30. LA VICTORIA DE LOS ALIADOS
Uno de los militares franceses que pudieron refugiarse en Inglaterra tras la derrota de 1940, el coronel De Gaulle, hizo la siguiente predicción: «Derrotados hoy por la fuerza mecánica, venceremos en el futuro por una fuerza mecánica mayor. Tal es el destino del mundo». La profecía del futuro general y Presidente de Francia se cumplió al pie de la letra. La segunda guerra mundial, llevada a cabo por medios técnicos cada vez más sofisticados, dependía menos del valor o de las decisiones concretas que de la capacidad de producir instrumentos de destrucción. En el primer momento, las dos principales potencias agresoras, Alemania y Japón, produjeron más, mejor y más rápido. Pero si la guerra se prolongaba —y, como la primera, se prolongó más de lo esperado— los aliados, con un potencial demográfico muy superior, con los recursos de casi todo el mundo a su disposición y con la fabulosa capacidad de producción de los Estados Unidos, tenían que imponerse tarde o temprano. Y así ocurrió.
Los alemanes, que comenzaron la guerra con 1.500 tanques y 5.200 aviones, forzaron la producción hasta construir, sólo en 1944, 27.000 tanques y 40.000 aviones (aunque no pudieron utilizar más que una parte, por la escasez angustiosa de carburantes). En ese mismo año 1944, los americanos construyeron 60.000 tanques y 102.000 aviones. En 1945 disponían de 300.000 aviones, 150.000 tanques y un millón de cañones: sin contar las armas fabricadas por rusos e ingleses. Estaba claro que la victoria no podía escapárseles. Alemanes y japoneses se defendieron con un estoicismo casi inexplicable en tal situación. Preciso es suponer que la propaganda les había fanatizado en grado sumo. En el caso de Alemania parece evidente que la máxima esperanza —más virtual que real, pero operativa— estaba depositada en las «nuevas armas» de que tanto se habló en el país y fuera de él. El ministro de propaganda, Goebbels, con su perfecto dominio de la demagogia, aseguraba que Alemania estaba construyendo unas armas tan espantosas que a él mismo «se le había helado el corazón». «El día en que las utilicemos nuestra victoria será total». Estas armas eran la bomba atómica, los aviones a reacción y los proyectiles teledirigidos o «bombas volantes», como en principio se les llamó. Al fin quienes se aprovecharon de la técnica alemana fueron los americanos. Otto Hahn sería llamado «el padre de la bomba atómica», y dirigió el primer experimento de 1945 en Los Álamos—; y el inventor de los misiles, Werner von Braun, acabaría como director de la NASA. Los aliados supieron localizar a tiempo los laboratorios de agua pesada —en Noruega— que los alemanes necesitaban para el enriquecimiento del uranio, y los machacaron sistemáticamente con sus bombardeos. En cuanto a los misiles —los famosos V-l y V-2— sólo fueron utilizados y en pequeña cantidad, después del desembarco aliado en Normandía, y la mayoría de las rampas de lanzamiento serían destruidas por la aviación aliada. El tercer invento alemán, el avión a reacción, solo pudo emplearse, y en una cantidad muy modesta, en la batalla de las Ardenas, cuando los alemanes tenían perdida la guerra.
El cambio de signo del conflicto contribuyó a endurecerlo hasta extremos inauditos. Por un lado, se emplearon medios de destrucción cada vez más espantosos, como las bombas «comemanzanas», de varias toneladas de peso y cargadas de alto explosivo, capaz cada una de ellas de hacer saltar por los aires bloques enteros de casas. La aviación aliada, ya muy superior, y provista de bombarderos de largo alcance y gran capacidad de carga —las «fortalezas volantes»— bombardeó las ciudades alemanas o japonesas, hasta destruirlas, esperando desmoralizar a la población (objetivo que, logrado o no, que eso es difícil precisarlo, no resultó operante); hasta acabar utilizando ingenios nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki. Por otra parte, los alemanes, cada vez con menos esperanzas, acentuaron su fanatismo, y procedieron a feroces represalias contra la población civil de los países ocupados, y sobre todo contra los judíos, que constituían la «idea fija» en la paranoia de Hitler, y que perecieron a millones en los campos de concentración, convertidos con frecuencia en campos de exterminio. En la fase final había desaparecido por completo la secular concepción de la «guerra entre caballeros». Los japoneses llevaron su fanatismo al empleo de «kamikazes» o pilotos suicidas, que se estrellaban con sus aviones cargados de bombas sobre los blancos enemigos. Los dos bandos ya no parecían tener otra misión que exterminarse mutuamente.
