3. LA ÉPOCA NAPOLEÓNICA
(1799-1815)
Que la Francia revolucionaria acabaría bajo el poder militar era, por tanto, un hecho previsible, y así lo previó, por ejemplo, Sieyès, un hombre que había tenido un papel importante en los primeros momentos, que había corrido serio peligro en la época del Terror, y volvía, con el reflujo de los tiempos, a encontrarse de nuevo en la cresta de la ola. El militar capaz de acaudillar la nueva época histórica parecía ser Dumoriez, héroe de la guerra del Rhin. Pero su muerte prematura dejó paso a otro oficial aún más joven y más brillante, Napoleón Bonaparte. Ahora bien, la extraordinaria personalidad de Bonaparte, una vez que las circunstancias le hubieron hecho dueño de una Francia en efervescencia, sin los pesados resortes amortiguadores propios del Antiguo Régimen, y con nuevas posibilidades de movilización, daría lugar no sólo a una nueva época en el país, sino a un nuevo planteamiento de la dinámica europea, y como consecuencia, de la del mundo occidental. A una situación extraordinaria —la Revolución— sucede otra situación extraordinaria —el intento de imperio napoleónico— y como consecuencia de ella, durante quince años más, Europa se desangrará y se empobrecerá. Gran Bretaña dominará por siglo y medio los mares, y toda América se hará independiente, confiriendo un nuevo planteamiento geopolítico al mundo civilizado. Por su parte la Revolución cuyo destino parecía ser en 1799 triunfar o fracasar, ni triunfa ni fracasa, sino que se transforma. La derrota de Napoleón en 1814-15 supone al fin y al cabo la derrota de las formas de poder derivadas de la Revolución; pero no una derrota de sus principios ni de sus posibilidades históricas, porque las ideas revolucionarias, difundidas aún más en todas partes por la presencia napoleónica, seguían vivas y ya nadie podría permitirse ignorarlas.
La personalidad de Napoleón
Napoleón Bonaparte nació en Ajaccio, Córcega, en 1769, un año después de que la isla fuese incorporada a Francia. Medio italiano, medio francés, llegó a transformarse por su genio y su ambición, en un «ciudadano del mundo», como quiere Emil Ludwig. Napoleón es el personaje histórico más biografiado (170.000 títulos) y sobre el que se han hecho más interpretaciones: desde las que le consideran heredero de los girondinos, o de la idea carolingia, a la que ve en él al último de los condotieros italianos. Su personalidad es en el fondo indescifrable, no sólo por enormemente rica, sino por contradictoria. Napoleón, con muchas ideas en la cabeza —que él sabe barajar como nadie según las circunstancias—, se contradice constantemente cuando explica lo que quiere.
El único rasgo indiscutible es su genio fuera de lo común. Posee un excepcional golpe de vista («mi ventaja es ver claro»), una extraordinaria voluntad y dominio de sí mismo (es capaz de dormirse cuando quiere, incluso en plena batalla), y una capacidad de mando a la que nadie osará oponerse. Militar de carrera, fue uno de los generales más famosos, si no el más famoso de la Historia («el secreto de la victoria consiste en ser el más fuerte en el punto decisivo»; con la particularidad de que Napoleón supo intuir siempre ese punto, y escogerlo); pero su genio como militar no debe ofuscarnos su talento como gobernante, patentizado por ejemplo en el célebre Código, imitado luego por veinte naciones. Convertido en un mito, los franceses de todas las ideologías le siguen considerando su héroe nacional.
El Consulado
Después de una increíble expedición a Egipto, Bonaparte dio un golpe de estado contra el Directorio el 18 de Brumario (9 de septiembre) de 1799. El Directorio era ya incapaz de contener la corrupción y la inflación en el interior y las guerras revolucionarias —llevadas aún por inercia, pero que amenazaban con la invasión de Francia—, en el exterior. Bonaparte sustituyó el Directorio por un Consulado, del cual formaron parte él —como Primer Cónsul—, Sieyès y Ducos. Pronto se vio que la aplastante personalidad del Primer Cónsul convertía a los otros en figuras decorativas. «Sólo tiene que dar un codazo para quitarnos de en medio», comentaba Sieyès.
