27
La tormenta continuaba airada, golpeando la costa y envolviéndola con sudarios de niebla. La Autopista de la Costa del Pacífico estaba cerrada para los no residentes más allá de Topanga, a causa de los deslizamientos de barro y la escasa visibilidad. La patrulla de carreteras estaba presente en masa, colocando barreras y pidiendo identificaciones. Milo tomó la luz intermitente magnética que llevaba dentro del coche, y la colocó en el techo del Matador. Habiendo devuelto su empapado brazo al volante, fue maniobrando para llegar a la cuneta y fue dejando atrás el tapón de caros vehículos.
Frenó a la orden de un capitán de la Patrulla de Carreteras de California, llevó a cabo con el otro el ritual intercambio de lugares comunes policiales y siguió el camino. Cuando llegamos a la autopista propiamente dicha, los neumáticos del Matador resbalaron y el coche patinó antes de lograr tracción. Disminuyó la velocidad, entrecerró los ojos y siguió las luces traseras de un BMW con placas de conveniencia que indicaban que era el HALS TOY (el juguete de Hal). La radio policial vomitaba una letanía de desastres: choques mortales en las autopistas de Hollywood y de San Bernardino; un camión averiado que obstruía el paso de Cahuenga; una olas increíbles ponían en peligro lo que quedaba del muelle de Santa Mónica.
—La maldita ciudad es como un niño malcriado —gruñó—. Si las cosas no van de coña, se desmorona.
A la izquierda estaba el océano, agitado y negro, a la derecha el borde sur de las montañas de Santa Mónica. Pasamos por una sección de la autopista que había sido maltratada por los desprendimientos, hacía dos años, quedando las laderas de las colinas despellejadas como un animal de matadero. El arte y la química habían acudido al rescate: la desnudada tierra había sido preservada bajo una inmensa cobertura de fibra de vidrio rosada, con el tipo de engañosa topografía usada en los estudios cinematográficos, completa con grietas de la erosión moldeadas y matorrales simulados. Una solución a lo Disneylandia, sintéticamente perfecta.
La casa estaba a tres kilómetros en dirección a Malibú, en el lado malo de la Autopista de la Costa del Pacífico, segregada de la arena y el mar por cuatro carriles de asfalto. Era un rancho del estilo de los cincuenta, pequeño, con una sola planta de estucado blanco, bajo un tejado compuesto, con la fachada principal cubierta con ladrillos viejos y, como única decoración externa, unos planteles de matorrales, que acariciaban un sendero de asfalto que iba hasta la casa. Unido a la casa había un garaje doble. Delante, donde debería haber estado un prado de césped, se veía una superficie de cemento, manchada de aceite. Por lo menos trescientos mil dólares en el mercado inmobiliario actual.
Aparcado en el cemento había un sedán Mercedes verde guisante. A través de sus ventanillas empañadas por la lluvia se veía un destello blanco: una bata de doctor, dejada en el asiento del pasajero.
—Creo que lo tengo todo bastante claro —me dijo Milo, aparcando cerca de la casa y apagando el motor—, pero hazme el favor de tener los oídos bien abiertos, por si trata de despistarme con tecnicismos.
Salimos y corrimos hasta la puerta delantera. El timbre estaba estropeado, pero la llamada de Milo con los nudillos originó una rápida respuesta: una raja de delgado rostro a través de una rendija de puerta, apenas si entreabierta.
—¿Sí?
—Policía, doctor Mainwaring. Soy el sargento Sturgis, de la División del Oeste de Los Ángeles. Creo que ya conoce usted al doctor Delaware. ¿Nos permitiría entrar, por favor?
Los ojos de Mainwaring se trasladaron hiperveloces de Milo a mí y de vuelta a Milo, para acabar finalmente por posarse en un punto situado en algún lugar del amplio torso de mi amigo.
—No entiendo…
—Me alegrará mucho podérselo explicar todo, señor… —sonrió Milo—, si nos permite salir de debajo de este aguacero.
—Sí. Naturalmente.
La puerta se abrió. Entramos y él se echó hacia atrás, mirándonos y sonriendo nervioso. Despojado de su uniforme y estatus no resultaba nada impresionante: un hombre de mediana edad, hombros cargados, desnutrido y agobiado por el trabajo, con un rostro de lobo manchado por la pelusa cana de un día sin afeitarse, con las manos en los costados abriéndose y cerrándose incontroladamente. Vestía un grueso suéter gris de pescador sobre unos arrugados pantalones de trabajo color oliva y unas maltrechas zapatillas. Estas mostraban una carne blanca marmórea con venillas azules.
El interior de la casa era húmedo y tan desprovisto de estilo, que se había tornado psicológicamente invisible: una sala de estar blanca con unos muebles sin personalidad, que parecían haber sido tomados, tal cual, de la vitrina de una casa de venta de mobiliario; de las paredes colgaba el tipo de paisajes y marinas que pueden ser comprados a peso. Más allá de la puerta entreabierta, que había en la parte de atrás de la sala, se veía un largo y oscuro pasillo.
El área adyacente, originalmente el comedor, había sido transformada en una oficina, con la mesa cubierta por altos montones del mismo tipo de basura que recordaba haber visto en el sanctum de Mainwaring en Canyon Oaks. Una fotografía enmarcada de dos chicos de aspecto triste, el chico de siete u ocho, la niña un par de años mayor, estaba apoyada contra un montón de revistas médicas. Había comida en la mesa: un tetra-brik de zumo de naranja, una bandeja de galletas y una manzana medio mordisqueada y que la oxidación había tornado marrón. En el suelo había uno de esos juguetes-robot, un avión a reacción, que se transforman en otros objetos cuando son manipulados por unos deditos hábiles. Más allá del excomedor había una cocina color verde pistacho, que aún olía a la última preparación de col y carne hervida. Una fuga de órgano de Bach surgía de una pequeña radio de transistores.
—Pónganse cómodos, caballeros —dijo Mainwaring, haciendo un gesto hacia un sofá tapizado en algodón, con el color y el tacto de copos de cereal congelados.
—Gracias —dijo Milo, quitándose el impermeable.
El psiquiatra lo tomó, y también mi London Fog, mirándolos como si fueran especímenes médicos.
—Voy a colgarlos.
Llevó ambas prendas a través de la puerta trasera y por el pasillo, desapareciendo en la oscuridad, durante el bastante tiempo como para que Milo empezase a agitarse nervioso. Pero un momento más tarde regresó, cerrando tras de sí la puerta.
—¿Puedo ofrecerles algo? ¿Café o galletas?
—No, gracias, doctor.
El psiquiatra miró las galletas de la mesa, se lo pensó un momento, luego se sentó, doblando su delgado cuerpo para acomodarlo a un sillón de seudoterciopelo verde. Tras seleccionar una pipa tipo bulldog de un pipero que había sobre la mesita baja, la llenó de tabaco, encendió, chupó el humo y se recostó, exhalando una humareda azul y acre.
