27. LA GRAN DEPRESIÓN
Y LOS TOTALITARISMOS
La alegría, quizá un poco histérica, de los años veinte quedó bruscamente truncada a fines de 1929 por una inesperada y profunda depresión económica que trascendió más que ninguna otra a las mentalidades y a las actitudes. Pareció a muchos un fracaso no ya del liberalismo económico, sino del liberalismo en general, y de aquí el peligro ideológico que esta desconfianza repentina supuso. Las posturas se radicalizaron, los conflictos sociales, con el aumento del paro o la baja de salarios se hicieron mucho más dramáticos, la «política del egoísmo nacional», provocada por una especie de «sálvese quien pueda» cortó brutalmente los aires de reconciliación que habían comenzado a soplar desde 1925, y la necesidad de fortalecer el Estado como único medio de combatir la crisis aumentó de hecho los alcances de los poderes públicos, y en determinados casos favoreció la implantación de regímenes autoritarios o totalitarios que ensombrecieron el panorama del mundo civilizado, especialmente en Europa. No todo el cambio se debió —contra lo que tópicamente se cree— a la crisis económica, pero ésta fue en alto grado operativa. Un nuevo clima, más crispado, también más emocional y hasta más irracional, diferencia los años treinta de los veinte, y de hecho acabaría desembocando en la guerra más espantosa de la historia.
La depresión y sus mecanismos
Las causas concretas de la crisis, como suele ocurrir en una economía de mercado, fueron aparentemente accidentales y fortuitas. El 18 de octubre de 1929, un telegrama llegado de Londres hizo cundir la alarma en la bolsa de Nueva York. El 24 de octubre, el «martes negro», se generalizó el pánico —sin suficientes razones objetivas— y se perdieron de cuajo, por la caída de los valores, más de 13.000 millones de dólares; y el 27, «viernes negro», más de 16.000 millones. En un plazo de semanas, el valor de las acciones se redujo en un 30 por 100, y concretamente las industriales bajaron a su mitad. El pánico parecía del todo irracional, pero ninguna medida, ni del Estado ni de las grandes empresas, era capaz de frenarlo. El proceso, con intermitencias, lejos de detenerse, continuó en sucesivas cascadas, hasta el punto de que en 1932 los valores habían pasado de un índice 100 a otro de 24. Arrastrada por la catástrofe de Wall Street, la bolsa de Londres bajó a 50 y la de Berlín a 66.
El resultado fue la quiebra de empresas, el cierre de bancos, el impago de deudas y obligaciones, la caída de precios y el paro general. Para el año 1930 se calcula que estaban sin trabajo de treinta a cuarenta millones de personas, de ellas trece millones en Estados Unidos, seis en Alemania y tres en Gran Bretaña. (En aquellos tiempos el paro era incomparablemente más mortífero que a fines del siglo XX, por la carencia de subsidios u otras ayudas previstas por la legislación social. La caída de precios —por exceso de stocks y falta de demanda— fue el último fenómeno de deflación general que se registraba en el mundo en un siglo tan inflacionario como el XX. Para un índice 100 en el verano de 1929, los precios se redujeron a 68 en Estados Unidos, 70 en Alemania, 67 en Gran Bretaña y 68 en Francia. La producción industrial bajó de 100 a 49 en Estados Unidos y a 53 en Alemania; y el promedio del valor de las monedas de los grandes países respecto del oro bajó de 100 a 68.
Una característica peculiar de la Gran Depresión fue su alcance mundial. Los países más afectados fueron los más industrializados, como Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, Francia o Japón; pero también sufrió muy especialmente la india, que había experimentado un sorprendente avance desde 1918; y algo por el estilo sucedió con países caracterizados por el monocultivo o la monoproducción: Chile no sabía qué hacer con sus enormes excesos de cobre. Argentina con su trigo, Uruguay con su carne, Brasil con su café y Cuba con su azúcar. Grandes cantidades de café y de azúcar fueron arrojadas al mar —mientras gran parte del mundo pasaba hambre— para contener la caída brutal de los precios. En 1931 Gran Bretaña se vio obligada a la medida sin precedentes de devaluar la libra y abandonar el patrón oro, lo que tratándose entonces de la divisa por excelencia, condujo a una tormenta monetaria que sacudió también al planeta entero.
A diferencia de otras crisis, la de 1929 fue duradera. Alcanzó el punto más bajo en 1932, pero cuando algunas economías empezaban a recuperarse, se hundió Francia ese año, arrastrando consigo a otros países. Algunos de ellos —Francia y España sin ir más lejos— continuaban sin recuperarse en 1936. Precisamente por su larga duración, y también por sus dimensiones mundiales, se comprende que sus repercusiones fueran inmensas, y no se limitaron ciertamente al sector económico.
