4. LA EMANCIPACIÓN
DE HISPANOAMÉRICA
La revolución, que había iniciado su ciclo en América, cerraría ese ciclo en América. Era lógico que la independencia de Estados Unidos, desde fines del siglo XVIII, alentara la de los territorios dependientes de España y Portugal (no tanto la del Canadá, arrebatado por los ingleses a Francia, sometido a ocupación militar, y con una población muy débil). Cierto que las condiciones de los países iberoamericanos no eran las mismas que las de los anglosajones. La América española no estaba formada por una sociedad de colonos, pertenecientes casi todos a una sola clase, sino por un complejísimo conglomerado étnico, distribuido además sobre un territorio que iba de California a Patagonia, sumamente diversificado por la geografía y los climas. Era un hecho que tendría singular importancia en el reparto de poderes resultante de un movimiento emancipador.
Estos territorios estaban habitados por unos 17 millones de hombres, de los que solo unos 4 eran blancos. Los demás podían ser indios, mestizos —los más numerosos—, negros o mulatos. En muchas partes, y especialmente en los virreinatos nuevos —Nueva Granada y Río de la Plata—, creados en el siglo XVIII, florecía una burguesía comercial criolla, muy influyente, y no siempre bien avenida con la de origen peninsular, también establecida en los principales puertos. América española había prosperado en la centuria de las Luces, mediante un tráfico cada vez más intenso con Europa, y contaba con familias acomodadas y cultas, a la altura de las del Viejo Continente. Pero estas clases florecientes pensaban que podrían alcanzar una prosperidad aun mayor con un régimen de independencia, que les permitiera comerciar no solo con España, sino con el resto del mundo. A este deseo se unía la proliferación de las ideas de libertad que ya iban ganándose a todas las clases distinguidas de Occidente.
Por si ello fuera poco, en el siglo XVIII se había operado lo que J. Lynch llama «la segunda conquista de América». La expresión, probablemente, no es acertada, pero responde al prurito de los políticos españoles de racionalización y centralización, idéntico al operado en la Península. Se crearon dos nuevos virreinatos, numerosas intendencias, y una frondosa burocracia, eficaz, pero exigente, se desparramó por todo el continente. Quizá lo más decisorio fuera la sustitución del funcionariado criollo por el de origen peninsular, tal vez mejor preparado en las técnicas de la administración, pero que venía a quitar los puestos a los nacidos en América. Ya a fines del siglo XVIII o principios del XIX se iniciaron los primeros movimientos secesionistas —entre ellos los Comuneros del Socorro, Nariño, Gual, Miranda—, fácilmente sofocados, pero que a los ojos de los americanos dieron especial gloria a los «precursores».
La época de las Juntas
Pero el hecho que vino a cambiar radicalmente la situación fue la invasión de España por las tropas napoleónicas. Así como en la Península se había formado una Junta Central, también en muchas capitales de América se constituyeron Juntas, teóricamente españolistas, que no obedecieron al rey intruso de Madrid. Gran parte de ellas se titularon «Juntas defensoras de los derechos de Fernando VII». No está bien explicado el mecanismo mediante el cual estas Juntas pasaron de españolistas a independentistas. En todo caso, este cambio se opera entre los años 1808 y 1810.
La emancipación de la América española es un hecho muy complicado. Aparte la heterogénea composición de aquellas sociedades, entre los residentes blancos había realistas españolistas, realistas independentistas, liberales españolistas y liberales independentistas. Al fin fueron estos, en los que se juntaban el número y la influencia, los que se impusieron.
—En Caracas, aunque la Junta actuaba teóricamente en nombre de Femando VII, uno de los principales patricios, Simón Bolívar, pidió una Constitución y una Declaración de Derechos. Perdió Caracas ante las tropas del españolista Monteverde, aunque la recuperó en 1813. En la cuenca del Orinoco, otro españolista, Boves, levantó a los llaneros, que pusieron en serio peligro la independencia venezolana, y recuperaron Caracas, mientras Bolívar declaraba la «guerra a muerte». Era aquella una guerra civil más que otra cosa, en la que se discutían principios e intereses muy distintos. Mientras tanto, aparecía un nuevo foco independiente en Bogotá, con Nariño.
