29. LAS GRANDES OFENSIVAS ALEMANAS
Entre las muchas similitudes que la segunda guerra mundial ofrece con la primera figura también su planteamiento general. De nuevo dos bandos de fuerzas muy desiguales, pero contrapesada esta desigualdad por la capacidad combativa y la organización de los alemanes —más tarde por la agresividad de los japoneses—. En ambos casos, una guerra breve podría conceder la victoria al bando mejor organizado inicialmente; una guerra larga haría prevalecer sin remedio la enorme superioridad real de los aliados, por desunidos que estuviesen. Otro rasgo significativo es la extensión en cadena del conflicto que limitado en sus inicios al centro de Europa acabaría abarcando al planeta entero: la segunda guerra sería incomparablemente más «mundial» que la primera. El 3 de septiembre de 1939 luchaban Alemania (60 millones de habitantes) contra Gran Bretaña, Francia y Polonia (130 millones). Con el tiempo entrarían a favor de Alemania (o contra los enemigos de Alemania) Italia, Japón, Finlandia, Hungría, Eslovaquia y Rumania; a favor de los aliados lucharían 51 naciones de los cinco continentes, incluyendo los gigantes Estados Unidos y la Unión Soviética; con lo que la desproporción real de fuerzas fue haciéndose progresivamente más patente (en caudal demográfico, aproximadamente 230 millones contra 1200). Aunque no todos los países aliados realizarían movilizaciones efectivas, sí aportarían sus recursos.
Sin embargo, y por razones nada sencillas de explicar, la segunda guerra, a pesar de que los frentes se movieron mucho más que en la primera, duró mucho más: casi seis años (septiembre 1939-agosto 1945). No hay más remedio que admitir la capacidad combativa, a veces el fanatismo, de alemanes y japoneses, y la calidad de su material, que durante un tiempo fue superior al de sus adversarios (por el contrario ninguno de los amigos, a veces forzados, de los alemanes tuvo un comportamiento brillante), y la capacidad de aguante de un bando y otro ante las más difíciles circunstancias. En el campo aliado hubo en principio improvisaciones y descoordinación de fuerzas; al final, una impresionante eficacia en el empleo de sus medios. Como en la primera guerra, la entrada de los Estados Unidos resultó decisiva.
La conquista de Polonia
La táctica de Alemania fue, mientras tuvo la iniciativa, la de atacar fulminantemente por el frente más favorable, manteniendo los demás inactivos. Fue la táctica de la Blitzkrieg o guerra relámpago. Esta vez los germanos atacaron por el este, donde se enfrentaban al enemigo más débil, Polonia. Realmente, era éste el único frente previsto en un principio, pues Hitler había esperado que la neutralidad de Italia —que incluso deseaba— indujese la de Francia e Inglaterra: cosa que, como hemos visto, no ocurrió. De todas formas, para los efectos inmediatos era casi lo mismo. Los alemanes se sentían con la espalda segura, pues la frontera germanofrancesa se hallaba guarnecida por dos formidables «líneas» defensivas, la alemana Sigfrido y la francesa Maginot, que se consideraban inexpugnables.
El ejército alemán no disponía entonces más que de cuatro panzerdivisionen o divisiones acorazadas; pero con todo, esta fuerza era muy superior a la de los polacos, que depositaban toda su confianza... en la caballería. Mientras estos jinetes avanzaban con poca resistencia por el centro —Posnania—, los alemanes lo hacían por el norte y sur —Pomerania y Silesia—, dibujando en pocos días una gigantesca pinza que envolvía al ejército polaco. En dos semanas se plantaban los alemanes en Varsovia, al tiempo que tenían embolsada a la casi totalidad del ejército enemigo. Se esperaba una ventaja alemana, pero tal celeridad fue una sorpresa para el mundo entero. Mientras, los francobritánicos se estrellaban impotentes contra la línea Sigfrido.