—Bueno, pues, ¿qué puedo hacer por usted, sargento?
Apareció el bloc de notas. Milo mostró una sonrisa estúpida.
—Creo que esto debe de ser nuevo para alguien como usted, ¿no? Me refiero al que yo tome notas mientras usted habla.
Mainwaring sonrió con justo un poquillo de impaciencia.
—Déjeme solucionar primero algunos detalles, doctor. ¿Cuál es su nombre?
—Guy. Guy Martin.
Mainwaring me miró interrogadoramente, como si esperase algún gesto disimulado o alguna otra señal de una camaradería entre nosotros. Aparté la vista.
Milo se colocó el bloc sobre la rodilla y garabateó.
—Guy Martin Mainwaring…, muy bien…, y usted es un psiquiatra, ¿no es así?
—Correcto.
—Lo que significa que usted cobra diez dólares más por hora que el doctor Delaware aquí presente, ¿no es así?
Los ojos de Mainwaring se entrecerraron por la hostilidad mientras volvía a mirarme, inseguro de a qué se estaba jugando, pero convencido, repentinamente, de que yo jugaba en el otro equipo. Se mantuvo en silencio.
—Por su acento es usted británico, ¿verdad?
Mainwaring asintió con la cabeza:
—Inglés.
—¿En dónde estudió usted, en la Gran Bretaña?
—Asistí a la Universidad de Sussex —recitó secamente el psiquiatra—, allí fue dónde obtuve mi M. B.
—¿Qué es eso?
—Significa Bachiller en Medicina.
—Entonces, ¿es usted un Bachiller, no un doctor?
El psiquiatra suspiró.
—Se le llama así, sargento, pero es equivalente al Doctorado en Medicina americano.
—Oh. Yo pensé que a los doctores le llamaban mister en el Reino Unido.
—A los médicos no cirujanos se les llama doctor, a los cirujanos mister. Es otra de nuestras raras tradiciones británicas.
—¿Y qué título usa usted aquí, en los Estados Unidos?
—Doctor en Medicina, justo para evitar equivocaciones como la que usted acaba de cometer, sargento —cuando Milo no dijo nada, él añadió—. Es totalmente legal, sargento.
—Desde luego es confuso. Quizá todo sería más simple si me limito a llamarle señor Guy, ¿no?
Mainwaring mordisqueó la pipa y expulsó humo irritadamente.
—Iba a contarme usted lo que hizo después de obtener su…, M. B., doctor.
—Logré entrar como residente en el Hospital Maudsley en Londres y luego se me otorgó el cargo de auxiliar de Cátedra en el Departamento de Psiquiatría.
—¿Qué era lo que usted enseñaba?
Mainwaring miró al policía como si fuera un niño obtuso.
—Psiquiatría Clínica, sargento.
—¿Alguna parte en especial?
—Instruía al cuadro clínico en el cuidado completo de los pacientes. Mi especialidad era el tratamiento de las psicosis principales. Los aspectos bioquímicos del comportamiento humano.
—¿Hizo alguna investigación?
—Alguna, sargento. Pero lo cierto es que debo de preguntarle…
—Se lo pregunto porque el doctor Delaware ha hecho mucha investigación, y siempre que me habla de ello, me resulta muy interesante.
—Estoy seguro de que así es.
—Entonces, ¿acerca de qué fueron sus investigaciones?
—El sistema del limbo. Es una parte del cerebro inferior que está relacionado con las emociones…
—¿Y cómo lo estudiaba…, examinando el cerebro de la gente?
—Ocasionalmente.
—¿De gente viva?
—De cadáveres.
—Esto me hace acordar de algo —dijo Milo—. Es sobre ese tipo, Cole: lo ejecutaron el año pasado en Nevada; acostumbraban a darle ataques de ira y estrangulaba mujeres. Mató un número no determinado, entre trece y treinta. Cuando hubo muerto, un doctor le extrajo el cerebro, para ver si podía hallar algo que pudiese explicar el comportamiento del tipo. Eso fue ya hace un tiempo, y no he sabido si logró encontrar algo. ¿Han escrito algo al respecto en las revistas médicas?
—Realmente no lo sé.
—¿Qué es lo que cree usted? ¿Podría mirar un cerebro y decir algo acerca de sus tendencias criminales?
—Los orígenes de todo comportamiento están en el cerebro, sargento, pero no es tan simple como para que únicamente mirando…
—Entonces, ¿qué es lo que usted hacía con esos cerebros de cadáveres?
—¿Qué?
—¿Cómo los estudiaba?
—Llevaba a cabo estudios bioquímicos sobre…
—¿Con un microscopio?
—Sí. En realidad, no usaba cerebros humanos demasiado frecuentemente. Mis sujetos más corrientes eran los mamíferos de nivel superior…, los primates.
—¿Monos?
—Chimpancés.
—¿Cree usted que se puede descubrir mucho sobre los cerebros humanos a base de estudiar los de los monos?
—Dentro de unos límites. En términos de la función cognisciente, el pensar y el razonar, el cerebro del chimpancé es mucho más limitado que su contrapartida humana. Sin embargo…
—Pero eso también lo son algunos cerebros humanos, ¿no? Me refiero a que son limitados.
—Infortunadamente eso es cierto, sargento.
Milo inspeccionó sus notas y cerró el bloc.
—Así que —comentó—, es usted un experto.
Mainwaring bajó la vista con forzada modestia y limpió el exterior de la pipa con el borde de su suéter.
—Uno trata de hacerlo lo mejor posible.
Mi amigo se dio vuelta hacia mí.
—Tenías razón doctor D. Él es la persona adecuada para hablar de eso —y, volviéndose hacia Mainwaring—. Estoy aquí para lograr un poco de educación médica, doctor. Digamos que necesito consultar a un experto.
—¿Con respecto a qué?
—A las drogas. Y cómo afectan al comportamiento.
Mainwaring se puso tenso y me miró fijamente.
—¿En relación con el caso Cadmus? —preguntó.
—Posiblemente.
—Entonces, me temo que no voy a poder serle de mucha ayuda, sargento. James Cadmus es mi paciente, y toda información que yo posea es confidencial.
Milo se alzó y caminó hacia la mesa del comedor. Tomó la foto de los dos chicos y la examinó.
—Unos chicos majos.
—Gracias.
—La niña se parece mucho a usted.
—En realidad, ambos se parecen a su madre, sargento. Normalmente me encantaría ayudar, pero tengo una cantidad agobiante de trabajo por hacer, así que si me perdonan…
—¿Se trae el trabajo a casa?
—¿Perdóneme?
—Le decía que ya veo que se ha tomado un día libre y traído el trabajo para hacerlo en casa.
Mainwaring se alzó de hombros y sonrió.
—A veces es el único modo de acabar con el papeleo.
