17. IMPERIALISMO Y COLONIALISMO
El periodo que va de 1860 a 1900 se caracteriza por un extraordinario proceso de expansión de las potencias europeas fuera de la propia Europa. También en menor grado, de los Estados Unidos y Japón (si bien es preciso reconocer que los Estados Unidos realizaron un formidable esfuerzo de colonización de su propio territorio, lo mismo que los rusos hicieron con Siberia). Esta expansión está relacionada con conceptos que ya hemos analizado: la consagración de la «Gran Potencia», la necesidad de control de los puntos más estratégicos del globo, o de los centros de producción de nuevas materias primas, ahora indispensables; la rápida industrialización de casi todos los países de Occidente, el aumento de poder del Estado y la preocupación por el prestigio ante el mundo. También es preciso tener en cuenta el momento de plenitud que Europa vive por entonces respecto de la inmensa mayoría de los países ajenos a ella. Aunque sólo cubre el 7 por 100 de la superficie de las tierras, su densidad de población compensa su pequeñez. En 1800 estaba habitada por el 20 por 100 de los seres humanos; en 1850 alcanzaba ya el 22,5 por 100, y en 1900 nada menos que el 35,7 por 100, un valor si se quiere asombroso para su casi diminuta extensión. A partir de entonces, estos valores tienden de nuevo a disminuir (hoy la población de Europa no alcanza al 10 por 100 de la del mundo). Las cifras son por demás elocuentes; pero no hemos de tomarlas, como con cierta equivocación se ha hecho, como un factor que impulsa la colonización de nuevos territorios en cuanto «desahogo» de la superpoblada metrópoli. Por ejemplo, en las colonias alemanas (dos millones de kilómetros cuadrados) no llegaron a vivir más allá de 35.000 alemanes no militares. Más bien lo que ocurre es que esta explosión demográfica, con centro en 1900, revela una extraordinaria vitalidad de Europa. En las cifras citadas influye sobre todo la prodigiosa mejora de las condiciones sanitarias y de los métodos terapéuticos y clínicos (disminución drástica de la mortalidad infantil, erradicación de las epidemias, alargamiento de la duración promedio de la vida); pero también el progreso económico, los adelantos técnicos, y con todo ello, la conciencia de una superioridad europea sobre el resto del mundo que no se había registrado antes ni se registraría después. Sin ese orgullo europeo no es fácil explicar la explosión del colonialismo.
Suele concebirse el fenómeno del colonialismo como la consecuencia final del nacionalismo y del imperialismo; y muchos hechos parecen abonar esta suposición. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que ese fenómeno pudo operar también como válvula de escape que dio salida a esa «vitalidad» de Europa, sin degenerar, como antes, en continuas contiendas entre potencias, en los 44 años que van de 1870 a 1914 no hubo una sola guerra de importancia en Europa (y en las que hubo no intervino ninguna gran potencia); y el hecho puede ser significativo. Terminado el reparto del mundo, los europeos se vuelven de nuevo contra sí mismos!
Pero concebir la expansión europea como una simple manifestación del imperialismo puede ser tomar una parte por el todo. Hubo formas de expansión que nada tuvieron de imperialistas; e incluso hubo manifestaciones del colonialismo movidas por impulsos altruistas o humanitarios. En 1900 había en los países coloniales. 60.000 misioneros —en algunos casos, más que funcionarios— que no buscaban ninguno de los bienes de este mundo. Puede hablarse, en suma, de afán de dominio, de rapiña económica o de explotación de recursos, al lado de otros fines mucho menos interesados e incluso generosos. El conjunto de los hechos de la expansión europea es, pues, una realidad que convendría estudiar por partes si no queremos caer en reduccionismos.
El conocimiento del mundo
Fue el hombre de Occidente el que en tres grandes impulsos logró conocer en su totalidad el planeta que habita. El primer impulso llegó a fines del siglo XV y en el XVI, con la circunnavegación de África, el descubrimiento de América, la llegada por mar a las costas de Extremo Oriente, y la primera vuelta al mundo: hazaña llevada a cabo en su mayor parte por españoles y portugueses. En el XVIII, son fundamentalmente ingleses y franceses, como Cook y Bougainville, los que permiten conocer las últimas tierras del Pacífico, al mismo tiempo que una serie de expediciones científicas contribuyen al mejor conocimiento de los mares, la configuración de las costas, la fauna y flora de las regiones más apartadas. El tercer impulso se opera en la segunda mitad del siglo XIX —y sobre todo entre 1870 y 1906—, y supone prácticamente el conocimiento integral del mundo. En 1881 se inició en Berna el primer atlas de la Tierra, que en 600 grandes hojas logró representar por primera vez la superficie de nuestro planeta hasta en sus más mínimos accidentes.