Fue entonces cuando intervinieron los rusos. Aunque el pacto entre Molotov y von Ribbentrop era teóricamente de «no agresión», ambas potencias se habían puesto secretamente de acuerdo para un reparto de Polonia, quedando Rusia con las manos libres para ocupar las repúblicas bálticas. Los soviéticos entraron en Polonia por el este, y acabaron con la última resistencia. Se apoderaron rápidamente de Estonia, Letonia y Lituania, y solo fracasaron ante Finlandia, donde el general Mennerheim se defendió con especial brillantez. Hoy se cree que el fracaso de Finlandia fue una «jugada de zorro» por parte de Stalin, para hacer creer a Hitler que Rusia era fácilmente conquistable. (El hecho es que la paz ruso-finesa fue el único acuerdo entre dos partes beligerantes dentro de la segunda guerra mundial.)
Polonia fue dividida en tres porciones: el oeste para Alemania, el este para la Unión Soviética, y el centro, con Varsovia, llamado «Estado General», no fue anexionado, pero sí ocupado militarmente y administrado por los alemanes. Su gobernador, el doctor Frank, se hizo tristemente célebre por su durísima persecución contra los judíos.
El episodio de Noruega
La fulgurante ocupación de Polonia sorprendió a los francobritánicos, pero no les hizo temer una derrota inmediata. Sus fuerzas terrestres tenían una superioridad de 4 a 3, sus fuerzas navales estaban en proporción de 20 a 1, y sólo en aviación eran ligeramente inferiores. Incluso, contra lo que suele pensarse, en número de tanques las fuerzas estaban igualadas; sólo con el tiempo se comprobaría que tanto los aviones como los tanques alemanes poseían una superioridad técnica incuestionable. En el fondo, la guerra había estallado antes de tiempo para todos y se decidiría a favor de aquel bando cuya capacidad industrial pudiese fabricar más y mejores armas. Lo mismo que en la primera guerra, los alemanes habían previsto mejor sus planes de armamento, y por consiguiente poseían una ventaja técnica inicial.
Hitler, a quien no se escapaba la posibilidad de una guerra larga y la suma de sucesivos refuerzos a los francobritánicos, hizo el 8 de octubre una propuesta de paz. La ocupación de Polonia era un hecho; Francia e Inglaterra, que habían entrado en el conflicto para defender al país eslavo habían fracasado en su propósito: «no veo motivo alguno para prolongar esta guerra un día más». Chamberlain y Daladier contestaron que la justicia no podía permitir que la agresión quedara impune si no se quería exponer al mundo a nuevas arbitrariedades.
La guerra pasó por varios meses de absoluta languidez: ninguno de los bandos quiso exponerse a una ofensiva que tenía las máximas probabilidades de fracasar. Los soldados pasaron las Navidades en las trincheras o en los fortines, pero con una comodidad que no se había visto en 1914-1918, ni volvería a verse después. Callaban los cañones y hablaban los altavoces de campaña: los contendientes llegaron a dedicarse mutuamente sus canciones favoritas. Se hablaba de «la guerra en broma». ¿Hasta cuándo? De pronto, el 9 de abril de 1940 el tedio fue suplantado por la acción dramática, bien que en un escenario inesperado, Noruega. Inesperado, que no imprevisto, porque ambos bandos habían estudiado la posibilidad de invadir aquel país nórdico para flanquear a sus respectivos adversarios. Los aliados no descartaban incluso una intervención en Suecia, para privar a los germanos del vital acero sueco. Los hechos se precipitaron cuando un destructor británico atacó a un mercante alemán en aguas jurisdiccionales noruegas. El asunto se envenenó inmediatamente, y unos y otros decidieron dirimir sus diferencias... en territorio noruego. Los alemanes desembarcaron en el fiordo de Oslo, en Stavanger, en Bergen, y, lo que es más sorprendente, en el fiordo de Narvik, más allá del círculo polar. Los ingleses —a los que apoyaron más tarde, simbólicamente algunos contingentes franceses— lo hicieron en Andalsness, al sur de Trondheim, en Namsos y en el puerto ártico de Tromsó. La alargada Noruega quedó así troceada en franjas que dominaban unos u otros beligerantes. Los alemanes perdieron en la operación la mayor parte de su flota de destructores, y quedaron en inferioridad naval desde el primer momento; pero lograron la ventaja de la sorpresa, y sus fuerzas de tierra, mejor preparadas y equipadas, obtuvieron una serie de continuas victorias parciales, aunque no consiguieron dominar toda Noruega hasta el mes de julio.