Stalingrado
En el verano de 1942, los países del Eje —Alemania, Italia y sus eventuales aliados— ocupaban la mayor parte de Europa y un trozo de África del Norte. Sus dominios iban desde Noruega a Libia y de Bretaña al Volga. Se exceptuaban los países neutrales, solo cuatro: Suecia, Suiza, España y Portugal. Pero aquella inmensa fortaleza (como en la primera guerra las potencias centrales) estaba aislada del resto del mundo, y comenzaba a sufrir la escasez de materias primas. En estas condiciones, los alemanes, que fueron siempre los directores de la situación, comprendieron que había llegado el momento de realizar un esfuerzo supremo, si no querían perder la guerra.
Ante todo, reanudaron la ofensiva en Rusia, esperando acabar con su enemigo del Este. Conquistarían primero el Cáucaso, porque necesitaban desesperadamente petróleo (sólo podían disponer de los limitados pozos rumanos de Ploesti): luego, lanzarían un ataque con todas su fuerzas contra Moscú. Pero, al no poder utilizar sus tanques, el avance de la infantería por el Cáucaso se hizo lento, mientras los rusos recibían cada vez más abundante material de los americanos. Para evitar estos refuerzos, el mando alemán comprendió la necesidad de cortar la vía del Volga por su punto clave, la ciudad de Stalingrado. El VI Ejército alemán avanzó frente a una resistencia feroz, y la batalla de Stalingrado se convirtió en una de las más terribles de la guerra. Al fin los alemanes conquistaron la ciudad (que ya no era más que un montón de ruinas), pero a su vez quedaron pronto cercados por las reservas rusas. Stalin quiso convertir «su» ciudad en el símbolo de la victoria. El otoño de 1942 presenció aquellas horribles matanzas, y antes de Navidades, lo poco que quedaba del VI Ejército alemán capituló. La guerra cambiaba de signo. La reconquista rusa sería lenta y trabajosa, pero ya no dejaría de operarse en los dos años y medio que restaban de conflicto.
El Alamein y África del Norte
Casi al mismo tiempo, el general Montgomery, jefe del VIII Ejército británico, se lanzó a la ofensiva en la línea de El Alamein, cercana a las bocas del Nilo. Rommel había tenido que detener sus tanques ante la creciente resistencia y por falta de gasolina. Ahora los ingleses tenían superioridad en unidades móviles, y podían tomar la iniciativa. Después de varios días de suprema indecisión, los alemanes hubieron de retroceder, y emprendieron una de las retiradas más largas de la historia. Tanto Montgomery como Rommel realizaron una verdadera carrera de varios miles de kilómetros sobre la costa del Norte de África, sin que apenas llegaran a establecerse contactos. ¿Hasta dónde lograría retirarse Rommel antes de quedar aplastado?
Pero en noviembre la situación cobró un cariz espectacularmente nuevo: los norteamericanos, dirigidos por el general Eisenhower, desembarcaron en Marruecos y Argelia, protectorados de la Francia de Vichy (que nada pudo hacer por evitarlo). Comenzaba la «Operación Churchill», la invasión de Europa por el Sur, que se juzgaba su punto más flaco. Alemanes e italianos desembarcaron inmediatamente en Túnez —otro protectorado francés—, para constituir un bastión de resistencia frente a las costas italianas. Todo cambiaba de planteamiento en pocos días. Túnez se convertiría así en el campo de batalla donde los aliados y el Eje iban a disputar en los primeros cinco meses de 1943.
El general Rommel consiguió llegar con sus huestes al sur de Túnez, a tiempo de unirse con las tropas del Eje desembarcadas en aquel territorio, y al fin pudo detener a Montgomery en la línea del Mareth. Uno y otro habían conseguido una de las hazañas más épicas —y al tiempo menos sangrientas— de la guerra (se admiraban mutuamente, y Montgomery tenía siempre sobre su mesa una fotografía de Rommel).
