24
Llegué al campus a las siete de la mañana siguiente. Aunque el edificio de Psiquiatría estaba cerrado, una puerta lateral estaba abierta, tal como me había prometido Jennifer.
El laboratorio estaba dos pisos por debajo del suelo, al final de un pasadizo húmedo, justo más allá de un dormitorio para animales que olía a comida para ratones y heces. Cuando llegué a la habitación sin ventanas ella me estaba esperando allí, sentada a una mesa metálica gris, rodeada por montones de libros, artículos de revistas fotocopiados y un bloc de papel color amarillo. Un poster de Edward Gorey adornaba la pared trasera. A la izquierda había una mesa de laboratorio de tablero negro, con su brillo amortiguado por años de rayaduras de bisturí; a la derecha un amontonamiento de jaulas. Encima de la mesa había un equipo de disección y una bobina de filamento de electrodo. Las jaulas resonaban por la actividad: manchas oscuras y oblongas, con bandas blancas, se agitaban correteando de un lado a otro: eran ratones de laboratorio, con las cabezas cubiertas por capuchas. Los roedores parecían especialmente inquietos, interrumpiendo su ejercicio solo para rascarse, lanzar grititos, chupar de las tetillas de sus botellas de agua o mordisquear los barrotes en protesta por la inhumanidad del hombre con los ratones. Algunos de ellos ya habían hecho su sacrificio a la ciencia y sus cabezas estaban coronadas por caperuzas de parafina rosa. Yo sabía que, bajo la cera, había tejido cerebral al descubierto, estratégicamente lesionado. Extendiéndose desde el centro de cada caperuza había unos tres centímetros de filamento, hilo de electrodo, que se estremecía con cada movimiento del cerebro que lo albergaba.
—Alex —ella se alzó de un saltó, como sobresaltada. Un ratón chilló, en respuesta al movimiento.
Se había vestido totalmente de negro: un voluminoso suéter, tejanos pegados a la piel, botas de caña con tacones altos. Su cabello estaba mojado de la ducha y tenía la cara recién lavada. De sus orejas colgaban triángulos de plástico negro. Sus dedos bailoteaban sobre el escritorio. Una damisela de aspecto espectacular y muy atractiva. Y de la mitad de mi edad.
—Buenos días, Jennifer.
—Gracias por haber venido. Sé que no fui demasiado explícita anoche. Pero no quería contarlo por teléfono, porque es demasiado complicado.
—Si sabes algo que pueda ayudar a Jamey, soy todo oídos.
Miró a otra parte, muy nerviosa.
—No estoy…, quizá no me haya hecho entender bien. En este momento, todo es puramente conceptual.
Me senté, y ella me imitó.
—¿Qué es lo que has pensado? —le pregunté.
—¿Recuerdas que te dije que su deterioro mental me tuvo intrigada un tiempo? Bueno, los puntos que tú planteaste me hicieron cristalizar esa intriga: la carencia de psicopatía, la contradicción entre su supuesto estado mental y el perfil del asesino repetitivo, las alucinaciones visuales, los interrogantes acerca del abuso de drogas. Pensé en ello por un tiempo, pero no salía del círculo vicioso. Era enloquecedor.
Tras tomar una pluma de la mesa, la usó como la batuta de un director de orquesta, para seguir el ritmo de sus palabras.
—Luego me di cuenta que había estado yendo de culo, tratando de adaptar los hechos a una hipótesis compuesta no verificada: el que él era psicótico y un asesino repetitivo. La clave era dejarlo todo a un lado y empezar de nuevo, desde cero. Conceptualmente. Establecer hipótesis alternativas y ponerlas a prueba.
—¿Qué clase de alternativas?
—Todas las permutaciones. Empecemos con asesino pero no psicótico. Jamey es un psicópata sádico y homicida, que ha estado haciendo ver que tenía esquizofrenia para poder escapar a la responsabilidad de sus crímenes. Es una táctica que ha sido utilizada anteriormente por los asesinos repetitivos: el Estrangulador de Hillside, el Hijo de Sam…, y que está totalmente dentro del carácter manipulativo de la naturaleza del psicópata. Pero, por lo que he leído, es algo que no funciona muy bien, ¿no es así?
—No, no funciona —le contesté—. Los jurados se muestran suspicaces ante los testimonios de los psiquiatras. Pero un acusado que se enfrenta con unos cargos insuperables quizá esté dispuesto a intentarlo, por si cuela.
—Pero, en primer lugar, Jamey podría haber evitado su detención, si lo hubiera querido. No hay razón para que alguien tan brillante…, suponiendo que no sea psicótico, se deje cazar con las manos en la masa y luego se fíe de una estrategia que ha demostrado dar tan pocos resultados. Además, la psicosis no es algo que se sacase de repente de la manga; ya llevaba tiempo deteriorándose, mucho antes de que lo detuvieran. No crees que estuviera haciendo un numerito, ¿eh?
—No —afirmé—. Ha estado sufriendo demasiado, durante demasiado tiempo, y se ha ido poniendo peor. El día que hablé con vosotros, él se estampó contra las paredes y acabó con conmoción. Fue una cosa muy sangrienta. Incluso uno de los guardianes de la prisión, que estaba seguro de que Jamey estaba montando el numerito, cambió de idea cuando vio lo que había pasado.
Ella giró la cabeza hacia las jaulas, contempló a un ratón que retorcía el morro por entre los barrotes y parpadeó.
—Eso es horrible. Lo leí en los papeles, pero no daban detalles. ¿Cómo se encuentra?
—No lo sé. Me han apartado del caso y ya no lo he visto desde entonces.
Eso la sorprendió. Pero, antes de que pusiera su sorpresa en palabras, le dije:
—En cualquier caso, no tienes que convencerme de que no se trata de un psicópata. ¿Cuál es tu siguiente hipótesis?