Haciéndose sentir como imprescindible, Napoleón no tuvo la menor dificultad en convertirse en Primer Cónsul, luego en Cónsul único, más tarde en Cónsul vitalicio. Solo le faltaría hacer el cargo hereditario (para lo que instauró el Imperio). Gran parte de su secreto consistió en asumir «toda» Francia. No sería cabeza de los monárquicos ni de los republicanos, sino de unos y otros; no sería representante del Antiguo Régimen ni de la Revolución, sino de ambos. «Desde Clodoveo hasta el Comité de Salud Pública, asumo como mía toda la historia de Francia». Su papel de árbitro y de concertador le dio un margen inmenso de maniobra.
«Paz dentro y paz fuera: eso deseaban los franceses del Consulado» (Pabón). Y fue un militar quien les procuró esa paz. Una nueva Constitución —la del Año VII— dio primacía al ejecutivo sobre el legislativo. La asamblea, elegida por sufragio restringido, tendría un papel secundario. «La moderación es la base de la moral, y la primera virtud del hombre». La moderación se imponía tras los excesos revolucionarios, y la nueva Constitución fue aprobada por más de tres millones de votos contra 1500. El Nuevo Régimen cambiaba de filosofía.
Napoleón arregló la Hacienda, saneó la administración y la hizo más funcional; y la economía, aunque siempre en dificultades, mejoró. Se siguió una útil política de obras públicas. Uno de los grandes logros fue el conjunto de Códigos (Civil, Penal, de Comercio y otros) elaborados por un conjunto de expertos dirigidos por el Cónsul. El Código Civil (1804), lógico, sencillo y genial, fue uno de los pilares del ordenamiento jurídico del mundo contemporáneo. Algo por el estilo sucedió con la reorganización de la enseñanza en los tres niveles: primario (escuelas), secundario (liceos) y terciario (universidades). La fundación del Banco de Francia contribuyó no sólo a la mejora de la Hacienda sino a la estatalización de las directrices económicas. Y el concordato de 1801, que restablecía las relaciones Iglesia-Estado (al tiempo que se regresaba al calendario tradicional), contribuyó también a la reconciliación de los franceses. Para muchos autores, la labor de Napoleón al frente del Consulado fue la más fecunda y positiva de cuantas realizó.
La guerra y la paz
La Francia revolucionaria había llegado en Basilea (1795) a una paz con varias potencias coaligadas, entre ellas Prusia y España. Seguía el conflicto con Gran Bretaña y Austria, la primera deseosa de evitar cualquier hegemonía continental y la segunda molesta por la pérdida de sus dominios en Bélgica y el Norte de Italia. Napoleón, cuando llegó al poder, ofreció la paz a esos dos enemigos, que la rechazaron, sabedores del agotamiento francés. El primer Cónsul comprendió que la única forma de alcanzar la paz era una guerra rápida y victoriosa.
Por sorpresa atravesó los Alpes en audaz hazaña, y obtuvo una colosal victoria sobre los austriacos en Marengo. Austria tuvo que firmar la paz de Luneville (1801), por la que renunciaba a Bélgica y el Norte de Italia, excepto Venecia. La Gran Bretaña, ya sin aliados en el continente, se avino a la paz de Amiens (1802). Los franceses renunciaban a sus pretensiones sobre Egipto y el Mediterráneo oriental, y dejaban a los ingleses las manos libres en el Atlántico. Gran Bretaña reconocía las conquistas francesas en el continente y sus repúblicas satélites: Bátava (Holanda), Helvética (Suiza), Cisalpina (Saboya) y Ligur (Génova). Amiens fue el pacto entre la tierra y el mar, entre un nuevo orden continental y la vocación británica a las aventuras lejanas y oceánicas. Fue también una de las grandes ocasiones perdidas de la historia. La paz iba a durar menos de dos años.
