6. LAS REVOLUCIONES DE 1830
Y EL LIBERALISMO HISTÓRICO

El ciclo revolucionario de 1830 fue más operativo que el de 1820. No sólo implantó el Nuevo Régimen —y definitivamente— en varios países importantes, sino que señaló las directrices políticas que éste habría de adoptar durante buena parte del siglo XIX: directrices que solo parcialmente derivan de la Revolución inicial, y cuyas formas más características se dibujan en este nuevo ciclo; y que se basan en un nuevo orden social y político, caracterizado por el predominio de la burguesía y en general de las clases medias acomodadas. De aquí que muchos de los elementos que se ha dicho que procedían del ciclo revolucionario de 1789 (por ejemplo, laRevolución Industrial, que en absoluto fue propiciada por aquella revolución política), deriven en cambio del ciclo de 1830.

La revolución en Francia

Luis XVIII había regido en Francia con un sistema intermedio, en que, sin renunciar a los presupuestos de la realeza, permitió unas cuantas conquistas de la Revolución. Concedió una carta otorgada (constitución hecha por el propio poder real y no por una asamblea representativa); reunió una cámara electiva con un cierto grado de libertad, y procuró un equilibrio entre lo antiguo y lo nuevo. Su hermano y sucesor, Carlos X, quiso en cambio regresar al Antiguo Régimen con todas sus consecuencias. Se opuso a la Cámara, restableció en todo su poder a la nobleza antigua e impuso un tributo de 30 millones de francos anuales para resarcirla de las incautaciones y daños de que había sido objeto.

No era el momento de volver atrás. La sociedad francesa había evolucionado, los elementos que se habían beneficiado de la revolución y del régimen napoleónico no estaban dispuestos a ceder en sus intereses, y las ideas liberales se habían seguido extendiendo. En vano Carlos X disolvió la cámara que había emitido un voto de censura contra el gobierno de Polignac, y promulgó decretos de gran dureza. En julio de 1830 se produjeron revueltas sangrientas, y el monarca se vio precisado a huir a Londres. El reinado de los Borbones se había terminado para siempre en Francia.

E1 héroe de aquellas jornadas, el general La Fayette, y muchos revolucionarios, soñaban con un régimen republicano. Pero la buena burguesía impuso un criterio moderado, que iba a definir en adelante las líneas maestras del liberalismo históricoy una monarquía constitucional y una cámara elegida por sufragio restringido, de suerte que solo tendrían voto los ciudadanos mejor situados económicamente. Luis Felipe de Orleans, príncipe que ya se ha distinguido por sus ideas liberales, fue el perfecto «rey burgués», que vestía como un caballero de buen tono y paseaba cortésmente por los Campos Elíseos. La bandera revolucionaria tricolor pasó de nuevo a ser la enseña francesa.

Una serie de políticos y pensadores, Guizot, Royer, Collard, Broglie, Rémusat, difundieron las ideas del doctrinarismo liberal, que concedía derechos civiles a todos los ciudadanos, pero los derechos políticos —elegir y ser elegido— quedaban restringidos a los más capacitados, en función de la idea de que «es mejor para todos el gobierno de los mejores que el gobierno de todos». Por lo general, los «mejores» resultaron ser los más ricos.

Se reformó la Carta y se amplió el número de ciudadanos con derecho al voto, aunque siempre con notable restricción.

Los intereses de la burguesía de negocios se vieron favorecidas, y al amparo de aquel nuevo ambiente, los capitales salieron de sus escondrijos, comenzó un amplio movimiento de inversiones y se inicio en Francia el proceso de Revolución Industrial. Guizot, conservador, puritano y buen teórico —aunque no siempre con el adecuado golpe de vista ante las situaciones concretas— y Thiers, más liberal y más práctico, se turnaron en el poder, dentro de un ambiente en general próspero y risueño entre 1830 y 1848.

Los cambios en el resto de Europa

El ejemplo francés cundió rápidamente por otros países del continente, de acuerdo con esa fisonomía mimética del «ciclo revolucionario» tan propia de la primera mitad del siglo XIX. En cuanto la revolución estalla en un país, otros países le secundan, a veces mediante acuerdos secretos entre revolucionarios, pero con frecuencia por simple afán de imitar el ejemplo del vecino. Los intentos de proclamar el Nuevo Régimen triunfan de una u otra forma en Europa occidental, y fracasan en Europa central y Oriental, donde, sin embargo, tampoco se puede ignorar ya la nueva situación.