Hubo expediciones marítimas, al estilo de las del siglo XVIII, pero con material mucho más moderno, que descubrieron los secretos de los mares, los fondos oceánicos, la salinidad, las corrientes y la temperatura de las aguas. Pero quienes caracterizan a la época son los grandes exploradores terrestres, que a costa a veces de inauditos esfuerzos, atraviesan selvas y desiertos, conocen las tribus más remotas, navegan los grandes ríos, exploran y tratan de subir a las más altas montañas. Figuras de «exploradores» como Livingstone, Stanley, Cameron, Kitchener, Everest, o bien españoles y portugueses como Serpa Pinto o Iradier, son muy características de la época, y revelan todo un espíritu aventurero, ávido de conocimientos y de sensaciones, pero dotado sobre todo de ese ideal «fáustico» de indagar los últimos secretos del mundo que es común al espíritu de los años a que nos estamos refiriendo. Algunas exploraciones pudieron estar impulsadas por afanes éconómicos (búsqueda de minerales o tesoros, y de rutas para acceder a ellos); la mayoría por el ansia de conocer y descubrir. Así se encontraron las tan buscadas y misteriosas fuentes del Nilo —que provocan la inundación del desierto precisamente en verano—, la ciudad prohibida de Lhassa, los grandes lagos africanos, los volcanes de la Antártida, o los famosos pasos del Noroeste y del Nordeste, que ya por entonces de nada iban a servir a la navegación, pero que era preciso conocer. De nada servía tampoco la conquista de los polos, pero muchas vidas fueron sacrificadas a aquel impulso de llegar más lejos, hasta donde parecía imposible. (La conquista de los polos no se coronaría hasta comienzos del siglo XX, con Peary, 1909, y Amundsen, 1911). En la empresa del conocimiento del mundo hubo muchas veces no solo desinterés, sino también afán humanitario. El Dr. Livingstone comenzó su vida como explorador, y terminó quedándose en África como educador y misionero.
La filosofía del colonialismo
Hoy la idea de colonizar no está de moda y puede parecer a muchos una aberración que sufrieron por un tiempo los pueblos de Occidente. Por 1880 se presentaba como un principio magnífico de civilización y de progreso. Se sigue discutiendo la parte de hipocresía o de sinceridad que pudo existir en los principios de entonces. El hecho es que en 1850 había, incluso en Gran Bretaña, corrientes anticolonialistas. También las hubo desde 1918 (y sobre todo desde 1945). Pero en el periodo 1860-1914, y muy especialmente, entre 1880 y 1900, el prurito colonialista dominaba de modo irresistible en las mentalidades de Occidente.
Las causas pueden ser muy diferentes, y se han argüido desde motivos económicos (Hobsbawn) hasta puramente políticos y de prestigio (Fieldhouse), sin olvidar los militares, o incluso los culturales y benéficos. Por lo que se refiere a la economía, existe una doble tesis. En primer lugar, el paso en la mayor parte del continente europeo de una economía preferentemente agrícola a otra preferentemente industrial fue borrando las diferencias entre países industriales y agrícolas. Ya no eran tan fáciles los intercambios favorables para las dos partes. Cada país deseaba proteger su propia industria, y al librecambismo liberal sucede, desde 1870, y sobre todo por 1890, el proteccionismo. Se hacía preciso conquistar mercados en lo que hoy se llama el tercer mundo, y para ello dominar zonas de influencia. Este tipo de hegemonía o control sobre un territorio no siempre revistió la forma de un colonialismo propiamente dicho. Países como China eran demasiado extensos, demasiado poblados y hasta demasiado poderosos como para dejarse dominar impunemente; el control fue fundamentalmente comercial: pero permitió granjearse masas enormes de clientes, a veces relativamente ricos. En segundo lugar, la nueva revolución industrial que se estaba operando desbordaba a la romántica, caracterizada por el carbón y el hierro (abundantes en Europa). Hacían falta nuevas materias primas, como el cobre, conductor de la electricidad; el petróleo, el caucho o los fosfatos, base de los nuevos abonos industriales: productos todos existentes en países exóticos.