La primera experiencia de los americanos en la guerra de Occidente fue desafortunada. Faltos de práctica real en el empleo de unidades móviles, fueron dispersados y puestos en fuga por los tanques alemanes, que no tuvieron dificultades en penetrar en territorio argelino. Con más fuerzas a su disposición, hubieran podido explotar su victoria y aniquilar a sus adversarios. Hasta que apareció el héroe de los americanos, el general Patton, que llegaría a ser tan diestro en la guerra relámpago como Rommel.
Al fin la superioridad de los aliados se hizo patente, y en diversas operaciones fueron ganando terreno. En mayo de 1943 alemanes e italianos, cada vez más arrinconados en aquella esquina de África, tuvieron que evacuar Túnez.
La invasión de Italia
Churchill sabía muy bien que la moral y la capacidad combativa de los italianos era muy baja. Mussolini había entrado en la guerra en junio de 1940 sólo porque pensaba que estaba ya decidida. Pero en ningún momento —ni siquiera contra los griegos— dieron sus mandos y su tropa sensación de solidez. Los italianos no querían la guerra, y eso quedó claro muy pronto. Por ello Churchill impuso su criterio de atacar a la Europa del Eje «por su bajo vientre», contra el propósito inicial de los americanos de hacerlo por el Norte. A tal fin respondieron el desembarco y ofensiva de África, que culminaron con la conquista de Túnez en mayo de 1943. Eisenhower fue designado generalísimo de todas las fuerzas aliadas, y fue su segundo el británico Montgomery (dos hombres extraordinarios que nunca se entendieron del todo bien, aunque cada uno colaboró a su manera en la victoria).
El 10 de julio, después de un terrorífico bombardeo en que participaron millares de aviones, los aliados desembarcaron en la isla de Sicilia, paso obligado para la invasión de Italia. Los alemanes se defendieron con eficacia en la zona oriental (Catania), pero los italianos dieron muestras de flaqueza en la occidental, y por allí lanzó Einsenhower a los tanques de Patton en un gran movimiento envolvente que tomó a Palermo por la espalda. Los germanoitalianos se retiraron hacia el nordeste, y a fines de agosto, toda Sicilia quedó ocupada.
Mientras tanto, la crisis interior de Italia se había precipitado hacia un dramático desenlace. El 25 de julio, el Gran Consejo Fascista destituía a Mussolini y designaba como sucesor al mariscal Badoglio, que de inmediato, y en colaboración con Víctor Manuel III, entró en negociaciones con los aliados. El 7 de septiembre, cuando ya éstos habían desembarcado en el sur de Italia, se firmó la paz. Una paz que seguía siendo guerra, pues que Italia declaraba las hostilidades a Alemania.
Por unos días se intuyó el derrumbamiento de la artificiosa «fortaleza europea» edificada por Hitler, y tal vez el fin de la contienda. Los alemanes se veían constreñidos a una situación comprometidísima, rodeados por aliados e italianos. Pero, dueños aún de una alta moral, reaccionaron con sorprendente eficacia. Tropas de reserva alemanas penetraron en Italia por el norte, y en un audaz golpe de mano liberaron al preso Mussolini, que creó la efímera «república social» de Saló, mientras Víctor Manuel y Badoglio huían hacia el sur, para fijar su capital en Barí, bajo la protección de los angloamericanos. El mariscal Kesselring abandonó el tercio sur de la península italiana, para fortificarse más al norte, en la línea Gustavo. Meses más tarde, ante el ataque aliado, se defendería en la línea Gótica, que resistiría prácticamente hasta el fin de la guerra. Los aliados llevaron la iniciativa, pero en un año de combates solo ocuparon una reducida porción de la península italiana. La propia geografía, una estrecha franja de tierra entre el Tirreno y el Adriático, con los Apeninos por medio, favorecía la defensiva e impedía las grandes maniobras. A pesar de las ventajas aliadas, el Plan Churchill había fracasado. Sería preciso lanzarse a la conquista de la «fortaleza europea» por otro lado.
