20

Cuando llegué a casa, Robin ya estaba en la cocina, preparando una buena ensalada. Se limpió las manos y me dio un beso con sabor a ajo y anchoa.

—Hola. El representante de Billy llamó hoy y me dijo que Roland Oberheim puede encontrarse contigo a las tres de mañana. Dejé la dirección en tu mesilla de noche.

—Estupendo —dije sin ánimos—. La próxima vez que le veas dale las gracias por mí.

Me miró asombrada.

—Alex, me costó bastante trabajo montarte esto. Podrías demostrar algo más de entusiasmo.

—Tienes razón. Lo siento.

Volvió a la ensalada.

—¿Un día duro?

—Solo una visita agradable a las ciénagas urbanas —y le hice un breve resumen de mis últimas diez horas.

Me escuchó sin comentarios, y luego me dijo:

—Gary suena como si estuviera realmente perturbado.

—Se ha ido de un extremo al otro. Hace cinco años era tan serio y obediente como el que más. Con mucha energía, era todo un trabajador compulsivo. Y ahora que se ha rebelado, toda esa energía la ha enfocado hacia el nihilismo.

Alzó una ceja.

—Por lo que me has descrito de esos dioramas, suena como si aún tuviera dentro de sí mucho de compulsivo. Ese tipo de trabajo necesita de una planificación cuidada.

—Supongo que tienes razón. Las escenas estaban diseñadas para provocar sobresalto al espectador, pero estaban ordenadas…, eran casi rituales.

Sonrió.

—Eso es típicamente japonés. El año pasado, cuando estaba en Tokio, vi una exhibición de danzas callejeras por esos grupos juveniles que se visten como los chicos de los cincuenta. Se llaman zoku…, tribus. Hay varios grupos rivales y cada uno de ellos acota su propio terreno. Visten cuero negro y hacen posturitas, tratando de aparentar ser duros, ponen radios de esas portátiles de cassette y enormes altavoces y bailan al son de la música de Buddy Holly. Esto escandaliza a la generación de sus mayores lo cual, desde luego, es lo que ellos andan buscando. Pero si una se fija en todo, puede ver que no hay nada espontáneo en todo el montaje. Todos los bailes, cada momento y cada gesto, están rígidamente coreografiados. Cada grupo tiene su propia rutina establecida. Nada de desviaciones, nada de individualismo, ni pizca. Han convertido la rebelión en un ritual Shinto.

Recordé el soliloquio final de Gary acerca de la ciudad media. Retrospectivamente, parecía como un cántico ritual.

Tomó una hoja de lechuga del bol y la probó, luego se dedicó a exprimir más limón sobre la ensalada. Me senté a la mesa de la cocina, me subí las mangas y me quedé mirando al tablero. Ella siguió trasteando un poco. Tendiendo la mano hacia una botella de salsa de Worcestershire, me preguntó:

—¿Hay algo más que te preocupe, cariño? Pareces llevar un peso encima.

—Estaba pensando en lo extraño que es el que dos de los seis chicos del proyecto se deteriorasen tan gravemente.

Dio la vuelta al mostrador y se sentó frente a mí, apoyando la mandíbula en sus palmas.

—Quizá Gary no se haya deteriorado en lo más mínimo —me dijo—. Tal vez esté solamente pasando por una de esas crisis de identidad de la adolescencia, y la próxima vez que lo veas esté matriculado en la Cal Tech.

—No lo creo. Había en él un fatalismo que resultaba aterrador…, como si realmente no le importase el vivir o el morir. Y una ausencia de toda emoción que iba más allá de la simple rebelión.

Agité cansinamente mi cabeza.

—Robin, estamos hablando de dos chicos con unos intelectos asombrosos, que han dimitido del mundo de los vivos.

—Lo que viene en apoyo del viejo mito del sabio loco.