La campaña del oeste
De pronto, el 10 de mayo, el episodio de Noruega quedó prácticamente eclipsado ante acontecimientos más graves. Los alemanes atacaban por sorpresa en el oeste. Como explica en sus memorias el mariscal Kesselring, a los alemanes les convenía una guerra corta, pero no demasiado corta, puesto que de momento llevaban ventaja en la construcción de armamento de superior calidad al de sus adversarios, y habían de escoger para lanzar su ataque decisivo el momento de mayor diferencia en esa ventaja. Ese momento podía ser el verano de 1940, y por ello lanzarse al ataque dos meses antes resultaba la mejor opción.
Si para aplicar el plan Schlieffen —en realidad la frontera germanofrancesa era demasiado corta para una operación de envergadura por cualquiera de los dos bandos, que se exponía a quedar cercado— los alemanes habían invadido Bélgica en 1914 en 1940 invadieron tres países neutrales, Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Esta vez, en guerra ya con Gran Bretaña, poco tenían que temer de una reacción internacional contra su acto de agresión. Y ante este segundo ataque llevado a cabo con elementos móviles y una gran superioridad en tanques, poco pudieron hacer los pequeños países neutrales agredidos. Los famosos fuertes de Lieja, que en 1914 habían detenido su avance por quince días, cayeron en unas horas bajo el asalto de fuerzas especializadas. Y cuando los holandeses quisieron aplicar su táctica de inundar los polders con la rotura de sus diques, se encontraron con que soldados caídos del cielo guarnecían las compuertas: fue la primera vez que entró en acción el arma paracaidista. La inutilización del puerto de Rotterdam en dos horas representó también la primera operación masiva de la aviación (ochocientos aparatos en acción simultánea).
Los franceses entraron en Bélgica por el sur, pero quedaron sorprendidos por la velocidad del avance germano. El 12 de mayo chocaban los dos ejércitos cerca de Sedán. El día siguiente la famosa línea Maginot quedaba rota. Los tanques alemanes se desparramaban por el territorio francés, y cuando el generalísimo Gamelin creyó que se estaba aplicando el plan Schlieffen y que los alemanes girarían a la izquierda, lo hicieron a la derecha, y en pocas horas llegaron de Sedán a Abbeville, en la costa del Canal de la Mancha. El ejército inglés quedaba separado del francés. Los alemanes se dedicaron primero a liquidar a los ingleses. Por causas oscuras (el mando alemán habló de «chapuza» de Hitler, pero posiblemente hubo motivaciones políticas), el Führer no permitió que los tanques persiguieran a los británicos, de suerte que éstos, aunque derrotados y con pérdidas, pudieron retirarse ordenadamente y embarcar la mayor parte de sus tropas en el puerto de Dunquerque. ¿Generosidad alemana con vistas a una paz inmediata con los ingleses, o las causas ocultas fueron otras?
Expulsados los británicos del continente, el 5 de junio reanudó el ejército alemán la invasión de Francia. El nuevo generalísimo francés, Weygand, que había instalado apresuradamente una nueva línea defensiva, quedó sorprendido por la rapidez de los tanques alemanes, que ya no acompañaban a la infantería, como rezaban los manuales de guerra, sino que rompían el frente delante de ella y llegaban a puntos vitales de la retaguardia, sin participar en los combates del frente propiamente dicho. París fue conquistado, y el gobierno francés se retiró a Burdeos. En tanto, su ejército había sido dividido en cuatro trozos, que se retiraban desordenadamente. El 16 de junio declaró el ministro Pomaret: «Se nos ha dicho que luchemos hasta el final. Pues bien, hemos llegado al final». El 21 de junio se firmaba la paz, impuesta, por supuesto sin condiciones, por los vencedores. Francia cedía a Alemania Alsacia y Lorena, y, lo que era más importante, tenía que aceptar la ocupación por los alemanes de toda la franja atlántica, de Calais a los Pirineos, incluido París, hasta que hubiese terminado la guerra con Inglaterra. El centro y sur del país quedaban bajo un gobierno presidido por el general Petain, el héroe de Verdun, que esta vez fue el que tuvo que firmar el armisticio. Hitler se hizo fotografiar en postura bastante ridícula bajo la torre Eiffel. Alemania parecía haber ganado la guerra.