Por supuesto, cuando se produce una crisis de este tipo no pueden olvidarse sus causas de fondo. El crack de la bolsa neoyorkina fue si se quiere un episodio, atizado por el pánico; y los resultados, considerados en su conjunto, fueron desproporcionados a las causas; pero causas, aparte de las psicológicas, las hubo también. La segunda mitad de los años veinte había sido desde el punto de vista económico, de un optimismo desbordante. Habían aumentado las inversiones, se habían concedido demasiadas facilidades al crédito, y la producción había crecido espectacularmente, de momento absorbida por la demanda, pero sin que nadie se diese cuenta de que en un momento dado esa demanda podía quedar saturada. Circuló en exceso el dinero virtual, un dinero que no existía. Pero que todo el mundo confiaba en que iba a existir. Galbraith recuerda el caso de que miles de americanos habían comprado chalets en Florida antes de que las compañías constructoras hubiesen decidido en qué playa iban a levantarlos. Fue, en suma, una crisis de confianza. Y cuando el pánico movió a todo el mundo a recuperar el dinero invertido, (o simplemente el dinero ahorrado) se descubrió que los bancos no tenían fondos reales para pagarlo. La crisis fue en principio especulativa, pero al faltar dinero real, repercutió inmediatamente en todos los sectores: industrial, agrícola, de servicios, de inversiones, de haciendas públicas, de comercio interior y —sobre todo— internacional. Cada país hizo esfuerzos desesperados por vivir de sus propios recursos, y se detuvieron muchos circuitos habituales. El hambre hizo mella en muchas familias de países en vías de desarrollo. El mundo entero había entrado en crisis.
El papel del Estado
Aunque en un principio los países trataron de ayudarse unos a otros, la universalidad de la Gran Depresión hizo muy difícil este apoyo. El gran economista John Maynard Keynes dio cuatro consignas que fueron seguidas por la mayoría de los países occidentales: 1) lanzar dinero a la circulación, aunque sea a costa de una devaluación; 2) regreso al proteccionismo; 3) política de redistribución de rentas y beneficios; 4) grandes inversiones por parte del Estado, para suplir la falta de liquidez de las empresas. Sin buscarlo tal vez, las doctrinas keynesianas condujeron a lo que el propio Keynes acabaría llamando «la política del egoísmo nacional».
Gran Bretaña, en una medida dramática, lesiva de su secular orgullo, devaluó en 1931 la libra, punto entonces de referencia en el mercado mundial de divisas; los Estados Unidos lanzaron gran cantidad de papel moneda, lo que equivalía técnicamente a una devaluación. Japón devaluó el yen en una proporción aún mayor, para hacer sus exportaciones más apetitosas que las de las potencias occidentales. Sólo Francia pretendió altivamente mantenerse fiel al patrón oro, para defender la fortaleza del franco y ofrecer esa imagen de seguridad y prestigio que en economía suele ser tan operativa: fue una medida que de momento pareció dar resultado, pero la economía francesa, por no haber buscado el remedio a tiempo, se hundiría espectacularmente en 1932, y no se recuperaría ya prácticamente hasta después de la segunda guerra mundial. Por lo que se refiere al proteccionismo, Norteamérica fue la primera en tomar medidas: en 1930 subió en un 40 por 100 sus tarifas aduaneras. Un año más tarde, los británicos abandonaron el librecambismo y proclamaban la «autarquía imperial»: los países de la Commonwealth y la India podrían comerciar libremente entre sí, pero en la medida de lo posible habrían de bastarse a sí mismos. Alemania prohibió las importaciones, y Francia gravó con un 200 por 100 las de trigo extranjero. El comercio internacional se resintió gravísimamente, y las principales víctimas fueron los países exportadores de productos reducibles o prescindibles: cítricos, vinos, abonos naturales, café, azúcar. Iberoamérica, que había vivido en el primer tercio del siglo XX los mejores años de su historia, entró en una decadencia ya difícil de frenar en el futuro. Las relaciones internacionales se hicieron más tensas, y por primera vez comenzó a intuirse la posibilidad de una nueva gran guerra.
