15. LA ACTITUD POSITIVISTA

«Lo que yo quiero son hechos —decía un personaje de Dickens—; hechos son lo que hace falta en el mundo. Es preciso desterrar para siempre la palabra imaginación». Ese personaje estaba reaccionando como un positivista. La filosofía positivista había sido ya difundida por Augusto Comte en 1844 como una actitud de pensamiento científico, capaz de organizar la sociedad y el mundo entero sobre bases bien constatadas y seguras, que pudieran proporcionar al hombre una total certeza en sus ideas y convicciones, y de garantizarle un progreso cierto e indefinidamente mantenido. Pero lo que podríamos llamar mentalidad positivista es una actitud mucho más amplia, derive o no de la concepción comtiana, y se consolida hacia 1870: una actitud que confía en la capacidad del hombre para ser cada vez más feliz en la tierra, gracias exclusivamente a su progreso material.

El destierro de la palabra «imaginación» significaba la superación de la mentalidad romántica. El hombre romántico había concedido una importancia especial al sentimiento y a la imaginación. Su propia vida se había movido muchas veces por impulsos. Ahora, toda esa actitud sentimental e imaginativa produce cierta vergüenza, parece irracional o absurda, y se tiende no ya a lo riguroso y constatado, sino a lo pragmático, a lo útil, a lo que resulta. «No es con bellas palabras como se extrae azúcar de la remolacha, ni con versos alejandrinos como se obtiene la sosa de la sal marina», proclamaba Arago, uno de los más decididos apologistas de la actitud científica. Así, tiende ahora a darse menos importancia a los principios que a las aplicaciones. La filosofía, las ciencias especulativas en general, quedan en descrédito frente a los logros de una ciencia que se considera infalible y fuente de continuas mejoras para la humanidad.

Las mismas artes se hacen realistas y desechan la fantasía. La pintura con Daumier, Courbet o Millet trata de reflejar «las cosas como son», resulten bellas o no; y una finalidad similar tiene la novela de Flaubert, de Dickens, Dostoyewski o Zola. en que es más importante el estudio de los temperamentos humanos que el interés o el dramatismo de las situaciones. La mentalidad se hace más materialista, más atenta a los bienes concretos de este mundo, y tiende a abandonar las formas de espiritualismo —de fondo religioso o no— propias de la edad romántica, y a menospreciar o criticar a las religiones. Desde Comte se había hablado de sustituir a la religión por la ciencia, y con Renán alcanza este prurito la pretensión de un dogma infalible. Pero es que a su vez la ciencia tiende a hacerse progresivamente más práctica, es decir, a ponerse al servicio de la técnica.

El progreso científico

La ciencia de la era romántica abundó en grandes logros; pero la de la segunda mitad del siglo XIX no sólo la supera, sino que llega a conclusiones sorprendentes que permiten un conocimiento mucho más efectivo de la naturaleza. En el campo de la astronomía se pasa del estudio de los planetas al de las estrellas, se las identifica como otros tantos soles, se determina su composición mediante el análisis espectral, y se trata de conocer su origen y su evolución. El cálculo de enormes distancias permite concebir un Universo infinito, dotado de leyes inalterables. Si en el Renacimiento la Tierra había quedado destronada como centro del Universo, ahora el Sol resultaba ser un astro sin demasiada importancia en un Cosmos que no tenía centro alguno y que era ilimitado e isótropo. Los fabulosos descubrimientos en el campo de los espacios siderales, en lugar de fomentar la humildad humana ante tanta grandeza, sirvieron de pretexto para un orgullo de la ciencia que se consideraba capaz de concebir una realidad total e independiente de toda trascendencia exterior.

Paralelamente, se hacían sensacionales descubrimientos en el campo de lo ínfimamente pequeño. En 1869-1871, Mendeleiev observó que ciertas particularidades de los elementos se repetían de ocho en ocho, de acuerdo con su peso atómico: y así formuló su famosa Tabla Periódica. De ello se infería que los átomos (es decir, literalmente «sin partes») no eran tales, y por tanto no eran indivisibles, sino que estaban formados por partículas aún más pequeñas. El conocimiento de la verdadera naturaleza de estas partículas no experimentó un avance decisivo hasta después del descubrimiento de la radiactividad por Becquerel, en 1896. Pero por de pronto, quedaba claro que no había átomos «específicos» de hierro, oxígeno o cloro; sino que los cuerpos eran hierro, oxígeno o cloro según la disposición de las distintas partículas en el seno del átomo. Por primera vez se dominaban los fundamentos esenciales de la química, y, al tiempo que se comprendía mejor la naturaleza de las reacciones, nacía una ciencia mucho más profunda y asombrosa, la «fisicoquímica» (hoy física de partículas). Los avances más espectaculares en el campo de la física de partículas no llegarían hasta el siglo XX, aunque sus bases radican en los descubrimientos hechos entre 1860 y 1900.