La batalla de Inglaterra
El mando alemán esperaba —y sobre todo lo esperaba Hitler— que Inglaterra, conquistada Francia y sin amigos en el continente, se avendría a negociar. Nunca se ha explicado lo suficiente el descenso en paracaídas sobre los campos ingleses nada menos que del vicecanciller del Reich, Rudolf Hess, que pretendía un encuentro en la cumbre con los dirigentes británicos. Más tarde, ambos bandos estarían de acuerdo en asegurar que Hess había perdido el juicio; extremo que parece ser cierto, por lo menos a posteriori. Sea lo que fuere, Hitler concedió un mes de tregua a los ingleses, que fue rigurosamente respetada: del 19 de junio al 19 de julio de 1940 no hubo guerra. Fue un error de los alemanes, que permitió a los británicos acelerar sus preparativos de defensa, y comenzar la fabricación de sus nuevos cazas «Spitfire», capaces de disputar los aires a la Luftwaffe alemana. Había caído el complaciente gobierno de Chamberlain, y le había sustituido el enérgico Winston Churchill, que sólo pudo prometer a los británicos «sangre, sudor y lágrimas». «Pero si me preguntáis por nuestro objetivo, solo puedo expresarlo en una palabra: la victoria».
El ejército de tierra alemán era incomparablemente superior en hombres y armamento al inglés; pero para obtener su fácil victoria los alemanes tenían que desembarcar en Inglaterra, y en fuerzas navales la superioridad británica era todavía más aplastante. Se repetía en cierto modo el mismo planteamiento que ciento treinta años antes, en los tiempos napoleónicos. Existía una diferencia: la guerra alcanzaba ya al tercer elemento de la geografía, el aire. Y los alemanes disponían ya de 8.000 aviones por 4.000 los británicos. Sin embargo, la idea de la fácil victoria del avión sobre el barco resultó equivocada. Inglaterra retiró su flota hacia el Norte, y aunque sufrió duros daños, las defensas antiaéreas y los cazas evitaron su destrucción. En líneas generales, la fabulosa «Home Fleet» seguía siendo un valladar inexpugnable de las islas. Eso sí, las ciudades del sur y centro de Gran Bretaña sufrieron espantosos bombardeos, Londres vio volar manzanas enteras de casas, y la ciudad industrial de Coventry resultó prácticamente reducida a escombros en una noche. Pero los ingleses resistieron estoicamente, y, aunque inferiores en el aire, disponían de bases más próximas y de defensa antiaérea muy eficaz; de hecho, en la «batalla de Inglaterra» perdieron menos aviones que sus adversarios, con lo que las fuerzas tendían a igualarse.
En realidad, Inglaterra no estaba tan sola. Contaba con las inmensas reservas de su imperio colonial, repartido por todo el mundo, y con la simpatía de los Estados Unidos, que desde el primer momento enviaron refuerzos y hasta llegaron a proteger con sus barcos los convoyes de aprovisionamiento: una progresión que haría que la declaración del estado de guerra entre Estados Unidos y Alemania en diciembre de 1941 apenas fuese más que el reconocimiento de un hecho. El dominio de los mares siguió en manos de los ingleses —y luego de los americanos—, a pesar de las incursiones de los submarinos alemanes; éstos cometieron el error de no darse cuenta de las posibilidades de los sumergibles (que tan buenos resultados les habían deparado en la primera guerra) hasta que era demasiado tarde: la máxima actividad submarina alemana se registró en 1943, cuando la guerra había cambiado ya de signo.
El hecho fue que la proyectada invasión de Inglaterra en el verano de 1940 —operación Seelówe— no llegó a efectuarse. Hitler admiraba a los ingleses («al fin y al cabo, ellos también son germanos»), pero se equivocó al pensar que sería posible negociar una paz favorable para las dos partes. La «Seelówe» fue aplazada una y otra vez. Los alemanes llegaron a ver fácil la misma idea que Napoleón: desembarcar en Inglaterra en una sola noche; y a tal efecto dispusieron una enorme cantidad de barcazas en el Canal de la Mancha. Pero no estaban seguros de poder reforzar a los contingentes desembarcados, sobre todo con material pesado. La fuerza paracaidista era eficaz para acciones limitadas, pero no —o todavía no— para una verdadera invasión. Y la flota británica, que podría estar en el canal en un plazo de veinticuatro horas, se jugaría el todo por el todo antes de permitir un desembarco continuado de contingentes alemanes. La batalla de Inglaterra finalizó en el otoño de 1940, con tremendos daños en las instalaciones británicas de tierra, destrucción de industrias y nudos de comunicaciones; pero con una superioridad aérea alemana cada vez menor, y el riesgo muy grande del fracaso de un intento de desembarco. La idea iría quedando sustituida —como deseaban y trataban de fomentar los británicos— por otros proyectos de Hitler, cada vez más lejanos.