Pero quizá lo más importante de la nueva política económica fue el incremento del papel del Estado El sector público fue reforzado, los particulares quedaron a merced de las iniciativas oficiales, los gobiernos actuaron de árbitros entre Capital y Trabajo y obligaron a una mejor distribución de rentas. El paro fue combatido con la realización de grandes obras públicas, y muchas veces el Estado se constituyó en empresario industrial. Por todas partes se imponía la planificación, dirigida desde el poder. Se ha hablado del influjo que ejerció en Occidente el éxito de los planes quinquenales en la Unión Soviética (y Stalin aprovechó la ocasión para hacer ver que en un sistema comunista no hay depresiones); pero la verdad es que, con independencia de cualquier modelo, las dificultades del sector privado y las doctrinas keynesianas propiciaban aquella política. El liberalismo a ultranza, considerado desde los tiempos de Adam Smith como un principio sagrado y base del sistema económico propio de la Edad Contemporánea, parecía derrumbarse estrepitosamente.
Ejemplo claro de la nueva política fue el New Deal, proclamado por el nuevo presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, que dio lugar a grandes decisiones sobre el sector privado —leyes, limitaciones, obligaciones—, y a inversiones gigantescas por parte del Estado; algunas medidas, como la Reforma Agraria (A.A.A.), o el Plan de Recuperación (N.R.A.) fueron tachados de anticonstitucionales; pero Roosevelt, hombre popular, que no dudaba en recurrir a la demagogia cuando lo estimaba conveniente, supo imponerlas. Políticas no muy distintas fueron implantadas en los demás países de Occidente, así como en Japón o la China de Chiang-Kaichek.
Quizá el ejemplo más negativo del reforzamiento del poder del Estado estuvo en la política de rearme. La fabricación de armas respondía a una vieja tradición del sector público, y en una época de egoísmos y resentimientos nacionales, no fue contestada por nadie. La construcción de barcos de guerra, tanques, aviones, cañones de grueso calibre, era una forma eficaz de combatir el paro, y al mismo tiempo servía pare fortalecerse ante posibles y futuras agresiones. Nadie le dio en principio demasiada importancia; pero lo cierto es que la política de desarme general propia de los años veinte y sobre todo a partir del «espíritu de Locarno», se invirtió drásticamente. Las grandes potencias se armaban hasta los dientes; y esta corriente general no tuvo argumentos morales para impedir el rearme de Alemania. Contra lo que podía esperarse, el poder militar de los grandes países era en 1935 superior al de 1914. A nadie podía ya extrañar el estallido de una segunda guerra mundial, y el hecho de que ésta fuera todavía más desastrosa que la primera.
La tendencia a los sistemas autoritarios
La necesidad de aumentar los poderes públicos para combatir la depresión y el paro, y la propia política intervencionista de los Estados, que les permitía penetrar en ámbitos y atribuciones que hasta entonces les habían estado restringidos, propició de una manera u otra el aumento del poder ejecutivo o de la autoridad de los gobiernos en la mayoría de los países. A los tres años de la Gran Depresión eran ya dictaduras la U.R.S.S. Alemania, Italia, Portugal, Polonia, Hungría, Yugoslavia, China, Japón amén de unos cuantos estados iberoamericanos. Pero también en la mayoría de los países democráticos hubo de una u otra manera un aumento de los resortes de la autoridad.
Roosevelt tuvo un poder en los Estados Unidos como ningún otro Presidente había tenido desde los tiempos de Washington. Sin apenas oposición, sería elegido cuatro veces, y su mandato fue estimado por muchos vitalicio. De hecho, moriría como Jefe del Estado. En Gran Bretaña se constituyó un gobierno de concentración, el National Government, en el que los conservadores llevaban la voz cantante: su papel se vio acrecentado por las elecciones de 1931, en que los «tories» obtuvieron 472 escaños en los Comunes, por sólo 63 laboristas, y la práctica desaparición del histórico partido liberal. Los hombres clave eran Baldwin y Churchill, dos personalidades de extraordinaria energía. En Francia, que vivió los años de la depresión en un ambiente distinto a otros países, se turnaron gobiernos de derecha e izquierda, cada vez más radicales; tanto, que en algunos momentos se entrevio la posibilidad de una guerra civil. El presidente Doumer fue asesinado en 1932. Gobernaron alternativamente hombres como el radical de izquierdas Herriot o los derechistas Pétain y Laval.
