33
El hospital se alzaba en un promontorio que dominaba el océano, sito en medio de hectáreas de prado de tréboles color verde jade, que se desparramaba hacia la niebla de Monterrey. Era una perfecta muestra de la arquitectura de perfil bajo, edificios de un piso, color caramelo claro, distribuidos al azar en derredor de un edificio de la administración de dos pisos, con todo el complejo hendido por senderos de piedras y parterres de flores, semisombreado por las ramas extendidas de robles de la costa. Unas puntas de daga que eran los tejados de tejas rojas se infiltraban en un cielo cobalto tan puro, que casi rozaba lo irreal. En la unión entre cielo y tierra, un solitario y retorcido pino de Monterrey arañaba los cielos. Bajo su torturado tronco, manchas de florecillas silvestres, amarillas y azules, brotaban como gotas de pinturas de colores, derramadas sobre un lienzo verde.
El viaje en coche desde Carmel había sido muy tranquilo, roto únicamente por el siseo del océano, el traqueteo del Mazda de alquiler, y el poco común y estremecedor mugido de una morsa en celo. Pensé en la última vez que había estado aquí, con Robin. Habíamos venido como turistas en una semana de primavera, haciendo las cosas que hacen los turistas en la Península de Monterrey: una visita al acuario, comidas de pescado bajo las estrellas, ir de escaparates por las tiendas de antigüedades, un cansino hacer el amor en un limpio pero desconocido lecho. Pero ahora, sentado en un banco de madera, cerca del borde del acantilado, atisbando a través de los diamantes de la verja metálica comidos por la sal marina, cómo el Pacífico espumaba como cerveza caliente, esos siete días me parecían como de historia antigua.
Me volví, miré hacia atrás en dirección a los bajos edificios, y únicamente vi a desconocidos en la distancia, gentes como borregos, sentados, caminando, reclinados en el suelo apoyándose en codos que desaparecían entre los tréboles. Hablando, respondiendo, rechazando, ignorando, jugando a juegos de tablero y lanzando pelotas. Mirando al espacio con la vista perdida.
La playa de abajo era brillante y blanca, agrietada por la marea en retirada, punteada por una brigada de tortugas que en realidad eran rocas jibosas. Entre las rocas habían espejos que eran charcos, burbujeando con la respiración de criaturas atrapadas, con bigotes de algas. El reconocimiento en vuelo horizontal de un pelícano rompió la quietud. Picando repentinamente, con sus grandes alas haciendo sonidos apagados, el pájaro apuntó a un espejo, lo rompió y se alzó triunfante con el pico lleno de algo que se agitaba, antes de echar a volar en dirección al Japón.
Quince minutos más tarde, una joven con tejanos y un jersey de chandal rojo me trajo a Jamey. Era rubia y con moño, tenía un rostro redondo y pensativo, de chica campesina, y había pintado margaritas rojas con un rotulador en su placa de enfermera. Le agarraba el brazo como si él fuera su novio, lo soltó de mala gana, lo sentó junto a mí y me dijo que regresaría en media hora.
—Adiós, James. Pórtate bien.
—Adiós, Susan —su voz era ronca.
Cuando ella se hubo ido, le dije hola.
Se volvió hacia mí y asintió con la cabeza. Le habían cortado mucho el cabello y en su labio superior apuntaba el inicio de un bigote. Vestía una camisa marrón tan nueva, que aún se le veían las señales de los dobles del empaquetado, unos pantalones grises de chandal y zapatillas de carreras sin calcetines. La ropa le venía grande. Sus tobillos eran delgados y blanquecinos.
—Es hermoso aquí —comenté.
Sonrió. Se llevó un dedo a la nariz. Lentamente, como si realizase una prueba de coordinación.
Pasaron varios minutos.
—Me gusta sentarme aquí —me dijo—. Perderme en el silencio.
—Puedo entenderlo.
Contemplamos como una bandada de gaviotas picoteaba las rocas. Respiramos yodo del mar. Él cruzó y descruzó las piernas. Se puso las manos en el regazo y atisbo el océano. Dos gaviotas iniciaron una pelea por algo comestible. Se picotearon y graznaron, hasta que la más débil se retiró. La vencedora saltó a alguno metros de allí y se dio un festín.