El Mediterráneoy África
En junio de 1940 Italia decidió entrar en la guerra. Los italianos presumían de poseer uno de los más poderosos ejércitos del mundo, pero Mussolini era en el fondo lo suficientemente realista para saber que aquello no pasaba de una bravata, muy propia de su carácter. Decidió guardar neutralidad, sabiendo que Italia podía jugar un papel más influyente en la contienda si no participaba que si participaba en ella. Fue un error de cálculo el que le hizo entrar pocos días antes de la rendición de Francia, convencido de una victoria segura e inminente, a la que no podía permitirse el lujo de llegar tarde. Aspiraba a la mayor parte del África francesa y a Egipto, con el canal de Suez, así como a la hegemonía total en el espacio mediterráneo.
Pero Inglaterra no se rindió, conforme se esperaba, y pronto se vio que Italia, en lugar de ser una ayuda para los alemanes, iba a convertirse en una carga. Por de pronto, venía a distraer el centro de atención sobre el Mediterráneo, que era justamente lo que los ingleses esperaban, para alejar el peligro de sus islas. «Para Gran Bretaña —decía Mussolini— el Mediterráneo es un camino, o, menos aún, un cómodo atajo. Para nosotros es la misma vida». Pero los italianos dieron desde el primer momento muestras de su escasa capacidad combativa. Los ingleses disponían de portaaviones (los italianos no, porque, según Mussolini, «Italia es, por sí misma, un gigantesco portaaviones»). El resultado fue que en la noche del 11 de noviembre de 1940, los aviones ingleses, despegados de sus portaaviones, atacaron por sorpresa la base de Tarento, destruyendo el grueso de la escuadra italiana; desde entonces Gran Bretaña tuvo el control del Mediterráneo.
Lo mismo ocurrió en tierra. El mariscal Graziani lanzó desde la colonia italiana de Libia un ataque sobre Egipto, pero tras la temprana muerte de aquel prestigioso general, se invirtieron los términos, y fueron los ingleses los que invadieron Libia. Mal lo hubieran pasado los italianos si la Wehrmacht no les hubiera enviado refuerzos, en forma de lo que acabaría siendo el famoso «Afrika Korps». A su frente vino el joven general Erwin Rommel, una mezcla de cálculo y audacia, que sería pronto llamado «el zorro del desierto». Con una nueva concepción de la guerra en aquel territorio arenoso, que recuerda un tanto a las operaciones navales, movió sus tanques con habilidad, y con no muchas fuerzas recuperó lo perdido por los italianos, para lanzarse luego sobre Egipto. Parecía a punto de llegar a Suez cuando sobrevino la guerra de los Balcanes.