—De acuerdo con los libros de texto, solo es un mito. Y, cada vez que alguien lo ha investigado, la inteligencia superior ha aparecido asociada con un mejor, y no un peor, ajuste emotivo. Pero los sujetos de esos estudios han estado en el abanico del Cociente de Inteligencia que va del ciento treinta al ciento cuarenta y cinco… Gente lo bastante brillante como para destacarse, pero no tan distinta como para no poder integrarse. Los chicos del proyecto 160 son otra cosa. Un chaval de tres años que pueda traducir del griego es una aberración. Un bebé de seis meses que habla fluidamente, tal como lo hizo Jamey, es algo que claramente da miedo. En la Edad Media se creía que los genios estaban poseídos por el Diablo. Nosotros nos enorgullecemos de ser ilustrados, pero una potencia cerebral excepcional aún nos da escalofríos. Así que aislamos a los genios, los apartamos. Eso es exactamente lo que le sucedió a Jamey. Su propio padre lo veía como a una especie de monstruo. Abusó de él, y luego lo abandonó. Docenas de niñeras iban y venían. Su tía y su tío se hacen lenguas de lo mucho que han hecho por él, pero resulta claro que están resentidos porque les cayera encima tal responsabilidad.

Me escuchó, con sus ojos oscuros tristes, y yo seguí hablando, pensando en voz alta.

—Alguien dijo en una ocasión que la Historia de la Civilización es la historia del genio: la mete dotada crea, y el resto de nosotros imitamos. Y hay un montón de prodigios que se desarrollan hasta convertirse en adultos de gran envergadura. Pero también hay muchos otros que se queman jóvenes. El factor crucial parece ser qué clase de temprano apoyo recibe de sus padres el niño. Algunos críos tienen suerte, Jamey no la tuvo, así de simple.

Se me quebró la voz.

—Fin de la conferencia —acabé.

Ella me apretó la mano.

—¿Qué es lo que sucede en realidad, cariño?

No dije nada por unos momentos. Luego me forcé para hacer salir las palabras:

—Cuando se presentó en mi puerta hace cinco años, fue porque estaba ansioso por tener un papaíto. El tiempo que pasamos juntos debió de haberle creado la ilusión de que, al fin, había encontrado uno. De algún modo, eso se convirtió en un amor romántico y cuando lo expresó, yo lo rechacé. Fue un momento trascendental. Si yo lo hubiera manejado bien, podría haberle llevado a un final feliz.

—Cariño, te encontraste con ello de sopetón. Nadie podría haber reaccionado de un modo diferente.

—Mi experiencia tendría que haberme puesto en guardia.

—Tú eras solo un consultor a horas, no el director del proyecto. ¿Qué me dices de la responsabilidad de Sarita Flowers? Dos de los seis chicos se han vuelto raros…, ¿no indica eso algo acerca de la calidad de su dirección?

—Sarita es más una ingeniero que una psicóloga, pero nunca se las ha dado de supersensible. Es por eso por lo que me contrató a para ir siguiendo su ajuste emocional. Pero yo fui demasiado optimista, dirigiendo mis pequeños grupos de charlas y creyéndome que lo tenía todo bajo control.

—Estás siendo demasiado duro contigo mismo —dijo ella, mientras me soltaba la mano, se ponía en pie y volvía a la ensalada. Tras sacar dos bistecs de la nevera, se dedicó a la silenciosa rutina de aplastarlos y marinarlos, mientras yo la miraba.

Al fin me dijo.

—Alex, Jamey estaba perturbado mucho antes de que empezara el proyecto. Hace un momento tú mismo me diste algunas de las razones para que lo estuviese. Simplemente, no resulta lógico el pensar que un solo incidente pueda haber sido tan trascendental. Te has sumergido en todo este horror y has perdido tu perspectiva. Souza te hizo un favor cuando te despidió. Aprovéchate de ello.

La miré. Sus perfectas facciones estaban solemnes, repletas de preocupación.

—Quizá tengas razón —le dije, más en consideración a sus sentimientos que por propio convencimiento.