En Polonia el mariscal Pildsuski, que ya había sido presidente en los años veinte, volvió al poder en 1930 con renovada autoridad, e hizo promulgar una nueva Constitución que le hacía responsable sólo «ante Dios y ante la Historia». En Yugoslavia, a la nueva Constitución centralizante de 1931 siguió un verdadero golpe de Estado en 1932, en que el propio monarca, Alejandro I, instauró una especie de dictadura personal y un régimen de partido único. En Grecia triunfaron las tendencias conservadoras en 1933, y pronto se consagró como hombre fuerte el general Metaxas. En Bulgaria se implantó un régimen casi dictatorial con Georgiev, y en Rumania Carol I se apoyó en gobiernos fuertes y un partido autoritario, la Guardia de Hierro. Portugal, que ya había sufrido en 1926 el golpe de Estado del general Gormes da Costa, vio subir al poder en 1928 al general Carmona, que por los años treinta había de dejar las decisiones del ejecutivo en manos de un civil autoritario y paternalista, José de Oliveira Salazar. En América, la tendencia a la dictadura se aprecia, entre otros casos, en la República Dominicana (con Leónidas Trujillo), en Perú (con el general Leguía), en Brasil (con Getulio Vargas) y en Argentina (con el general Uriburu).
La excepción a la tendencia fue, en cierto modo, Francia, donde hubo más radicalismo que autoritarismo, para acabar prevaleciendo la corriente de izquierda con León Blum y Daladier; y en España, donde la dictadura se adelantó a los años veinte (Primo de Rivera), para desembocar en 1931 en la II República, que vio sus posibilidades gravemente mermadas por la Gran Depresión, el descontento social, el desorden y las tendencias extremistas, tanto de izquierda como de derecha.
Los totalitarismos
La tendencia a los regímenes autoritarios degeneró en algunos países —incluidas grandes potencias— en sistemas de autoridad máxima, o totalitaria. La palabra viene del fascismo mussoliniano, que pretendía unir en un solo haz —fascio— todos los anhelos y todas las fuerzas de la sociedad. Para los fascistas, como después para los distintos regímenes totalitarios, el pluralismo que caracteriza a los sistemas demoliberales de la Edad Contemporánea significa un despilfarro de fuerzas, la desunión, la insolidaridad. Una sociedad puede hacerse más poderosa, más dueña de sí misma, más rica y próspera, si se une «como un solo hombre». El error axial de esta idea radica en el simplismo de suponer que semejante unión puede ser espontánea, sin coartar la libertad de los individuos o los grupos. Así fue como se creó una filosofía —no solo en los países totalitarios, sino entre los partidarios del totalitarismo que se aprovechaban de la propia libertad de los países libres para difundir sus ideas— que pretendía que los sistemas liberales, multipartidistas y parlamentarios eran una reliquia decadente del siglo XIX, y que ahora se imponía, un «nuevo orden», un «nuevo Estado», más «moderno» y más eficaz.
Los totalitarismos son un fenómeno específico del siglo XX. Y no tienen precedentes claros. No suponen en absoluto una concepción tradicional o conservadora que pueda recordar formas propias del Antiguo Régimen; en general, prefieren el mito a la tradición, rechazan casi siempre la monarquía, y desprecian la religión. El culto a la patria y al «líder carismático» suplanta a las viejas ideas de lo sagrado o de lo altamente respetable. Pretenden ser la forma del futuro, aunque desde el término de la segunda guerra mundial quedaron convertidos en un hecho del pasado.
A pesar de los muchos ensayos sobre el fenómeno —difícilmente explicable, pero que históricamente esta ahí— no se ha llegado a conclusiones esclarecedoras sobre el origen de los totalitarismos. Se ha destacado su relación con la Gran Depresión y con las reacciones que suscitó, sobre todo en las clases medias (y solo parcialmente en las altas y modestas), y esta relación aparece clara en muchos casos; pero el hecho se debe también a otras causas: como que el fascismo italiano, uno de los ejemplos más específicos, data de 1923, al comienzo de los años felices. Lo único indiscutible es que un planteamiento de la vida pública tan irracional se produjo de hecho en un momento muy concreto de la historia, sin vinculaciones claras con un «antes» y un «después», y que, por los motivos que hayan operado en ese momento, por inexplicables que sean, prendió en una serie de países entre los que se encuentran algunos de los más cultos y civilizados del mundo.