—¿Y quién se ocupa de los pacientes cuando usted no va?
—Tengo en mi equipo a tres excelentes psiquiatras.
Milo volvió a la sala de estar y se sentó.
—¿Cómo el doctor Djibouti? —preguntó.
Mainwaring trató de ocultar su sorpresa tras una cortina de humo.
—Sí —dijo, exhalando—. El doctor Djibouti. Y los doctores Kline y Bieber.
—El motivo por el que sé ese nombre es porque, cuando llamé al hospital para hablar con usted, me pasaron al psiquiatra de guardia, que era el doctor Djibouti. Un tipo muy simpático. ¿Qué es, iraní?
—Hindú.
—Me dijo que llevaba usted ausente cuatro días.
—He tenido un catarro muy fuerte —como para ilustrarlo, se sorbió los mocos.
—¿Qué es lo que usa usted para combatirlo?
—Aspirinas, muchos líquidos, descanso.
Milo chasqueó los dedos y mostró una sonrisa como la del que de repente comprende algo.
—¿Eso es todo? Vaya, por un momento pensé que iba a enterarme de un secreto médico.
—Me encantaría tener uno que pasarle, sargento.
—¿Y qué me dice del caldo de pollo?
—De hecho, ayer me hice un caldero de verdura. Que es un noble paliativo.
—Hablemos de drogas —dijo Milo—. A un nivel puramente teórico.
—Por favor, sargento. Estoy seguro de que se da cuenta de que mi posición como testigo de la defensa del señor Cadmus me impide cualquier discusión del tema con la policía.
—Eso no es exactamente cierto, doctor. A lo único que nos está prohibido acceder es a sus conversaciones con Cadmus, a sus notas y a su informe final. Y, una vez haya testificado usted ante el tribunal, incluso eso estará a nuestra disposición.
Mainwaring agitó la cabeza.
—No siendo abogado, no puedo valorar la validez de esa afirmación, sargento. En cualquier caso, no tengo nada que ofrecerle a modo de especulación teórica; cada caso debe de ser juzgado por sus características propias.
Milo se inclinó repentinamente hacia adelante haciendo sonar los huesos de sus dedos. El sonido hizo sobresaltarse a Mainwaring.
—Podría llamar usted a Souza —dijo el detective—. Si decide comportarse como debe, le dirá que yo tengo razón y le pedirá que coopere. O puede ordenarle que usted gane tiempo, mientras él acumula el suficiente papel como para detenerme… Cualquier cosa en lugar de aparecer impotente; a los abogados les gusta demostrar que son poderosos. Mientras tanto, usted estará perdiendo el tiempo: lo sacaremos de esta bonita casa, le obligaremos a dar un largo paseo en coche con este tiempo de perros, le haremos quedarse en una fea habitación en la comisaría del Oeste de Los Ángeles, aguardando impaciente, mientras Souza y el fiscal del distrito se lanzan el uno al otro palabrejas técnicas de las de cincuenta dólares cada una. Y todo ello a costa del tiempo que usted podría estar dedicando a su papeleo. Y, cuando todo haya acabado, hay la probabilidad de que aún así se le requiera a hablar conmigo.
—¿Con qué fin, sargento? ¿Cuál es el propósito de todo esto?
—Trabajo de la policía —dijo Milo, abriendo de nuevo el bloc y escribiendo en el mismo.
Mainwaring le dio un buen mordisco a la pipa.
—Sargento —dijo con los dientes apretados—. Creo que está tratando de forzarme.
—Jamás intentaría tal cosa, doctor. Solo estaba tratando de mostrarle las opciones que tenía usted.
El psiquiatra me lanzó una mirada asesina.
—¿Cómo le permite su ética participar en este tipo de ultraje?
Cuando no le contesté, se puso en pie y caminó hasta un teléfono que descansaba sobre una rinconera. Levantó el auricular y marcó tres dígitos antes de colgar de nuevo.
—¿Qué es lo que quiere saber exactamente?
—Cómo afectan el comportamiento las diferentes drogas.
—¿A un nivel teórico?
—Justo.
Se sentó otra vez.
—¿Qué tipo de comportamiento, sargento?
—La psicosis.
—El doctor Delaware y yo ya hemos discutido eso, y estoy seguro de que él se lo habrá dicho —volviéndose hacia mí—: ¿Por qué infiernos se emperra en seguir un camino que no le lleva a ninguna parte?
—Esto no tiene nada que ver con el doctor Delaware —le dijo Milo—. Como ya le he dicho antes, esto es trabajo policial.
—Entonces, ¿por qué está él aquí?
—Como consejero técnico. ¿Preferiría usted que esperase en otra habitación?
Esta sugerencia pareció alarmar al psiquiatra.
—No —se hundió en el sillón, derrotado—. ¿Cuál sería la diferencia, llegados a este punto? Acabe ya con ello.
—Excelente. Hablemos un poco acerca del LSD, doctor. Simula la esquizofrenia, ¿no es así?
—No muy efectivamente.
—¿No? Pues yo creía que era un psicotomimético bastante bueno.
El uso del término esotérico hizo que se alzasen las cejas de Mainwaring.
—Solo con fines de investigación —afirmó.
Milo le miró expectante, y él alzó las manos.
—Es difícil explicarlo en una breve charla —dijo—. Bástele con saber que una persona informada nunca confundiría la toxicidad del LSD con la psicosis crónica.
—Estoy dispuesto a informarme —afirmó Milo.
Mainwaring iba a protestar, pero luego enderezó su espalda, se aclaró la garganta y asumió un tono pedante.
—La dietilamida del ácido lisérgico —entonó—, evoca una reacción parecida a la psicosis, que es aguda y bastante estereotípica, lo que en otro tiempo hizo que algunos investigadores la considerasen como una atractiva herramienta para sus estudios. Sin embargo, clínicamente, sus efectos difieren de un modo significativo de los síntomas de las esquizofrenias crónicas.
—¿Qué es lo que quiere decir usted con modo significativo?
—La intoxicación por LSD se caracteriza por unas exuberantes distorsiones visuales: paletas de colores, a menudo verde oscuro o marrón, cambios espectaculares en las formas y tamaños de los objetos familiares…, y unas irresistibles ilusiones de omnipotencia. Los usuarios del LSD pueden notarse enormes, como dioses, capaces de hacer cualquier cosa. Y es por esto por lo que algunos de ellos saltan por ventanas, convencidos de que pueden volar. Cuando ocurren alucinaciones en la esquizofrenia, generalmente son auditivas. Los esquizofrénicos oyen voces, son atormentados por ellas. Las voces pueden ser confusas e incomprensibles, o muy claras. Pueden aconsejar al paciente, insultarle, decirle que es un inútil o un malvado, darle instrucciones para llevar a cabo comportamientos inusitados. Y si bien pueden existir sensaciones de omnipotencia en la esquizofrenia, usualmente crecen o disminuyen en relación con un complejo sistema paranoico. La mayoría de los esquizofrénicos se creen buenos para nada, atrapados, insignificantes. Amenazados —se recostó y fumó, tratando de parecer profesional, pero sin lograrlo—. ¿Algo más, sargento?