Pasé una buena parte de la siguiente mañana telefoneando a hospitales y asociaciones médicas. No se podía encontrar a Marthe Surtees por parte alguna, pero Andrea Vann estaba apuntada en la novena empresa de contratación de personal médico auxiliar a la que llamé. Hablé con la recepcionista, que me pasó al director, un hombre llamado Tubbs, que tenía una voz de anciano a la que se le notaba un leve acento caribeño. Cuando le pedí la dirección actual de ella, cesó la cantinela en su voz:

—¿Quién me ha dicho que era usted, señor?

—El doctor Guy Mainwaring —le contesté altaneramente—. Director médico del Hospital Canyon Oaks en Agoura.

Una significativa pausa.

—Oh, sí —me dijo, súbitamente obsequioso: no tenía lógica el irritar a un cliente potencial—. Me encantaría ayudarle, pero tenemos que proteger la intimidad del personal.

—Lo comprendo perfectamente —acepté con impaciencia—, pero no es este el caso. La señora Vann trabajó hasta hace poco para nosotros…, supongo que eso debe de aparecer en su ficha.

No teniendo los papeles delante, murmuró:

—Sí, naturalmente.

—Nuestro departamento de personal me ha informado de que le debemos algún dinero como compensación por uno días de vacaciones no disfrutados. Le mandamos un talón por correo a su casa, pero nos fue devuelto con la anotación «desconocida en esta dirección», así que no debió de dejar una dirección para que le sean enviadas las cartas. Mi secretaria les telefoneó a ustedes al respecto, la semana pasada, y alguien le dijo que la llamaría para informarla, pero nadie lo ha hecho.

—Tendré que comprobar eso…

—El caso es que me he decidido a llama yo mismo…, para acabar con todo este lío burocrático.

—Naturalmente. ¿Necesitará también su número de teléfono, doctor?

—Me iría bien.

Me dejó en línea muerta pero regresó al momento.

—Mire, doctor, la señora Vann se apuntó en nuestra empresa la pasada semana y hallamos dos trabajos temporales adecuados para ella. Pero no respondió jamás a nuestras llamadas, ni hemos sabido nada de ella, desde entonces.

—Típico —suspiré—. Una mujer brillante y capacitada, pero que tiende a vagar de un modo impredecible.

—Es bueno saber eso —dijo engoladamente.

—Desde luego. Bien, respecto a esa dirección —hice crujir algunos papeles—… nuestros archivos dicen que vive en Colfax, en el Norte de Hollywood.

—No. Nosotros la tenemos listada en Panorama City —y me dio la información que necesitaba.

Su teléfono había sido desconectado.

Era un viaje de veinticinco minutos por la autopista, hasta una de las partes de bajo nivel económico del Valle. La dirección que me había dado Tubbs era en Cantaloupe Street, en un bloque de apartamentos estilo californiano de los cincuenta: romboides estucados y pintados con colores inverosímiles. El edificio que yo andaba buscando tenía una capa de amarillo limón con chispitas brillantes. Una entrada sin puertas en el centro del edificio revelaba un patio central construido en derredor de una piscina. Unas letras góticas verdes, que indicaban CANTALOUPE ARMS, me hicieron imaginar muchas cosas. Frente a las mismas había un miserable parterre de plantas, por entre las que se elevaba una fuente de yeso sin agua. Un sendero de cemento atravesaba las plantas desde la entrada.

No había un tablero con el directorio de los inquilinos, pero inmediatamente a la derecha de la entrada había una hilera de buzones en latón. Muchos de ellos estaban etiquetados, pero ninguno de ellos con el apellido Vann. Los que pertenecían a los apartamentos siete y quince no llevaban nombre. Entré en el patio y estudié las cosas.

Cada apartamento tenía una vista a la piscina, que tenía forma de habichuela y estaba cubierta de algas, así como su propia entrada. Las puertas estaban pintadas verde oliva y una barandilla de hierro de aspecto frágil, pintada de color oliva, corría a lo largo de cada uno de los pasillos superiores. El apartamento siete estaba a nivel del suelo, a medio camino del lado norte de la U. Llamé a la puerta y no obtuve respuesta. Una miradita por entre las cortinas me reveló una pequeña y vacía sala de estar y, al otro lado de una división de contrachapado, una diminuta cocina sin ventanas. No había señal de que estuviera habitado. Subí las escaleras hasta el quince.