Por eso no faltan quienes hagan derivar a los totalitarismos de las corrientes antirracionalistas que llenan el pensamiento, pero también otras manifestaciones culturales, como la ciencia, la filosofía, la literatura o el arte del primer tercio del siglo XX. El totalitarismo, proclamaron varios de sus líderes, «no es una forma de pensar, sino una manera de ser». La «fe ciega» en el sistema o en el líder que no se equivoca es también un rasgo de irracionalismo. Pero en esa génesis cuenta decisivamente el desencanto de la posguerra y el síndrome de las expectativas frustradas. En Alemania fue la derrota, en Italia una victoria de la que se aprovecharon otros. En los países balcánicos, un reajuste territorial que amputó miembros vitales. Las críticas contra los responsables de la mala situación se trasladaron al sistema: hasta el punto de que los culpables del fracaso, el caos o la mala marcha de la economía eran los «políticos» enfrascados en sus sempiternas discusiones. Una demagogia que emplee con éxito estos tópicos es fácil en tiempos complicados. Que esta reacción, en principio explicable, derivase a actitudes de extremo radicalismo o a filosofías —si así pueden llamarse— del absurdo, propensas a la violencia y a la brutalidad, es un fenómeno que habrá que estudiar a la luz de las circunstancias históricas. La desesperación de la clase media —la «sufrida clase media»— muchos de cuyos miembros pasaron por entonces del tímido retraimiento al estallido ciego, solo puede dar cuenta en parte de lo sucedido. El hecho es que en una época de disolución, de amargura, y, quizá más que nada, de falta de fe en algo y de esperanza en algo, muchos se echaron en manos, al parecer sin pensarlo más, de una serie de mesías improvisados.
Friedrich ha estudiado algunas características de los regímenes totalitarios que los definen bastante bien, aunque su obra ha sido siempre discutida. Entre estas características figuran: a) una mística que asume la «totalidad» del espíritu, carácter o aspiraciones de un país, y con ellos su supuesta representación democrática, sin reparar en qué estos elementos a sumar no son homogéneos ni acumulables en un todo; b) un movimiento o partido único, que pretende representar a esa «totalidad» que es su portavoz y que constituye como la quintaesencia del espíritu del pueblo. Sus miembros se reclutan entre los más entusiastas, se rigen por una organización paramilitar, y se conocen curiosamente por la camisa de un determinado color; c) un «jefe carismático», dotado de atributos especiales, que acierta siempre y al que es preciso obedecer ciegamente; se lo conoce por un apelativo especial, el Duce, el Führer, el Conducator, el Poglawnik, el Caudillo; d) el uso constante de una compleja parafernalia: concentraciones gigantescas, manifestaciones, emblemas, saludos rituales, el hablar por oráculos, y una especie de liturgia que sustituye en parte a la religión; e) la concentración de todo el poder, de hecho, en un Estado todopoderoso, que dirige la vida política, social, cultural, económica, mediante unos criterios y decisiones que no se pueden discutir; f) un exacerbado nacionalismo, que desemboca fácilmente en el militarismo y el expansionismo.
La unión de todos los esfuerzos, la salvación y grandeza de la patria, la solución de los problemas sociales y económicos, el inicio de una era de gloria capaz de superar las miserias y los egoísmos de los «viejos» sistemas fueron los lugares comunes y consignas propagandísticas que en una coyuntura un poco especial obnubilaron a millones de seres humanos y permitieron en muchos países el advenimiento de sistemas totalitarios o en su caso de sistemas autoritarios más o menos asimilables a ellos. El militarismo, fomentado desde la juventud, el nacionalismo exaltado, la mística del combate y la victoria, contribuirían en buena parte a precipitar todo aquello en la catástrofe de la segunda guerra mundial.
El fascismo italiano
Italia en la guerra europea había sido un caso curioso de país vencedor con moral de vencido. La mayor parte de sus Francia e Inglaterra. Por si ello fuera poco, Italia sufrió una dura crisis económica, la deuda exterior se hizo casi impagable, la lira bajó entre l919 y 1920 a la cuarta parte, y millones desoldados desmovilizados aumentaban las pavorosas cifras del paro. El desengaño de gran parte del pueblo se hizo evidente. y el principal destinatario de su indignación fue una clase política impotente y dividida. De los tres partidos principales, el liberal, el socialista y el popular —éste fundado recientemente por Dom Sturzo, el precursor de la democracia cristiana—, ninguno obtuvo mayoría suficiente para gobernar, y el poder se lo disputaban, en continuas maniobras, los dos grandes rivales, Giolitti y Nitti.
Italia pudo ser uno de los países donde triunfara una revolución tipo soviético. El proletariado, ahogado por el paro y la inflación, manifestaba su desesperación en continuas huelgas y violencias. Si en los primeros momentos de la posguerra se vio la alta posibilidad de una Alemania comunista, fue después Italia el país donde la revolución social estuvo más cerca de operarse. Tampoco faltaban anarquistas: lo único que faltaba era unión entre los distintos movimientos, y probablemente fue este hecho el que impidió el triunfo de la revolución. En estas condiciones, las clases medias estaban dispuestas a apoyar un régimen fuerte, incluso una dictadura militar.