Yugoslavia y Grecia
En la primavera de 1941, Hitler, descentrando una vez más la dirección de las operaciones —con gran contento de los británicos— decidió operar en la península balcánica. Ya meses antes Italia había declarado la guerra a Grecia, una guerra en la que increíblemente fueron los griegos los que llevaban la mejor parte. Entretanto, rusos y alemanes pugnaban sordamente por la influencia en los Balcanes. En el pacto germanosoviético, Alemania había renunciado a sus supuestos derechos sobre Lituania, a cambio de un más importante papel en la cuenca del Danubio, pero el reparto de zonas de influencia distaba mucho de estar claro. Hitler podía contar con Hungría, gobernada por el regente Horty, con la Eslovaquia de Tisso, y con Rumania, donde Antonescu dirigía una dictadura más o menos paternalista. Pero en Yugoslavia, país donde la izquierda social, incluso el comunismo, estaban más arraigados, el intento alemán de ganarse un partido afín fracasó, y se produjo un golpe de estado que derribó al regente Pablo y elevó al trono al joven rey Pedro II. Al mismo tiempo, Yugoslavia pedía ayuda a Rusia. Hitler sufrió otro de sus espectaculares ataques de nervios, porque veía virtualmente roto el pacto germanorruso. Para privar a sus presuntos rivales de toda capacidad de opción, invadió Yugoslavia el 6 de abril, en una operación relámpago que duró doce días. Croacia, donde proliferaban las milicias ustachi de corte más o menos fascista, fue segregada de Yugoslavia, y quedó como república aliada del Eje. Entretanto, las tropas alemanas entraban en Grecia por Macedonia, para ayudar a los malparados italianos. Aunque las tropas británicas desembarcaron también en Grecia, la victoria alemana fue total: el 25 de abril se rendía Atenas, y tres días más tarde caía el último reducto del Peloponeso. Toda la península balcánica, excepto el diminuto enclave de Turquía estaba, como aliada o como ocupada, bajo el control de los germanoitalianos.
Por entonces, la ofensiva de Rommel en el desierto parecía también imparable. Entre Grecia y Suez solo se interponía el obstáculo de la isla de Creta, ocupada por los británicos. Los italianos ya no dominaban el mar y —como en Inglaterra— no cabía ni soñar en un desembarco. Sin embargo, el mando alemán se decidió por una operación arriesgada y nueva en la historia: la conquista desde el aire. Varias brigadas paracaidistas fueron lanzadas sobre Creta y aun a costa de unos primeros momentos de indeciso dramatismo, acabaron conquistando la isla en mayo. Los ingleses hubieron de reembarcar. Suez parecía al alcance de la garra alemana. Y lo que era más importante, los comentaristas de guerra juzgaban que el inesperado éxito del arma paracaidista hacía ya posible la conquista de Inglaterra, que se esperaba, como último capítulo de la contienda, para aquel verano. Sin embargo. Hitler ya se había decidido a tomar una nueva dirección.
La invasión de Rusia
Tarde o temprano, tenía que sobrevenir la ruptura entre los dos gigantes continentales, y la campaña alemana de los Balcanes no hizo más que precipitarla. Stalin se había lanzado a una frenética carrera de armamentos, y el mando germano sospechaba que una lucha a muerte entre Alemania e Inglaterra permitiría a los soviéticos «lanzar una puñalada por la espalda de Europa». Fuera o no cierto tal propósito. Hitler tenía que sopesar la dramática alternativa de intentar a toda costa la invasión de Inglaterra, antes de que fuera demasiado tarde, o atacar a Rusia en el verano de 1941, retrasando un año más el previsto final de la guerra. Una vez más, aceptó la «diversión de fuerzas» que querían los ingleses, y se decidió a la aventura continental de Rusia, donde esperaba obtener ventaja de su enorme superioridad en elementos móviles.
Fue así como se decidió la inmensa «operación Barbarroja», el más amplio movimiento bélico que recordábanlos siglos. En ciertos planteamientos, recuerda la campaña napoleónica de 1812 (Hitler, que era muy supersticioso, y se hacía aconsejar de expertos en horóscopos, decidió entrar en Rusia el 22 y no el 21 de junio, para no correr la misma suerte que Napoleón). Se trataba de una cruzada de Europa contra el comunismo. Entraron en guerra contra Rusia: Finlandia, Alemania, Eslovaquia, Hungría, Italia, Croacia y Rumania, con un frente de 3000 Km. que iba del mar Blanco al mar Negro. Además de varias divisiones italianas, entraron también en combate voluntarios noruegos, flamencos, franceses colaboracionistas y españoles.