—Psicótico, pero no asesino. Continúa el problema de las alucinaciones visuales, como la cuestión general del consumo de drogas. Pero ambas cosas podrían ser explicadas por la posibilidad de que fuera esquizofrénico y usuario de drogas.
—¿Simultáneamente?
—¿Por qué no? Sé que el abuso de las drogas no causa esquizofrenia, pero ¿no se sabe que ha hecho que algunos tipos, de esos que están justo al borde, cayesen en el abismo? Jamey nunca estuvo bien ajustado…, al menos desde que yo le conozco. Así pues, ¿no podría haber tomado ácido o PCP y tenido un mal viaje que hubiera abierto los límites de su ego, provocándole una ruptura psicótica, tras lo que hubiera seguido luego tomando drogas?
—Jen, según casi todo el mundo, él era antidroga. Nadie le ha visto jamás tomando nada.
—¿Qué me dices de Gary? ¿Lo has encontrado?
—Sí, y me ha dicho que Jamey las usaba. Pero es algo que él ha supuesto, a partir del comportamiento de Jamey, y admitió que jamás le vio tomarse nada.
—Así que, al menos, eso sigue siendo una cuestión abierta —insistió ella.
—El gran problema de la hipótesis número dos —le dije—, no tiene que ver ni con el consumo de drogas ni con la psicosis. Si él no es un asesino, ¿cómo acabó con el cuchillo en las manos?
Dudó.
—Aquí es donde las cosas se tornan un tanto teóricas.
—Ánimo.
—Una posibilidad es que le hicieran caer en una trampa. Eso resolvería de un solo tiro varios problemas conceptuales. La cuestión es cómo lo hicieron. Y, una vez me metí en ese camino, me llevó a la tercera alternativa, que es la que yo creo que ajusta mejor, porque elimina todas las inconsistencias: él no es ni un asesino ni un verdadero esquizofrénico. Todo dependería de que tanto la escena del crimen como su deterioro mental fueran el producto de una manipulación psicobiológica.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Control químico de la mente, Alex. Envenenamiento psicológico. Alguien usó alucinógenos para volverlo loco. Y lo atrapó para que pareciera ser el asesino, mientras estaba dopado.
—Eso es un salto tremendo hacia adelante —afirmé.
Tendió el brazo sobre la mesa y me asió la mano.
—Sé que suena a tontería. Pero escúchame un poco.
Antes de que pudiera contestarle, ya se había lanzado a su explicación:
—Después de todo, el concepto no es nada raro. ¿Acaso el campo de la investigación psicodélica no se desarrolló precisamente porque los psiquiatras estaban buscando drogas que pudieran simular la esquizofrenia? De hecho, antes de que se acuñase el término psicodélico, el LSD, la psilocibina y la mescalina eran llamados psicotomiméticos, es decir los que imitan la psicosis. Y, hasta que los hippies le dieron una mala reputación, al LSD se le consideraba como una droga de investigación milagrosa, porque tenía el poder de crear una psicosis modelo inducida desde el exterior. Los psicoterapeutas empezaron a tomarla, para averiguar la situación por la que estaban pasando sus pacientes, y los farmacologistas estudiaron su estructura molecular para discernir el…
Se detuvo, miró nuestras manos unidas y retiró la suya, azarada, cosa que trató de esconder a base de dedicarse a reamontonar sus libros.
—¿Qué es lo que te estoy contando? —dijo con voz sumisa—. Tú ya sabes todo esto…
—No creo que tu teoría sea ninguna tontería, Jennifer…, como teoría. De hecho, no he podido apartar de mi mente las drogas, desde que me vi metido por primera vez en este caso; porque he estado investigando un modo de exculpar a Jamey. Así que nada me haría más feliz que el descubrir que es él la víctima de otros y no al revés.
Hice una pausa y continué:
—Desafortunadamente, una vez vas más allá de la teoría, hay algunos problemas graves. La noche en que fue internado en Canyon Oaks, le hicieron pruebas para ver si había tomado LSD, PCP y las otras drogas que hay por la calle, y dieron negativas —si es que uno puede fiarse de Mainwaring—. Y, aunque no hay similitudes entre la intoxicación por la droga y la esquizofrenia, tú sabes tan bien como yo que, ni con mucho, son estados equivalentes. Los viajes de la droga son más estereotípicos y disruptivos visualmente. La esquizofrenia es primariamente auditiva.
—Pero Jamey tenía alucinaciones visuales.
—Quizá las tuviera, algunos esquizofrénicos las tienen, pero la mayor parte de sus perturbaciones han sido auditivas. Oía voces. Y esto está mucho más de acuerdo con la psicosis. Y su deterioro ha sido crónico. Los viajes de la droga acostumbran a ser de corta duración. Para mantenerle tan loco, alguien tendría virtualmente que haber estado metiéndole el LSD a puñados en la boca. Casi habría sido necesario emplear un gota a gota para dárselo…
—Lo cual puede hacer uno en un hospital.
—Pero no en una cárcel.
Se quedó en silencio, pero sin considerarse derrotada. Tras arrancar una hoja de papel del bloc, comenzó a escribir.
—Estoy haciendo una lista de todas tus objeciones. ¿Qué más hay?
—De acuerdo, aún en el caso de que pudiéramos probar el que estaba dopado la noche del asesinato de Chancellor, existen pruebas físicas que lo relacionan con otros seis crímenes. ¿Lo doparon y lo llevaron a la fuerza a todos esos asesinatos? Luego está el asunto de su escapatoria. ¿Cómo llegó a casa de Chancellor desde Canyon Oaks? Incluso si hubiera estado drogado, cabría esperar que tuviese algún recuerdo de esa noche.