Sin embargo, el hombre que iba a ser clave de la nueva situación fue un civil un «pequeño burgués», maestro de un pueblo de la Romagna, Benito Mussolini, un típico condottiero de talante aventurero y gran capacidad de arrastre. Comenzó como un revolucionario socialista —incluso casi anarquista—, defendiendo una república sin clases sin capitalismo, casi sin ejército, organizada en cooperativas de producción. Pero las humillaciones que sufría Italia por parte de las otras potencias vencedoras hicieron de él un nacionalista, y Mussolini, un hombre de principios muy poco claros (pero líder nato) pasó de la idea de la redención de las clases proletarias a la de la redención de todos los italianos.
No abandonó nunca del todo su socialismo, pero se opuso a las huelgas porque arruinaban el país, y a los desórdenes que precipitaban su decadencia. Así en medio de sus contradicciones, se convirtió en un hombre más proclive a la derecha, y muchos conservadores empezaron a confiar en él. Pero Mussolini sólo indirectamente se apoyaba en tales clases; agitador por excelencia, dirigía a los fascios de combate, o camisas negras, formados en su mayoría por jóvenes descontentos o inquietos. Giolitti no supo prever el peligro, y a fínes de 1922 la «marcha sobre Roma» dio de hecho a los fascistas el dominio sobre Italia. Mussolini fue prudente al principio; respetó la monarquía, la constitución y el parlamento, y formó con populares e independientes un gobierno de coalición. Su popularidad aumentó, y en las elecciones de abril de 1923 los fascistas obtuvieron 406 escaños, por 126 la oposición. La conquista del poder se había realizado por métodos semidemocráticos, pero la víctima seria la democracia. Mussolini, dueño absoluto de la situación, disolvió las cámaras, gobernó por decreto y en 1925 se constituyo en Duce (Conductor) de los italianos. El menudo rey Víctor Manuel III fue mantenido como Jefe del Estado, en gran parte por comodidad, o por guardar las apariencias. Nacía el «régimen nuevo», y hasta una nueva era, la Era Fascista, que empezó a contar en el calendario.
Fue entonces cuando las fuerzas de oposición se unieron y trataron de derribar la naciente dictadura, pero Mussolini supo obrar con habilidad, con energía y muchas veces con violencia. Los contrarios o los disidentes fueron dominados por la fuerza. Más de trescientos mil italianos prefirieron exiliarse, otros se dejaron seducir por la demagogia, y otros, simplemente esperaron una mejora de las condiciones socioeconómicas, que aunque no en el grado que la propaganda oficial proclamaba, efectivamente se produjo, gracias en parte a la buena coyuntura de los años veinte. El trabajo del campo fue mecanizado, Italia se convirtió en uno de los primeros fabricantes de automóviles de Europa, y se realizaron espectaculares obras públicas, muy a gusto del régimen. El fuerte intervencionismo estatal y la tendencia a la autarquía permitieron que Italia saliera mejor librada que otros países de la Gran Depresión.
Junto con el Duce, asumía los plenos poderes del Estado el Gran Consejo Fascista. Para Mussolini el Estado —lo Stato— era el punto de confluencia de todas las aspiraciones individuales y colectivas del país. La idea hegeliana del Estado como personificación del espíritu del pueblo, para el disfrute total de la libertad, fue utilizada por el fascismo en sentido contrario. Teóricamente, el Estado era la suprema encamación de la democracia —«el fascismo es la verdadera libertad»—, pero de hecho la poderosa maquinaria oficial suprimió las iniciativas individuales. El fascismo quedó configurado como un sistema orgánico, corporativo, con un partido único, sometido a una disciplina total, y embriagado por unos sueños de grandeza que solo en pequeña parte se cumplieron.
En política exterior Mussolini siguió en cambio una táctica de entendimiento con todas las potencias europeas, un afán dialogante y un intento de erigirse en árbitro conciliador, que por un tiempo le valió una cierta estima internacional. Él fue el principal artífice de la reunión de Locarno (1925) que parecía asegurar la paz en Europa. Otras iniciativas de concierto le tuvieron como principal protagonista. La guerra de Etiopía, en 1935, que convirtió a Víctor Manuel en Emperador, significó un periodo de enemistad con Inglaterra. Pero Mussolini resistió hasta 1938 la tentación de aliarse con la Alemania hitleriana y todavía ese año tomó la iniciativa de la reunión de Munich que pareció conjurar por un tiempo el estallido de la segunda guerra mundial. Iniciado el tremendo conflicto, Italia declaró su neutralidad, hasta que en 1940 Mussolini temió perder un puesto en el banquete de los vencedores, y aunque sin excesivo entusiasmo, se lanzó a una aventura que iba a terminar en catástrofe.