Esta vez mi llamada tuvo respuesta. La puerta se abrió y una bajita y hermosa rubia de unos veinticinco años atisbo somnolienta y sonrió. Tenía una aguda faz felina y vestía unos pantaloncitos de gimnasia tan estrechos que se le meten por la entrepierna y una camiseta de tiras de tela de toalla, que estaba muy hinchada por unos senos pendulares. Sus pezones eran del tamaño de cebollitas de cóctel. A través de la abierta puerta me llegaba un aroma de perfume fuerte y café, y el suave refrán de una canción de Barry Manilow. Sobre un blanco hombro pude ver un sofá de terciopelo rojo y unas mesillas de hierro forjado. De una pared colgaban una carta zodiacal enmarcada y un óleo barato de una mujer reclinada desnuda, que tenía algún parecido con la que estaba en la puerta.

—Hola —me dijo con voz profunda—, tú debes de ser Tom. Llegas un poco pronto, pero no hay problema.

Se me acercó y una mano me acarició el bíceps.

—No seas tímido —me urgió—. Entra y tendremos una fiestecita.

—Lo siento —sonreí—. Me equivoqué de número.

La mano cayó, y su rostro se endureció y envejeció diez años.

—Estoy buscando a Andrea Vann —le expliqué.

Se echó hacia atrás y tendió la mano hacia la puerta. Yo lancé mi pie hacia adelante y le impedí que cerrase.

—¡Qué infiernos…! —exclamó ella.

—Aguarde un instante.

—Escuche —siseó ella—. Tengo una cita.

Se oyó el golpe de una puerta de coche al cerrarse y ella tuvo un sobresalto.

—Ese podría ser él. Vamos, váyase al infierno de una vez.

—Andrea Vann. Una enfermera. Morena, de buen tipo.

Ella se mordió los labios.

—¿Con tetas grandes y un crío de pelo negro?

Recordé lo que la Vann me había dicho acerca de que mis consejos en una conferencia la habían ayudado con los problemas de sueño de su hijo.

—Esa es —le contesté.

—Abajo.

—¿Qué apartamento?

—No lo sé, uno de los que están a ese lado —señaló hacia el norte, con un dedo de larga uña. Sonaron pasos en el vacío patio. La rubia se dejó llevar por el pánico y empujó la puerta con el cuerpo—. Vamos, ese es él. No me joda el día, amigo.

Me eché hacia atrás y la puerta se cerró. Mientras me dirigía hacia las escaleras, un hombre subió por ellas: joven, de cabello largo y barba, con tejanos y una camisa azul de trabajo en cuyo bolsillo del pecho se leía «Tom». Llevaba algo en una bolsa de papel y, cuando nos cruzamos, evitó mi mirada.

Regresé al siete, volví a mirar de nuevo a la vacía salita y me estaba preguntando qué hacer, cuando una aguda voz sonó tras de mí:

—¿Puedo ayudarle?

Me di la vuelta y me encontré con una vieja que vestía una bata guateada color rosa y una redecilla de tono a juego. El cabello que había bajo la redecilla era como un casco de estaño que acentuaba lo gris de su tez. Era bajita y delgada, con la boca torcida, mejillas deformes, una fuerte barbilla hendida y ojos azules que me contemplaban con suspicacia.

—Estoy buscando a la señora Vann.

—¿Es familia de ella?

—Solo un amigo.

—¿Un amigo lo bastante bueno como para pagar las deudas de ella?

—¿Cuánto le debe?

—No me ha pagado el alquiler de los últimos tres meses. Me iba dando largas, con excusas acerca de que el dinero de la manutención del chico se le retrasaba y las enormes facturas del pediatra y todas esas cantinelas. ¿Sabe? Yo no tenía que haberle aceptado el que no me pagase, pero le di más tiempo, y esta es la gratitud que me ha demostrado.

—¿Y a cuánto suben los tres meses?