Estudió sus notas y alzó la vista.
—¿Qué quieres decir con eso de pruebas físicas?
—No conozco los detalles —le dije, no queriendo mencionar el vestido color lavanda de Heather Cadmus.
—Si son huellas digitales, estas pueden ser recogidas y trasladadas. Y cualquier otra cosa es aún menos fiable. He estado informándome sobre la biología forénsica, y no es tan científica como cree la gente. Dos expertos pueden examinar la misma evidencia física y producir resultados diametralmente opuestos —sonrió con cara de niña mala—, justo como pasa con la psicología.
Me eché a reír.
—En lo que se refiere a la huida —prosiguió—. ¿Y si no fue una huida en absoluto? Supongamos que alguien lo montó todo como si fuera una fuga y lo que hizo en realidad fue raptarle del hospital y dejarlo en la casa de Chancellor.
Pensé en el nuevo Mustang de Andrea Vann y me pregunté qué habría de cierto en aquello. Pero si la huida había sido un rapto, ¿para qué permitirle llamarme?
—Veamos —dijo regresando a sus notas— el tema de la no equivalencia entre los viajes de la droga y la psicosis. Lo que dices es cierto en lo que se refiere al LSD y a los alucinógenos más corrientes. Pero eso no excluye algún otro agente, como uno que produzca perturbaciones a largo plazo y altere la percepción auditiva.
—Y que sea fácil de administrar de modo oculto —añadí—. De modo oral o por inyección. Y que sea poco probable que lo busquen en un test rutinario. Estás hablando del psicotomimético definitivo.
—¡Exactamente!
—¿Tienes alguno que sugerir?
—No. Pensé que tú podrías conocerlo.
—No se me ocurre ninguno —admití—. Pero yo no soy ningún experto en psicofarmacología.
—Es un tema que puede ser investigado —me dijo, mirándome a los ojos—. Yo tengo tiempo disponible. ¿Qué me dices tú?
Pensé por un momento.
—Seguro —le dije.
—¡Maravilloso!
Caminamos hacia el sur atravesando Ciencias, en dirección al Centro Médico. Eran las siete treinta, y el campus estaba empezando a llenarse: resoplantes practicantes del footing, preocupados estudiantes graduados, otros que preparaban su entrada en Medicina u Odontología e iban agobiados por el peso de los libros y de las dudas en su capacidad. Era una de esas mañanas que incitan a la gente a volver a Los Ángeles a pesar de la locura ciudadana; con el aire limpio por la brisa oceánica y astringentemente frío bajo un cielo azul profundo. Jennifer se arrebujó con su sarape y habló con animación:
—Al principio me enfrenté con el problema desde una perspectiva puramente cognoscitiva: ¿podría uno liarle a otro la mente a base de usar técnicas puramente psicológicas?
—¿Un lavado de cerebro?
—Sí, pero llevado a sus últimas consecuencias…, hasta el punto de la psicosis severa. Como lo que le intentó hacer Charles Boyer a Ingrid Bergman en Luz de gas. Pero eso son cosas de películas, en la vida real no funcionaría: el estrés por sí solo no basta. Quiero decir que pensemos en el mayor estrés por el que podría pasar una persona…, por ejemplo los campos de concentración de los nazis, ¿vale? —sus párpados se entrecerraron por un momento—. Mi papi pasó su adolescencia en Auschwitz y muchos de sus amigos son supervivientes de los campos. He hablado con ellos al respecto. El trauma los afectó de por vida: ansiedades, depresión, problemas físicos…, pero ninguno de ellos se volvió auténticamente loco. Y papi me lo ha confirmado: a la única gente que recuerda haber visto exhibir síntomas psicóticos han sido aquellas que ya eran psicóticas cuando entraron en los campos. ¿Concuerda eso con los datos?
—Sí. Y con la experiencia clínica. A lo largo de los años he visto a millares de niños y a familias que estaban sometidas a unas situaciones de estrés increíbles, y no puedo recordar un solo caso de psicosis inducida por el estrés. Los seres humanos son extrañamente resistentes.
Consideró aquello, y luego dijo:
—Y, sin embargo, es relativamente fácil el provocar un comportamiento similar al psicótico en los ratones y los monos mediante el estrés. El doctor Gaylord lo demostró claramente. Se electrifica el suelo de sus jaulas, se les impide la escapatoria, se les dan descargas a intervalos irregulares y se limitan a acurrucarse, defecar y ensimismarse. Y, si se hace esto durante el tiempo suficiente, jamás se recuperan —se detuvo y pensó por un instante—. Los seres humanos son mucho más complejos, ¿no es cierto? Como organismos.
—Sí —sonreí—, como organismos.
Caminamos en silencio el resto del trayecto, llegamos a la biblioteca de Biología médica cinco minutos antes de que la abriesen y pasamos el tiempo tomando el café de una máquina expendedora que había en uno de los patios. El paseo había aumentado el color del rostro de Jennifer, llevando un rubor sonrosado a la superficie de su bronceada piel, piel joven, libre de los surcos grabados por la experiencia. Su cabello estaba ya seco, y destellaba al sol. Sus ojos imitaban el color del cielo.
Dejó en el suelo sus libros, tomando el vaso de papel con ambas manos charloteó animadamente entre sorbos. Con cada exclamación se me acercaba más, rozando mi brazo con toques exploratorios, furtivos, como quien prueba el calor de la superficie de una plancha caliente. Varios estudiantes de sexo masculino se fijaron en ella; luego, en la interacción que había entre nosotros, creí ver a un par de ellos esbozar sonrisas burlonas.
—Vamos —dije, mirando mi reloj y tirando el vaso de mi café a la papelera.