—He visto a drogados del LSD que oían cosas —le dijo Milo—, y a muchos que estaban muy paranoides.
—Eso es cierto —aceptó Mainwaring—. Pero en el abuso del LSD, las perturbaciones auditivas son generalmente secundarias a las visuales. Y, muy a menudo, subjetivamente positivas. El paciente informa de una potenciación sensorial: la música suena más llena, más dulce. Los sonidos cotidianos adquieren timbres más ricos. La paranoia que usted cita es típica de la experiencia no placentera con el LSD…, lo que ellos llaman un mal viaje. Sin embargo, la mayoría de las reacciones del LSD son experimentadas como positivas. Expandidoras de la mente. Lo que está en total contraste con lo que provoca la esquizofrenia, sargento.
—¿No son locos felices?
—Desgraciadamente, no. La esquizofrenia es una enfermedad, no un estado recreativo. Pocas veces el esquizofrénico experimenta placer. Por el contrario, su mundo es hosco y terrible; su sufrimiento, intenso… Un infierno particular, sargento. Y, antes del desarrollo de la psiquiatría biológica, a menudo ese infierno era permanente.
—¿Y qué me dice del PCP?
—A Cadmus se le hicieron tests para ver si lo tomaba. Como también se le hicieron para el LSD.
—No estamos hablando de Cadmus, ¿recuerda?
Mainwaring palideció, parpadeó y luchó por recuperar su superioridad pedagógica. Sus labios temblaron y un anillo blanco se formó en derredor de los mismos.
—Sí, naturalmente. Es exactamente por esto por lo que yo no quería tener esta conversación…
—¿Cómo anda ese catarro?
El anillo blanco se expandió, luego desapareció, cuando el psiquiatra obligó a su rostro a relajarse.
—Mucho mejor, gracias.
—Ya me lo imaginaba, porque no le he visto sorberse los mocos desde esa primera vez. ¿Dice usted que le ha durado cuatro días?
—Tres y medio. Los síntomas acaban de desaparecer hace poco.
—Eso es bueno. Con un tiempo como este, uno tiene que ser muy cuidadoso. Procurar no caer en el estrés.
—Absolutamente —corroboró Mainwaring, buscando un significado oculto en el rostro del detective. Milo le respondió con una mirada pétrea—. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted, sargento?
—Estábamos hablando del PCP —le recordó Milo.
—¿Qué es lo que quiere usted saber acerca de esa droga?
—Para empezar, cómo simula la esquizofrenia.
—Esa es una cuestión extremadamente compleja. La fenciclina es un agente muy poco comprendido. Sin duda, el lugar principal de su actividad es el sistema nervioso autónomo. Sin embargo…
—Vuelve loca a la gente, ¿no es cierto?
—A veces.
—¿A veces?
—Eso es. Los individuos varían muchísimo en cuanto a su sensibilidad. Algunos usuarios habituales del PCP experimentan euforia; otros se tornan agudamente psicóticos tras una sola dosis.
—¿Psicóticos como los esquizofrénicos?
—No es tan simple, sargento.
—Puedo enfrentarme a la complejidad.
—Muy bien —Mainwaring frunció el entrecejo—. Para hablar de la esquizofrenia de un modo inteligente, uno tiene que tener en cuenta que no se trata de una única entidad de enfermedad. Es una colección de alteraciones, con una constelación de síntomas variables. Las reacciones a dosis moderadas de PCP se identifican mucho con el tipo que llamamos catatonia: perturbaciones de la postura corporal y del habla. Pero incluso la catatonia se divide en subgrupos.
Se detuvo, como si aguardase a que sus palabras se cristalizasen. Esperando haber dicho ya lo bastante.
—Prosiga —le urgió Milo.
—Lo que estoy tratando de enfatizar es que la fenciclidina es una droga compleja con reacciones complejas impredecibles. Yo he observado a pacientes que manifiestan el mutismo y las muecas de la catatonia estuporosa, a otros que muestran la tacalepsia cerúlea de la catatonia clásica…, se convierten en maniquíes humanos. Aquellos con los que es más probables que usted entre en contacto muestran síntomas que se parecen asombrosamente a la catatonia agitada: agitación psicomotora, habla profusa pero incoherente, violencia destructiva, dirigida tanto contra sí mismo como contra los otros.
—¿Y qué hay de la esquizofrenia paranoide?
—En algunos pacientes, unas dosis grandes de fenciclidina pueden causar alucinaciones auditivas de una naturaleza paranoide. Otros responden al abuso en gran escala con el tipo de grandiosidad e hiperactividad que lleva a un falso diagnóstico de psicosis afectiva unipolar…, manía, en términos vulgares.
—A mí me suena como un psicotomimético infernal, doctor.
—En lo abstracto. Pero, por sí mismo, esto no tiene sentido. Todas las drogas que son tomadas habitualmente son potencialmente psicotomiméticas, sargento. Las anfetaminas, la cocaína, los barbitúricos, el hashish. Incluso la marihuana puede producir síntomas psicóticos cuando se la toma en dosis suficientes. Por esto es, precisamente, por lo que cualquier psiquiatra que sepa lo que se hace observa cuidadosamente a su paciente, trata de averiguar si tiene un historial de uso de drogas y le hace tests para buscar narcóticos en su sistema, antes de establecer un diagnóstico de esquizofrenia.
—¿Ese tipo de comprobación es rutinario?
Mainwaring asintió con la cabeza.
—Así que, lo que me está usted diciendo es que, aunque las reacciones a las drogas pueden mimetizar la esquizofrenia, resultaría muy difícil engañar a un doctor.
—Yo no iría tan lejos. No todos los doctores son tan sofisticados en lo que se refiere a los agentes psicoactivos. Un observador inexperto, como un médico de Medicina General, e incluso hasta un residente psiquiátrico al que le faltase familiaridad con las drogas, podría concebiblemente confundir una intoxicación por drogas con una psicosis. Pero no un psiquiatra titulado y con experiencia.
—Que es lo que usted es.
—Correcto.
Milo se levantó del sofá, sonriendo con cara de borrego.
—Así que supongo que he estado ladrando bajo el árbol equivocado, ¿no?
—Me temo que sí, sargento.
Caminó hasta Mainwaring y lo miró desde lo alto, dejó a un lado su bloc y comenzó a tender la mano. Pero, justo cuando el psiquiatra empezaba a tenderla a su vez, la retiró y se rascó la cabeza.
—Una cosa más —dijo—. Esa comprobación rutinaria, ¿incluye a los anticolinérgicos?
La pipa tembló en la boca de Mainwaring. Usó una mano para mantenerla quieta, luego se la sacó de la boca e hizo todo un espectáculo de examinar el tabaco del interior.
