24. LAS DEMOCRACIAS OCCIDENTALES
Dos grandes potencias, Alemania y Rusia, aunque enemigas entre sí, habían resultado derrotadas. Ambas habrían de reconstruirse antes de pesar fuertemente en el mundo de entreguerras. Japón, aunque fortalecido, quedaba lejos de los grandes centros de interés, y China se encontraba en pleno proceso de modernización, a través de casi continuas guerras civiles que no le permitían figurar de lleno en los grandes foros internacionales.
Los vencedores indiscutibles de la posguerra fueron los grandes países del área atlántica, Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y en menor medida la mediterránea Italia. En todos ellos reinaba o se reforzó aún más la democracia: un nuevo aire de libertad parecía advenir al mundo desde el momento en que la contienda mundial había cobrado, sobre todo en sus últimos momentos, un indudable contenido ideológico. Al amparo de la Sociedad de Naciones y con la fuerza moral que habían adquirido los sistemas democráticos, aquellos países parecían llamados a ser los principales dirigentes del nuevo orden de cosas.
Sin embargo las campanas de la paz no siguieron sonando por mucho tiempo. Y no porque en un principio aquella paz apareciese en su conjunto amenazada. Lo que puede rastrearse más bien es una cierta conciencia de desengaño. La alegría de la victoria duró poco, y no mucho más la ilusión por erigir un mundo más estable y más de acuerdo con unos principios. Quizá en parte porque algunos de aquellos principios empezaban a aparecer en entredicho por parte de grupos cada vez más amplios. La «inseguridad» propia del hombre occidental del siglo XX se hizo desde entonces más patente. Se descubrió que la guerra, al fin y al cabo, había sido una derrota para todos, una derrota para la humanidad. Las pérdidas inmensas, la necesidad de rehacer tantas vidas y de reparar tantos daños, la ruina económica, la inflación, a veces galopante, defraudaron muy pronto las ilusiones creadas por la paz y la victoria.
Un hecho que llama la atención es la casi inmediata desaparición o eclipse de los «grandes», de los héroes de aquella victoria. El presidente Wilson, organizador y símbolo del mundo nuevo, perdió pronto simpatías en la opinión de los americanos, que en 1920 elegían un nuevo presidente, el republicano aislacionista Harding; y lo que puede parecer más sorprendente todavía: los Estados Unidos se retiraron de la recién fundada —precisamente a iniciativa de Wilson— Sociedad de Naciones. Lloyd George, el hombre que en Gran Bretaña cambió con su energía y con su desbordante personalidad el signo de la guerra, vio su posición minada desde 1920 por conservadores y laboristas, hasta que, tras su dimisión en 1922, se registró otro hecho sorprendente: su partido, el liberal —los históricos whigs— perdió el poder para no recuperarlo nunca más. Clemenceau, el padre de la victoria francesa, aclamado entusiásticamente por sus compatriotas en 1918, caía en las elecciones presidenciales de 1920. derrotado por un hombre mucho menos conocido, Deschanel. Y Orlando, que llegó a figurar entre los grandes a la hora de la paz, quedó de pronto desbordado por la pareja de políticos antagónicos Giolitti-Nitti. Como si los electores intuyesen que los héroes de la guerra no servían para la paz: o estuviesen condenando la guerra misma, a pesar de la victoria. Nuevos nombres y nuevos aires se imponían en el mundo.
Estados Unidos
De todos los vencedores, fueron los Estados Unidos los que salieron más favorecidos del lance: a decir verdad, los únicos favorecidos, o si se quiere, los únicos vencedores. No solo tuvieron participación en el festín de las reparaciones, sino que habían vendido ingentes cantidades de provisiones, o concedido empréstitos, a sus propios aliados. Curiosamente, tenían que entregar más dinero a Estados Unidos los países amigos que los enemigos. Si en 1914 los Estados Unidos tenían una deuda exterior de 2000 millones de dólares, en 1924 eran acreedores de 18.000 millones, de los cuales 11.000 se los debían los países vencedores.
Los americanos se habían convertido también en una de las grandes potencias militares del mundo. El acuerdo naval Internacional de 1922 fijaba esta proporción de fuerzas: Estados Unidos, 5; Gran Bretaña, 5; Japón, 3; Francia, 1,75; Italia, 1,75. Como Gran Bretaña, abrumada de deudas, no podía sostener su escuadra, la potencia americana asumió el control virtual de los mares, seguida a cierta distancia por otra potencia emergente, Japón. Lo que este control significaba era, de una manera u otra, la conquista de los grandes mercados mundiales, especialmente en China e Iberoamérica, donde los yanquis sustituyeron a los británicos; pero también de casi todos los demás. La clave de la prosperidad americana hay que cifrarla en la falta de daños en la guerra, el ingreso de capitales inmensos, y también en el triunfo del espíritu emprendedor, que con un más perfecto estudio de la productividad y los mercados permitía ofrecer al mundo cantidad, calidad y hasta baratura.