El nacionalsocialismo alemán
La figura de Benito Mussolini, el típico aventurero italiano, pese a su afán de grandeza y sus gestos teatrales, tiene rasgos humanos y resulta comprensible. La de Adolf Hitler, por el contrario, es mucho más hermética, implacable, inclasificable. Todavía se discute si fue un perturbado mental o un genio pésimamente encaminado. Nacido en Austria, aunque por pocos cientos de metros —su padre era aduanero en Braunau— creyó comprender ya de niño lo absurdo de la división de la Gran Alemania en dos imperios distintos. Ferviente nacionalista, se enroló en el ejército alemán, y en la batalla del Somme fue una de las primeras víctimas de los gases venenosos de los aliados, que estuvieron a punto de hacerle perecer. También se discute si este episodio influyó en su temperamento o en su conducta ulterior.
Con todo, Hitler tentó el triunfo por muchos caminos: quiso ser compositor de óperas, pintor, arquitecto. La pésima situación económica posbélica le convirtió en un activista socialista y a la vez nacionalista. No pudo comulgar con el marxismo, y un día —dijo él— lo comprendió todo: Marx era un judío, un apátrida, que no pudo concebir un socialismo nacional, es decir, el nacionalsocialismo tal como Hitler lo intuía. De ahí arrancó su paranoico antisemitismo. Con estos presupuestos fundó el «partido nacionalsocialista de los obreros alemanes», en cuyo seno encontró a los dos colaboradores de toda su vida: el héroe de la aviación Hermann Goering, hombre sanguíneo todo impulso, y Josef Goebbels, de apariencia gris y sin carisma, pero formidable manipulador del aparato propagandístico.
Hitler siguió así una carrera parecida a la de Mussolini: autodidacta, socialista y nacionalista a la vez, revolucionario contra el capitalismo absorbente y el parlamentarismo paralizador. Organizó fuerzas paramilitares, de obreros y miembros de la juventud inquieta —«camisas pardas»— que, en medio del ambiente desmoralizado de la posguerra, trataron de provocar un golpe parecido a la Marcha sobre Roma de Mussolini: fue el putsch de la cervecería, seguido de una manifestación callejera, en que los nazis creyeron poder arrastrar al pueblo. Pero había comenzado ya en Alemania la era Stressemann y la recuperación: las fuerzas del orden se impusieron y Hitler fue detenido. En la prisión de Landsberg escribió Mein Kampf (Mi lucha), un libro mitad autobiográfico, mitad programático, en que el líder nazi exponía sin rebozo su afán de acabar con los judíos, fundamentar Alemania sobre un único espíritu popular o Volkgeist y la raza aria, que la convertía virtualmente en el pueblo más capaz del mundo: y llevar esa virtualidad a la realidad, haciendo del Reich (imperio) alemán un pueblo superior y de una u otra forma dominador.
Hitler tuvo que esperar. Alemania se reconstruyó —República de Weimar— sobre principios racionales y bajo uno de los regímenes más democráticos del mundo. Hasta que sobrevino la Gran Depresión. Por una serie de circunstancias —las deudas, una reindustrialización demasiado rápida, con inversiones sin amortizar— Alemania se convirtió en una de las principales víctimas. Seis millones de parados y la destrucción de millares de empresas propiciaban una revolución, o una forma determinada de mesianismo salvador. Hitler ganó por la mano a los comunistas, y la unión de socialismo y nacionalismo en un país aún resentido por la humillación de la derrota y las reparaciones de guerra, surtió mágicos efectos. El partido nacionalsocialista, que tenía 60.000 afiliados en 1928, pasó a un millón en 1932. En las elecciones de aquel mismo año obtuvieron los nazis 6,4 millones de votos.
De una u otra forma, se imponía en Alemania un régimen de autoridad. Se presentó como candidato a la presidencia el anciano mariscal Hindenburg, que obtuvo una clara mayoría, quedando Hitler en segundo lugar, por delante de los candidatos demócratas. Hindenburg, que deseaba el autoritarismo, pero no el totalitarismo, subestimó el peligro que Hitler representaba y le favoreció en un principio como aspirante al ejecutivo. En 1933, el partido de Hitler obtuvo la mayoría absoluta, con 17 millones de sufragios y 288 diputados, frente a 120 socialistas, 88 centristas y 81 comunistas. Las elecciones, aunque presionadas por una aparatosa propaganda, fueron sinceras. Los nazis, lo mismo que los fascistas, llegaron al poder por métodos democráticos, pero lo primero que hicieron fue destruir la democracia.