Entramos en la biblioteca justo tras dos estudiantes de Odontología que llevaban cajas de huesos, y hallamos una mesa de madera vacía junto a las estanterías de las revistas.
—¿Cómo quieres que lo hagamos? —me preguntó.
—Sentémonos y preparemos una lista de los temas que nos interesan, nos los partimos y miramos cada uno de ellos en el archivo de fichas, luego vamos a las estanterías y buscamos lo que nos parezca más prometedor. Podemos darle una leída previa y traer aquí aquello que nos parezca definitivo.
—Suena bien. ¿Qué tal si utilizamos el ordenador para buscar lo más reciente?
—Seguro. Empléalo cada vez que las referencias te lleven a él.
—Estupendo. Esto…, ¿tienes una cuenta en la Facultad? No van a llevar a cabo investigaciones en el ordenador sin una garantía de pago.
—No, pertenezco a la Facultad que está al otro lado de la ciudad. Pero en ocasiones anteriores me han hecho un cargo, de colega a colega, a través del Departamento de Pediatría. Utiliza mi nombre, y si te encuentras con problemas, ya hablaré yo con ellos.
Hicimos la lista, nos la partimos, acordamos volvernos a reunir a las once treinta y separamos nuestros caminos de un modo congruente con nuestras edades: ella se fue derechita hacia los ordenadores y yo me pasé una hora pasando fichas en los cajones del índice y apuntando números de identificación antes de entrar en el silo de datos, de doce pisos de alto, conocido como los Archivos de BioMed.
Mi búsqueda empezó en la sección de psiquiatría y progresó a través de neurología y psicolobiología. A medida que profundizaba en los temas las referencias se tornaban más esotéricas y amplias. Al cabo de dos horas había pasado por docenas de documentos, enterándome de bien poco.
Tal como Jennifer había hecho notar, la investigación psicodélica había empezado como un intento de crear una réplica de la psicosis, y los artículos desde la década de los treinta a la de los cincuenta eran, en su mayor parte, áridos tratados, preocupados con la estructura molecular y salpicados por un cauto optimismo acerca de los beneficios futuros a la investigación de la esquizofrenia. Me encontré con la descripción de Hoffman sobre la síntesis del LSD y otras referencias de primera importancia, pero ninguna de ellas trataba de la cuestión del envenenamiento psicológico premeditado.
En los sesenta el clima científico cambiaba. Por aquel entonces yo había sido un estudiante demasiado preocupado en aprobar, como para dejarme llevar a un innecesario divertimento bioquímico. Pero recordaba como Leary, Alpert y otros habían empezado a imbuirles a las drogas unas propiedades filosóficas, religiosas y políticas… Y la oleada de abuso de las mismas que se había dado, de un modo espectacular, cuando les había escuchado la gente que no debía.
Los artículos de los sesenta evocaban esos recuerdos: crónicas de tragedias, narradas con la prosa factual de los historiales clínicos: gente con un mal viaje que se tiraba desde décimos pisos en supuestos vuelos de omnipotencia a lo Ícaro, que corrían desnudos por plena autopista, que se hervían los brazos en perolas repletas de agua bullente, toda una orgía de autodestrucción.
Mientras los psiquiatras y los psicólogos se atareaban desarrollando tratamientos para los envenenamientos por drogas, se habían desvanecido las nociones de que tuvieran valor científico. Pero, aunque se había evocado el fantasma de la psicosis permanente en los usuarios psicológicamente sanos, esto había sido investigado y luego descartado. Al fin, los alucinógenos habían sido considerados como especialmente peligrosos para los casos límites y para los que tenían «débiles fronteras en el ego». El culpable más citado era el LSD, pero también había otros: las anfetaminas, los barbitúricos y un psicodélico denominado DMT y definido como «el pasotazo del ejecutivo a la hora del bocata», porque provocaba una viaje repentino e intenso, que duraba de cuarenta y cinco minutos a dos horas.
Dos cosas del DMT me llamaron la atención: a veces la pausa del bocata duraba más de lo esperado: se sabía que algunos viajes aberrantemente malos habían llegado a durar hasta cuatro o cinco días. Y, a diferencia del LSD, sus efectos eran potenciados, intensificados, por la administración de la toracina y otros tranquilizantes de fenotiacina. Recordé la irregular respuesta de Jamey a la medicación, la gráfica de subidas y bajadas que había desconcertado y frustrado a Mainwaring, y me pregunté si podría haberla causado la potenciación. Si él había sido envenenado con algo similar al DMT, la toracina la habría vuelto más loco en lugar de más lúcido. Pero el DMT era demasiado impredecible para el tipo de control mental calculado que había sugerido Jennifer.
Seguí leyendo y me encontré con artículos acerca del hachís, la psilocibina, la mescalina y una curiosa combinación que unía todo eso con el LSD y el DMT. Un artículo que me llamó la atención fue una colección de historiales de casos reunida por un grupo de investigaciones de la Escuela Médica de San Francisco, que calificaba al STP como «una ruleta rusa bioquímica», y señalaba que esta había sido la droga favorita en las fiestas de los grupos de moteros. Pero este amorío había sido de corta duración, porque el cóctel había resultado demasiado explosivo, incluso para aquellos bestias vestidos de cuero. Una vez más aparecían los moteros. Rumié esto por unos momentos, pero no saqué nada en claro.
Un pie de página en una revista de 1968 hablaba de una droga llamada sernyl, un anestésico de corta duración, desarrollado por Parke Davis para su uso por los militares en el campo de batalla, pero que había sido abandonado porque, cuando se administraba en exceso, provocaba síntomas psiquiátricos.