Ella se ajustó el borde de la redecilla y me hizo un guiño.

—Bueno, para ser honesta le diré que tengo un mes adelantado de depósito y otro depósito para cubrir posibles daños, que debería de haber sido mayor de lo que era, pero que así y todo, deja una deuda de un mes y medio…, setecientos cincuenta. ¿Sería usted capaz de pagar por ella una cantidad como esa?

—Jo —exclamé—, eso nos mete a los dos en la misma barca: a mí me pidió prestada una buena cantidad de dinero. Y venía a ver si podía cobrársela.

—Maravilloso —resopló ella—. ¡Vaya una ayuda que ha resultado ser usted!

Pero una chispa de camaradería destelló en sus ojos.

—¿Cuándo se marchó?

—La pasada semana. Justo a medianoche, como una ladrona. El único motivo por el que la vi irse fue porque era muy tarde y sonaba una bocina sin parar, así que salí a la puerta de atrás para ver qué pasaba. Y allí estaba ella, hablando con algunos tipejos, apoyada en la bocina como si no le importase despertar a todo el mundo. Me vio, le entró miedo y puso cara de culpa, así que aceleró. Y lo que me cabreó más es que el coche era nuevo, se había deshecho del trasto viejo que tenía y se había comprado uno de esos Mustangs pequeños, tan majos. Tenía para eso, pero no para pagarme a mí. ¿Cuánto le debe a usted?

—Demasiado —gruñí—. ¿Alguna idea de a dónde se fue?

—Amigo, si supiera eso, ¿estaría yo aquí hablando con usted?

Le sonreí.

—¿Alguno de los otros inquilinos la conocía?

—No. Si usted es amigo suyo, debía de ser el único que tenía. En los seis meses que estuvo aquí, nunca la vi hablando con nadie o recibiendo visitas. Naturalmente, trabajaba por las noches y dormía durante los días, así que eso pudo tener algo que ver en ello. Pero, de todos modos, siempre me pregunté si no habría algo raro en ella. Una chica tan guapa y nunca con nadie.

—¿Sabe usted si estaba trabajando cuando se marchó de aquí?

—No trabajaba. Me di cuenta porque lo habitual en ella era llevar al chico a la escuela, luego volver y pasarse el día durmiendo; traer al crío de vuelta a casa y marcharse al trabajo. Una situación poco agradable y un modo infernal de criar a un chico, si es que le interesa mi opinión; pero así es como lo hace todo el mundo hoy en día. En un par de ocasiones me dijo que vigilase al chico, de vez en cuando yo le daba una galleta. Hace un par de semanas esto cambió: el chico empezó a quedarse en casa, con ella. Se iba a mediodía y se lo llevaba con ella. Primero pensé que estaría enfermo, pero a mí me parecía que tenía buen aspecto. Supongo que en el colegio estarían de vacaciones. Y con ella sin trabajo, debí haber supuesto que no iba a lograr cobrar mi dinero. Pero eso es lo que se gana una por ser demasiado confiada, ¿no?

Asentí con simpatía.

—Lo más infernal del asunto es que siempre me cayó bien esa chica. Callada pero con clase. Y criando al chaval ella sola. Incluso ni me importaría al dinero, no voy a perder el sueño por esa cantidad: el dueño es un pez gordo, sobrevivirá…, pero lo que no puedo soportar son las mentiras. El que se aprovechase de mi buena fe.

—Entiendo cómo se siente.

—Ajá —continuó ella, poniéndose en jarras—. Lo que aún me reconcome es ese cochecito deportivo que llevaba.

Volví por la autopista, preguntándome lo que significaría la repentina partida de Andrea Vann. El hecho de que se hubiera apuntado en la empresa de Tubbs, justo después de dejar el otro empleo, indicaba una intención de quedarse en la ciudad. Pero había pasado algo que la había impulsado a hacer las maletas a media noche. No estaba claro si aquello tenía que ver o no con Jamey; eran muchas las tensiones que podían llevar a una madre soltera a salir de la ciudad. El único modo de estar seguro era hablar con aquella dama, y yo no tenía ni idea de cómo hallarla.