Del Consulado al Imperio
El fracaso de la paz tuvo algo que ver con el cambio de régimen en Francia. Realmente, no es fácil comprender por qué se volvió a la guerra: Francia necesitaba un respiro, después de tantas convulsiones internas y conflictos exteriores; Gran Bretaña vivía una momentánea crisis económica; otro tanto ocurría en Austria, mientras en Rusia Alejandro I albergaba propósitos de una gran cruzada asiática. Quizá los que más sentían la conveniencia de volver a la guerra eran los ingleses, celosos de la posibilidad de creación de una gran potencia hegemónica en el continente. El hecho es que fue la Gran Bretaña la que, por un minúsculo pretexto —la isla de Malta—, volvió a las hostilidades buscando la alianza de las potencias continentales, Austria, Rusia y Prusia, siempre preocupadas por el poderío de Napoleón.
El Cónsul creyó entender entonces que necesitaba afianzar su poder mediante una forma de institucionalización de su ya enorme autoridad de hecho. Por otra parte, su proclamación como Emperador le daría pretextos para reafirmar tanto la permanencia indefinida de su poder en Francia —asegurada, además, por la hereditariedad del cargo— y de su hegemonía en Europa. Parece que algunas conspiraciones monárquicas le animaron también a dar el paso. El resultado de todo ello fue que en mayo de 1804 decidió proclamarse Emperador. Era la culminación de su brillante carrera como estadista. Sometido el cambio a referéndum, fue aprobado por 3,6 millones de votos contra 2.500.
El imperio napoleónico sigue siendo un híbrido de Antiguo y Nuevo Régimen. Parece paradójica la definición que hace la nueva Constitución de 1804: «El gobierno de la República se confía a un Emperador». Cambiaron poco las instituciones y se mantuvo el sistema electivo, con un Senado y un Consejo de Estado que asesorarían al titular del Imperio. Pero se adoptaron símbolos monárquicos, como el cetro o la corona, e imperiales, como el águila. Napoleón se rodeó de una nobleza de nuevo cuño, con príncipes (en su mayor parte, sus parientes), y nobles, condestables, cancilleres. En pocos años se promovieron 30 duques, 500 condes y 1.500 barones. Nobleza nueva, decimos, puesto que la vieja, exterminada o expulsada por la Revolución, seguía en el cementerio o en el exilio. Una nobleza sin privilegios privativos, sin tierras y sin perjuicio de los derechos del pueblo, que en su gran mayoría siguió fiel a Napoleón.
Eso sí, la corte se rodeó de un nuevo fausto, las solemnidades no tenían ya por objeto exaltar la libertad, sino enaltecer al Emperador; y el estilo neoclásico, con sus su gigantismo y su rigidez, fue tomado como símbolo de los nuevos tiempos (R. Huygue). Es muy difícil interpretar el sentido exacto del imperio napoleónico, entre otras razones porque no tuvo ocasión de cristalizar del todo. «Yo aspiraba —dijo el corso al final de sus días— a arbitrar la causa de los reyes y los pueblos». Concretamente, a erigirse en árbitro, favoreciendo a los reyes contra los pueblos levantiscos, o a los pueblos contra los reyes autoritarios: en suma, la traslación al ámbito europeo de la síntesis entre el Antiguo y el Nuevo Régimen. No se dio cuenta Napoleón de que si los franceses aceptaban con gusto su arbitraje, tanto los reyes como los pueblos de Europa habrían de tomarlo como una intolerable intromisión. En este sentido, Napoleón se consideró sucesor de Carlomagno, y soñaba con ver convertida a París en una ciudad con cuatro millones de habitantes (en aquellos momentos tenía unos 800.00, algo menos que Londres), y capital de Europa, si no en sentido estrictamente administrativo, sí en el de centro de las grandes directrices, y hasta de la Iglesia (proyecto de trasladar la sede papal a Francia). A París acudiría todo el mundo para resolver su problemas o para beber de su cultura. Una serie de estados satélites rodearía a Francia, aunque no es seguro que Napoleón soñara con un dominio efectivo sobre todo el continente.