Daba la impresión de que los rusos habían sido pillados por sorpresa, aunque realmente no era así. Stalin había colocado fuerzas en la frontera, pero no demasiado numerosas, guardando sus reservas más al interior. Quería jugar no sólo con su enorme capacidad de movilización, sino con el enorme territorio del espacio ruso, hasta desbarajustar o tan siquiera complicar la logística alemana. Los invasores avanzaban, rompiendo todos los precedentes de la historia de la guerra, a razón de cuarenta kilómetros al día; pero solo en parte consiguieron sus propósitos de cercar a los ejércitos soviéticos; en las bolsas dibujadas sobre la interminable llanura por los tanques alemanes cayeron, tras cuatro maniobras envolventes, millón y medio de soldados rusos. Pero Rusia, que podía movilizar veinte millones de hombres, mantenía sus reservas. Stalin las lanzó a la batalla en el sector de Smolensko, a 300 Km. de Moscú, constituyendo una impresionante barrera humana. No pudo frenar el avance alemán, pero lo hizo más lento. Los flanqueos por las alas permitieron a los atacantes conquistar Ucrania y llegar a las puertas de Leningrado. Un último y desesperado esfuerzo por conquistar Moscú en octubre (Bolsas de Briansk y Viasma) significó casi otro millón de prisioneros y la formación de una tenaza en forma de semicírculo en tomo a la capital; pero llegó el invierno sin que ésta hubiera sido conquistada.
Fue el primer frenazo del empuje alemán en toda la guerra. El invierno 1941-1942 fue durísimo para unos y otros combatientes. En el verano de 1942, los alemanes, que daban ya síntomas de agotamiento, consiguieron conquistar el Cáucaso, pero en Stalingrado les esperaba su primera gran derrota en batalla campal.
Japón ataca en el Pacífico
En el invierno 1941-1942, cuando Alemania comenzaba a mostrar los primeros síntomas de extenuación, se decidieron los japoneses a correr la aventura de la guerra. Desde hacía pocos años se habían aliado con las potencias del Eje Roma-Berlín, más que por similitudes ideológicas —que se han exagerado— por circunstancias e intereses similares, y por contar con los mismos enemigos virtuales. Japón, en concreto, se sentía ahogado por el dogal angloamericano, que copaba los mercados de Extremo Oriente y dificultaba cada vez más las exportaciones japonesas.
En estas condiciones, una vez iniciada la guerra por Alemania, había en Japón dos tendencias: una pacifista, dirigida por el príncipe Konoye, que abogaba por las negociaciones con los norteamericanos, sacrificando la inferioridad de la situación japonesa en aras del bien más precioso de la paz; y otra belicista que dirigía el general Hideki Tojo, héroe de la anterior guerra de Manchuria. Al fin y al cabo, subsistía el interminable conflicto con China, y los japonenes, aunque habían conquistado grandes territorios, difícilmente podían doblegar al gigante oriental si los anglosajones continuaban enviándole armas y provisiones. ¿Por qué no entrar en guerra declarada de una vez? Evidentemente, Japón no podría sostener una lucha prolongada contra Estados Unidos, pero en una campaña relámpago podía hacerse con el petróleo, el caucho y el estaño de Indonesia; y, una vez dueño del «Gran Espacio Oriental», todos los planteamientos cambiarían. Al mismo tiempo, podía alentar la independencia de la India y otras posesiones inglesas: se ganaría nuevos aliados, y haría la vida imposible en Extremo Oriente a las potencias anglosajonas. Japón se convertiría en cabeza de una nueva Asia liberada.
La invasión de Rusia por los alemanes hizo que los americanos enviaran refuerzos a Stalin por Vladivostok, introduciéndose aun más en el ámbito japonés. En Japón cundió también el síndrome de «gato acorralado», y aunque el emperador Hiro Hito era pacifista, no pudo evitar la caída de Konoye y la subida al poder de Tojo. El 7 de diciembre de 1941 se produjo el salto felino: la aviación japonesa, sin previa declaración de guerra, despegó de sus portaaviones y atacó en masa a casi toda la flota americana del Pacífico, reunida imprudentemente y hasta inexplicablemente en la bahía de Pearl Harbor (Hawaii), dejando fuera de combate a ocho acorazados y numerosos cruceros y destructores. En dos horas, los japoneses habían conquistado la superioridad naval en el Pacífico. Comenzaba la guerra entre Japón por una parte y Estados Unidos e Inglaterra (China ya lo estaba) por la otra. Inmediatamente, Alemania e Italia declararon la guerra a Estados Unidos: una guerra que desde meses antes era ya virtual, por la ayuda americana a ingleses y rusos, bajo protección de sus propias fuerzas armadas. La guerra se había hecho plenamente mundial y se extendía a los cinco continentes y los cinco océanos.