España, agotada por la guerra napoleónica, apenas pudo enviar en 1815 una pequeña fuerza de 10.000 hombres, mandada por el general Morillo. Se trataba, sin embargo, de tropas entrenadas, que vencieron fácilmente a Bolívar, el cual tuvo que refugiarse en Jamaica, apoyado por los ingleses.
—En Chile había una sociedad más homogénea en lo racial, con unos 500.000 blancos y solo 100.000 indios, pero con un reparto muy desigual de fortunas, por la existencia de grandes hacendados. Grupos ilustrados, más numerosos, aunque menos ricos, imprimieron el giro de la Junta hacia la formación de una «Patria Nueva», bajo la dirección de Bernardo O’Higgins. Pero la lucha entre españolistas e independentistas —no siempre violenta— tardó bastante en decidirse. Cuando ya predominaban los segundos, el virrey de Perú. Abascal, envió tropas a Chile, que tomaron Santiago en 1814. La rebelión parecía dominada.
—Lo que hoy constituye Argentina era también una zona de muy claro predominio de la población blanca. Buenos Aires, con 50.000 habitantes, era una culta población mercantil, mientras en el interior eran mayoría los hacendados más afincados en las viejas tradiciones, a los que, sin embargo, les interesaba la disposición de amplios mercados a donde poder exportar sus productos. R. Zorraquín nos pinta felizmente aquella sociedad de funcionarios, terratenientes y comerciantes, relativamente homogénea, pero no siempre bien avenida.
Aquí la pugna entre la administración española más los agentes mercantiles peninsulares, partidarios de mantener el monopolio, y la burguesía criolla que deseaba el librecambismo, se había manifestado desde algún tiempo antes. El golpe definitivo lo dio un pretendido cabildo abierto en Buenos Aires, al que sin embargo no acudió el pueblo, sino solo un grupo de 251 ciudadanos, que depusieron al virrey Hidalgo de Cisneros, y crearon una Junta presidida por Cornelio Saavedra. Hubo roces con los territorios del interior, por un lado más españolistas, por otro opuestos a Buenos Aires. En 1816, el Congreso de Tucumán consiguió limar diferencias, y proclamar la independencia de las Provincias Unidas del Sur, nombre que en un principio adoptó la nueva nación. Fue entonces cuando comenzó a destacar la figura del general José de San Martín.
En España se preparó un Cuerpo Expedicionario de 25.000 hombres, que se esperaba fuesen suficientes para reducir a los rioplatenses, y acabar con el foco más activo entonces, impulso que podía contribuir de modo decisivo a restablecer el control de América. Pero este Cuerpo se sublevó en la Península para proclamar la Constitución liberal española, y los insurgentes quedaron libres. Desde entonces, la situación cambió de signo.
—El caso de México es un poco especial. Era un virreinato antiguo, donde se había formado una fuerte aristocracia criolla de muchas generaciones, cuya economía se basaba en la propiedad. La burguesía comercial era mucho más débil. Por el contrario, la mayoría de la población estaba formada por indios y mestizos. El conjunto de aquella sociedad tenía más arraigadas que en otras partes las ideas tradicionales, y era más difícil imaginar allí una revolución.
Por eso los primeros intentos secesionistas —si es que lo son siquiera— resultan tener un carácter muy distinto, y van más contra la aristocracia que contra la dominación española en sí. Estos primeros intentos son obra de clérigos idealistas. Manuel Hidalgo, autor del «Grito de Dolores», era un párroco culto y tradicional, que encarnaba, según Gómez Rubio, un «modernismo cristiano». Su grito se hizo en nombre de Fernando VII y la Virgen de Guadalupe, pero iba contra las estructuras establecidas, y suponía una guerra civil. Hidalgo logró reunir una tropa de hasta 100.000 hombres, formada en su mayoría por mestizos e indios, y muy desorganizada. Es muy difícil precisar lo que querían exactamente aquellos rebeldes, como no fuera una mayor justicia social. Hidalgo se apoderó de una buena parte del país, pero no supo organizarlo y fue fácilmente derrotado por las fuerzas regulares.