Frederick Taylor había introducido un nuevo método de producción, el taylorismo, basado en una mayor exigencia al obrero, al que se entrenaba casi como a un deportista, exigencia compensada por mejores condiciones de trabajo —máquinas, luz, música— y, sobre todo, por más altos salarios. La técnica alcanzó su perfección con Henry Ford, que con sus sistemas de producción en serie y montaje en cadena, logró fabricar la mitad de los automóviles que circulaban por el mundo. En conjunto, los Estados Unidos acaparaban el 80 por 100 de la producción automovilística, y más del 60 por 1000 de la de carbón. En conjunto, la industria americana alcanzaba en 1928 el 45 por 100 de la producción del planeta. Los Estados Unidos copaban el 40 por 100 de las reservas mundiales de oro. Como el Estado liquidaba sus presupuestos con superávit, pudo permitirse el lujo de bajar los impuestos, hecho que naturalmente estimuló las inversiones. Como al mismo tiempo mejoraban los sueldos, la prosperidad era general, y capas cada vez más amplias de la sociedad pudieron permitirse mayores gastos innecesarios, vestir mejor, asistir a espectáculos, viajar, cambiar de vivienda. Fue el «milagro económico americano» (título de un libro publicado en 1926).
Es extraño que el héroe de la victoria y de la paz, Woodrow Wilson, no fuera el símbolo de aquellos años felices, y que se hable de la prosperity Coolidge, un presidente mediocre. A los americanos les alarmó el intervencionismo de Wilson, embarcado en los menudos e intrincados asuntos europeos. La gente desconfiaba de una política exterior que podía acarrear complicaciones, y una corriente de opinión recababa la vuelta al tradicional aislacionismo (eso sí, tras la conquista puramente económica de gran parte de los mercados mundiales). Wilson, enfermo, no se presentó a las elecciones de 1920, que ganó por enorme diferencia su adversario republicano Harding, con el slogan back to normalcy: vuelta a la normalidad (con prosperidad, habría que añadir). Le sucedió el también republicano Coolidge, y en 1928 su colega Hoover.
La prosperidad tuvo también sus contrapartidas. Aumentó la corrupción, y como consecuencia de la ley seca, se generalizaron grandes redes de mercado negro, que no sólo producían alcohol. Una plaga muy típica de la época fue el gangsterismo, que proliferó sobre todo en las grandes ciudades del Norte, y muy especialmente en Chicago, donde Al Capone mantuvo en jaque a las autoridades durante años enteros. Seguirían la mafia —sobre todo la italiana—, los kidnapers o raptores de niños, que sembraron el pánico en muchas familias; el negocio fácil, la delincuencia, el sensacionalismo periodístico y publicitario, y la relajación de los hábitos morales, con la proliferación del divorcio y del espectáculo pornográfico industrializado. La sociedad se divertía con ritmos atractivos, que rompían las amables convenciones de los antiguos bailes. Todo era demasiado fácil y demasiado placentero como para que pudiese durar indefinidamente.
Panorama iberoamericano
Los más importantes países iberoamericanos habían declarado también la guerra a Alemania, y, como Estados Unidos, sacaron más beneficios que perjuicios del conflicto. En general, el periodo de entreguerras señala un momento de prosperidad y expansión. Por supuesto, la presencia norteamericana no dejó de operarse en muchos puntos, pero con una diferencia: a la presencia física siguió una cada vez más operativa presencia económica. Los yanquis se retiraron de Santo Domingo y Nicaragua, y abrogaron la enmienda Platt, que justificaba su intervención en Cuba. Pero aprovecharon el desgaste y crisis económica de Gran Bretaña para sustituir a los ingleses en muchas inversiones. Iberoamérica dependió cada vez menos de la libra y más del dólar, pero vivió unos años de cierto equilibrio y evidente modernización.
Este equilibrio fue más difícil de alcanzar en México, donde a raíz de la deposición del dictador Porfirio Díaz, en 1911, se vivieron años de anarquía, durante los cuales dos presidentes, Madero (1913) y Carranza (1920) fueron asesinados. La revolución se destrozaba a si misma, capitaneada por miembros del proletariado rural, como Pancho Villa o Zapata, que defendían un más justo reparto de la riqueza, pero no acertaron a canalizarlo. Por otra parte, los revolucionarios se empeñaron más que en reformas sociales, en violentas persecuciones contra la Iglesia. Y el hecho les restó fuerza, porque si el pueblo mejicano ansiaba aquellas reformas, se sentía profundamente católico. Los gobiernos de Calles y Obregón tomaron algunas medidas, insuficientes, desde luego, en favor de las clases modestas, e impusieron el orden. No se acabó con la revolución ni con la corrupción, pero el país vivió unos años 20 relativamente prósperos.