El desembarco en Normandía
Al fin se impuso el proyecto norteamericano de atacar con grandes medios y por el sector más difícil, pero el más decisivo. Los aliados tenían ya una enorme superioridad en hombres y material, y podían exponerse a la gran aventura. Mientras los rusos empujaban tercamente por el este, y obligaban a los alemanes a mantener fuertes contingentes a la defensiva, los americanos concentraban en Inglaterra inmensas cantidades de material para desembarcar en algún punto de la costa atlántica europea. Podía ser Noruega, Flandes, Francia, e incluso se pensó en España. Al fin se decidió atacar por la costa francesa, pero no por el paso de Calais, el mejor defendido por los alemanes, sino por el punto más vulnerable, el entrante de Normandía. Al mismo tiempo, los aliados machacaban con bombardeos en que participaban millares de aviones las ciudades alemanas, y no solo los objetivos estratégicos, con el claro propósito de desmoralizar a la población civil. Culminaba el concepto de la «guerra total», en que ya no hay distingos entre militares y paisanos, frente y retaguardia.
Los dos bandos sabían que el desembarco en Francia iba a decidir la suerte de la guerra. Un éxito aliado sería ya irreversible; un fracaso podría alargar la contienda y dar tiempo a la puesta a punto de las nuevas armas alemanas. La esperanza, si no de Hitler, del mando germano, y en especial del general Rommel, era hacer fracasar el desembarco, dejar en claro la inutilidad de otra insistencia, y llegar a un acuerdo con los angloamericanos, o incluso convencerlos para una cruzada general contra la Rusia comunista. La Westwall o muralla del oeste era una barrera defensiva a lo largo de la costa francesa, basada en barreras de hormigón y artillería de grueso calibre, con la que los alemanes esperaban hundir los barcos aliados antes del desembarco, o bien —idea de von Rundstedt— dejarles desembarcar, todavía sin material suficiente, aislarles y obligarles a rendirse.
El 6 de junio de 1944 comenzó la operación más impresionante de la historia de la guerra. Cuatro mil barcos y once mil aviones participaron simultáneamente en la acción. Varias cabezas de desembarco fueron aniquiladas por los alemanes, pero las que consiguieron resistir fueron reforzadas por un imponente aparato logístico. Durante veinte días la situación fue crítica. Al fin los aliados pudieron recibir refuerzos suficientes, y el 26 de junio conquistaron el importante puerto de Cherburgo. Desde entonces todo fue más fácil, y a fines de junio el nuevo héroe americano, Patton, lanzó sus tanques en una operación envolvente —en la que tan diestros habían sido hasta entonces los alemanes— que encerró en una gran bolsa a gran parte del ejército defensor.
La «resistencia» francesa, que en pequeñas partidas no había dejado de actuar, hizo su labor, y contribuyó a la retirada general de los alemanes. El 22 de agosto era liberado París, y en septiembre-octubre entraron los aliados en Bélgica y Holanda, aunque frente a una creciente resistencia. En noviembre pisaron los soldados aliados la primera tierra alemana que era hollada por los enemigos desde el inicio de las hostilidades. A pesar de la barrera tan difícilmente franqueable que era la línea Sigfrido, la suerte de la guerra estaba ya echada.