—Tienes buen aspecto, —le dije.
—Gracias.
—La doctora Levi me ha dicho que andas muy bien.
Él se alzó y asió la verja metálica. Dijo algo que fue ahogado por las olas. Me alcé y me puse junto a él.
—No te he oído —le dije.
No dijo nada. Se limitó a agarrarse a la verja y a balancearse inestablemente.
—Me siento bastante bien —me dijo al cabo de un rato—. Dolorido.
—¿Te duele algo?
—Es un buen dolor. Es como…, una buena noche de sueño tras un día agotador.
Y, momentos más tarde:
—Ayer di un paseo.
Esperé a más.
—Con Susan. En una ocasión…, tal vez dos, me tuvo que sostener. Pero, por lo general, mis piernas están bien.
—Eso es estupendo —al principio, los neurólogos habían estado seguros de que el daño hecho a su sistema nervioso sería permanente. Pero había recuperado el funcionamiento con rapidez, y esta mañana me habían dicho que cabía ser optimistas.
Un minuto de silencio.
—Susan me ayuda mucho Ella es…, una persona fuerte.
—Parece tenerte mucho afecto.
Miró al mar y empezó a llorar.
—¿Qué sucede?
Continuó llorando, soltó la verja, se tambaleó y se volvió a sentar en el banco. Limpiándose el rostro con las manos, cerró los ojos. Las lágrimas se le siguieron escapando.
Puse una mano en su hombro. Toqué un hueso apenas si cubierto por una funda de piel.
—¿Qué es lo que sucede, Jamey?
Lloró un poco más, se compuso y me dijo:
—La gente está siendo buena conmigo.
—Te mereces que te traten bien.
Colgó la cabeza a un lado, la alzó y empezó a moverse a lo largo del acantilado, dando pasos cortos, experimentales, agarrándose a la verja como apoyo. Yo fui a su lado.
—Es…, confuso —me dijo.
—¿El qué?
—La doctora Levi me ha dicho que te llamé. Para pedirte ayuda. No lo recuerdo —añadió como pidiendo excusas—. Y ahora estás aquí. Es…, como si en el intermedio no hubiera sucedido nada.
Se apartó del borde, se dio la vuelta y caminó en dirección a los edificios, extendiendo los brazos para conservar el equilibrio, moviéndose lenta y cuidadosamente, como alguien que se está acostumbrando a una pierna artificial. Caminé con él, obligándome a mí mismo a ir lento, hundiéndome hasta el tobillo en tréboles.
—No —dijo—, eso no es cierto. Han pasado un montón de cosas, ¿no es verdad?
—Sí, así es.
—Cosas terribles. Gente que ya no está, que ha desaparecido.
Luchó con nuevas lágrimas, miró al frente y siguió caminando.
Enfrente de los edificios, a unos doscientos metros de distancia, había un lugar para comer al aire libre: mesas y bancos de madera, con las mesas sombreadas por parasoles a rayas. Una figura roja se alzó de uno de los bancos y saludó con un gesto. Jamey le devolvió el saludo.
—Hola, Susan —dijo, como si ella pudiera oírle.
—Es normal que alguien que haya pasado por lo que tú has pasado se sienta confuso. Date algún tiempo para reorientarte.
Sonrió débilmente.
—Parece que has estado hablando con la doctora Levi.
—La doctora Levi es una mujer muy lista.
—Sí —una pausa—. Me dijo que tú y ella erais amigos.
—Ella era residente en Psiquiatría cuando yo era un estudiante postgraduado. Estábamos juntos en un equipo de crisis. Estás en buenas manos.
Asintió con la cabeza.
—Me está volviendo a montar las piezas —dijo en voz baja, y luego giró hacia un seto de cipreses.