El incendio del Reichstag acabó simbólicamente con el parlamentarismo, y Hitler se proclamó Führer (Conductor), al mismo tiempo que Canciller de Alemania. Se impuso una férrea disciplina, y todo quedó subordinado a la mística de un teórico Volkgeist cuyos mentores intelectuales eran Rosenberg y Goebbels. En la noche de Los cuchillos largos —30 de junio de 1934— fueron eliminados los disidentes. El régimen se imponía por el terror, pero también (como en Rusia o en Italia) con el entusiasmo de masas fanatizadas que todo lo esperaban del Führer y su carismática capacidad para hacer de Alemania la nación que «la calidad de su pueblo merece».
El paro desapareció, merced a la recuperación económica y a las gigantescas inversiones de un Estado todopoderoso; pero la inclinación de Hitler por la pequeña y mediana empresa declinó conforme necesitó recurrir a los grandes capitales para valerse de la industria pesada. Así, el nacionalsocialismo se aliaba paradójicamente con el gran capitalismo. En medio de un sistema opresor que negaba las libertades individuales, quizá muchos alemanes, cegados por una propaganda que lo invadía todo, y que hablaba de emplear todos los medios útiles para lograr la grandeza, apenas se dieron cuenta. El III Reich (el Tercer Imperio, después del romanogermánico y el de los Hohenzollem) se convirtió por los años 1933-1939 en uno de los países más poderosos del mundo. La política de autopistas revolucionó las comunicaciones, las exportaciones alemanas alcanzaron niveles sin precedentes, y la Wehrmacht, el Ejército, se convirtió en la más poderosa maquinaria de guerra. De momento, la grandeza. La locura vino inmediatamente después.
Otros movimientos
Alemania e Italia ofrecen los ejemplos más claros de regímenes totalitarios. Se discute si la Unión Soviética merece o no la calificación: y la discusión versa sobre aspectos puramente conceptuales, puesto que en lo que se refiere a la absorción de todos los poderes por el Estado, régimen de partido único, control de las conciencias por la propaganda, eliminación de los disidentes mediante «purgas» y carencia absoluta de libertades individuales, la Unión Soviética no se quedó corta con respecto a otros regímenes de máxima autoridad, si no los superó. La diferencia esencial radica en que los sistemas totalitarios son rabiosamente nacionalistas, mientras la Unión Soviética fue «por vocación» internacionalista (y por eso mismo intencionalmente conquistadora del resto del mundo para la llamada «dictadura del proletariado»).
Hubo en otros países partidos de corte fascista, que nunca ocuparon el poder, o sólo lo ocuparon después de su agregación a las potencias el Eje durante la segunda guerra mundial. La Falange española, fundada en 1933, tiene rasgos imitados del fascismo italiano, aunque con caracteres propios. Participó en la guerra civil al lado de los nacionales, y la victoria pareció augurar su papel como partido único; pero Franco mantuvo siempre su prurito de no apoyarse en un solo grupo de opinión, y la Falange, preponderante entre 1939 y 1943, fue perdiendo hegemonía, aunque mantuvo durante mucho tiempo su participación en las iniciativas y en las decisiones. Se discute también si fue «fascista» el movimiento autoritario y nacionalista austríaco encabezado por Dollfuss. Claramente inspirada en los italianos está la Ustacha croata, con su «Poglawnik» Ante Pavelich al frente. La Guardia de Hierro ya existía en Rumania, y adquirió un dominio absoluto (aunque desvirtuado de su causa primitiva) durante la guerra mundial, bajo el mando de su «Conducator» el mariscal Antonescu. El totalitarismo noruego (dirigido por W. Quisling) y el «rexista» belga (dirigido por León Degrelle) solo disfrutaron de un relativo poder durante la ocupación alemana. El partido fascista británico, liderado por Oswald Mosley, no pasó de un aparatoso cuadro de equipos paramilitares, yugulado por la propia guerra. Otros regímenes autoritarios o dictatoriales entre 1939-1945, como el finés de Mannerheim, el eslovaco de Tisso o el francés «colaboracionista» de P. Laval, sólo tangencialmente tienen ciertos rasgos fascistas.