La caída de Alemania
Pese a los esfuerzos que se hicieron para combinar las operaciones en los frentes oriental y occidental, anglosajones y rusos nunca consiguieron avanzar al mismo tiempo. Cuando los alemanes retrocedían en un frente, resistían o hasta contraatacaban en el otro. Es posible que Stalin deseara dejar constancia de la independencia de los soviéticos, para hacer ver a sus aliados que no estaba dispuesto a seguir sus directrices. Esta incapacidad para simultanear las acciones retrasó el fin de la Alemania nazi unos meses más. En 1944 los rusos habían recobrardo todo su territorio y se lanzaron sobre los Balcanes, que el mando alemán, hostigado ya por la guerrilla yugoslava de Tito y Mihailovich, se apresuró a evacuar. La guerra se abatió sobre Polonia y Hungría, donde los alemanes, al parecer ya sin esperanzas, seguían ofreciendo una obstinada resistencia. ¿Tenía algún sentido prolongar la guerra? En 1918, Alemania, convencida de la inutilidad de su esfuerzo, se había rendido cuando sus soldados ocupaban aún territorio enemigo. En 1944-45, cuando las circunstancias eran similares o aun peores, no ocurrió lo mismo. Quizá nunca ha tratado de explicarse por qué fue así. El hecho es que por las Navidades de 1944 los alemanes se lanzaron desesperadamente a la ofensiva, y por el frente también más inesperado, el occidental. La única finalidad que puede explicar este comportamiento es la de que esperaban obtener de los occidentales una paz honrosa, para poder hacer frente a los soviéticos. «Que tiemblen nuestros enemigos —dijo en su proclama el general von Rundstedt—; la gran hora de Alemania ha sonado». No parece, sin embargo, que los alemanes pudieran esperar ya una victoria, sino, con mucha suerte, un arreglo. Las nuevas armas eran eficaces, pero escasas. Los misiles fueron empleados no en el frente, ni contra Francia, sino para bombardear Londres. Ante la posibilidad de una destrucción masiva, comenzó la evacuación de la capital británica, pero los daños no fueron al cabo tan graves como se temió en un principio; y la aviación aliada, inmensamente superior entonces a la alemana, destruyó la mayor parte de las rampas de lanzamiento. En la ofensiva final —la batalla de las Ardenas— atacaron los alemanes con sus tanques «Tigre» y «Pantera», capaces de correr a la velocidad de un automóvil, y rompieron el frente en cuestión de horas. También entraron en juego los primeros aviones a reacción, aunque en número escaso. Pero los alemanes no disponían de reservas para explotar la ruptura del frente. Combatían ya muchachos de quince años. Invadieron de nuevo Bélgica por el sector de Lieja, y penetraron en territorio francés, pero estrangulados por los costados, no pudieron continuar. Las ciudades, los puertos, los nudos de comunicaciones de la retaguardia estaban destruidos por las bombas aliadas.
Al fin, por los primeros meses de 1945, se combinaron las ofensivas desde el este y el oeste. Ya no se sabía por qué se defendían los alemanes. Tanto rusos como occidentales se apresuraban para alcanzar el mayor espacio de terreno posible, pues nadie estaba seguro de que las zonas de ocupación decididas por los «Tres Grandes» (Roosevelt, Churchill y Stalin) en la conferencia de Yalta —febrero de 1945— iban a ser respetadas.
Fueron los rusos los que, por razón de su mayor proximidad, llegaron primero a Berlín. Operando con divisiones enteras en cada barrio, hicieron inútil toda resistencia. El 1 de mayo, Hitler se suicidó. Tomó la dirección de Alemania el almirante Doenitz. Hizo lo posible por llegar a una paz por separado con los occidentales, para evitar la invasión rusa. No lo logró. El 7 de mayo, Alemania, ocupada ya en sus dos terceras partes por sus enemigos, se rindió incondicionalmente.
La caída de Japón
Si las fulgurantes victorias japonesas de 1941-1942 —conseguidas sin un número elevado de bajas por una ni otra parte— fueron espectaculares y suscitaron la noticia diaria, la reconquista del «Gran Espacio Oriental» por los americanos fue lenta, tediosa, bronca y sangrienta. Japón, a pesar del éxito del primer zarpazo, quedó en inferioridad de condiciones frente a sus enemigos, y no podía hacer otra cosa que defenderse. En una lucha que había que llevar de isla en isla, de islote en islote, la técnica norteamericana tropezaba con la resistencia de unos hombres que se aferraban estoicamente al terreno, y que había que liquidar metro a metro, porque no se rendían jamás. Cuando agotaban las municiones, los japoneses se suicidaban, arrojándose al mar desde los acantilados. Los pilotos «kamikazes» estrellaban sus aviones suicidas cargados de bombas contra los barcos enemigos.
Los americanos encontraron dos héroes perfectamente complementarios, el general Mac Arthur y el almirante Nimitz, que hicieron todo lo posible por ahorrar las vidas de sus hombres, y en gran parte lo consiguieron, por efecto de los bombardeos previos, que allanaban el terreno. También los ingleses encontraron su hombre clave en lord Mountbatten para la reconquista del sudeste asiático, que fue operándose con lentitud, al mismo tiempo que la del Pacífico e Indonesia por parte de los americanos. El avance por Nueva Guinea, Indonesia y Filipinas, a lo largo de 1943 y 1944, fue tedioso, sin un momento de descanso. La táctica de los americanos consistió en utilizar su mayor facilidad de movimientos para atacar por el sector más inesperado, y amagar por un lado para descargar el verdadero golpe por otro, con el fin de desconcertar al enemigo. Fue un choque entre dos culturas, o dos formas de entender la guerra, que no surtió los resultados que cada bando esperaba, porque los japoneses defendían por un igual todos los espacios que ocupaban, así los útiles como los inútiles. De este modo, los americanos no sorprendieron nunca, y los japonenes no supieron concentrar su defensa en los puntos clave.