La intoxicación por sernyl podía parecerse a una esquizofrenia aguda, hasta el punto de causar alucinaciones auditivas. Pero, según el autor del artículo, sus afectos eran tan aterradores, creando a menudo la ilusión de muerte por ahogos y otros horrores similares, que no creía que nadie fuera a usarlo con fines adictivos. Diez años más tarde, al sernyl se le conocería, sobre todo, por los nombres que le habían dado en las calles: gorrino, cristal, DOA, polvo de ángel, PCP, al convertirse en la principal droga usada en los ghettos de las grandes ciudades. Muy acertadas las profecías.
Era el PCP una de las primeras cosas en que había pensado tras escuchar las liadas palabras de Jamey por el teléfono y enterarme de los síntomas que presentaba, que incluían algunas de las reacciones más clásicas ante esa droga: repentina agitación y confusión hasta llegar al punto de la violencia, paranoia, alucinaciones auditivas y un período descendente de profunda depresión. El PCP podía ser administrado oralmente, y sus efectos duraban desde varias horas hasta semanas. Pero, como sucedía con el DMT, ese período de actuación era impredecible. Además, las reacciones al PCP dependían mucho de la dosificación: en pequeñas cantidades podía provocar atontamiento o euforia; en cantidades moderadas, analgesia. Las psicosis causadas por la sobredosis podían progresar rápidamente hasta el coma y la muerte, y la diferencia entre los niveles en la sangre que resultaban tóxicos o ya eran letales se podía considerar infinitesimal. Lo que significaba que una dieta constante de PCP podía, con la misma facilidad, matarle a uno que volverle loco. Era demasiado voluble como para poder contar con ello en un programa de envenenamiento psicológico calculado.
Y había un problema adicional con el PCP, el que yo le había hecho notar a Jennifer: Mainwaring no lo había encontrado en la sangre de Jamey.
Si es que uno podía creerse al psiquiatra.
Si uno no podía creerle, ¿cuál era la alternativa? ¿El típico guión del doctor malvado, el sanador que usa sus habilidades para provocar una locura? La teoría tenía sus atractivos; por una parte resolvía el problema de las dosificaciones: el «ingeniero bioquímico» podría haber sabido cómo ajustar los niveles de la droga con la precisión requerida para el control de la mente. Pero, más allá de este punto, la teoría se venía abajo. Pues Mainwaring había entrado en escena mucho más tarde del momento en que Jamey había empezado a deteriorarse. Y, aunque hubiera estado envuelto en el caso anteriormente, ¿qué motivo podría haber tenido para envenenar a su paciente?
Un collage discordante aparecía en mi mente: esculturas punk, libros negros, centrales de energía y trozos ensangrentados de seda color lavanda. Escuchaba a Milo burlarse: «¿Otra conspiración, amigo?», y me di cuenta de que había dejado que las elucubraciones mentales de una chica de diecisiete años, por muy brillante que ella fuera, me metieran en un juego de adivinanzas.
Aquello eran ejercicios intelectuales para los que no tenían nada mejor que hacer, pensé, mirando el montón de libros que tenía frente a mí. Pura pérdida de tiempo.
Pero, de todos modos, seguí leyendo. Y me demostré a mí mismo estar equivocado.
Encontré dos referencias prometedoras. Lo que al principio me había parecido una alusión sin importancia al envenenamiento psicológico, en un artículo sueco acerca de la guerra química, me llevó a la sección botánica de los archivos, en busca de una monografía de McAllister y otros, de la Universidad de Stanford. Pero la obra no estaba allí. Tomé el ascensor hasta el nivel del suelo y me dirigí a la mesa del bibliotecario, con la esperanza de que lo hubieran pedido en préstamo y devuelto ya, pero que aún no hubiera sido colocado en su sitio. El bibliotecario era un negro muy negro, con tipo de defensa de un equipo de fútbol americano, que pasó cinco minutos tecleando en el ordenador y pasando páginas, antes de volver a mí, agitando la cabeza.
—Lo siento, señor. No lo han pedido prestado. Lo que significa que, probablemente, estará circulando por la biblioteca. A veces la gente se lleva los libros a las fotocopiadoras y los deja allí.
Le di las gracias y rebusqué por alrededor de las máquinas, pero no lo hallé. Sabía que tratar de encontrar un único volumen en un lugar tan enorme como la BioMed era algo que dejaba chiquito el viejo problema de la aguja en el pajar, así que me dediqué a buscar la segunda de mis referencias, bajando por las escaleras al más profundo de los niveles del archivo, a cuatro pisos bajo tierra.
Me encontré en un mohoso rincón del sótano, rodeado por estanterías metálicas que iban desde el suelo hasta el techo y estaban atiborradas de antiguos volúmenes, de colecciones consideradas solo marginalmente relevantes para la medicina de alta tecnología y que se hallaban allí secuestrados como viejos seniles en un asilo.
Era la morgue de la biblioteca, silenciosa y oscura, en el techo una maraña de tuberías al descubierto, las paredes mohosas y con manchas de óxido. Una de las tuberías tenía una lenta gotera y un charco de agua se había acumulado en la base de una de las estanterías: algunos de los libros estaban doblados por la humedad, enrollándose sobre sí mismos.
Muchos de los volúmenes eran extranjeros y estaban escritos en latín, alemán o francés. Bastantes estaban muy usados. Tuve que forzar la vista para leer los casi borrados títulos de sus gastados lomos. Finalmente hallé lo que estaba buscando y me lo llevé al cuartito de lectura.
Estaba encuadernado en tiesa lona blanca, que el tiempo había oscurecido hasta café con leche; era un volumen de sesenta años de edad, del tamaño de un libro de arte, repleto de gruesas páginas de elegante tipografía e inserciones en papel fino festoneadas con grabados coloreados a mano: La Taxonomía y Botánica de las Fantásticas y las Eufóricas: Resultados di una investigación entre los primitivos en busca de alcaloides narcóticos, por Osgood Shinners-Vree, Profesor en Química Botánica, Universidad de Oxford, Miembro Investigador del Museo Británico.