Pasamos junto a una pareja de mediana edad, sentada en una manta con una chica de unos dieciocho. La chica era obesa y vestía una bata sin forma ni color. Tenía un rostro dolorosamente hermoso, dominado por ojos vacuos y un largo cabello que ella iba tejiendo, usando sus dedos como agujas… Entrecruzando, girando, soltando de nuevo. Su padre vestía un traje oscuro y corbata y estaba sentado dándole la espalda a ella leyendo una obra de Michener tras gafas de sol. Su madre alzó la vista como una borrega, cuando pasamos a su lado.
Cruzamos por un claro en el bosque, hasta llegar a una fría y sombreada depresión, convertida en catedral por las ramas de los árboles. Jamey halló un tocón y se sentó en él. Yo me apoyé en un tronco.
—Es extraño —me dijo—, el que tú me encontrases a la doctora Levi.
—¿Y cómo es eso?
Se aclaró la garganta, y miró a otro lado, azarado.
—Ahora ya estás a salvo —le dije—. No hay peligro en hablar. Ni en no hacerlo.
Rumió esto. Se humedeció los labios con la lengua.
—Te llamé y tú me respondiste. Me ayudaste.
Su incredulidad resultaba triste. No dije nada.
—Antes, si necesitaba un doctor, normalmente el tío Dwight… —se detuvo—. No, eso no tendría sentido, ¿verdad?
—No.
Miró alrededor, a las columnas de troncos de árbol y me dijo:
—Hace demasiado frío aquí. ¿Podemos pasear un poco más?
—Seguro.
Subimos por el prado, hacia el hospital, en silencio. Trató de meterse las manos en los bolsillos, pero sus piernas se arquearon y comenzó a caer. La agarré por el brazo y lo mantuve en pie.
—Descansemos —le dije.
—De acuerdo.
Se dobló como una tumbona plegable y se dejó ir cayendo hacia el prado. Se tocó de nuevo la nariz y me dijo:
—La coordinación motora. Estoy mejorando.
—Te estás curando.
Algunos minutos más tarde:
—Todos me odiaban —dijo. Como cosa normal y sabida, sin asomo de autocompasión. Pero sus ojos estaban torturados y yo sabía lo que me estaban preguntando: ¿qué es lo que hice yo, para hacerles sentir eso por mí?
—No tenía nada que ver contigo —le dije—. Te deshumanizaron, con el fin de justificar lo que te hicieron.
—Desaparecido —dijo incrédulo—. Salido fuera de la pantalla. Resulta tan difícil de creer.
Tomando unas semillas de diente de león caídas entre los tréboles, se las pasó por los labios, las frotó torpemente entre sus dedos y contempló cómo flotaban, perdiéndose en el aire, cual diminutos paracaídas.
—Ese soy yo, flotando en el espacio sin…, lugar donde aterrizar.
—¿Te gusta eso?
—Es la libertad. A veces.
—¿Y las otras veces?
—Es aterrador —dijo, con repentina pasión—. Me hace desear ser…, subterráneo. Con la tierra apretada muy firmemente a mi alrededor. ¿Comprendes lo que quiero decirte?
—Comprendo exactamente lo que quieres decir.
Exhaló audiblemente, cerró sus ojos, se recostó hacia atrás y se calentó el rostro al sol. Su frente se fue humedeciendo por el sudor, a pesar de que el acantilado era refrescado por la brisa marina. Abriendo mucho la boca, bostezó.
—¿Cansado?
—Me atiborran de comida. Filetes sanguinolentos para desayunar. Me hace sentirme…, torpe.
Y, algunos momentos más tarde:
—Son muy buenos conmigo.
—Me alegra oír eso. La doctora Levi me dice que duermes mejor.
—A veces. Cuando no me vienen los dolores.
—¿Los dolores del recuerdo?
—Sí.
—Eso suena duro, como a pesadillas.
—Quizá eso es lo que son. No lo sé.
—Deben de resultar bastante aterradores.
Miró hacia abajo y sus pupilas se dilataron, el negro metiéndose en el azul.
—Puedo estar simplemente ahí echado. Sin hacer nada. Y algo…, algo oscuro…, y feo, flota de repente en la parte delantera de mi cerebro… Se abre camino hacia mi consciente.
—¿Qué clase de cosa negra?
