12. LA UNIDAD ITALIANA

La revolución de 1848, romántica por naturaleza, había presenciado el exacerbamiento de los nacionalismos, pero no había logrado formalizar la unidad de dos nacionalidades con voluntad de Integración histórica, como Alemania e Italia. Esta unidad sería obra, curiosamente, no del romanticismo político, sino del positivismo político, propio de la siguiente generación, y aparecería realizada no tanto por la espontánea e improvisadora acción popular como por obra de la bien calculada política de un núcleo ya existente, con vocación expansiva —Prusia, Piamonte— y bajo la dirección de un político a la vez enérgico y realista: Bismarck y Cavour, respectivamente.

Camilo Benso, conde de Cavour, fue ministro de Víctor Manuel II de Piamonte desde 1852. No tenía nada de romántico: pragmático e inteligente, poseía dotes de organizador y era un extraordinario diplomático. Comprendió que no podía conseguir sus propósitos sino aprovechando coyunturas excepcionales, que le deparasen la ayuda de otra potencia, pero en condiciones en que esta potencia no pudiese engrandecerse a costa de la propia Italia: y supo hacerlo. La unidad italiana se verificó en tres impulsos distintos: en 1858-1859 —guerra de Lombardía, con ayuda francesa—, en 1866 —ocupación de Venecia aprovechando la guerra austroprusiana—, y anexión de Roma en 1870-1871, aprovechando la guerra franco-prusiana. La unificación de Italia tiene también mucho que ver con la política exterior de Napoleón III. Por una parte, el emperador francés tenía que hacer honor a su apellido y a las inclinaciones italianas de su tío; por otra parte, buscaba el fortalecimiento de los países latinos frente a los germanos, y de aquí su justificación a la enemistad con Austria con el pretexto de favorecer los anhelos del pueblo italiano.

La primera fase

Cavour había convertido Piamonte, pequeño reino con capital en Turín, en un estado modelo, industrial, con una buena red de ferrocarriles y un alto nivel de vida y de cultura. Pero no podía erigirse en núcleo unificador de Italia —contra el poderío de Austria— sin la ayuda de una potencia exterior. De aquí que los intereses de Francia y Piamonte confluyesen, al menos de momento. En la entrevista de Plomhières (1858) Napoleón III se comprometió a ayudar a Cavour en caso de una guerra con Austria. Menudearon desde entonces los incidentes entre piamonteses y austriacos, bien fomentados por Cavour para crear un clima propicio a su empresa.

Cuando en 1859 los austriacos exigieron a Piamonte la desmovilización de sus tropas, estalló la guerra, una guerra que iban a ganar para Italia los franceses, no los piamonteses, pero de la que éstos serían los únicos beneficiados. Las victorias de Magenta y Solferino, más difíciles de lo que Napoleón III esperaba, permitieron la ocupación de Lombardía, con Milán, aunque no la de Venecia. El emperador francés, que no deseaba una guerra generalizada (quizá tampoco el excesivo engrandecimiento de Piamonte) se apresuró a firmar una paz (paz de Zurich), que ningún beneficio rindió a los franceses y tampoco dejó contentos a los italianos, pues solo significó la anexión del Milanesado por Piamonte.

Pero el impulso estaba ya iniciado, y Cavour sabría aprovecharlo hábilmente, valiéndose si era preciso de enemigos suyos, como el revolucionario republicano Garibaldi. Por de pronto, las revoluciones que estallaron en Parma y Modena y expulsaron a sus monarcas respectivos, sirvieron a Cavour para intervenir contra los revolucionarios y anexionar de paso estos territorios al Piamonte. Entretanto —1860— había estallado una revolución de los sicilianos contra el absolutista rey de Nápoles, Francisco II. Garibaldi acaudilló un cuerpo de voluntarios —los camisas rojas— que liberaron la isla y más tarde desembarcaron en Nápoles, cuyo monarca hubo de refugiarse en Gaeta. ¿Iba a proclamarse una república jacobina en Nápoles? Así parecía, pero Garibaldi, un típico condottiero, era mucho mejor conductor de muchedumbres que hombre de Estado, y no logró organizar el territorio. Mientras, estalló una revolución en las Marcas, zona oriental del los Estados Pontificios. Las tropas piamontesas intervinieron para yugular la insurrección, pero siguiendo su costumbre, no devolvieron el territorio a Pío IX, sino que lo anexionaron a Piamonte. Cavour iba avanzando sus peones con habilidad suprema.