El prurito económico movió muchos impulsos colonialistas. Pero hoy tiende a restársele importancia, aun cuando evidentemente la tuvo, y mucha. Desde el primer momento se vio que muchas colonias no eran rentables. Tanto Francia como Alemania hicieron grandes esfuerzos por asegurarse la posesión de desiertos. Los negocios no respondían siempre a las expectativas, y la Compañía del Congo, quizá la más egoísta y abusiva de todas, no consiguió amortizar sus gastos hasta transcurridos treinta años; por su parte, la compañía fundada en 1889 por Cecil Rhodes (cuyo curioso lema era «filantropía más el cinco por ciento») fue incapaz de pagar dividendos hasta 1923. El imperio colonial alemán sólo absorbió el 0,5 % de su comercio exterior. A su tiempo, la mayoría de las colonias serían abandonadas con déficit.
En muchos casos no hay más remedio que suponer un movimiento de expansión impulsado por el ansia de prestigio y por el orgullo nacional. El nacionalismo romántico derivó hacia el imperialismo en el caso de las grandes potencias, y éste hacia el colonialismo. Una potencia era estimada por la extensión de territorios ultramarinos que era capaz de controlar. Hasta potencias de segundo orden se sintieron obligadas a poseer colonias. Y únase a todo ello una filosofía, sincera o no, sobre «la sagrada misión del blanco» —en otras versiones, «la carga que ha de asumir la raza blanca»— de llevar su cultura, civilizar y evangelizar a los pueblos atrasados. Para el americano Bow era un «destino manifiesto»; para el ruso Witte, «una nueva cruzada»; para el británico Curzon, «un medio de servir a la humanidad». El presidente Ferry consideraba la colonización de países incultos como un «deber» de Francia, y un autor tan crítico como Bemard Shaw estimaba que si los pueblos primitivos eran incapaces de aprovechar sus propias riquezas, era obligación de los pueblos civilizados reemplazarles en la tarea. Algo por el estilo pensaba Dostoyewski. Fueran cuales fuesen sus principios motores —que probablemente fueron muchos y muy distintos—, el colonialismo de fines del XIX «fue un movimiento magnífico, sin paralelo en la Historia, que cambió por completo las estructuras del futuro» (G. Barraclough).
El imperio colonial británico
El esplendor de la era victoriana en Inglaterra sería incomprensible sin la conquista del imperio más vasto que recordaban los siglos. Fue aquel un optimismo que se refleja en los discursos de Disraeli, en las novelas de Kipling y en la música de Ketelbey. Charles Dilke cantaba entusiasmado a «la más Grande Bretaña», y para lord Curzon, «después de la Providencia, es la Gran Bretaña la mayor fuerza bienhechora del Universo». Aquel orgullo caracterizó una época, y aun habría de perdurar con el tiempo en el temperamento británico.
El símbolo imperial de Gran Bretaña fue la India. Desde el siglo XVII había penetrado en aquel subcontinente la Compañía de las Indias Orientales —de carácter particular, pero con participación de la Corona—, con fines exclusivamente comerciales. En 1857 se sublevaron los cipayos o mercenarios al servicio de la Compañía, y mal lo hubieran pasado los colonizadores sin la intervención militar que siguió, por cuenta ya del ejército británico. Al interés comercial se unió el control efectivo del terreno, y la India pasaba de ser una empresa particular a otra del Estado. Los militares ingleses, luego una generación de funcionarios activos y eficientes, se hicieron cargo de la administración de la India, un inmenso país en que coexistían seiscientos principados distintos, más de doscientas lenguas y ocho religiones. Esta diversidad fue precisamente un factor que facilitó la progresiva penetración británica; hasta el punto de que la unidad de la India fue fruto en gran parte del hecho mismo de constituir «un» país ocupado por una sola potencia. La conquista, o más bien el simple control del territorio fue obtenido unas veces por alianzas, otras por pequeñas guerras (o por ambas cosas a la vez, alianzas de los colonizadores con unos príncipes que estaban en guerra con otros).