Pasé a la introducción. El estilo era pomposo y un tanto defensivo, ya que el profesor Shinners-Vree trataba de justificar una década de vagar por las selvas en busca de hierbas alteradoras de la mente.
«La historia de la experimentación humana con el reino vegetal con el fin de manipular lo esencial es tan antigua como la Humanidad misma», escribía. «Pero no ha sido hasta este siglo cuando la Ciencia ha desarrollado las técnicas capaces de dilucidar las propiedades químicas de las especies, que yo he clasificado como las Fantásticas, para servir al mejoramiento de la Humanidad. Tales beneficios se hallaban principalmente en el tratamiento de las demencias y otras enfermedades nerviosas y mentales, aunque indudablemente también surgirán otros.»
El primer capítulo era una historia de la brujería en la Europa Medieval. La tesis de Shinners-Vree era el que las brujas habían sido expertas boticarias, que habían utilizado sus talentos para «un comercio poco honorable»… Asesinas farmacológicas que vendían sus servicios «a los miembros de peor moralidad de las Clases Superiores».
Contratadas por la nobleza para envenenar a sus enemigos políticos o personales, las brujas habían preparado brebajes que contenían:
Fantasticantes de naturaleza alcaloide que incluían, aunque no solo se limitaban a, el Beleño Negro (Hyoscyamus niger) y los diversos derivados de la Belladonna (Atropa belladonna). Esos productos vegetales tienen la habilidad de simular ataques de confusión y locura, que persisten durante días o semanas y son, en mayores concentraciones, letales. Se podía confiar en que la hechicera más hábil mezclase en su brebaje los alcaloides con tal precisión que el resultado del bebedizo fuese altamente predecible: confusión transitoria, demencia prolongada, o la muerte… Todo ello estaba su disposición.
De este modo, la bruja de la Edad Media no era otra cosa que una astuta química, aunque sugería falsos atributos de poderes demoníacos, con el fin de crear un aura de omnipotencia. Lo mismo podía ser dicho de los chamanes y los sacerdotes del vudú de Haití y otras islas caribeñas. Las alteraciones mentales y físicas provocadas por sus supuestos embrujos no eran nada más que la intoxicación lograda a través del astuto uso de los alcaloides.
El capítulo segundo narraba sus viajes por Latinoamérica y señalaba que «una parte, inusitadamente alta, de plantas alteradoras de la mente, es originaria del Nuevo Mundo. El gi-i-wa de los miztecas, el hongo sagrado conocido como teonancatl (carne divina) por los aztecas, los hongos arbóreos de los yurimanga del Perú, la poción para conjuros ayahuasca destilada por los zaparo a partir de la trepadora banisteriopsis, según la descripción de Villavicencio (1858)… Se puede decir que todos ellos producen exudaciones alcaloides similares, químicamente, a las obtenidas de la Atropa belladonna. Todos ellos son Fantasticantes, todos ellos son merecedores de mayores estudios.
»Yo, sin embargo, he elegido concentrar mis atenciones sobre una fuente específica de belladonna: el árbol datura, específicamente el subgénero brugmansia, debido a sus propiedades vegetativas únicas. El resto de este volumen estará dedicado, pues, a tal estudio.»
Miré las ilustraciones realistas y detalladas imágenes de arbustos y arbolitos, todos ellos mostrando anchas hojas, caídas, con flores como trompetas, de color amarillo o blanco y unas frutas grandes, lisas y como vainas…, y salté al tercer capítulo.
Tal como lo contaba el intrépido profesor S-V: «La brugmansia es la Fantasticante arquetípica, tanto porque la ingestión de sus diversas partes produce estados del comportamiento que mimetizan, de modo asombroso, los síntomas de la demencia aguda y otras enfermedades mentales, como por el grado de control humano que puede ejercerse sobre sus efectos.»
Control humano. Seguí leyendo, con el corazón batiéndome en el pecho:
«Tal control es debido al hecho de que los arbustos de la brugmansia tienden a sufrir mutaciones espontáneas y rápidas y que esas mutaciones pueden ser propagadas fácilmente a base de plantar un trozo de tallo en la tierra húmeda. El proceso es tan simple que, en principio, hasta un niño no muy listo podría llevarlo a cabo.
»He descubierto, en los valles que hay más allá de los Altos Andes, la existencia dominante de “razas” de esas especies curiosamente deformadas, algunas de ellas tan alteradas, que ha desaparecido cualquier similitud con la planta originaria. Curiosamente, cada una de ellas tiene propiedades fantasticantes únicas y predecibles, que sin duda son causadas por diminutas alteraciones químicas. El uso de esas “razas” no está limitado a una tribu: los chibchas, los chocos, los quechuas y los jíbaros son algunos de los nativos que se han convertido en unos expertos en su aplicación. (La seguridad personal me aconsejó el no entrar en contacto con algunas otras tribus.)
»Los indios utilizan esas “razas” de un modo muy específico. Una está destinada a disciplinar a los niños desobedientes, que son obligados a beber una poción de semillas pulverizadas y desleídas en agua. Provoca alucinaciones auditivas, durante las cuales los antepasados fallecidos se les aparecen a los niños para reprenderlos. A otra se le atribuye el poder revelar la localización de los tesoros ocultos en las tumbas; mientras que otra es empleada para preparar a los guerreros para la batalla, al hacer aparecer ante ellos los rostros ensangrentados de los enemigos a los que van a matar. Y, aunque no lo he presenciado personalmente, se me ha dicho que una de las tribus más salvajes emplea una “raza” de la brugmansia aurea para intoxicar a las esposas y a los esclavos de los guerreros muertos, para que así consientan sin lucha a ser enterrados vivos con sus amos.