Abierto un camino por el Adriático hacia el reino de Nápoles, los piamonteses pudieron invadir este reino, debilitado ya por la guerra civil, y conquistar Gaeta, provocando la abdicación de Francisco II. Garibaldi ya no tenía nada que hacer. La victoria, la unidad de Italia, estaban en manos de Piamonte, de Víctor Manuel II, de Cavour. En 1861 se proclamó el reino de Italia, con capital en Florencia, cuyo soberano no podía ser otro que Víctor Manuel.

Segunda fase

Quedaban dos territorios italianos fuera de la jurisdicción del nuevo Estado. Uno era el de Venecia. todavía bajo la dependencia austríaca. El otro, los Estados Pontificios. Italia los consideraba propios como todos los demás, pero no se sentía con posibilidades de conquistarlos a plazo breve. En el caso del Véneto, porque las tropas imperiales habían fortificado la frontera, y Napoleón III ya no quería correr más aventuras para engrandecer a la familia de los Saboya; y en el de Roma, porque aunque Pío IX apenas contaba con ejército propio gran parte del mundo católico se oponía a la ocupación; y el mismo Napoleón III, para ser fiel á sus compromisos, mantenía una guarnición francesa en la Ciudad Eterna, que más que por su fuerza por su significado, constituía un indiscutible elemento disuasorio. El emperador francés hubiese preferido una confederación italiana presidida por el pontífice, y no una monarquía progresista como la que personificaban Víctor Manuel o Cavour.

La conquista de aquellos territorios sólo era posible aprovechando conflictos exteriores a Italia, y los italianos supieron sacar partido de aquellas circunstancias. En 1866 estalló la guerra austroprusiana. El canciller Bismarck se atrajo con gusto a los italianos, ofreciendo el Véneto como recompensa a su alianza. Así, Italia declaró también la guerra a Austria. Pero las tropas imperiales eran aguerridas, de suerte que los italianos no solo no pudieron penetrar en Venecia, sino que tuvieron que ceder terreno en Lombardía, que estuvieron a punto de perder. Pero todo fue igual, porque la guerra la decidieron los prusianos en el Norte. La victoria de Bismarck obligó a Austria a la paz de Praga, que suponía, entre otras condiciones, la entrega de Venecia a Italia.

Tercera fase

En la misma Italia existían recelos ante el proyecto de acabar con los Estados Pontificios, que simbolizaban el poder temporal del papa, un poder que contaba con más de mil años de historia, desde los tiempos carolingios. Pero al mismo tiempo existía la conciencia de que la unidad italiana no podría considerarse completa si no se incluía a Roma en el nuevo Estado, y, más aún, si no se la convertía en capital, por obra de sus antiguos recuerdos de cabeza de un inmenso imperio, que se mantenían en la memoria histórica de todos los italianos. La nueva Italia tenía un poco, en aquellos tiempos de ardiente nacionalismo, de resurrección de la vieja y gloriosa Roma. Pío IX, que en un principio había mostrado un talante liberal y había sido por un tiempo indiscutiblemente un patriota italiano más, estaba, sin embargo, desengañado desde la revolución de 1848, y recelaba de las intenciones de la poco clerical monarquía de los Saboya.