Salí en Laurel Canyon y conduje hacia el sur, en dirección a Hollywood. El lugar de trabajo de Roland Oberheim estaba en La Brea, justo al sur del Santa Mónica Boulevard, un pequeño edificio de oficinas de dos pisos con andamiaje descubierto en cedro. El primer piso estaba ocupado por un estudio de grabaciones. Una entrada separada albergaba las escaleras que llevaban al segundo, que estaba compartido por tres empresas del mundo del espectáculo: Joyful Noise Records (Discos Sonido Alegre, una empresa subsidiaria de la Cadena Musical Cristiana), el Druckman Group, representantes artísticos, y al extremo de un pasillo tapizado en corcho, Anavrin Productions; R. Oberheim, Presidente.

La oficina de la Anavrim consistía en una sala de espera y un despacho contiguo. La primera estaba conspicuamente silenciosa y decorada con posters psicodélicos de hacía veinte años, que anunciaban conciertos de la Big Blue Nirvana en diversos lugares, por todo el país. Los espacios intermedios estaban ocupados por fotos de relaciones públicas, enmarcadas, de bandas de aspecto tristón, de las que jamás había oído hablar. La chica acurrucada tras el escritorio vestía un mono en vinilo de color rosa fosforescente. Tenía un cabello corto y torturado y una fuerte mandíbula que trabajaba rítmicamente mientras leía el Billboard con acompañamiento de los labios. Cuando entré alzó la vista asombrada, como si yo fuera la primera persona a la que viese en todo el año.

—Soy el doctor Alex Delaware y he venido a ver al señor Oberheim.

—Va… le —dejó la revista, se irguió con un esfuerzo y caminó unos cansinos pasos hasta la oficina. Abriendo la puerta sin llamar, gritó hacia adentro—: Rolly, un tipo llamado Alex ha venido a verte.

Se oyó una respuesta murmurada y ella apuntó con el pulgar hacia la oficina y dijo.

—Pa dentro.

La oficina era pequeña, oscura y sin ventanas, paredes ocre oscuro, suelo de parqué y, como único mobiliario, tenía media docena de grandes puffs de colorines. Oberheim estaba sentado a lo yoga en uno de ellos, con las manos en las rodillas, fumando un cigarrillo cónico de clavo. Un único disco de oro colgaba de la pared sobre su cabeza, creando un extraño efecto de halo. El resto de la decoración eran más posters psicodélicos, una alfombra de piel de cabra, y un gran narguile, que llenaba un rincón. Estanterías encajables contenían montones de elepés y un estéreo de lo más moderno. Un maltratado bajo Fender yacía plano sobre la alfombra.

—Señor Oberheim, soy Alex Delaware.

—Rolly O —me hizo un gesto hacia el suelo—. Descansa.

Me senté frente a él.

—¿Fumas?

—No, gracias.

Él inhaló profundamente del cigarrillo y retuvo dentro el humo. Lo que finalmente emergió fue un delgado y amargo chorro, que culebreó e hizo que su rostro pareciera gelatinoso antes de disolverse.

La cara en sí no era gran cosa: de piel basta, con mejillas prominentes, poros muy abiertos, ojos pequeños y caídos, que flanqueaban un bulbo rojo que era su nariz. Su barbilla estaba afeada por tejido cicatrizado y la boca que había encima estaba oculta por el cepillo gris y caído que era su bigote. Era tan calvo como un huevo, a excepción de una delgada tira canosa, que le iba desde la sien hasta el nacimiento de la espalda. Vestía una desteñida camiseta negra de la Big Blue Nirvana, con un logo que era una guitarra alada y pantalones de cirujano azules. La camiseta era demasiado pequeña y demasiado justa, mostrando un michelín de tripa peluda que sobresalía de su cintura. Una pequeña bolsa de cuero colgaba hacia atrás de los cordones de los pantalones.

Me estudió, entrecerrando los ojos a causa del humo.

—Eres amigo de Billy, ¿eh?