Ahora bien: la idea de un imperio-arbitraje chocaba contra un hecho más simbólico que real, pero vigente: la perduración del Sacro Imperio Romano Germánico, encamada todavía entonces por el emperador de Austria. Un segundo enemigo, potencialmente más poderoso para Napoleón, por su tenacidad y su inatacabilidad, era Gran Bretaña, cabeza de todas las coaliciones antinapoleónicas, y celosa de la aparición de una potencia hegemónica en el Continente. Un hecho repetido en la Europa moderna, desde los tiempos de Felipe II a los de las guerras mundiales, es la contraposición entre un «núcleo» que aspira a la hegemonía, y los «aliados», dirigidos siempre por Inglaterra, y mancomunados entre sí más por intereses que por ideales comunes. Por eso los «aliados» suelen dividirse y hasta enfrentarse una vez obtenida la victoria y debelado el «núcleo». Napoleón nunca conseguiría enfrentarse a un solo enemigo, y sus pretensiones, fueran cuales fuesen, estaban condenadas al fracaso.
El sistema continental
La idea de invadir de Inglaterra fue un sueño imposible acariciado muchas veces por el Emperador. De nada servía poseer el ejército más poderoso del mundo, si no podía transportarlo a Inglaterra. El sueño de desembarco por sorpresa en una sola noche fue desechado por temerario e irrealizable: las tropas invasoras quedarían en la isla sin posibilidad de recibir refuerzos ni aprovisionamientos: con el Canal siempre dominado por el enemigo. Se hacía preciso destruir la flota británica, y Napoleón no contaba con barcos ni con tradición naval para ello. Si la Revolución había mantenido e incluso incrementado las fuerzas del ejército de tierra, había descuidado la política naval, y poco quedaba ya de la nada despreciable flota de los Borbones. La última esperanza de conseguir la invasión de Gran Bretaña fue una alianza con España, que disponía de la segunda escuadra del mundo, aunque ya muy avejentada (los barcos eran de la época de Carlos III). Carlos IV se convertiría así en Emperador de España y de las Indias, mientras Napoleón se aseguraba el control del continente y la neutralización de Inglaterra. Pero no hubo buena coordinación entre los marinos españoles y franceses, y la escuadra aliada fue derrotada en Trafalgar (1805) por el genio de Nelson. Los sueños napoleónicos se venían abajo.
Fue entonces cuando Bonaparte decidió emplear su Grande Armée de 250.000 hombres, dispuesta para la invasión de Inglaterra, en una gran campaña continental contra Austria y Rusia, que, estimuladas por los británicos, acababan de coaligarse de nuevo. En una marcha increíble para aquellos tiempos, Napoleón hizo recorrer a su ejército casi 2000 Km. en pocas semanas, entró en Viena, y derrotó a los austrorrusos en Austerlitz (Chequia), el 1 de diciembre de 1805: fue la llamada «batalla de los Tres Emperadores», concebida por Napoleón como una auténtica partida de ajedrez. La consecuencia más importante de la paz de Pressburgo, que se firmó a continuación (1806) fue la desaparición del Sacro Imperio Romano Germánico. El emperador Francisco II quedó convertido en Francisco I de Austria.