En 1876 Disraeli obtuvo para la reina Victoria el título de Emperatriz de la India. Desde entonces hasta después de la segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña fue considerada como un imperio —el Imperio Británico—, aunque la metrópoli nunca adoptó la denominación imperial; y por supuesto, su prestigio fue tan grande o más que el de los grandes imperios continentales. La India estaba regida por un Virrey, al que rodeaban una gran cantidad de altos dignatarios indígenas (rajás y maharajás), de carácter principesco, que pronto se britanizaron o enviaron a sus hijos a estudiar a Inglaterra.
Aquellas familias pudientes, a veces riquísimas, constituyeron con su afán de lujo un espléndido mercado para la metrópoli. El resto del país siguió siendo pobre, aunque con la nueva y unificada administración mejoró. Se construyeron ferrocarriles, hospitales, escuelas, se urbanizaron las grandes ciudades con criterios modernos. La India, que comprendía los estados actuales de Indostán, Pakistán, Bangla Desh y Nepal, fue un notable ejemplo de simbiosis entre dos culturas. Por eso tal vez se ha convertido en uno de los más poderosos países poscoloniales.
Los ingleses se extendieron igualmente por territorios vecinos, como Beluchistán, Afganistán, Birmania y Thailandia, hasta que se encontraron con los franceses en Camboya. También adquirieron territorios en Malasia, Sumatra y Borneo.
Pero, después de la India, el área de mayor expansión británica sobre zonas de población indígena fue África. Tras la derrota de Francia en la guerra francoprusiana, la presencia gala en Egipto fue sustituida por la británica, y los ingleses se aprovecharon hábilmente de la construcción del canal de Suez, trazado pocos años antes — en 1867— por Fernando de Lesseps. Por otra parte, la ruina del ostentoso jedive le obligó a vender a los ingleses la mayor parte de las acciones del Canal, y poco a poco Egipto se fue convirtiendo en un protectorado británico. Los ingleses se expandieron luego por Sudán, Somalia, Kenya, Zanzíbar (hoy parte de Tanzania), Rhodesia (hoy Zimbabwe) y África del Sur. Su gran proyecto fue la construcción del ferrocarril El Cairo-El Cabo, que atravesaba África de Norte a Sur. Tropezaron con los portugueses, que pretendían unir Angola y Mozambique, y les obligaron a desistir tras el famoso ultimátum de 1890, que hirió el alma portuguesa casi tan gravemente como a la española la pérdida de Cuba. Y en 1898 chocaron los británicos dirigidos por lord Kitchener con los franceses que mandaba el coronel Briand, en el encuentro de Fachoda, cerca de las fuentes del Nilo. El propósito francés era opuesto al inglés: unir sus territorios del Atlántico y del índico mediante una vía de comunicación que atravesase el continente africano de este a oeste. Durante unas semanas, la crisis francobritánica fue muy tensa, y se temió que pudiese originar un conflicto. Al fin los franceses hubieron de ceder. El último choque fue con los bocrs, colonos holandeses que desde el siglo XVIII se habían establecido en las zonas sudafricanas de Transvaal y Orange. Después de la dura guerra de los boers, en que el caudillo local, Kruger, ofreció una enconada resistencia, la paz negociada de Pretoria (1902) puso las bases de la Unión Sudafricana, hoy República de Sudáfrica.
Gran Bretaña contaba también con inmensos territorios en América y Oceanía, en este caso colonias de poblamiento, como Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Por esta razón, tales colonias perdieron a fines de siglo aquella denominación, para constituirse en Dominios, con un monarca común —el de Gran Bretaña—, y tres vínculos fundamentales: Preference, Conference, Defense, es decir, trato económico preferencial, conferencia periódica de todos los países y política exterior y militar común. Más tarde la Unión Sudafricana pasó a formar parte de esta comunidad o Commonwealth.