—No —dijo—. ¿Por qué iba a hacerlo?
—He hecho alguna investigación por mi cuenta —le dijo Milo—. He descubierto que los derivados de la atropina y la escopolamina han sido empleados para enloquecer a la gente. Por los indios de América del Sur, por las brujas medievales.
—¿La clásica poción de belladonna? —dijo Mainwaring como el que no quiere la cosa. Ahora le temblaban las dos manos.
—Eso mismo.
—Un interesante concepto —la pipa se le había apagado, y necesitó tres cerillas para volverla a prender.
—¿Verdad que sí? —Milo sonrió—. ¿Alguna vez ha visto eso?
—¿La intoxicación forzada con atropina? No.
—¿Quién dijo nada de que fuera forzada?
—Yo…, esto, hablábamos de las brujas. Y supuse que usted…
—Me refería a cualquier tipo de intoxicación por atropina. ¿Alguna vez la ha visto?
—No desde hace muchos años. Es muy rara.
—¿Alguna vez hizo alguna investigación, o escribió algo referente a ella?
El psiquiatra reflexionó.
—No, que yo recuerde.
Milo me dio entrada a escena con una mirada.
—Había un artículo en The Canyon Oaks Quaterly —dije—. Acerca de la importancia de hacerles tests a los pacientes ancianos en busca de anticolinérgicos, para no equivocarse en el diagnóstico de la psicosis senil.
Mainwaring se mordió los labios y pareció dolorido. Acarició la boquilla de su pipa y contestó con voz baja y temblorosa:
—Ah, sí. Es cierto. Muchos de los agentes antiparkinsonianos contienen anticolinérgicos. Los fármacos más nuevos son más limpios en ese respecto, pero algunos pacientes no responden a los mismos. Cuando se usan los orgánicos, el tratamiento de las pacientes puede volverse resbaladizo. El artículo estaba pensado como un poco de educación continuada para los doctores que acostumbran a mandarnos pacientes. Tratamos de llevar a cabo este tipo de…
—¿Quién lo escribió? —preguntó Milo, mirando hacia abajo al psiquiatra.
—Fue el doctor Djibouti.
—¿Él solo?
—Básicamente.
—¿Básicamente?
—Yo leí un borrador. Él fue el autor primario.
—Interesante —dijo Milo—. Parece que aquí tenemos una pequeña discrepancia. Él dice que usted colaboró en la redacción. Que la idea original fue de usted, aunque él llevase a cabo la mayor parte del trabajo de redacción.
—Está mostrándose complaciente —Mainwaring sonrió preocupado—. Es la lealtad de un subordinado. En cualquier caso, ¿por qué tanta preocupación por un pequeño…?
Milo dio un paso más hacia adelante, de modo que el psiquiatra tuvo que inclinar mucho la cabeza hacia atrás para mirarle, puso las manos en sus caderas y agitó la cabeza.
—Doctor —dijo—. ¿Qué le parece si nos dejamos de todas estas idioteces?
Mainwaring se hizo un lío con la pipa, que se le cayó. Cenizas y rescoldos se desparramaron sobre la alfombra. Los contempló brillar, luego morir, y alzó la vista con el terror culpable del niño al que atrapan masturbándose.
—No tengo ni la menor idea…
—Entonces, déjeme que se lo explique. Hace solo un par de horas tuve una reunión con todo un grupo de especialistas en el Hospital del Condado. Profesores de Medicina: neurólogos, toxicólogos, un montón de otros ólogos. Expertos, justo como usted. Me mostraron informes de laboratorio. Pruebas buscando drogas. Me lo explicaron todo con términos que puede entender un policía. Parece ser que a James Cadmus lo han estado envenenando sistemáticamente con anticolinérgicos. Desde hace mucho tiempo. Durante el período que estaba a su cuidado. Los profesores estaban realmente horrorizados ante la idea de que un doctor le pudiera hacer esto a uno de sus pacientes. Se mostraron más que dispuestos a testificar. Incluso querían presentar una denuncia ante el Tribunal de Honor del Colegio de Médicos. Yo les contuve.
Mainwaring movió los labios sin pronunciar sonido. Recogió la pipa y apuntó con ella como si fuera una pistola.
—Todo eso es pura mentira. Yo no he envenenado a nadie.
—Los profesores creen todo lo contrario, Guy.
—¡Entonces están jodidamente equivocados!
Milo le dejó cocerse en su propio jugo un rato, antes de hablar de nuevo.
—¿Y usted hizo su juramento hipocrático? —le preguntó.
—¡Le digo que yo no he envenenado a nadie!
—Tal como lo ven los profesores, usted debió de suminístrale la droga cada vez que lo medicaba. No solo era un modo sutil de hacerlo, sino que había una ventaja añadida: parece ser que la torazina y las otras medicinas que usted le daba aumentaban los efectos de los anticolinérgicos. Potenciación, fue como lo denominaron.
—Lo metió usted en unas montañas rusas farmacológicas —añadí yo—. Las propiedades electroquímicas de sus terminales nerviosas estaban siendo alteradas constantemente. Que es el motivo por el que mostraba tan extrañas reacciones a la medicación: calmándose un día, perdiendo todo control al siguiente. Cuando su cuerpo estaba libre de anticolinérgicos, los antipsicóticos llevaban a cabo su trabajo de un modo adecuado; pero en presencia de la atropina se transformaban en venenos… Lo que también podría explicar la prematura diskinesia tardía. ¿Acaso no es una de las principales teorías sobre la diskinesia el que es causada por el bloqueo colinérgico?
Mainwaring dejó caer de nuevo la pipa, esta vez voluntariamente. Se metió ambas manos entre los cabellos y trató de fundirse con el sillón. Su rostro era tan blanco y húmedo como el bacalao hervido; sus ojos estaban febriles por el miedo. Bajo el grosor de su suéter, su pecho se movía laboriosamente.
—No es cierto —murmuró—. Yo nunca le envenené.
—De acuerdo. Entonces, fue algún sicario el que llevó a cabo el envenenamiento propiamente dicho —afirmó Milo—, pero usted es el experto. Usted dirigía la función.
—¡No! ¡Lo juro! ¡Ni siquiera lo sospeché hasta que…!
Se detuvo, gruñó y miró a otro lado.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta recientemente.
—¿Cuán recientemente?
Mainwaring no le contestó.
Milo repitió la pregunta, más secamente. Mainwaring seguía congelado.
—¿Hemos llegado a un punto muerto, doctor? —atronó el detective.
No hubo respuesta.
—Bueno, Guy —dijo Milo, abriéndose la chaqueta para revelar su sobaquera y acariciando las esposas que colgaban de su cinturón—, parece que ha llegado el momento del «tiene-usted-derecho-a-permanecer-callado». Sin duda quiere estar usted con la boca cerrada hasta que hable con un abogado. Pues hágase un favor a usted mismo y búsquese uno que tenga mucha experiencia en casos criminales.
