V. LA CRISIS DEL SIGLO XX
Y LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL
(1900-1918)

Quizá convenga comenzar este capítulo enunciando unos cuantos hechos:

—En 1899 publica Freud El lenguaje de los sueños, y defiende el predominio del subconsciente sobre el consciente en la naturaleza del hombre.

—En 1899, Hilbert pone en entredicho los principios de la geometría. La recta puede no ser la línea más corta entre dos puntos, o la suma de los ángulos de un triángulo no tiene por qué ser forzosamente igual a dos rectos, etc.

—En 1900, Max Planck descubre la discontinuidad de la energía, o átomo energético, el quantum, que cuestionará la existencia real de la continuidad.

—En 1901 se publica la obra póstuma de Nietzsche, La voluntad y el poder, que coloca la decisión por encima de la reflexión, y la fuerza por encima de una razón siempre discutible.

—En 1901, Mach señala la quiebra del concepto de ley física, y la subjetividad de nuestras ideas sobre lo que es causa y efecto.

—En 1902, I. Pavlov expone su tesis sobre los reflejos condicionados, que determinan los comportamientos de los seres vivos con independencia de su voluntad.

—En 1904, Bracque pinta el primer cuadro cubista.

—En 1905, Albert Einstein da a conocer la Teoría de la Relatividad, que altera los conceptos del espacio y el tiempo, y presenta un universo que se puede formular, pero no se puede explicar ni razonar.

—En 1906, A. Schönberg comienza a escribir los Gurrelieder, una obra musical con elementos atonales. Poco después, compone las dos piezas op. 11, que suenan, pero carecen de tono, de armonía y de melodía.

—En 1909, el desarrollo de la teoría cuántica derrumba el concepto de movimiento.

—En 1910, Kandinsky funda la escuela Blaue Reiter, que separa drásticamente la figuración de la realidad.

—En 1910, Kafka publica su primera novela.

—En 1913, las teorías atómicas de N. Bohr sustituyen el principio de causalidad por el de casualidad. Todo fenómeno se produce por casualidad.

—En 1913, J. Joyce comienza a trabajar en su Ulysses, una novela en que por primera vez la acción se desprende del tiempo y de la coherencia de los hechos.

—En 1914 estalla la primera guerra mundial.

La enumeración puede parecer extremadamente heterogénea, sin que unos hechos tengan o parezcan tener relación alguna con los otros. Sin embargo, es sospechosa su coincidencia en el tiempo, y diríase que una palabra sirve para englobarlos a todos: crisis. Crisis de certidumbres, crisis de valores, crisis de ideas muy antiguas, tal vez consagradas desde muchos siglos antes en la tradición de Occidente, que de pronto se ponen en duda, ya como consecuencia de la aparición de una nueva teoría, ya por un prurito de derribar lo establecido tal vez sin una crítica previa suficientemente razonada; y, con todo ello, sobreviene una ruptura del hombre civilizado con su propio pasado mucho más fuerte que cualquiera de las anteriores, al mismo tiempo que mucho más generalizada, puesto que abarca los ámbitos del pensamiento, la ciencia, el arte, la literatura, muchas veces también el de las costumbres y formas de entender la vida.

Esta crisis de comienzos del siglo XX nada tiene que ver con el advenimiento de tiempos difíciles (en todo caso los provoca). La coyuntura económica mejora respecto de los últimos años de la centuria anterior, y los precios, lentamente —como conviene— comienzan a subir, a consecuencia de un incremento de la demanda relacionada con la mejora del nivel de vida de grupos sociales cada vez más amplios. La técnica ingeniada por el hombre occidental sigue su progreso imparable. Muchos de los inventos de fines del XIX se convierten ahora en realidades prácticas: el automóvil, el cine, los aparatos movidos por la electricidad; al mismo tiempo que se realizan inventos nuevos, como el avión o la radio. La química sintética obtiene una serie de productos artificiales, como la buna, de la que derivarán los distintos géneros de plásticos; el caucho encuentra mil aplicaciones, la combinación de la turbina y la dinamo permite el aprovechamiento de la «hulla blanca» —los saltos de agua—, una forma de energía limpia y barata, que se piensa que va a ser la fuente inagotable del siglo XX. Los aparatos movidos por electricidad van sustituyendo a los movidos por la combustión del carbón y su consiguiente y pesada caldera de agua. Otro sustitutivo del carbón, que ya empieza a consagrarse a comienzos del siglo XX, es el petróleo con todos los derivados de los hidrocarburos.