Otros imperios coloniales
a) También Francia poseía, antes de la era del colonialismo, territorios ultramarinos: parte de Argelia (ocupada desde los tiempos de Luis Felipe, y ampliada esa zona por Napoleón III), enclaves en el Senegal, la Guayana en América, tres bases en la India, y, como resultado de otra aventura napoleónica, el sur del actual Vietnam , así como algunas islas del Pacífico. En 1900, la extensión de aquel imperio se había multiplicado por 50. Fue el presidente Jules Ferry el principal pero en absoluto el único impulsor del colonialismo francés. En Indochina, los galos llegaron de Saigón a Hanoi, y se apropiaron de lo que hoy son Laos y Camboya. En 1881 se apoderaron de Túnez, ganando por la mano a Italia, que también aspiraba a aquel territorio; mientras proseguían su expansión por Argelia hasta llegar a las inmensidades desiertas del Sahara. El segundo núcleo africano ocupado por los franceses se situaba al Oeste del continente: Mauritania, Senegal, Dahomey, el Congo francés (hoy Congo-Brazzaville), y las actuales repúblicas de Malí, Alto Volta, Níger y Centroafricana. Por el Sahara se unieron estos territorios a los ya ocupados en Argelia y Túnez. En África oriental, los franceses se hicieron con Madagascar y parte de Somalia. Desde allí pretendieron establecer un corredor que atravesase el continente de Este a Oeste; pero, como ya sabemos tropezaron con los ingleses, que buscaban un similar enlace en sentido Norte-Sur.
El imperio francés fue menos «francés» en el sentido de que no hubo grandes colonias de poblamiento —excepto, parcialmente, Argelia—, y hasta una parte del funcionariado era indígena. En cambio, fue más francés en sentido cultural: los colonizadores se esforzaron por llevar la religión, la lengua, la literatura de la metrópoli. En las escuelas, los niños africanos estudiaban Historia de Francia.
b) Alemania llegó tarde al reparto colonial, en primer lugar por su tardía unificación, y en segundo porque las miras hegemónicas de Bismarck eran más europeas que mundiales, y no tenía la menor intención de indisponerse con franceses o británicos en ultramar. Hubo de ceder, sin embargo, no sólo, como se dice, a los intereses de los grandes industriales, sino a un estado generalizado de la opinión que no concebía imperio sin colonias. Alemania llegó a poseer dos enclaves en China, varias islas del Pacífico, el archipiélago Bismarck junto a Nueva Guinea, y una pequeña parte de Borneo. Lo más extenso de las colonias alemanas estuvo en África: África Oriental (hoy la parte continental de Tanzania) y África Occidental (hoy Namibia). Más tarde adquiriría también Togo y Camerún. La política de Bismarck, con todo, estuvo más encaminada al arbitraje entre potencias que al colonialismo propiamente dicho. Fue a instancias del canciller como se reunió la Conferencia de Berlín en 1885, para dirimir contenciosos en el reparto de África: Alemania actuaba más como árbitro que como beneficiario, y ésta era la política que más agradaba al Canciller. En la Conferencia se determinó un principio muy característico del positivismo geopolítico: el derecho a la posesión de un territorio no lo proporciona el descubrimiento, ni tradiciones históricas, sino la presencia efectiva garantizada por la ocupación de hecho. Fue el alemán un imperio colonial simbólico, de prestigio —con algunos enclaves económicos— más que un orgulloso despliegue sobre el mapa. Alemania perdería íntegramente aquel imperio tras la primera guerra mundial.
c) Rusia y Estados Unidos, como ya se ha dicho, tuvieron inmensos territorios propios que colonizar, pero no por eso estuvieron al margen del movimiento de expansión colonialista: en ambos países hubo una especie de mística de «manifiesto destino», que alcanzaría fácticamente dimensiones más amplias en el siglo XX. Pero ya a fines del XIX los rusos ocuparon parte del Turquestán, Manchuria, se adentraron por Corea, y soñaban con China, de la que ocuparon posiciones en el golfo de Pekín: hasta que chocaron con los japoneses. Los americanos, después de ciertas dudas, decidieron en 1902 retirarse de Cuba, ante el temor de que las guerrillas cubanas acabaran haciéndoles la vida tan imposible como a los españoles; pero se reservaron la base de Guantánamo, y, por supuesto, la hegemonía económica sobre la isla. Se mantuvieron en Puerto Rico y Filipinas, ocuparon las islas Hawaii, y luego las Carolinas, creando un área de influencia cada vez más fuerte en el Pacífico.
d) Tres pequeños países llegaron a ser grandes potencias coloniales. Leopoldo II de Bélgica fundó la Compañía del Congo, en un principio con un carácter explorador y científico, que pronto se hizo económico con la explotación del caucho, en cuya empresa se realizaron violencias y abusos, seguidos de insurrecciones de los indígenas. Leopoldo liquidó la compañía y regaló el Congo (hoy Congo-Kinshasa) a su propio país, Bélgica, que se vio así inesperadamente convertida en potencia colonial y llegó a poseer en el corazón de África un territorio cincuenta veces más extenso que su metrópoli.