Mainwaring se puso la cara en las manos y se inclinó hacia adelante.
—No he hecho nada criminal —murmuró.
—¡Entonces conteste a mi maldita pregunta! ¿Desde cuándo sabe lo del envenenamiento?
El psiquiatra se irguió en el sillón, con el rostro color ceniza.
—¡Juro que yo no tuve nada que ver con eso! Solo fue después de…, después de que él se hubo escapado, cuando empecé a tener sospechas. Tras mi encuentro con Delaware. Él no dejaba de presionarme acerca del abuso de las drogas, acosándome con el contenido alucinatorio, con la respuesta idiosincrásica a las fenotiacinas. En aquel momento yo descarté todo eso, pero se había tratado de un caso tan preocupante, que empecé a pensar…, acerca del abuso de drogas en particular, preguntándome si habría algo de cierto en…
—¿Y a dónde le llevo ese pensamiento? —inquirió Milo.
—De vuelta al historial médico de Cadmus. Cuando volví a leérmelo empecé a darme cuenta de cosas que tendría que haber advertido antes…
—¡Un momento! —le interrumpí irritado—. Yo también he leído ese historial. Tres veces. Y no había nada en él que indicase envenenamiento por atropina.
Mainwaring tuvo un escalofrío y juntó los dedos de sus manos, como si estuviera rezando.
—De acuerdo, tiene usted razón. No fue…, no estaba en el historial. Fue…, el ver las cosas desde otra perspectiva. Recuerdos. Cosas que no había anotado, cosas que debería haber anotado. Discrepancias. Síntomas discrepantes. Desviaciones de la norma. El enrojecimiento de la cara, la desorientación, la confusión. El precoz síndrome tardío. Yo acababa de escribir un artículo sobre el síndrome anticolinérgico, y aquello me había pasado por delante de las narices sin que yo me diera cuenta. Me sentí como un gran idiota. Un electroencefalograma al principio me hubiera puesto justo en la pista. La atropina causa actividad de ondas cerebrales lentas y rápidas mezcladas, alfas reducidas e incrementos en las deltas y betas. Si hubiera visto este tipo de pauta, lo hubiera comprendido, hubiera sabido desde el principio lo que aquello significaba. Pero nunca se hizo el electroencefalograma: el jodido radiólogo fue dando largas. Puede usted leerlo en el historial, está todo allá. Cuéntele lo de que el radiólogo no quiso cooperar, venga.
Traté de contener mi disgusto y aparté la mirada de él, clavándola en una marina tan mal hecha que lograba hacer parecer feo a Carmel.
—¿Oigo bien, Guy? —dijo irónicamente Milo—. ¿Está tratando usted de decirme que a usted…, a un especialista doctorado en el Imperio, lograron engañarle?
—Sí —susurró Mainwaring.
—Mentira —dije yo.
Con una mirada, Milo me dijo que no me metiera. Se inclinó de forma que su nariz quedó a un par de centímetros de la de Mainwaring. El psiquiatra trató de apartarse pero se lo impedía el respaldo del sillón.
—De acuerdo —dijo el detective—, aceptemos eso por el momento. Digamos que a usted le engañaron.
—Resulta humillante, pero es la ver…
—¿Se cree que ese tipo de ignorancia le va a permitir seguir en el limbo? —resopló Milo—. Acaba de admitir que lo sospechó todo después de hablar con Delaware. ¡Lleva sabiéndolo más o menos una semana! ¿Por qué demonios no dijo usted nada? ¿Cómo pudo dejar que el chico siguiese estando bajo esa clase de sufrimiento?
Agitó el bloc de notas ante la cara de Mainwaring.
—Sufrimiento intenso, hosco y terrible, un maldito infierno particular. ¿Por qué no paró usted eso?
—Iba…, iba a hacerlo. Me tomé este tiempo libre para formular…, para planear cómo hacerlo.
—Oh, Jesús, más caca de vaca —dijo Milo disgustado—. ¿Cuánto le pagaron, Guy?
—¡Nada!
—Caca de vaca.
Se abrió la puerta del pasillo, y una mujer entró en la sala. Joven, morena, conspicuamente voluptuosa con un jersey de cuello de cisne color rojo llama y tejanos apretados. Con ojos color bronce escudados tras largas pestañas. Con las mejillas esculpidas y los gruesos labios de una joven Sophia Loren.
—No es caca de vaca —dijo ella.
—¡Andrea! —exclamó Mainwaring, con vigor súbitamente renovado—. Manténte fuera de esto. ¡Insisto en ello!
—No puedo, querido. Ya no.
Caminó hasta el sillón, se quedó junto al psiquiatra y le colocó una mano en el hombro. Sus dedos se cerraron y Mainwaring se estremeció.
—No es ningún cobarde —dijo ella—. Ni mucho menos. Está tratando de protegerme. Soy Andrea Vann, sargento. Es a mí a quien pagaron.
El interrogatorio que le hizo Milo a Andrea fue uno de los más duros que recordaba haberle visto hacer. Ella lo soportó sin pestañear, sentada en el borde del sofá, con la espalda muy tiesa y estoica, con las manos unidas y quietas en su regazo. Cada vez que Mainwaring intentaba intervenir en su favor, ella le silenciaba con una acerada sonrisa. Al fin él se rindió, hundiéndose en un enfurruñado silencio.
—Repasemos esto otra vez —dijo el detective—. Alguien le deja cinco mil dólares en billetes en su apartamento junto con una nota diciéndole que habrá cinco mil más si abandona su puesto en cierta noche, y usted no hace pregunta alguna.
—Así es.
—O sea que este tipo de cosa es algo que a usted le sucede cada día…
—Ni mucho menos. Era irreal, como sacar el gordo en la lotería. La primera vez en años que tenía buena suerte. Me preocupaba el que alguien hubiera entrado en mi casa por la fuerza y sabía que aquel dinero era sucio, pero era pobre como una rata y estaba harta de serlo. Así que cogí el dinero, cambié la cerradura y no dije ni pío.
—Y rompió la nota.
—La hice pedacitos y los tiré por el agujero del retrete.
—Muy conveniente.
No dijo nada.
—¿Recuerda algo sobre la escritura? —le preguntó Milo.
—Estaba escrita a máquina.
—¿Qué me dice del papel?
Ella agitó la cabeza.
—Los únicos papeles en que me fijé en aquel momento tenían color verde: billetes de cincuenta dólares. Dos paquetes de cincuenta cada uno. Los conté dos veces.
—Seguro que sí. ¿Y no paró usted ni un momento de contar para preguntarse el porqué alguien la querría esa noche fuera del pabellón?
—Claro que sí. Pero me obligué a mí misma a dejar de hacerme preguntas.
Milo se volvió hacia Mainwaring.