Parecido fue el movimiento de otro clérigo, J. M. Morelos, más culto y más realista que Hidalgo. No quiso un gran contingente, sino una buena organización. También parece que sus ideas estaban más cerca de los liberales, aun cuando mantenían principios tradicionales, unidos a un parecido sentido de la igualdad. Tras algunos éxitos iniciales en el sur del país, Morelos fue vencido y fusilado en 1814. El virrey Calleja concedió una amnistía y dominó la situación sin más sobresaltos. Todo intento secesionista parecía acabado por entonces.
La época de los libertadores
Hacia 1815-16, la causa de la independencia de Hispanoamérica, sin encontrarse derrotada ni mucho menos, atravesaba un momento de crisis. Con una metrópoli en mejores condiciones políticas y económicas —España estaba dividida ideológicamente, y arruinada por la terrible guerra de Independencia— aquella causa hubiera podido fracasar por entonces, aunque, vistos los hechos a posteriori, hoy nos parezca irreversible. Sin embargo, es por aquellos años difíciles cuando entran en acción dos hombres excepcionales, apellidados ambos como El Libertador, Simón Bolívar en el área neogranadina y José de San Martín en la rioplatense. Como de costumbre, son los virreinatos «nuevos» los que llevan la iniciativa y conducen a la decisión final.
Bolívar es el tipo de caudillo romántico, genial, impetuoso, demócrata y autoritario a un tiempo, y también un tanto soñador. Se le ha querido comparar con Napoleón, aunque existan entre los dos personajes tantas diferencias como semejanzas. San Martín es más sereno y menos ambicioso, y en casi todos los aspectos más moderado; pero también de genial golpe de vista. Ambos son venerados como los artífices principales de la libertad de sus pueblos, aunque, desengañados, uno murió en el exilio y otro camino de él.
—En Argentina, el Congreso de Tucumán había erigido la independencia de las Provincias Unidas del Sur (el poético nombre de Argentina, alusivo al Río y mar del Plata, es algo posterior); pero lo que allí faltaba era precisamente unión. Vino a galvanizar los ánimos el decidido general San Martín, que cohesionó un bien organizado ejército, y en una increíble y quizá absurda travesía de los Andes, que le hizo perder la mayor parte de sus tropas, cayó sobre las escasas fuerzas españolistas de Chile, y obtuvo una victoria decisiva en Chacabuco (1817). Sin deseos de aprovecharse personalmente de ella, dejó a O’Higgins como «director» de Chile. Logró nuevas victorias, pero no pudo entrar en Perú hasta que contó con la colaboración de Bolívar.
—Este, entretanto, desembarcó de nuevo en Venezuela a fines de 1816, y pudo apoderarse de la cuenca del Orinoco, aunque el español Morillo le rechazó cuando quiso aproximarse a la costa de Caracas. Entonces Bolívar rompió aquella situación de empate emulando la gesta de San Martín con una travesía de los Andes que le permitió caer sobre la actual Colombia en 1819. No pudo alcanzar, sin embargo, la costa venezolana, hasta que los nuevos políticos españoles, tras la revolución peninsular de 1820, retiraron a Morillo y siguieron una política dilatoria. En 1822, Bolívar dominaba todo el territorio.
Se organizó entonces el asalto a Perú, viejo virreinato y último reducto españolista en América del Sur. Las operaciones, por entre una escabrosa y enorme geografía, se desarrollaron con cierta lentitud, pero con ventaja casi constante de los insurgentes, que podían combatir a un enemigo cada vez más aislado e imposibilitado de recibir refuerzos. Muchas veces —al fin y al cabo guerra civil—, se enfrentaron criollos contra criollos. Los dos últimos virreyes, Pezuela y La Serna, ofrecieron fuerte resistencia. Fue decisiva la batalla de Ayacucho, en 1824, aunque subsistieron reductos españolistas hasta 1826.