El planteamiento japonés era en cierto sentido comparable al alemán: tenía ventaja en una guerra relámpago de rápidos zarpazos, pero no poseía reservas para una confrontación larga. La esperanza de que el dominio de las importantes materias primas de Indonesia iba a equilibrar las posibilidades resultó equivocada; falló la conquista total de China, donde Chiang-Kaichek se defendía hasta el último palmo de terreno, y mientras Japón estuviese ocupado en ese frente tan vasto no podría atender otros con la mayor intensidad, ni tampoco serían suyos todos los recursos chinos. Por otra parte, no se produjo la también esperada revolución de la India. La diferencia de potencial de los nipones respecto de los alemanes estaba en que si éstos disponían de un material abundante y de extraordinaria calidad en tanques y aviones, los japoneses poseían una de las tres mejores flotas del mundo. Su ofensiva, aprovechando siempre su momentánea superioridad naval, se dirigió primero hacia Malasia —con la increíble conquista de Singapur, que gozaba fama de ser la plaza mejor defendida del mundo—; Hong-Kong, Thailandia y parte de Birmania, puerta de la India. Se constituyó un gobierno indio rebelde presidido por Chandra Bose, pero los hindúes, que no querían pertenecer a Inglaterra, pero temían aún más a los japoneses, permanecieron en su mayoría fieles a los aliados.
En la primera mitad de 1942, la expansión japonesa fue extendiéndose «como una mancha de aceite» por el espacio indonesio —Sumatra, Java, Borneo, Célebes—: aquí sí que el títere de los japoneses, el doctor Sukamo, habría de apoyar la presencia de los amarillos para independizar su país. (Caso único en la guerra: Sukamo maniobraría hábilmente al final, para pasarse a los aliados, y quedar como el héroe de la independencia y primer presidente de Indonesia.) Los japoneses se apoderaron también de archipiélagos del Pacífico, como las islas Marshall y las Gilbert. La lucha por el dominio del centro del océano más grande del globo fue uno de los episodios menos visibles, pero más grandiosos y operativos de la contienda. En el verano de 1942, los japoneses, ya con un impulso más lento, se acercaron a Australia, ocupando parte de Nueva Guinea, y las islas Bismarck y Salomón.
Entretanto, a miles de kilómetros de distancia, los americanos, poseedores del primer potencial industrial del globo, procedían a un activísimo rearme naval. Fue un acierto definitivo la prioridad absoluta de la construcción de portaaviones, que acabarían revelándose al final, conforme a las predicciones de Churchill, como el arma decisiva por excelencia de la guerra. Los grandes capitales y las poderosas instalaciones fabriles realizaron un esfuerzo sin precedentes en la historia, que no solo habría de proporcionarles el triunfo en la guerra, sino que ponía las bases definitivas de su hegemonía sobre el resto del mundo en la paz. Los Estados Unidos, por su posición geográfica, gozaron además del importantísimo privilegio de ser la única gran potencia beligerante que no experimentaría el menor daño físico en su propio territorio durante toda la duración de la contienda. El presidente Roosevelt, famoso ya por su New Deal, que en 1932 había superado la gran depresión, se mostró ahora como un formidable movilizador de la energía norteamericana. En pocos meses, los aliados recuperaron la superioridad naval en el Pacífico.
En mayo de 1942 tuvo lugar la batalla del Mar del Coral, la primera de la historia en que las escuadras enemigas no llegaron a avistarse, y la acción correspondió a los bombardeos de los respectivos aviones. Aunque los japoneses obtuvieron una cierta ventaja relativa, ya no se atrevieron al asalto de Australia. Un mes después, la flota americana —o más bien sus aviones— hundieron varios acorazados japoneses, y el empuje nipón quedaba detenido. Se consagraba el formidable papel del portaaviones en la guerra moderna y la decadencia del acorazado, el tipo de buque que más se habían esforzado en construir los japoneses en los últimos tiempos: aquellos monstruos, de hasta 65.000 toneladas de desplazamiento, erizados de cañones de 40 cm. de calibre se irían al fondo de los mares sin haber visto nunca un solo barco enemigo. La guerra había cambiado de signo.