—¿Cómo le llamaría usted a eso, Guy? ¿Supresión? ¿Negativa?
—Me sentía avara —dijo la Vann—. ¿Vale? Veía signos de dólar y bloqueaba la entrada en mi mente de todo lo demás. ¿Es eso lo que quiere usted oír?
—Lo que quiero oír es la verdad.
—Que es exactamente lo que le he estado contando.
—Justo —dijo Milo, y se atareó tomando notas.
Ella se alzó de hombros y preguntó si podía fumar.
—No. ¿Y cuándo decidió volver a dejar entrar otras cosas en su cerebro?
—Después de que Jamey fuese detenido por asesinato. Entonces me di cuenta de que me había metido en algo muy gordo. Me asusté…, me asusté mucho. Me enfrenté a ello insultándome hasta recuperar la calma.
—¿Cómo es eso?
—No dejé de decirme que era una idiota por permitir que la ansiedad obstaculizase el camino de la buena suerte. Una y otra vez, como cuando hipnotizas a alguien, hasta que me calmé. Yo quería los segundos cinco mil. Creía merecérmelos.
—Seguro, ¿por qué no? Un pago honesto por una honesta noche de trabajo.
—Oiga usted —intervino Mainwaring—. Usted no…
—No pasa nada, Guy —le dijo la Vann—. No puede poner la cosa peor de como está.
Milo señaló a Mainwaring con el pulgar arqueado.
—¿Cuánto tiempo hace que usted y él están liados?
—Casi siete meses. El próximo martes es nuestro aniversario.
—Feliz aniversario. ¿Tienen planes matrimoniales?
Ella y el psiquiatra intercambiaron significativas miradas. Los ojos de él estaba húmedos.
—Los teníamos.
—Entonces, ¿a qué vienen todo ese gemir y crujir de dientes acerca de la pobreza? Pronto hubiera sido usted la esposa de un doctor. Hasta entonces él podría haberle dejado dinero.
—Guy es tan pobre como yo —repasó con la mirada la triste habitación—. ¿Se cree que viviría así si no lo fuera?
Milo se volvió hacia Mainwaring.
—¿Es eso cierto? Y nada de caca de vaca, puedo comprobar de inmediato el estado de sus finanzas.
—Adelante, hágalo. No hay nada que comprobar, soy más pobre que una rata de sacristía.
—¿Malas inversiones?
El psiquiatra sonrió amargamente.
—La peor de todas. Un matrimonio podrido.
—Su mujer es una mala puta —escupió Andrea Vann—. Limpió sus cuentas conjuntas, logró una orden judicial sobre sus sueldos, le quitó los críos y hasta la última pieza de mobiliario, y se alquiló una mansión de doce habitaciones en Redondo Beach… Cinco mil al mes, más gastos. Luego le fue al juez con una declaración llena de malvadas mentiras, afirmando que no era un padre adecuado, y logró que hasta le quitasen el derecho a las visitas. ¡Si quiere ver a sus hijos tiene que someterse a una valoración psiquiátrica completa!
—Tenía —le corrigió Mainwaring—. El asunto queda cerrado ahora, Andy.
Ella se volvió hacia él.
—¡No seas tan jodidamente derrotista, Guy! ¡Hicimos un montón de cosas mal hechas, pero no hemos matado a nadie!
Se estremeció bajo la fiereza de las palabras de ella. Se mordisqueó los nudillos y miró la alfombra.
—Volvamos a encarrilar el tema —pidió Milo—. Dice usted que los siguientes cinco mil le llegaron una semana más tarde.
—Cinco días —dijo ella—. Sigue siendo igual que las otras dos veces que me lo ha preguntado. La historia no cambiará al volverla a contar, porque es la verdad.
—Y Guy, aquí presente, no sabía nada de todo ello.
—Absolutamente nada. Yo no quería que estuviera inmiscuido, no quería poner en peligro su lucha por la custodia de los niños. Mi plan era guardar ese dinero y que fuera como mi dote, para así poder empezar de nuevo. Le iba a sorprender entregándoselo, después de que nos hubiéramos casado.
—¿El Mustang era parte de esa dote?
Dejó caer la cabeza.
—¿Cuánto le costó?
—Dos mil de entrada, el resto en letras.
Milo sacó un trozo de papel y se lo entregó.
—¿Es este su contrato de compra?
—Sí, ¿cómo logró…?
—Lo registró usted a su nombre, pero le dijo al vendedor que usted era Pat Demeter. Y le dio una dirección en Barstow. ¿Cuántos de los pagos pensaba hacer?
Ella alzó la vista desafiante, con los ojos del color y el calor de la sidra caliente.
—De acuerdo, sargento, ya ha demostrado su punto de vista. Soy una nena mona mentirosa y con la ética de…
—¿Quién es Pat Demeter?
—¡Mi exmarido! Una serpiente. Me pegaba y me robaba hasta la última moneda y se lo esnifaba todo en cocaína. Trató de convertirme en una puta drogada y, cuando me negué, me amenazó con dejar lisiado a Sean. No le estoy diciendo esto para ganarme su simpatía, sargento; pero tampoco malgaste ninguna en él. ¡Cuando vayan a por él para tratar de cobrar ese coche, eso no será ni la mínima parte de lo que se merece por lo que me hizo pasar!
—¿Demeter es su apellido de casada? —le preguntó desapasionadamente Milo.
—Sí. La primera cosa que hice después de mi divorcio fue volver a recuperar mi apellido. No quería nada que me recordase a esa basura.
—¿Dónde está su hijo?
Ella le miró con odio.
—Es usted un alma bendita, ¿no, sargento Sturgis?
—¿Dónde está?
—Con mis padres.
—¿En dónde con sus padres?
—En Visalia. Sí…, ya sé que puede usted conseguir esa dirección. Son buena gente. No los meta en esto.
—¿Por qué lo mandó usted con ellos?
—Estaba aterrada.
—Porque habían detenido a Cadmus.
—No. ¡Aún hay más cosas, si me deja usted decirlas!
—Adelante.
Cobró aliento.
—Fue después de que llegase el segundo pago. Quien lo trajo volvió a meterse en el apartamento. Y eso a pesar de que se suponía que la nueva cerradura, de seguridad, era a prueba de cacos. Pusieron el dinero sobre la tapa del retrete. Y dejaron la puerta abierta de par en par. Se notaba…, como un desprecio. Como si alguien quisiera decirme lo fácil que sería acabar conmigo. Fui de inmediato a la escuela de Sean, lo saqué de allí y lo llevé a casa de una amiga, luego volví al apartamento e hice las maletas…
—¿Usted sola?
—Sí. No había mucho que empaquetar —esperó otra pregunta.
—Siga hablando —le dijo Milo.