La crisis del siglo XX se nos presenta más bien como una crisis de actitudes mentales. Y atendidos sus precedentes inmediatos, da la impresión de que reviste la forma de una crisis del positivismo, o que es una contestación a la concepción positivista. Solo con el tiempo sería posible tomar conciencia de que sus alcances podían ser mucho más vastos, y que tendían a derribar algo más que los conceptos o actitudes de la generación anterior. Por lo mismo, pudo comprobarse también, pasados los años, que sus consecuencias podían ser mucho más amplias de cuanto cupo imaginar. Semejante crisis, manifiesta o larvada, estaría destinada a informar de una y otra manera la problemática y la misma filosofía de las civilizaciones avanzadas a lo largo de toda la centuria que en 1901 comienza.

El positivismo, como actitud y como mentalidad, había significado una tremenda y enfática afirmación de la civilización occidental. Stefan Zweig llama a la época positivista «era de la seguridad», y, efectivamente, pocas veces en la historia se sintió el hombre blanco más seguro de sí mismo, de sus postulados y de sus posibilidades. El correcto uso de la razón, del sentido común, de una actitud pragmática que a todo buscaba su máximo provecho (y lo encontraba) confirieron a la humanidad civilizada de Europa y América una confianza absoluta y radical en el Progreso, una palabra que se escribía con mayúscula, y en la que se creía con una fe total. El progreso era irreversible y necesario, y su marcha no podría detenerse nunca.

Y los hechos parecían confirmar estas teorías, porque el hombre del último tercio del siglo XIX había accedido a un dominio de la naturaleza y sus recursos como una generación antes no se hubiera podido ni soñar. La expansión de la civilización occidental por el mundo entero era la rúbrica de aquel talante optimista y dominador que parecía garantizar todos los porvenires. Este futuro feliz, caracterizado por una civilización única y avanzada, pacífica, culta y llena de iniciativas propició lo que C. Hayes ha llamado «la promesa del siglo XX». En el siglo XX el hombre habría vencido a la distancia, al frío, al calor, al hambre, a la peste, a la enfermedad, a la guerra, a las injusticias, a las desigualdades denigrantes: sería un siglo feliz. Y todas las esperanzas humanas parecía que iban a quedar satisfechas en el siglo XX.

Sin embargo, el siglo XX, aunque satisfizo muchos de aquellos anhelos humanos, provocó también muchas desilusiones, grandes tragedias y crueles desengaños. Los elementos de la «crisis» a que antes hemos aludido se hacen visibles precisamente en los primeros años de la nueva centuria. En realidad, ya desde una década antes por lo menos algunas mentes habían formulado agoreras anticipaciones. Se hablaba de los peligros de un excesivo desarrollo tecnológico. de la posibilidad de una guerra que, con la capacidad de destrucción que habían alcanzado las nuevas armas, podría suponer un cataclismo; y comenzó a hablarse también de decadencia. Entre las vanguardias artísticas o la juventud satisfecha de los años noventa se puso de moda el decadentismo. Hasta un periódico snobista de París tomó el título de Le Décadent.

Con todo, el paso del optimismo al pesimismo o al temor fue un fenómeno lento, y no llegaría a adquirir cierta relevancia social hasta bien entrado el siglo XX. Es difícil explicar el surgimiento de la duda, de la incertidumbre —esa Ungewissheitt teorizada por Peter Wust—, la angustia existencial sentida no como un discurso filosófico, sino como una vivencia ínfima, que caracterizan en buena parte la cultura del siglo w. sobre todo la de su primera mitad; pero el hecho es que el vuelco se produjo. Y que para el hombre civilizado de 1910, y más aún para el de 1920, no era nada seguro que los tiempos futuros tuvieran que ser indefectiblemente mejores y más felices. Y menos seguro era que un día pudiera disiparse la duda o pudiera encontrarse el sentido pleno de todas las cosas, como había creído la generación positivista. Se ha hablado de la crisis del siglo XX como el resultado de un desengaño ante el optimismo excesivo, basado en una concepción inmanente y puramente de tejas abajo de la capacidad de un progreso humano indefinido; pudo ser resultado de otros factores también. Pero si puede adivinarse fácilmente un cierto «desengaño de principios de siglo», el desengaño definitivo sobrevino con la primera guerra mundial, que dio al traste con la idea de una humanidad supercivilizada capaz de desterrar de sí misma y por sí misma todas las brutalidades y todas las inconsecuencias. Cuando en 1920 Spengler publicó La Decadencia de Occidente, el mundo acogió su obra con expectación, pero no con sorpresa.