Otra ciencia que progresó decisivamente fue la biología. Por una parte, un humilde fraile silesiano, Gregor Mendel, experimentando con guisantes, descubrió por 1865 las leyes de la genética, aunque su explicación no llegaría hasta finales de siglo. Por la misma época Schwan descubría la estructura celular. Comenzaba a intuirse el fundamento científico de la vida y sus posibles formas de reproducción. De otro lado. Pasteur y Koch, por 1870-75, descubrieron microorganismos, capaces muchos de ellos de provocar enfermedades, y hallaron vacunas contra males hasta entonces difícilmente curables o irreversibles. También aquí la búsqueda del microcosmos conducía a conclusiones sensacionales.

Pero la teoría más inquietante fue la que en 1859 dio a conocer Charles Darwin, con El Origen de las Especies. La idea de que cada una de las especies animales —¡incluido el hombre!— no había sido creada individualmente, sino que procedía de la evolución de unas en otras, y siempre en continua progresión, vino a romper convenciones seculares y al mismo tiempo a convertir el dogma del Progreso en un principio universal. Darwin, religioso y prudente, no llegó tan lejos como sus entusiastas seguidores, tales Haeckel y Spencer, que se convirtieron en verdaderos apóstoles de una nueva y revolucionaria doctrina.

Los ataques a la Iglesia

La ciencia positivista, a la que debe la humanidad tantos avances, cayó, por la propia naturaleza de sus postulados, en un verdadero dogmatismo, orgulloso, dominante e intransigente. Ya Comte quiso hacer de la Ciencia la base de una «Nueva Religión de la Humanidad». El Universo infinito, eterno y autoexplicado, hacía innecesaria la existencia de una creación y por tanto de un Creador. El descubrimiento de las células, los cromosomas, el entramado de los tejidos —todo producto de complejísimas reacciones orgánicas— hicieron suponer que la vida no es más que una forma determinada de la química. Wundt llegó al escándalo al afirmar que el alma no es más que un principio material, aunque misterioso. Freud y Lombroso pretendían que las acciones humanas no son libres ni racionales, sino resultado de la propia contextura anímico-orgánica, que las decisiones son producto de factores inconscientes, y que nacen individuos virtuosos o criminales, por lo cual la virtud y el vicio no provienen de la libertad o de la voluntad humana, sino de la propia contextura vital. Por si ello fuera poco, los darwinistas predicaban que el hombre no es fruto sino de la evolución perfectiva de seres irracionales.

Todo ello provocó una actitud abierta de ataques a la religión —y especialmente a la católica—, más que por parte de los científicos, por la de sus entusiastas propagandistas. Haeckel proclamaba como el avance más grande de su tiempo la desaparición de lo sobrenatural. Abundaron por otra parte los estudios de la personalidad de Jesús de Nazaret como un simple pensador humano: tales fueron la Historia de Jesús de David Strauss, o la Vida de Jesús de Ernest Renán; este último, al ponerse teóricamente al lado de Jesús, aquel «hombre dulce y desgraciado», hizo si cabe más daño a la fe de muchos. F. Nietzsche, cantor del «Superhombre», de la fuerza de voluntad y del triunfo de los más dotados, considera al cristianismo como una reacción de los «resentidos», aquellos que no pudiendo triunfar en esta vida, lo esperan todo de la eterna.

La ciencia positivista, con todos sus orgullosos postulados, acabaría entrando en crisis a comienzos del siglo XX, y sus conclusiones se harían cada vez menos satisfactorias o más insuficientes para explicar el fundamento último de las cosas. La idea del Universo infinito sería matizada por la definición einsteniana —por otra parte difícil de comprender por el profano— de un Universo «finito, pero carente de límites»; la del evolucionismo darwinista sería sustituida por la del transformismo mediante «mutaciones» puntuales; otras teorías serían matizadas, cambiadas, o puestas en entredicho. La ciencia del siglo XX es mucho menos segura que la del XIX, en el sentido de que duda de muchas cosas y huye de las afirmaciones terminantes. Pero en la época a que nos estamos refiriendo, muchos creyeron que se había alcanzado un estadio no solo definitivo, sino irreversible en el conocimiento humano, y trataron de convertir a la ciencia en el sustitutivo de una religión que creían destinada a desaparecer.