Restaba Rusia, que, animada por los ingleses, suscribió con Prusia una nueva alianza (Cuarta Coalición). Prusia no podía compararse con Austria por lo que se refiere a extensión o población, pero disponía de un ejército perfectamente organizado, que desde la segunda mitad del siglo XVII gozaba fama de ser el más eficaz de Europa. El prurito de Napoleón fue el de batir por separado a sus dos rivales antes de que llegaran a unirse, y lo consiguió. En otra marcha increíble, derrotó a los prusianos en Jena (1806), antes de que pudieran recibir ayuda, y ocupó Berlín. (Mientras las tropas napoleónicas patrullaban por las calles de la capital prusiana, Fichte, en su gabinete, escribía sus Discursos a la Nación Alemana, base del ya inmediato nacionalismo alemán, y de otros nacionalismos europeos, que iban a lanzarse contra los propósitos unificadores y globalizadores de Napoleón). Más trabajo costó al corso la invasión de Polonia, entonces en su mayor parte en manos de los rusos, pero al fin Varsovia fue ocupada, y la batalla de Friedland forzó la paz de Tilsit. Napoleón quiso dar a esta paz el carácter de un tratado casi entre iguales, para ganarse por mucho tiempo, o quizá para siempre las buenas relaciones con Rusia. Europa quedaba dividida en dos zonas de influencia: el Este para Alejandro I de Rusia, y el centro y Oeste para Napoleón: éste hizo ver al otro emperador que un reparto así no solo garantizaría la paz del continente, sino la grandeza de los dos países, que en adelante ya no tendrían rival. Inglaterra quedaba sin aliados en Europa, y no parecía fácil entonces que pudiese volver a conseguirlos alguna vez. La paz, bajo una nueva forma de equilibrio, parecía asegurada por largo tiempo. Cuando alguien preguntó a Napoleón por el momento cumbre de su meteórica carrera, la respuesta fue: tal vez Tilsit.
Fue en Berlín donde el Emperador trató de asegurar un nuevo orden europeo. Todo el continente debería mancomunarse mediante alianzas y matrimonios entre casas reales. Se favorecerían los intercambios y las comunicaciones, hasta llegar a la total supresión de las barreras arancelarias. Napoleón suponía que Francia, primer país industrial del continente, obtendría ventajas de este primer mercado común. También se fomentarían los intercambios culturales. Desaparecerían las luchas entre Antiguo y Nuevo Régimen mediante sistemas monárquicos que ampararían los derechos de los pueblos.
Al mismo tiempo, se decretaba el «bloqueo continental» —que algunos autores confunden indebidamente con el sistema continental—, por el que todos los países europeos se comprometían a suspender su comercio con Inglaterra. Esta, aislada, no tendría más remedio que pedir la paz y sumarse al Sistema.
La hora de Inglaterra
El Sistema Continental no surtió los efectos que se esperaban, en parte porque la mayoría de los países de Europa no colaboraron con gusto con Napoleón, y en parte también porque un mercado común solo era posible con amplias comunicaciones marítimas. Antes de la aparición del ferrocarril, el transporte terrestre resultaba unas diez veces más caro que el marítimo, y Europa no estaba preparada para constituir un todo intercomunicado sin utilización más que de su propio territorio.
El Bloqueo Continental fue así un arma de dos filos. Los ingleses declararon a su vez el contrabloqueo, y los puertos europeos quedaron en gran parte paralizados. Faltó el contacto con el exterior, y sobre todo faltaron dos elementos imprescindibles para el desarrollo económico: los metales preciosos que llegaban de Ultramar, y el algodón, producto fundamental para la industria manufacturera de entonces. América, fuente de riqueza no solo para España y Portugal, sino indirectamente para todo el occidente y centro de Europa, se perdió de una vez para siempre, y otros mercados mundiales quedaron prácticamente imposibilitados para los negociantes continentales. Fue así como Europa, ya empobrecida por revoluciones y guerras, se empobreció todavía más. La economía francesa, después de un leve auge, reanudó su decadencia hacia 1810.