»Las “razas” varían en potencia, y el chamán de cada tribu conoce muy bien cuáles son débiles y cuáles son potentes. De hecho, lo que es más asombroso es el grado de sofisticación con el que, esos llamados primitivos, son capaces de manipular la mente humana a través del empleo selectivo de alcaloides intoxicantes.»
Dejé el libro, sintiéndome congelado e inquieto. Hacía poco más de un año me había metido en un invernadero de horrores, horribles clones, resultado de la venganza de un loco contra los hados. Y ahora, allá estaba yo de nuevo, enfrentándome a la Naturaleza en sus manifestaciones más perversas. Mis pensamientos se vieron interrumpidos por el ruido de pasos. Vi a Jennifer, llevando los brazos repletos de libros, bajar las escaleras y dirigirse hacia la sección en la que yo había hallado el libro de Shinners-Vree.
—¡Eh! —la llamé y ella tuvo un sobresalto, protegiéndose instintivamente con los brazos y dejando que los libros cayesen estrepitosamente al suelo. Se colocó la mano sobre el corazón y se volvió hacia mí, pálida y con los ojos desorbitados.
—Oh —inspiración profunda—. Me has asustado, Alex.
—Lo siento —dije, alzándome y yendo a su lado—. ¿Estás ya bien?
—Muy bien —dijo, apresuradamente.
Me incliné y recogí los libros.
—Es tonto el estar tan sobresaltada —me explicó—. Pero es que aquí abajo todo resulta un tanto fantasmal.
Lanzó una risa nerviosa.
—Es como si fuéramos las primeras personas que bajan aquí desde hace siglos.
—Probablemente lo seamos —estuve yo de acuerdo—. ¿Qué es lo que andas buscando?
—Un viejo libro de botánica. He hallado algo, y esa es la fuente original.
—Ven conmigo —le dije y la llevé al cubículo.
Tras depositar los libros, alcé el gran volumen encuadernado en lona.
—¿Es este?
Lo tomó y hojeó las pesadas páginas.
—¡Sí!
—¿No será que te ha llevado a él una referencia en una monografía antropológica de Stanford, McAllister y otros, 1972?
Me miró asombrada y luego tomó un delgado volumen del montón que había sobre la mesa, lo abrió y leyó:
—«El uso de los alcaloides anticolinérgicos herbales en el mantenimiento del orden social: los rituales de la brugmansia entre los indios del Valle de Sibundoy, en el sur de Colombia. Por McAllister, Levine y Palmer.» ¿Cómo lo has sabido?
—Por un pie de página en una obra sobre la guerra química. ¿Y tú?
—Por una referencia en una revista antropológica en un artículo sobre los ritos de enterramiento en vida. Asombroso.
—El típico caso de grandes mentes yendo en la misma dirección.
Nos trasladamos del pequeño cubículo a una gran mesa. Ella me escuchó mientras le resumía el libro de Shinners-Vree y luego alzó la monografía de McAllister y me dijo:
—El grupo de Stanford siguió los pasos de Shinners-Vree, Alex. Usando su libro fueron al Valle de Sibundoy, en busca de cultos alucinogénicos. McAllister era el profe, los otros dos eran estudiantes que trabajaban a sus órdenes. Cuando llegaron allá encontraron las cosas virtualmente iguales a como las había descrito Shinners-Vree: a varias pequeñas y poco conocidas tribus, viviendo al pie de los Andes, clonando la brugmansia y empleándola para cada uno de los aspectos de sus vidas: religión, medicina, ritos de la madurez. El gobierno colombiano estaba planificando una autopista que amenazaba con destruir la jungla y erradicar las tribus, así que se apresuraron a recoger sus datos.
»Levine se dedicaba a las variantes bioquímicas entre los clones. Descubrió que el ingrediente psicotomimétrico que había en todos ellos era algún tipo de alcaloide anticolinérgico…, muy similar a la atropina y a la escopolamina. Pero su análisis no logró identificar las diminutas diferencias entre los clones, y no he encontrado ninguna otra publicación que se le atribuya, así que sus investigaciones no debieron de dar fruto.
»Palmer estaba más orientada hacia la cultura. Y era mucho más productiva: el libro fue su tesis doctoral. ¿Crees que pondrían último su nombre por haber sido una mujer?
—No me extrañaría.
—Alabado sea Dios por el feminismo. En cualquier caso, su investigación dio como resultado una detallada descripción de cómo eran usados los anticolinérgicos para el control social. Su principal hipótesis era que, para los indios, las drogas ocupaban él lugar de Dios. En la parte de las disquisiciones, especula con el que todas las religiones hayan tenido su origen en experiencias psicodélicas. Una afirmación muy radical. Pero lo que es más importante para nosotros, Alex, es que esos indios sabían exactamente qué clone usar para que produjesen exactamente el síntoma que ellos buscaban. Y eso es prueba de que puede hacerse.
—Envenenamiento por atropina —murmuré—. El caldero de una bruja moderna.
—¡Exactamente! —exclamó ella, excitada—. Los anticolinérgicos bloquean la acción de la acetilcolina en la sinapsis y mandan al traste la transmisión nerviosa. Uno podría liar mucho la mente de alguien, a base de usarlos. Y no se le ocurriría a un psiquiatra el buscarlos de modo rutinario en los tests, ¿no es cierto?
—No, a menos que fuera algo que se consumiese en la calle. ¿Te has encontrado con algo al respecto?