La ocasión para el último capítulo de la unificación nacional llegó cuando estalló la última guerra de unificación alemana, la francoprusiana, que iba a significar así, inesperadamente, la integración de los dos países, Alemania e Italia. En efecto, Napoleón se vio obligado a retirar sus tropas de Roma, y en medio de la conmoción general despertada en Europa, los italianos atacaron, Roma sin contestación posible. La guardia suiza pontificia difícilmente podía defender el pequeño estado, y el papa, en cuanto tuvo noticia de derramamiento de sangre en la Porta Pia, ordenó el cese de toda resistencia, y se encerró en su palacio vaticano, sin rendirse ni llegar a ningún acuerdo: se consideró simplemente prisionero. (La anómala situación no se resolvería hasta el pacto de Letrán en 1933.)

Italia se había convertido en una nueva potencia europea, con sus casi 30 millones de habitantes y un buen nivel cultural y económico. Pero las diferencias eran muy grandes entre el norte industrial y el sur agrícola y nobiliario, donde dominaban mentalidades completamente distintas. Cavour había muerto antes de ver consumada la unidad total, y sus sucesores hubieron de gastar sus energías en una empresa de unificación interna tan compleja o más que la propia integración nacional, con la dificultad añadida de que faltaba ya el espíritu ilusionado del Risorgimento. A veces el sueño es más estimulante que la realidad ya lograda y, como tantos hechos concretos, imperfecta. Así, aun con toda su significación cultural y material, Italia, peor organizada, pesó internacionalmente menos que otras potencias de su categoría en el nuevo mapa de Europa.

El imperio latino

La intervención francesa en Italia formaba parte de una idea un tanto difusa, pero obstinada, que mantenía Napoleón III para edificar una gran Confederación Latina frente al poderío de las potencias más «bárbaras» de germanos y anglosajones. Napoleón casó con la española Eugenia de Montijo, y procuró siempre mantener buenas relaciones con Madrid. Sus proyectos con respecto a Italia fueron siempre un tanto inconcretos, pero queda claro que por un tiempo soñó con disponer de una especie de protectorado sobre aquella península (por eso ayudó a los movimientos independentistas italianos, pero no quiso llevar demasiado lejos su apoyo a Cavour y los Saboya). Y soñaba con la anexión pacífica de Bélgica. La política europea era demasiado complicada como para hacer posibles sus sueños de imperio latino, o tan siquiera una simple confederación de naciones latinas. Sin embargo, de pronto, el proyecto se trasladó a América. Aun era posible levantar la gran mancomunidad panamericana que había soñado Bolívar, y oponerla al creciente poderío de los Estados Unidos. El ministro Michel Chevalier fue el que convenció a Napoleón de la posibilidad de una intervención en la América de habla española, y L. M. Tisserand inventó la expresión «América Latina» (que durante mucho tiempo no se empleó más que en Francia) para cohonestar el imperialismo napoleónico.

El pretexto de la intervención lo dio en 1861 la revolución mexicana de Benito Juárez, de carácter progresista y anticlerical. Juárez suspendió el pago de la deuda a España, Francia e Inglaterra, y estas naciones, a iniciativa de Napoleón, se decidieron a intervenir. Una expedición tripartita fue enviada a Veracruz; Juárez ordenó el pago de la deuda a sus acreedores, e hizo otras concesiones: estos hechos fueron suficientes para que españoles e ingleses se dieran por satisfechos. Pero Napoleón III quiso crear en México un gran imperio, envió refuerzos, ocupó gran parte del país, e hizo proclamar emperador a un príncipe que se prestó a ello, Maximiliano de Habsburgo. Los mexicanos nunca toleraron el imperio impuesto, y dirigidos por Juárez y otros caudillos, hicieron a Maximiliano una guerra implacable. Por si fuera poco, los norteamericanos se consideraron también enemigos de los franceses. Es difícil explicar la insistencia de la pretensión imperial mexicana de Napoleón III, aun después de que Maximiliano fuera preso y fusilado. La idea de la «América Latina» fracasó estrepitosamente después de una lucha estéril de ocho años, y fue el primer aviso del declinar del poderío y el prestigio del Segundo Imperio francés. No mucho después, se derrumbaría el propio imperio de Napoleón III en Europa.