—Es solo eso, no sé más. A veces me parece como…, basura. Algo podrido. Fétido. Un montón de basura. Puedo jurar que estoy oliendo algo, pero cuando trato de enfocar mi atención en ello, ya no hay el menor olor. ¿Tiene esto algún sentido?
Cuando asentí con la cabeza, continuó.
—Hace algunas noches me parecía como la sombra de un monstruo…, un asesino… Jack el Destripador ocultándose tras una sucia pared de ladrillo. Esto suena a…, locura, ¿verdad?
—No —le aseguré—. No es así. ¿Alguna otra imagen?
—No lo sé…, quizá. Desde luego es algo feo. Insistente…, está arañando en la cara interna de mi cráneo pero…, está oculto. Acechando. Quizá tenga forma de insecto, no lo sé. No puedo hacerme con una imagen. ¡Es tan frustrante!
—¿Cómo esa palabra que la tienes en la punta de la lengua y no te sale?
Asintió con la cabeza.
—Es enloquecedor. Me hace palpitar la cabeza.
—Tensión cerebral —le había llamado a aquello Deborah Levi—. Hay una tonelada de material comprimido, que está luchando para abrirse paso prematuramente. Cuando trata de forzar un camino, se le producen graves dolores de cabeza y no puede dormir de noche. Él los llama los dolores del recuerdo. Le he dicho que ese es el modo que tiene su cuerpo de decirle que frene la marcha, que necesita ir más despacio, no apresurar las cosas. Aún tiene las cosas comprometidas, Alex. Su sangre ya está limpia pero, no sabemos, quizá aún esté intoxicado a algún nivel subclínico. Por no hablar de toda la mierda por la que ha pasado.
—¿Qué es lo que crees? —me preguntó Jamey.
—Que es normal para tu situación. Que pasará.
—Bien —dijo, visiblemente reconfortado—. Valoro mucho tu opinión.
Una marcha roja se movió en la periferia de mi visión: Susan volviéndose a levantar del banco. En anticipación…
—Doctor D. —me preguntó—. ¿Qué es lo que va a pasar conmigo? Después, quiero decir. Cuando ya me hayan puesto todos los parches.
Pensé un poco antes de hablar, lo bastante para elegir las palabras, pero no como para provocarle ansiedad.
—Sé que esa cuestión te parece ahora insuperable, pero cuando llegue la hora de que te vayas de aquí, te resultará factible. Quizá las cosas se contesten por sí solas.
Me miró dubitativo.
—Piensa en un texto escolar de cálculo —le dije—. Ábrelo por la mitad, y resultará incomprensible. Empieza por el principio y ve avanzando paso a paso y, cuando llegues a ese mismo punto en la mitad, pasará sin darte cuenta.
—¿Estás diciéndome que será…, un simple…, progreso paso a paso?
Negué con la cabeza.
—Ni mucho menos. Habrán retos constantes. Momentos en los que te parecerá que estás atrapado y no puedes ni moverte. Pero si vas a un paso razonable…, te valoras a ti mismo, te cuidas de ti mismo y permites que te ayuden…, podrás superar esos retos. Te sorprenderá el ver que bien puedes vencerlos.
Me escuchaba, pero estaba inquieto. Como alguien que deseaba un helado y al que ofrecían una ramita de apio.
—¿Aún recuerdas mi número?
Recitó los siete dígitos automáticamente, y luego pareció sorprendido; como si acabase de hablar en un lenguaje que no conociese.
—Llámame si quieres hablar —le dije—. La doctora Levi dice que está bien que lo hagas. Y, cuando hayas acabado aquí, nos reuniremos para hacer algunos planes. ¿De acuerdo?
—Eso sería… Me gustaría… Es algo que espero sea pronto.
Susan había empezado a caminar hacia nosotros. La vio y se puso en pie. Tendió su mano.
—Ha sido bueno el volverle a ver —me dijo.
Me estrechó la mano, la soltó, y yo le eché los brazos alrededor. Oí una aguda inhalación de aire, un sollozo suprimido, el sonido de un niño perdido que encuentra un cartel de calle que le resulta familiar. Y luego, una palabra susurrada:
—Gracias.