconocerse un sabio, un criminal, un economista o un santo, que lo serían no por un uso libre de su voluntad, sino por su propia estructura corporal y cerebral. Las teorías de Lombroso y sucesores acabarían siendo en su mayor parte desechadas y hasta han caído en el ridículo (lo mismo las más exageradas de Freud); pero quienes las leían con admiración o temor no podían por entonces adivinarlo.
En un congreso de psiquiatría celebrado en Madrid en 1902, el ruso Pavlov expuso su teoría de los reflejos condicionados. Los había estudiado en el comportamiento de los perros, pero creyó posible extrapolar sus conclusiones a los humanos. Establecida determinada causa, el organismo reacciona como un cuerpo físico cualquiera, mediante un movimiento o actitud que puede ser previsto de antemano. El «comportamiento» es solo la respuesta de cada uno ante determinados estímulos. No solo no existe la libertad, sino ni siquiera la personalidad. El desarrollo, exagerado como siempre, de esta teoría, pudo llevar a la convicción de que somos poco más que autómatas. Los efectos de desengaño, de angustia, de desconfianza del hombre —y sobre todo de desconfianza del hombre en otros hombres— fueron mucho más graves que los producidos por las nuevas teorías del mundo físico.