En Bélgica estalló la revolución en agosto de 1830: tuvo un carácter independentista y liberal al mismo tiempo. Bélgica, como se ha dicho, había quedado vinculada a Holanda desde el Congreso de Viena (intento de un fuerte estado-tapón entre Francia y Alemania). Pero la unión era artificial, por la diferencia de lenguas, religiones y culturas entre los dos países. Bélgica, más industrializada que la agrícola Holanda, se beneficiaba económicamente de la unión, pero tenía que soportar el autoritarismo de Guillermo I de Orange. Católicos, burgueses, francófonos, los belgas se levantaron contra el dominio holandés, ayudados por Francia. Estuvo a punto de estallar una guerra europea, pero Gran Bretaña, partidaria también de la independencia belga (pero no de su supeditación a Francia), logró una reunión internacional en que se reconoció a Bélgica como monarquía constitucional, cuyo nuevo rey sería Leopoldo de Sajonia-Coburgo. Las estrechas relaciones con Gran Bretaña facilitaron la rápida y espectacular industrialización de Bélgica, el primer país de continente que en este aspecto se puso a la altura de los ingleses.

En Suiza hubo también una revolución que derribó el poder de los grandes señores y convirtió al país en una república federal. Varios estados europeos vieron con desconfianza un régimen republicano en el corazón del continente; pero Suiza mostró desde el primer momento sus tradiciones más características: no participación en la política internacional, eterna neutralidad ante las alianzas y contraalianzas europeas, principios pacíficos y de convivencia entre razas, culturas y religiones, con un régimen muy descentralizado y un Estado muy débil: características que la seguirían distinguiendo durante toda la Edad Contemporánea.

Otros países cambiaron de régimen de manera pacífica. Gran Bretaña fue pasando a las formas del liberalismo mediante reformas sin traumas (para Canning, «la política es el arte de hacer reformas para evitar revoluciones»). El país ya tenía de antiguo un régimen parlamentario, aunque el monarca gozaba de amplias atribuciones. Ejercida la soberanía desde 1830 por el flexible Guillermo IV, y dirigido el gobierno por políticos inteligentes, como Peel y Palmerston, se fue concediendo progresiva influencia en la vida política a la burguesía, que se estaba enriqueciendo con la Revolución Industrial y el dominio de los mares, a expensas de la antigua nobleza terrateniente que, no obstante, siguió poseyendo un notable influjo, y se aficionó también a los negocios. La ley electora de 1832, que permitía una amplia entrada de la burguesía en la Cámara de los Comunes, puede decirse que fue ella la qué dio lugar a la transición política de Inglaterra al liberalismo.

En España, el paso se dio también —inicialmente— sin necesidad de una revolución expresa. Fernando VII dispuso por una Pragmática Sanción la posibilidad de una sucesión femenina, para que pudiera heredarle su hija Isabel II, a la que apoyaban los liberales, en vez del hermano del rey, don Carlos, en quien tenían depositadas sus esperanzas los realistas. El cambio se debió, pues, a una decisión desde arriba. Eso sí, los carlistas no acataron la Pragmática, y se inició una guerra civil (1833-1839), que, con ayuda del ejército, acabaron ganando los liberales. La propia guerra apresuró la imposición del liberalismo en el campo isabelino, y el triunfo de la causa de Isabel lo fue así también del cambio político. Otro tanto ocurrió en Portugal, donde hubo un paralelo conflicto dinástico entre doña María de la Gloria, símbolo de los liberales y apoyada por Inglaterra y por España, y el absolutista don Miguel.

Por el contrario, fracasaron todos los intentos en Europa central y oriental. En algunos estados alemanes, se registraron desórdenes que aconsejaron a determinados pequeños soberanos conceder una Constitución o ciertas libertades en 1830; pero en 1832 Metternich logró una reunión conjunta de la Confederación Germánica (39 Estados), que echó por tierra gran parte de aquellas reformas. Algo por el estilo ocurrió en algunos estados italianos, como Parma, Modena y Romana, donde los movimientos fueron sofocados por los austríacos. En Polonia, la revolución adquirió caracteres muy amplios, hasta conseguir derrocar la soberanía del zar de Rusia como rey de aquel país, y se organizó un ministerio patriota, que celebró demasiado pronto la independencia. Las divisiones de los propios sublevados hicieron difícil el establecimiento de un poder estable, y pronto intervinieron con todo su enorme peso las tropas rusas, que acabaron con toda resistencia. Polonia quedó peor de lo que había estado, pues perdió su autonomía y fue anexionada al imperio zarista. El heroísmo polaco conmovió a Europa, pero en aras del equilibrio internacional, las demás potencias no intervinieron. En cambio, los ingleses favorecieron la independencia griega, en contra de los intereses, a su vez encontrados, de Turquía y. Rusia. A este difícil equilibrio debió Grecia su independencia.