Las actitudes de ateísmo —a veces un ateísmo muy militante— proliferaron por Europa como nunca hasta entonces lo habían hecho. Pero, aunque la Iglesia Católica fue el blanco principal de sus ataques, fueron los protestantes, quizá menos preparados para ello, los que sufrieron el mayor número de deserciones. La Iglesia Católica contó con dos papas enérgicos y activos, aunque muy diferentes entre sí. Pío IX, que había simpatizado con los liberales y se había desengañado tras la revolución de 1848, contraatacó a las descalificaciones con documentos muy firmes, como la encíclica Quanta Cura y el documento extraoficial Syllabus, que condenaba la fe ciega en la simple razón humana para alcanzar las últimas verdades. La fe descansa sobre un depósito permanente, mientras la ciencia, aunque se base en un don precioso concedido por Dios al hombre, puede equivocarse, y de hecho se ha equivocado muchas veces. Su sucesor, León XIII, intelectual y aficionado a las ciencias, reaccionó de manera menos radical, pero no menos eficiente. Fe y ciencia se encuentran en distinto plano y pueden entender las cosas de una manera diferente; pero no existe ni puede existir una contradicción radical entre ellas: puede haber en un momento determinado diferencias de interpretación, pero estas diferencias, al cabo, no son inconciliables, y con el tiempo pueden ser superadas satisfactoriamente. León XIII fomentó la formación de intelectuales y científicos católicos, que contribuyeron a limar las contradicciones aparentes. Esta labor sería continuada, ya en el siglo XX, por Pío X (1903-1914). Puede decirse que la Iglesia, paradójicamente, salió fortalecida y más unida de aquella crisis, alcanzando también un mayor prestigio en muchos ámbitos.

Los avances tecnológicos

Es natural que la mentalidad positivista busque al conocimiento científico un fin práctico. Y la aplicación de la ciencia a un fin práctico es la técnica. El periodo 1870-1900 presencia un desarrollo tecnológico como nunca se había registrado hasta entonces. Los progresos de la termodinámica, la rama de la física en que los sabios pusieron más énfasis a partir de 1865, permitieron un más completo conocimiento de la energía, de sus posibilidades y sus aplicaciones. Nunca se hicieron tantos «inventos» concretos y capaces de cambiar las formas de la vida humana como por aquellos años. Sin embargo, muchos de aquellos inventos no fueron obra de científicos puros, sino más bien de «aficionados» dotados de un fabuloso sentido práctico. Edison fue vendedor de periódicos y luego empleado en una fábrica; Siemens no había estudiado física, Graham Bell fue un simple experimentador, y Marconi poco más que un autodidacta.

Una lista de los principales inventos —que de ser completa resultaría interminable— puede darnos cuenta de su importancia.

1855. Cerradura de seguridad (Yale).

1857. Convertidor de acero (Bessemer).

1858. Máquina de coser (Howe, Singer).

1859. Combustión del petróleo.

1859. Hélice propulsora (Ericsson).

1860. Pavimentación con asfalto.

1861. Cerilla (Lundstrom).

1862. Convertidor Siemens.

1864. Máquina de escribir (Remington).

1864. Bicicleta (Lallement, Meyer).

1865. Refrigeración artificial, frigorífico (Linde, Tellier).

1865. Calefacción central por radiadores.

1866. Dinamita (Nobel).

1867. Cemento armado (ingenieros franceses).

1870. Horno eléctrico (Siemens).

1870. Celuloide, plásticos (Hyatt).

1871. Ascensor (Otis).

1873. Dinamo (Siemens).

1876. Teléfono (Graham Bell).

1879. Lámpara eléctrica (Edison).

1880. Rodamiento a bolas.

1881. Tranvía.

1884. Turbina (Parsons).

1884. Linotipia (Mergenthaler).

1886. Motor de explosión (Daimler).

1886. Fotografía con película (Eastman).

1887. Alternador (Tesla).

1889. Seda artificial (Chardonnet).

1890. Dirigible (Zeppelin).

1892. Motor de combustión interna (Diesel).

1895. Telegrafía sin hilos (Marconi).

1895. Rayos X (Röentgen).

1896. Cinematógrafo (Lumière).

1896. Radiactividad (Becquerel).

1897. Automóvil de gasolina.

1902. Avión (Wright).

1905. Telefonía sin hilos, radio (Marconi).

La «era de los inventos» representó una serie de sustanciales mejoras de las posibilidades del hombre como dominador de la naturaleza. Estas mejoras corresponden a cuatro órdenes distintos: a) locomoción; b) comunicación a distancia; c) comodidad o confort; d) trabajo.