Por el contrario, Gran Bretaña, aunque sufrió las consecuencias del bloqueo —sobre todo en el abastecimiento de granos, de que era deficitaria— pronto compensó las pérdidas de su comercio con el Continente mediante un incremento de sus intercambios con el resto del mundo. Es este precisamente el momento de la decisiva consagración de Inglaterra como gran potencia industrial y marítima. Puede parecer extraño que un país de apenas doce millones de habitantes (frente a los veintisiete de Francia), incapaz de autoabastecerse de subsistencias y con el ejército más débil de todas las potencias europeas, fuera capaz no solo de conjurar los efectos del bloqueo, sino de alcanzar la victoria final. Hay que tener en cuenta, por supuesto, la enemiga de muchos europeos a Napoleón y el hecho de que el bloqueo continental no fuera nunca completo, ni mucho menos. Pero la clave del éxito británico radica en su dominio de los mares, mientras las potencias continentales se dedicaban a despedazarse entre sí. Gran Bretaña nunca tuvo que sufrir los efectos directos de la guerra, y pudo permitirse el lujo de mantener un pequeño ejército. En cambio, la política mundial le permitió encontrar mercados en América, en Sudáfrica, en la India.
A su gran capacidad comercial es preciso unir un desarrollo industrial sin precedentes. Los ingleses de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX están llenos de iniciativas, inventan métodos nuevos de hilaturas o tejidos, y con evidente sentido del riesgo —muchos quebraron, pero el conjunto marchó adelante— se lanzaron a la aventura de la inversión. Y se encontraron, además, con gentes enriquecidas que confiaban en ellos y les concedieron los créditos necesarios para la que la empresa pudiera cuando menos ensayarse. Sin este doble espíritu de iniciativa —el del inventor-fabricante y el del socio capitalista— difícilmente puede explicarse la primera revolución industrial británica. Ahora bien, si ya en el último tercio del siglo XVIII Gran Bretaña se había transformado en la primera potencia del mundo en la manufactura del algodón y de la lana, más importancia, tiende a darse hoy, como ha hecho ver Morazé, al segundo capítulo de la Revolución Industrial, el que toma como elementos fundamentales el carbón y el hierro. Es esta segunda forma de industria la que moviliza más hombres y capitales, y la que acabará transformando el mundo. Y esta segunda y más decisiva revolución es la que comienza a operarse en Gran Bretaña justo por los años de las guerras napoleónicas.
La máquina de vapor, simbiosis del carbón y el hierro, revolucionó todos los sistemas mecánicos, tanto de trabajo como de transporte, y ayudó como ningún otro ingenio humano al trabajo del hombre. En 1805 se botó al agua el primer barco de vapor. En 1806 se instaló en Manchester la primera fábrica movida por máquinas de vapor. En 1810 había ya en Gran Bretaña 222 altos hornos, en los que el excelente carbón de hulla de los Midlands permitía obtener hierro fundido de la mejor calidad. Mientras el Continente se debatía en continuas guerras, Gran Bretaña se enriquecía, conquistaba nuevos mercados exteriores, importaba materias primas vedadas a los europeos y ponía las bases de un imperio mundial.
Los errores y la caída de Napoleón
La paz de Tilsit, en 1807, había puesto las bases de un nuevo equilibrio. Pero era difícil que las ambiciones de los dos Imperios, el occidental de Napoleón y el oriental de Alejandro I no rompiesen tarde o temprano aquel equilibrio. Para el corso, la posesión de Constantinopla y los Estrechos turcos era sagrada, aunque no había llegado todavía el tiempo de agenciarse aquellos territorios de tan alto valor estratégico («Constantinopla es la llave del mundo»); ¿y si mientras Napoleón buscaba otros objetivos en Europa Alejandro se le adelantaba? De todas formas, ¿no sería posible que Rusia, con su inmenso potencial demográfico, acabase por ser la primera potencia del mundo si no se la detenía a tiempo? El problema de Napoleón era que no podía darse descanso si quería mantener perpetuamente su posición hegemónica.