En suma, las revoluciones de 1830 cambiaron el régimen de los países de Europa occidental y no hicieron lo mismo en el resto. De pronto, aparecían enfrentadas la Cuádruple Alianza (Inglaterra, Francia, España, Portugal) con la Triple o Potencias del Norte (Austria, Rusia y Prusia), que mantuvieron el autoritarismo regio en sus territorios y los de su entorno. No se llegó, sin embargo, a la menor confrontación. Las diferencias político-ideológicas ya no eran, como en 1800, causa de una guerra. Había caído el sistema Metternich, pero no el propio Metternich, ni el sentido del equilibrio europeo, nacido del Congreso de Viena. El liberalismo ya no era una doctrina radical como podía entenderse en tiempos de la revolución francesa, y no abrigaba, como tal doctrina, propósitos expansionistas o vocaciones universales (salvo en reducidos grupos). Por otra parte, nos equivocaríamos si pensáramos en la total pervivencia del Antiguo Régimen en Europa Central. Tanto en el orden social —la emergencia de la burguesía— como en el económico —los inicios de la revolución Industrial— o el intelectual —la Universidad, las manifestaciones y gustos románticos— nos demuestran que la parte más desarrollada y civilizada de Europa ha entrado ya en otra era. Solo los dos grandes imperios de Europa oriental, el ruso y el turco, mantuvieron casi incólumes las formas propias el Antiguo Régimen.

El liberalismo

Por lo que acaba de exponerse, el hecho de que los enfrentamientos ideológicos no fuesen agónicos como una generación antes es consecuencia de dos factores, ambos influyentes entre 1830 y 1848. Por un lado está un principio de equilibrio, que unos y otros tienden a respetar, como más importante que las diferencias que separan a estos y aquellos; y por otro, el ya citado debilitamiento de las discrepancias ideológicas. A las potencias liberales ya no les escandaliza un Antiguo Régimen que se ha suavizado por obra de las corrientes de los tiempos; y a las autoritarias, que, para Europa central ya no podemos calificar de auténticamente absolutistas, no les molesta gran cosa un liberalismo que tiene muy poco que ver con el radicalismo militante de la primera Revolución. El espíritu de «coexistencia» es una de las claves de que las diferencias ideológicas no trasciendan en ningún caso al orden internacional.

Por lo que respecta al liberalismo histórico —expresión que se utiliza para diferenciarlo del liberalismo democrático del siglo XX—, conviene recordar de nuevo aquí que dista mucho de reconocer la soberanía del pueblo, y prefiere un sistema dirigido por las minorías distinguidas. El liberalismo histórico conserva elementos propios del Antiguo Régimen, como la Monarquía —de un rey que reina, pero ahora ya no gobierna o apenas gobierna— y una nobleza que ya no entraña señorío o privilegio, pero que significa todavía distinción y sentido aristocrático. El parlamento se llena con una mezcla, ahora no explosiva, de clases altas y medias, en que predomina la idea de la «elección de los más capaces». Las reglas del sufragio censitario reservan por lo general el voto a los más ricos (si algún no rico aparece en el elenco de los «ciudadanos activos», se trata siempre de un intelectual). Tanto Max Weber como Amintore Fanfani han visto en esta identificación de las gentes adineradas como las más responsables y dignas una secuela del pensamiento calvinista, que estima que la riqueza es premio a la virtud, a la prudencia, a la constancia y al esfuerzo. Los votantes poseerían su derecho no exactamente por ser más ricos, sino por ser más «virtuosos». Para los efectos es lo mismo: la burguesía de negocios, autora y beneficiaria de la Revolución Industrial, se encarama a las formas de poder de mediados del siglo XIX. Pero lo comparte pacíficamente con la aristocracia propietaria y también con una parte de la clase intelectual, que en tiempos de agitada dialéctica siempre tiene mucho que decir.

En efecto: es el liberalismo histórico el que consagra la vigencia del partido político como tal. Antes, los revolucionarios pretendían la unidad de acción, y castigaban las disidencias o discrepancias como un delito contra el espíritu del Nuevo Régimen. Ahora se reconoce que el espíritu del Nuevo Régimen exige el pluralismo —es decir, diversas formas, todas lícitas, de entenderlo— y por tanto consagra el sistema de partidos, que disputan entre sí en los comicios electorales, en el parlamento, en los foros, en la prensa. Esta diversidad de partidos contrarresta en cierto modo la restricción de los grupos sociales encargados de compartir el poder.