Colombia y Venezuela mantuvieron en general gobiernos conservadores durante el periodo de entreguerras; si en la primera hubo un giro liberalizante a partir de 1930, Venezuela vivió, de 1908 a 1935, bajo la dictadura del general Juan Vicente Gómez, el «gendarme necesario», extraña mezcla de arbitrariedad y paternalismo; pero el país aprovechó mejor que otros la buena coyuntura de la posguerra mundial, gracias en parte a la exportación de sus productos petrolíferos.
En Chile surge por 1920 la figura del presidente Alessandri, activo y enérgico, al que la nueva Constitución de 1925 daba una mayor autoridad, al reconocer un régimen presidencialista. Y en Argentina, el hombre clave de estos años es Hipólito Yrigoyen, líder del partido radical, y presidente por dos veces del país. Argentina vio por entonces incrementada la inmigración de españoles e italianos, a la que se unió la de antiguos habitantes del desmembrado imperio turco, especialmente sirios y libaneses. República multiétnica, tuvo una fuerte capacidad asimiladora. Fueron trabajadas nuevas tierras, aumentaron las iniciativas y se perfiló una promisoria tendencia industrializadora. En gran parte como consecuencia de la inmigración, pero también por el incremento de la industria y los servicios, Buenos Aires se convirtió por entonces en la ciudad más poblada del hemisferio sur, una capital de corte más europeo que las del resto del continente, con avenidas y bulevares muy al estilo de París, dado el fuerte influjo francés en la cultura (el económico era inglés y norteamericano, y el humano, ante todo italiano y español).
Brasil, que pasó de los 17 millones de habitantes en 1900 a 34 en 1930, fue uno de los países que salieron más beneficiados de la guerra mundial. Aumentó la exportación de café, azúcar y algodón, aunque la riqueza no llegó, a todas partes, y las diferencias económicas entre los grupos sociales —con una fuerte minoría de color y mulatos— se hicieron más fuertes todavía, sin que todos dejaran de mejorar. En este caso, la emigración europea más fuerte fue la de los alemanes, que se establecieron en el Sur del país, y a él llevaron sus iniciativas, muchas de sus costumbres y hasta la forma de sus viviendas. Stefan Zweig veía en Brasil «el país del futuro». Todo fue un camino feliz hasta la Gran Depresión de 1929-1930.
La Gran Bretaña
Inglaterra parecía figurar entre los más favorecidos de los vencedores. No había sufrido daño alguno en su territorio, y sus bajas habían sido muy inferiores a las de cualquiera de sus aliados o enemigos continentales. Adquiría el control de nuevos territorios en Asia y África, con la ventaja, además, de haberse librado de su máximo competidor económico, Alemania. Sin embargo, había perdido millones de toneladas de barcos mercantes, y solo un gasto inmenso podía convertirla de nuevo en el primer transportista del mundo. Por contra, conservaba casi intacta la flota que le había permitido el dominio de los mares; pero esta flota, en una época en que no se vislumbraban enemigos potenciales, no era más que una pesada carga. Paradójicamente, la guerra acabó con la marina mercante y la paz acabó con la marina de guerra.
Entretanto, Estados Unidos se había hecho con una buenísima parte de los mercados mundiales, y ya no era posible recuperarlos, máxime que Gran Bretaña debía grandes cantidades a sus aliados del otro lado del Atlántico. El regreso de soldados y marineros desmovilizados supuso el aumento del paro en una coyuntura en que la demanda externa había caído espectacularmente. Y a esto se unía otro hecho significativo: la era del carbón y el hierro, los dos tesoros de la Gran Bretaña, estaba caducando, y llegaban tiempos nuevos, los del petróleo y la electricidad, bienes en que los ingleses no llevaban ventaja, sino más bien todo lo contrario. El bache económico y el paro significaban el descontento social y el surgimiento de un partido nuevo, el laborista.
Por si ello fuera poco, el problema de Irlanda se recrudecía. Ya durante la guerra los alemanes habían tentado una intervención en Irlanda, que se saldó con el fusilamiento de Roger Casement; pero la paz mundial no significó, como se esperaba, la paz en Irlanda, y un nuevo líder, Eamon De Valera, se encaramó como caudillo de un Eire independiente y republicano. Un ejército clandestino, el Irish Republican Army —I.R.A. — daba golpes de mano en Dublin, Belfast y Cork. El asunto irlandés amargaba la posguerra de los británicos.