—Aguardé hasta que se hiciera oscuro para meter las cosas en el coche. Justo cuando estaba a punto de marcharme, esos dos tipos aparecieron de la nada, uno a cada lado del coche, tirando de las manecillas de las puertas, diciendo que querían hablar conmigo, tratando de entrar por la fuerza. Justo logré poner el cierre a tiempo.
—¿Qué aspecto tenían?
—Malo. Moteros de esos de las bandas. Conozco el tipo, porque hay muchos por Barstow y, durante las pocas ocasiones en la vida en que Pat trabajó, ponía gasolina en una estación de servicio en la que acostumbraban a reunirse.
—¿Reconoció a esos dos?
—No.
—¿Qué aspecto tenían?
—El que estaba en el lado del pasajero era gordo y llevaba barba. El que estaba más cerca de mí era un animal peludo. Sin afeitar, con un enorme bigote. Con grandes manos…, o al menos parecían grandes, apretadas contra la ventanilla. Con ojos locos, malvados.
—¿Color de los ojos? ¿Tatuajes? ¿Señales distintivas?
—Ni idea. Era de noche, y en lo único que yo podía pensar era en largarme de allí. Ellos estaban golpeando los cristales, balanceando el coche, resoplando. Traté de echarme hacia atrás pero habían aparcado su moto contra mi parachoques trasero. Era una moto enorme y yo tenía miedo de que se quedase enganchada atrás y me atrapase. Así que di alaridos y apreté la bocina, y la señora Cromarty, la casera, salió a la calle. El peludo tenía un martillo y estaba a punto de romper el cristal. Pero la señora Cromarty empezó a gritar: «¿Qué pasa ahí?» y a acercarse. Eso los espantó. En cuanto se marcharon, yo también escapé de allí. Conduje durante horas, hasta estar segura de que no me habían seguido, finalmente recogí a Sean y vine aquí, a casa de Guy.
—Quien se sintió absolutamente desconcertado con todo el asunto.
—De hecho, así fue. Cuando le ha dicho que le habían engañado, le estaba diciendo la verdad. Solo fue después de que le conté lo del dinero cuando empezó a sospechar algo. No somos santos, sargento, pero no somos la gente que usted anda buscando.
—¿Y quiénes pueden ser esos?
—La familia, claro está. Son los que contrataron a la vaca esa, a la Surtees, para que le diera el veneno.
—¿Cómo sabe usted que lo hizo ella?
—Tenía acceso diario a él.
—Como otros. Incluidos Guy y usted.
—Nosotros no lo hicimos. No teníamos motivo para hacerlo.
—La pobreza es un gran motivador.
—Si nos hubieran pagado por hacerlo, ¿para qué nos hubiéramos quedado aquí?
Milo no contestó a eso.
—Sargento —dijo Andrea Vann—, no había ninguna razón lógica para que Marthe Surtees estuviera allí. Era muy rara y con poco entrenamiento. Guy aceptó la razón de la familia de que querían alguien que le diera un cuidado exclusivo, porque la gente que se halla en esas situaciones acostumbran a estar muy preocupados. Lo hizo por motivos humanitarios, pero…
El detective se volvió hacia Mainwaring.
—¿Cuánto le pagaron para que la dejase estar allí?
—Dos mil.
—¿En efectivo?
—Sí.
—¿El tío de Jamey se los entregó directamente?
—A través del abogado, Souza.
—Esa gente son asquerosamente ricos —dijo la Vann—. El tipo de personas que controla el mundo, a base de manipular a los demás. ¿No puede ver cómo nos manipularon a nosotros?
Milo resopló.
—Así que ustedes son unas víctimas, ¿no?
Ella trató de cruzar la mirada con él, pero al fin desistió y sacó un paquete de cigarrillos. Milo la dejó encender uno y luego empezó a pasear por la habitación. Desde fuera llegaban los sonidos, dulces y tamborileantes, de una sinfonía para una orquesta de lata: las gotas de lluvia danzando vergonzosamente por las huecas paredes estucadas. Cuando volvió a hablar, fue dirigiéndose a Mainwaring:
—Tal como yo veo las cosas, Guy, está usted en la taza del retrete, a punto de ser arrastrado por el agua de la cisterna. Si ha mentido usted acerca del no participar, le garantizo que lo descubriré y le acusaré de intento de asesinato. Pero, aunque me esté diciendo la verdad, está usted hasta el cuello en desidia profesional o como sea que se llame el que un médico deje que envenenen a uno de sus pacientes. Espero que sepa hacer calceta, o manejar una caja registradora u otra cosa, porque puede estar usted seguro de que, en el futuro, no va a practicar la Medicina. Por no hablar que ya puede irse despidiendo de sus hijos.
—¡Bastardo! —siseó Vann.
—Lo mismo le digo a usted —siguió Milo—. Nada más de trabajar de enfermera. Adiosito Mustang. Y si el viejo Pat tuvo alguna vez la idea de hacerse con la custodia del pequeño Sean, pronto va a tener su oportunidad.
Ella ahogó un grito de rabia.
—¡Maldito sea! ¡Déjela a ella fuera de esto! —gritó Mainwaring.
Milo sonrió.
—¿Y cómo infiernos podría hacer tal cosa, Guy, cuando ella misma se ha metido dentro?
Mainwaring miró a la Vann y la poca compostura que le quedaba se vino abajo. Su boca comenzó a temblar, y las lágrimas que se habían acumulado en sus ojos empezaron a derramarse, goteando por sus mejillas sin afeitar. Ella corrió hasta él y lo abrazó, y él empezó a sollozar. Era una escena patética, que me hacía desear que la tierra me tragase. Miré a mi amigo para ver si le había afectado, y me pareció detectar algo…, un destello de empatía cruzando el terreno devastado que era su rostro. Pero no duró mucho…, si es que alguna vez hubo existido.
Los observó con un distanciamiento clínico, contemplándolos seriamente, mientras ellos compartían su miseria, antes de decir:
—Por otra parte, quizá haya algo que yo pueda hacer al respecto.
Ellos se separaron y se lo quedaron mirando, suplicantes.
—Comprenderán que no estoy hablando de su salvación. Solo de un poco de control de los daños. Su cooperación, a cambio de no llevarlos a juicio y que su ficha quede cerrada. Y no les garantizo que vaya a poder conseguirlo, primero tendré que negociarlo con los jefazos. Además, si es que llegamos a un acuerdo, lo que sí dudo mucho es que puedan ustedes seguir en California. ¿Me han comprendido?
Asentimientos con la cabeza, aún sin mucha seguridad.
—Pero, si me ayudan a conseguir lo que yo busco, haré todo lo que me sea posible para lograr que las cosas no se pongan demasiado malas para ustedes y que así puedan empezar de nuevo en otra parte. Si quieren hablarlo entre ustedes primero, por mí está bien.
—No es necesario —dijo Andrea Vann—. Díganos lo que quiere.
Milo sonrió paternalmente.
—Muy bien —afirmó—. Eso es lo que yo llamo una actitud positiva.