Ya en la primera mitad del siglo XIX había aparecido el ferrocarril; pero es hacia 1860 cuando se inicia la que los ingleses llamaron «railway age». Por entonces existían 200.000 km. de vía tendida en los campos del mundo, y los trenes podían rodar a 75 km/h.; en 1900 había ya casi un millón de kilómetros de vía, y la velocidad podía alcanzar los 120 km/h. Los Estados Unidos se convirtieron en un gran país continental gracias al ferrocarril. Y sin el Transiberiano difícilmente se hubiera podido mantener la presencia rusa a orillas del Pacífico. Si las vías férreas revolucionaron los sistemas de transporte terrestres, la hélice permitió al barco de vapor atravesar sin riesgo y a plena carga los océanos (los barcos de ruedas, inestables y lentos, iban cargados casi exclusivamente con el propio carbón que consumían). Hacia 1900 era posible llegar de Europa a América en una semana. La bicicleta y el tranvía permitieron desplazarse por la ciudad (y permitieron de paso la aparición de la gran ciudad). El automóvil, aunque ya por los años ochenta se hicieron los primeros y toscos ensayos, no alcanzaría una forma parecida a la actual hasta los últimos años del siglo. Muy poco después aparecería el avión.

Por lo que se refiere a las comunicaciones a distancia, el telégrafo, el teléfono y la radio transformaron la marcha del mundo. En 1878, la reina Victoria de Inglaterra envió al presidente norteamericano Buchanan un telegrama que tardó 17 horas 40 minutos en llegar a su destino, hecho que fue considerado como un logro increíble. Pero cuando en 1896 tuvo lugar la jubilación de lord Kelvin, sus amigos le enviaron un telegrama de felicitación de Londres a Londres dando la vuelta al mundo: el mensaje tardó siete minutos en hacer ese recorrido. En 1864 había escrito Abbott: «hoy, en un mes, una idea puede dar la vuelta al mundo». En 1900 podía hacerlo en pocos minutos, y, por supuesto, llegar a muchas más personas.

La comodidad o recreo del hombre mejoraron con los sistemas de calefacción y refrigeración (este último hizo posible importar a Europa carne americana, más barata), la luz eléctrica permitió cambiar los horarios del mundo civilizado. La fotografía, el cine, el disco, más tarde la radio, dieron lugar a nuevas posibilidades de esparcimiento. La vida se hizo más cómoda, ayudada además por la «onda larga finisecular» —baja de precios provocada por la abundante producción, sin que el empresario perdiera por eso, puesto que producía y vendía mucho más— y se hicieron frecuentes los viajes de placer, de veraneo, o los grandes espectáculos. La rotativa permitió pasar a los periódicos de tiradas de pocos miles de ejemplares a otras de cientos de miles —a fines de siglo ya de un millón en diarios de Londres, París o Nueva York—, al tiempo que se abarataba su precio: la noticia del día llegaba por primera vez de todo el mundo a todo el mundo.

No menos importante fue la transformación de la producción por la máquina. Suele llamarse «segunda revolución industrial» a la caracterizada por el empleo del petróleo y la electricidad. La feliz combinación de la dinamo y la turbina permitió la producción fácil y masiva de energía eléctrica, y el alternador hizo posible su transporte a larga distancia. La electricidad movía tranvías, pero también máquinas de todas clases, al tiempo que proporcionaba una brillante iluminación tanto en el interior de los edificios (los primeros en estrenarla fueron el palacio de Buckingham en Londres y la Ópera de París), como en las calles. El convertidor Bessemer —y más tarde el más perfecto de Siemens— convirtieron el acero de un metal semiprecioso por escasísimo, en superabundante y elemento fundamental del nuevo maquinismo. En 1850 se producían en el mundo unas 80.000 toneladas anuales de acero; a fines de siglo, la producción alanzaba los 50 millones de toneladas. La máquina logró así posibilidades de trabajo nunca soñadas. Si a fines del siglo XVIII o principios del XIX inventaron los ingleses ingeniosas máquinas —todavía en gran parte de madera— para hilar o tejer, la segunda mitad del XIX significó un avance sin precedentes. La calcetera más hábil puede hacer 120 mallas por minuto; la calcetadora mecánica de agujas articuladas alcanza las 480.000. La revolución del petróleo fue un poco más tardía, aunque ya estaban en marcha a fines del XIX los motores de Daimler y de Diesel —hoy siguen siendo los dos más empleados—, que acabarían revolucionando tanto el trabajo como la locomoción. Un americano audaz, John D. Rockefeller, se lanzó en 1870 a la aventura de extraer petróleo con una compañía de incierto porvenir, la Standard Oil Company; a fines de siglo era uno de los hombres más ricos del mundo.