Así fue como a los desastres de la guerra sucedieron, en expresivas palabras de Keynes, los «desastres de la paz». No es tan fácil como parece organizar una paz después de una guerra que ha exigido los mayores esfuerzos. Y sin duda por ello, el enérgico y brillante primer ministro liberal Lloyd George, símbolo de la victoria, fue eclipsando su imagen rápidamente, hasta desvanecerse. A partir de 1920 hubo de apoyarse artificialmente en los conservadores, no sin contraprestación. El problema de Irlanda acabó de hundirle en 1922 cuando hubo de conceder un gobierno libre al Eire católico —no al Ulster protestante— bajo la dirección de De Valera, aunque todavía reconociendo al Reino Unido, simbolizado entonces por Jorge V. A Irlanda solo le faltaba proclamar la República para independizarse totalmente.
En 1922 subieron al poder los conservadores, con Baldwin a la cabeza. Pero la inestabilidad política obligó a nuevas elecciones en 1923, en las que, aunque Baldwin obtuvo una notable mayoría relativa, no consiguió la absoluta, y, lo que era más sorprendente, el segundo puesto no lo ocupaban los liberales, sino los laboristas de Ramsay Mac Donald. Se rompía así una tradición de dos siglos y medio de bipartidismo en Gran Bretaña. Los liberales cometieron el error de aliarse con los socialistas, que solo accedieron si Mac Donald presidía el gobierno. La experiencia fue desgraciada para los dos socios: los laboristas hubieron de pagar las consecuencias de su inexperiencia y su encaramamiento prematuro, y los liberales se desacreditaron definitivamente. Nunca más alcanzarían el poder, reducidos a una minoría ridícula. Los laboristas asumirían desde entonces el papel de la izquierda; pero sus fracasos y una reacción de la opinión —asustada por el triunfo del comunismo en Rusia— propiciaron un gran triunfo de los conservadores en 1924. Se abre desde entonces la «era Baldwin» (1924-29), caracterizada por la «política del buen sentido». Gran Bretaña se recuperó, y la libra fue revalorizada, hasta alcanzar los niveles de la anteguerra. Aquel buen momento se quebraría con la Gran Depresión de 1929.
Francia
En 1918, el hombre clave de la política francesa era Clemenceau, el enérgico «tigre» de «la guerre, rien que la guerre». Sin embargo, a partir de 1919 unos empezaron a acusar a Clemenceau de la escasa preparación de Francia a comienzos del conflicto, que a punto había estado de provocar una catástrofe; otros, en cambio, le acusaban de haberse vendido a los americanos, o no haber sabido vencer las reticencias inglesas. La estrella de Clemenceau declinó en un par de años, mientras se elevaba la de su rival Poincaré, que consiguió aglutinar una derecha nacionalista bajo el nombre de Bloque Nacional.
Francia se había convertido en la primera potencia del continente europeo, pero al mismo tiempo tuvo que hacer frente a los «desastres de la paz»: desmovilización, exceso de mano de obra, reconversión industrial, deuda pública inmensa, inflación. En 1920, el franco tenía un valor adquisitivo de diez céntimos de 1914. La esperanza de Francia estaba en las indemnizaciones que se hacían pagar a Alemania; pero Alemania, más arruinada todavía, no podía enjugar en grado suficiente el déficit francés. Ello provocó una política agresiva, que condujo a la ocupación temporal de la cuenca carbonífera e industrial del Ruhr. El hecho provocó la indignación no ya de Alemania, sino de Inglaterra, que no podía consentir el engrandecimiento de Francia, y fue incapaz, por su parte, de resolver la crisis de la economía gala.
Francia se fue separando de Inglaterra y siguió una política exterior basada en la alianza con las nuevas repúblicas del centro-Este de Europa, singularmente Polonia y Checoslovaquia, para mantener el cerco de Alemania y la hegemonía en el continente. Fue lo que se llamó «la pequeña Entente». La alianza no sirvió para nada —como no fuera para preparar las tensiones que desembocarían en la segunda guerra mundial—, y el desencanto de la victoria fue en Francia mayor aún que en Inglaterra. Tanto fue así, que la opinión estaba ya en contra de nuevas intervenciones militares, siquiera careciesen de riesgo. Durante dos años, 1924-1926, la situación basculó en favor de una alianza formada por radicales y socialistas, que tampoco sirvió para remediar la situación socioeconómica. Obreros, pensionistas y tenedores de valores de renta fija fueron los principales perjudicados por la inflación. Cundió entonces la impresión de que la III República estaba sentenciada de muerte, y era preciso buscar «otra cosa». Sin embargo, el regreso de Poincaré al poder durante un relativamente largo periodo —1926-1929— contempló la situación más amable de los años veinte. Bajo el lema «salvemos el franco», la gestión del gobierno de Poincaré redujo el gasto público, fomentó el ahorro y las inversiones. Poincaré, enfermo, dimitió en junio de 1929. Por muy poco, tocaría a otros hacer frente a la Gran Depresión.