Holanda poseía factorías en lo que hoy es Indonesia, y en la época del colonialismo llegó a dominar parte de Sumatra. Borneo, Célebes, Java, Bali y otros territorios ricos en estaño, caucho y petróleo. Salvo la Guayana holandesa, no tuvo posesiones en otras partes del mundo.
Portugal mantenía una vieja tradición colonizadora, de la que quedaban enclaves en África. Sus ansias reverdecieron en la época de los colonialismos, y desde aquellos enclaves llegó a dominar la Guinea portuguesa (Guinea-Bissau), y los enormes territorios de Angola y Mozambique, amén de parte de Timor en Indonesia y los enclaves de Goa, Damao y Diu en la India, y Macao en China. El sueño de dominar una franja en África del Sur de mar a mar fue desbaratado por el ultimátum británico de 1890.
e) China no fue nunca colonizada territorialmente. A diferencia de la India, constituía un imperio unificado (mal controlado a veces por el emperador, pero nunca separado en estados independientes), dotado de una cultura unitaria y de fuerte personalidad, y, aunque inferior tecnológicamente a las potencias occidentales, lo suficientemente civilizado y poblado como para que resultara difícilmente conquistable. Por otra parte, allí confluían los intereses encontrados de Gran Bretaña, Francia, Alemania, Rusia y Japón, que en cierto modo se contrarrestaron mutuamente. Estas potencias unieron sus esfuerzos en momentos muy puntuales, por ejemplo en 1900 (guerra de los boxers), que consagraron no sólo la permanencia de las bases costeras ya ocupadas, sino la colonización económica de China, tanto en la concesión de mercados como en las inversiones (por ejemplo, los ferrocarriles). Japón tuvo que renunciar a sus dominios en la China continental, pero se quedó con Corea, y más tarde con la isla de Formosa.
f) El colonialismo fue uno de los hechos más importantes de la Edad Contemporánea, y uno de los factores más decisivos en la mundialización de la Historia. Está íntimamente relacionado con el progreso económico y tecnológico, con el robustecimiento del poder del Estado, con las doctrinas positivistas que pretenden que el poder de hecho concede poder de derecho, con el imperialismo y los orgullos nacionales que afloraron más que nunca a partir de 1870, y con la conciencia de una superioridad cultural y organizativa que se sentía con arrestos —y hasta con el deber— de extender sus adelantos por todo el mundo. Supuso la sumisión de muchos pueblos débiles a otros fuertes, cuyos símbolos eran entonces los leones y las águilas; representó la explotación de muchos recursos en beneficio de las potencias colonizadoras, y presenció muchos abusos e imposiciones. Tuvo también sus aspectos positivos. Pueblos atrasados o salvajes recibieron una religión basada en el amor, el alfabeto, el sistema de numeración, la tecnología , la sanidad, el derecho, los propios conceptos de libertad, dignidad y derechos humanos, o hasta el concepto de Estado, que permitió un día a amalgamas de comunidades tribales organizarse y adquirir su propia conciencia colectiva.
La mundialización de la Historia significó la occidentalización del mundo. Pero esta occidentalización permitiría a pueblos que nunca dispusieron de ellos, el empleo de argumentos dialécticos occidentales —o de las armas inventadas por los occidentales— para revolverse contra el propio Occidente. Toynbee o Barraclough han analizado este «efecto boomerang» del colonialismo, cuyos resultados finales están aún por ver. Aunque por 1890 opinaba Joseph Chamberlain que «hay mundo que repartir para cinco mil años», el episodio colonial fue asombrosamente efímero, y duró, en el mejor de los casos, no más de tres cuartos de siglo. Otra cosa es la «colonización económica» de los países pobres por los más ricos, subsistente con o sin régimen colonial propiamente dicho.