—No, y he peinado los índices de psicofarmacia. En dosificaciones diminutas, la atropina y la escopolamina son relajantes, y son empleadas en los fármacos que no precisan de receta médica: pastillas para dormir, ungüentos para las alergias, esos pequeños parches que una se pone detrás de la oreja para combatir el mareo. Pero, hace años, eran recetadas en concentraciones más altas, y ocasionaban problemas de efectos secundarios. La escopolamina se les daba a las mujeres parturientas, con el fin de ayudarlas a olvidarse del dolor. La mezclaban con morfina y la llamaban «el sueño del anochecer». Pero aquello dañaba al feto y ocasionaba ataques psicóticos en algunas pacientes. La atropina la empleaban para la enfermedad de Parkinson, como un antiespasmódico. Reducía los temblores, pero los pacientes empezaban a convertirse en pseudoseniles: olvidadizos, confusos, y paranoides…, un verdadero problema, hasta que desarrollaron drogas sintéticas con efectos secundarios más suaves.
Pseudosenilidad. Eso me recordaba algo… Era un recuerdo huidizo…, que corrió por mi mente como una lagartija hasta lograr ocultarse tras una roca.
—Y, a principios de siglo —prosiguió ella—, había algo a lo que llamaban cigarrillos contra el asma, que eran de belladonna mezclada con tabaco. Dilataban los bronquiolos, pero si uno fumaba demasiado, les causaban problemas graves: delirio, alucinaciones y una profunda pérdida de la memoria. Lo que es otro punto importante: los anticolinérgicos destruyen la memoria. Si Jamey estaba drogado con ellos, uno podría tomarlo, dejarlo, manipularlo como si fuera una marioneta. Y si se le preguntaba al respecto al día siguiente, lo habría olvidado todo.
Se detuvo, recobró el aliento, y abrió su bloc de notas.
—Hay algo más —dijo, pasando rápidamente las páginas—. Encontré este pequeño trabalenguas acerca de los síntomas del envenenamiento por la belladonna, y lo copié.
Me entregó el bloc, y yo lo leí en voz alta:
—«Loco de atar, seco como un hueso, rojo como un tomate y tan ciego como un topo.»
Pensé un momento.
—Boca seca y enrojecimiento —comenté—. Efectos parasimpatéticos.
—¡Sí! Y, cuando leía eso, me acordé del día en que Jamey se puso tan agitado en una de nuestras reuniones en grupo. Y las otras veces que le vi portándose de un modo raro. ¡Alex, durante cada uno de esos momentos, estaba con la cara muy roja! ¡Rojo como un tomate! ¡Respirando con dificultad! Estoy segura de habértelo mencionado.
—Lo hiciste —y también lo había hecho Sarita Flowers. Y Dwight Cadmus, al describir la noche en que Jamey había destrozado su biblioteca. Me concentré y recordé sus palabras exactas: rojo y abotargado, y respirando con jadeos.
Mirando los libros que ella había recogido, le pregunté:
—¿Hay algo aquí sobre las interacciones de las drogas?
Tomó un grueso volumen rojo y me lo entregó.
Busqué la sección dedicada a los fármacos contra el Parkinson y la estudié. La advertencia a los médicos se hallaba hacia la mitad del párrafo acerca de las contraindicaciones y había sido colocada dentro de un rectángulo de gruesos lados negros:
Los anticonlinérgicos eran potenciados por la toracina.
La administración de los tranquilizantes antipsicóticos estandard podía resultar dañina, e incluso fatal, para los pacientes del Parkinson u otros a los que se les hubiera administrado atropina o uno de sus derivados, enredando el sistema nervioso y creando intensos delirios y pseudolocura. Pseudosenilidad.
Esto sacó a la lagartija de detrás de la piedra y me permitió atraparla: se trataba de la revista de regalo que había encontrado aquella noche en el vestíbulo del hospital: The Canyon Oaks Quaterly. En ella había un artículo acerca del síndrome anticolinérgico en los ancianos. El falso diagnóstico de sensibilidad, causado por una psicosis inducida por los fármacos.
Si realmente Jamey había sido envenenado con derivados de la belladonna, los fármacos que Mainwaring le había metido en el cuerpo en virtud de un tratamiento, le habían hecho caer en un infierno artificial. El guión sobre el doctor malvado iba tomando cada vez mejor aspecto.
Dejé el libro y traté de aparentar calma.
—Es esto, ¿no crees? —me preguntó Jennifer.
—Concuerda —le dije—, pero necesitarías clones de la brugmansia para conseguir que lo acepten. ¿Dónde vas a encontrar algo así?
—Quien lo haya hecho debió lograrlo de alguien que haya estado en la jungla —me contestó—, lo buscaría antes de poner en marcha el plan. A un botánico o explorador.
Tomé la monografía de Stanford y la estudié. Al final del texto había varias páginas de fotografías. Una de ellas me llamó la atención.
Era una escultura en piedra, un ídolo usado en un rito alucinógeno de enterramiento. La miré con mayor detenimiento: era un sapo acurrucado con cara de humano de ojos rasgados; con un casco emplumado coronando la cabeza burdamente tallada. Tosca, pero extrañamente poderosa.
Había visto algo igual no hacía demasiado.
Yendo rápidamente al principio de la monografía, leí los nombres de los autores: Andrew J. McAllister, Ronald D. Levine, Heather J. Palmer.
Heather J. Palmer. Un nombre en un recorte de periódico: un matrimonio en Palo Alto, en junio. La madre de la novia había sido miembro destacado de las Hijas de la Revolución Americana. Su fallecido padre, el diplomático, había prestado sus servicios en Colombia, Brasil y Panamá, en donde había nacido ella.
Después de todo, la futura esposa de Dwight Cadmus sí que había efectuado un trabajo de campo.