Tres errores cometió entre 1808 y 1812 que acarrearían al cabo su ruina. El primero fue la Intervención de España, en 1808: donde la disputa por la corona entre Carlos IV y su hijo Fernando VII le llevó a actuar de árbitro, según su costumbre; y en un golpe de audacia, que no supuso difícil, concibió la idea de convertir al país en un nuevo satélite: el rey de España no sería Carlos ni Fernando, sino José Bonaparte, hermano mayor del Emperador. Pero si los reyes resultaron manejables, los españoles no se sometieron a tales manejos. La batalla de Bailén (julio, 1808) fue la primera derrota de un ejército napoleónico. Y pese a la entrada en la Península de toda la Grande Armée, la defensa española, unidos miliares y civiles en un concepto nuevo de «guerra total», hizo la vida imposible a los invasores. La de España fue la única guerra permanente (1808-1814) de la época napoleónica, y supondría un desgaste irreparable para los ejércitos franceses.
El segundo error fue la invasión de los Estados Pontificios en 1809, con el pretexto de que el papa no se avenía al bloqueo continental. Pío VII no se plegó a las exigencias de Napoleón y fue llevado a Fontainebleau. Él corso quería convertir a París en centró de 1a Iglesia, pretensión a la que nadie se prestó. La idea de reunir un Concilio fracasó estrepitosamente. El papa vivió en el destierro hasta la caída de Napoleón, sin doblegarse en ningún momento. El emperador quedó en evidencia y perdió simpatías en la misma Francia.
El tercer error fue, más que la invasión de Rusia (1812), a la vista de la creciente tirantez entre los dos colosos, la idea de convertir aquella guerra en una cruzada contra las «hordas orientales». Si Napoleón creía que uniendo en un gran ejército tropas de todos los países europeos, unía a Europa, estaba completamente equivocado, y más en una época en que su simpatía en el continente era cada vez menor. En la campaña rusa participaron tropas de veinte naciones pertenecientes al Sistema Continental, muchas de ellas de mala gana. La equivocación consistió, además, en pensar que un territorio inmenso solo podía ser conquistado por un ejército inmenso. Aquel enorme conglomerado de 670.000 hombres, el mayor de los tiempos modernos, no podía ser dirigido con eficacia ni con sincronización de movimientos, aparte de las enormes dificultades logísticas que se presentaban para avituallarlo. Por otra parte, los rusos, inteligentemente, se retiraron sin ofrecer ocasión a una batalla decisiva, pero procurando ganar tiempo, esto es, dejando llegar el invierno. Napoleón entró en Moscú, pero de nada le sirvió la conquista, porque la ciudad fue incendiada y destruida por los propios rusos.
Napoleón ordenó retirada cuando ya era tarde, hostilizado por las tropas enemigas y un pueblo ruso en armas. Se estaba consagrando la «revuelta de los pueblos», iniciada ya cuatro años antes en España. La nieve, los pantanos y los sabotajes provocaron más bajas que el propio ejército ruso. La fuerza y la moral de Napoleón estaban ya agotadas cuando en 1813 se formalizó la última coalición. La colosal batalla de Leipzig o «batalla de las naciones», quedó aún indecisa, pero el emperador hubo de retirarse a Francia, donde, acosado por varias fronteras a la vez —y ya abandonado de muchos franceses— hubo de rendirse para ser trasladado a la isla de Elba como soberano de un diminuto reino (1814). Todavía hubo un último intento napoleónico, el llamado «imperio de los Cien Días» —1815—, aprovechando las disidencias en Francia. Napoleón, que fiel a su costumbre, avanzó sobre Bélgica para aislar a británicos de prusianos, fue sin embargo sorprendido por ambos en Waterloo, y enviado prisionero a la isla de Santa Elena, en el centro del Atlántico, donde terminaría sus días en 1821. Con la caída de Napoleón triunfaban dos elementos tan contrapuestos como el Antiguo Régimen y los nacionalismos románticos.