En 1945, la lucha adquirió caracteres épicos, cuando las fuerzas estadounidenses de desembarco —los legendarios marines— pusieron pie en las islas del territorio metropolitano japonés, como Ivo-Jima u Okinawa. Solo la habilidad, la tenacidad y la técnica lograron dominar en durísima lucha de meses unos territorios de extensión mínima. Llegó a pensarse en buscar una paz negociada con los japonenes, pues la conquista de las islas principales, a pesar de la enorme superioridad material de los atacantes, podía costar millones de muertos.
Posiblemente se equivocaron en esto los americanos, porque hoy se sabe que a comienzos del verano de 1945 el mando japonés, con toda su flota en el fondo del Pacífico, sin materias primas por el total bloqueo de las islas, y Tokio destruido por 30.000 toneladas de bombas, estaba ya pensando seriamente en la capitulación. Parece que el nuevo presidente norteamericano, Truman (Roosevelt había fallecido el 12 de abril) no lo sabía cuando tomó una de las decisiones más discutidas de la historia: el empleo de armas nucleares, que sólo un mes antes había logrado ultimar. La primera bomba atómica fue lanzada sobre la ciudad de Hiroshima el 6 de agosto, y causó en pocos segundos 85.000 muertos. El mundo quedó estremecido, y siguió un dramático silencio de 48 horas, porque los japoneses no contestaron. El 8 de agosto fue lanzada una segunda bomba, de menor potencia, sobre Nagasaki, y decidió el fin de la guerra. En esta ocasión se equivocaron los japoneses, porque sus enemigos no disponían de momento de más artefactos nucleares, y hubieran podido negociar la paz en mejores condiciones.
Con todo, la rendición de Japón, a diferencia de la de Alemania, fue producto de la negociación; una de las condiciones pedidas por los japoneses fue el respeto a la soberanía del emperador. Japón no dejaría en ningún momento de ser una nación soberana. El 15 de agosto se firmaba la paz, una paz firmada casi amistosamente por dos partes en condiciones de negociar, circunstancia que haría más fácil la reconstrucción del país vencido y restañaría mejor los odios de la guerra. Fue al mismo tiempo la paz definitiva: la segunda guerra mundial, después de seis años menos quince días de hostilidades, había finalizado. Ya no se dispararía un tiro más. Hiro Hito se despojó de sus atributos sagrados y confesó, no sin asombro de muchos japoneses, que no era un dios: pese a lo cual no perdió el respeto de sus súbditos. Por su parte, Mac Arthur quiso ser generoso y mostró un talante caballeroso con los vencidos (los principales responsables se habían suicidado, y Tojo se lanzó desde lo alto de un gran edificio). En su alocución, el general vencedor proclamó una nueva era en la historia del mundo basada en la libertad, el respeto mutuo y el reconocimiento de unos valores permanentes: una «paz teológica». Acertó al pronosticar que no habría más guerras mundiales en el siglo XX; no tanto en la vigencia y respeto universal a aquellos valores.
La segunda guerra mundial fue la mayor catástrofe de la historia. Participaron en ella sesenta países de los cinco continentes, de los que veinticuatro fueron invadidos; ochocientos millones de seres humanos sufrieron sus consecuencias directas, de los cuales murieron setenta y tres millones: por primera vez, más de la mitad eran civiles. Ciento cincuenta millones fueron heridos o quedaron mutilados. De cuarenta a cincuenta millones de hombres, mujeres y niños quedaron desplazados de sus hogares. Veinte millones de toneladas de buques fueron a parar al fondo de los mares. Tres millones de edificios fueron destruidos. Los daños morales fueron también inmensos, pero no caben en cifras.