Como de costumbre, fue muy distinta la historia en México. Aquí, la clase culta y propietaria había aplastado los alzamientos populares. Pero la política española que siguió a la revolución de 1820 —con sus medidas desamortizadoras y antieclesiásticas— movió a un tipo de «independencia conservadora». El general Iturbide, realista vencedor de Hidalgo y Morelos formuló el Plan de Iguala. sobre las bases de «Religión, Independencia, Unión». En 1822, Iturbide fue aclamado como Emperador. Pero falto de genio para conciliar tantos grupos sociales y tantos ánimos contrapuestos, fue derrotado por otro general independista, Santa Ana, y fusilado. La Constitución de 1824 supo conjugar el sentido tradicional y católico de los mexicanos con las máximas liberales y de igualdad de derechos (no igualdad social).
—La suerte de la América española fue muy distinta de la de la América anglosajona. Separados sus núcleos por enormes distancias, y, más aun, por una tremenda variedad social y racial, fueron incapaces de unirse. En vano trató Bolívar de formar la Gran Colombia de las Guayanas al Chaco. El país que quiso llevar su nombre
—Bolivia se separó del resto del conjunto, pronto hizo lo mismo Perú —del que a su vez se desgajó más tarde Ecuador—, y Colombia y Venezuela se mostraron incompatibles entre sí. Fracasó el Congreso de Panamá, en 1825, en el que el desengañado Bolívar proclamó: «hemos conseguido la independencia a costa de todo lo demás». Con la escisión de las repúblicas centroamericanas, que no reconocieron la soberanía de los Estados Unidos de México, el conjunto quedó dividido en veinte naciones, que no solo no presenciaron una pronta reconciliación con la madre patria, como ocurrió entre los Estados Unidos y Gran Bretaña, sino que se enfrentaron frecuentemente entre sí, y vivieron una agitada existencia política en el interior.
La dependencia económica pasó de manos de España a las de Inglaterra, y en menor medida a las de Estados Unidos. Los países hispanoamericanos exportaron materias primas e importaron productos manufacturados. En la mayoría de los casos, la economía decayó. La producción de plata mexicana descendió en una proporción de 3 a 1, y mayor fue la caída de Perú, del orden de un 4 a 1. Quedó el viejo espíritu informante de la cultura española, y la esperanza, alentada casi siempre por un ardiente patriotismo, de vivir nuevos días de gloria.
La separación de Brasil
El caso de Brasil, aparte de que su emancipación se realizó respecto de Portugal, tiene características distintas a las del resto de América. La mayor semejanza —aunque sólo hasta cierto punto— podría establecerse con México. También allí dominaba una sociedad propietaria y aristocrática, dueña de la producción del azúcar y del café, más influyente que la burguesía inquieta de los puertos. Aparte de los indios del interior, existía una amplia comunidad negra y mulata. Pero la diferencia fundamental está en la proclamación de un régimen monárquico imperial que, en cambio, como acabamos de ver, fracasó en México.
La causa de este triunfo es bien sencilla. Cuando la invasión napoleónica, la familia real portuguesa —a diferencia de la española— huyó a Brasil. Allí Juan VI fue muy bien recibido, estableció una corte cuyos cargos importantes compartieron portugueses y brasileños, y realizó importantes reformas que mejoraron las condiciones y la cultura del país. Tan satisfechos estaban monarca y súbditos de aquella situación, que, una vez liberado Portugal, Juan VI demoró una y otra vez su regreso a Lisboa. Al fin le obligó a hacerlo la revolución liberal portuguesa de 1820, inducida por la española de meses antes. Juan VI dejó en Brasil como regente a su hijo Pedro. Pero la revolución metropolitana, lo mismo que en el caso de México, molestó a los brasileños porque acentuaba el centralismo y la supeditación a la metrópoli. Las revueltas de 1820-22 llevaron a la separación de los dos países, con la particularidad de que el príncipe Pedro se colocó al lado de los independentistas, proclamándose Protector del Brasil. Siguió una breve guerra civil, en que vencieron los brasileños, con la inevitable ayuda de Inglaterra. Pedro I fue proclamado Emperador. La Constitución de 1824, moderada como la mexicana, mantenía sensiblemente el status social, pero con igualdad ante la ley, un parlamento electivo y concesión de derechos jurídicos. José Bonifacio, principal artífice de la independencia, fue también el primer ministro de Pedro I. El imperio de Brasil, aunque con frecuentes conmociones, llegó a conocer un extraño esplendor, y se mantendría (con Pedro II) hasta 1889.