—Más bien un conocido. Mi novia le hace las guitarras.

—Oh, claro —retumbó—: astronaves, caramelos de palo y consoladores de seis cuerdas, ¿no es eso?

—Aún no he visto ningún consolador —le sonreí.

—Lo verás, tío. Ese es el camino por el que él se ha ido. Alejándose de lo sustancial, en pleno zoom hacia el estilo. Dale un acorde a un consolador y ya tienes el disco de platino. Billy es todo un hombre de negocios, y sabe lo que hay que hacer para ganar dinero.

Asintió con la cabeza su acuerdo consigo mismo.

—Lo cierto es que hoy en día incluso el estilo no tiene estilo. Dos acordes en un sintetizador y un montón de palabrotas. Y no es que me importen las obscenidades…, yo también toqué un buen montón de canciones calentorras; pero, para tener un sentido, la obscenidad tiene que llevarnos a algún sitio, ¿entiendes? Contar una historia. No vale tratar solo de darle un susto a la abuelita.

Se dio un masaje en la panza y dio otra chupada al clavo.

—De cualquier modo, todo esto no importa. Billy tiene razón: el chico puede bajar a tierra cuando lo desea —tosió—. Así que tu nena construye sus juguetes, ¿eh? Debe ser toda una chica.

—Lo es.

—Quizá yo debiera hacerme con una de esas cosas, pero en el modelo de cuatro cuerdas.

Hizo la pantomima de sostener un bajo y pasó sus dedos por un cuadro de mandos imaginario.

—Bum da bum, chuca bom, chuca bom. Un gran y viejo consolador peludo con un gran sonido de bajo. ¿Qué te parece?

—Tiene posibilidades.

—Seguro. Tenía que haber salido con uno de esos en el Cow Palace, allá en el sesenta y ocho.

Comenzó a canturrear con un falsete incongruente:

—Bum bum da bum. Aquí estoy, mami, firmado, sellado, servido y duu-ro. ¿No te imaginas a las niñitas quinceañeras corriéndose de gusto?

Acabó el cigarrillo y lo dejó en un cenicero de cerámica.

—Comecocos, ¿eh?

—Así es.

—¿Conociste a Tom Leary?

—Me topé con él una vez, en una convención. Hace años, cuando yo aún era un estudiante.

—¿Y qué piensas de él?

—Un tipo interesante.

—El tío es un genio. El jodido pionero del despertar de la conciencia.

Me miró buscando mi confirmación. Sonreí sin comprometerme a nada. Él volvió a cruzar las piernas y también lo hizo con los brazos.

—Bueno, Alexander el Agradecido, ¿qué es lo que quieres saber?

—Billy me dijo que conocías a todo el mundo en Haight.

—Eso es una exageración —sonrió de oreja a oreja—, pero no totalmente incierta. Era un mundillo muy compenetrado, una gran familia con unas fronteras muy fluidas. A Rolly lo consideraban uno de los papaítos.

—Estoy tratando de averiguar todo lo posible de un par de personas que vivieron en Haight, allá en el sesenta y seis: Peter Cadmus y Margaret Norton. A ella también se la conocía por el apodo de Margaret Rayodesol.

Había esperado que los nombres hicieran aparecer un recuerdo casual, pero su sonrisa murió y su color se hizo más sombrío.

—Estás hablando de gente muerta, tío.

—¿Los conocías personalmente?

—¿De qué va la cosa, tío?

Le expliqué mi relación con Jamey, dejando aparte el hecho de que había sido despedido.

—Claro, tenía que habérmelo imaginado. Leí en los papeles lo del chico. Una mierda muy sucia. ¿Qué es lo que quieres? Descubrir que los padres tomaban ácido, para así poder culpar de todo a los malos cromosomas, ¿no es eso? Más cazas de brujas y persecuciones al porro asesino. Bienvenido, Joe McCarthy.

—No estoy interesado en eso. Lo único que quiero descubrir es cómo eran…, qué clase de seres humanos eran, para así poderlos comprender mejor.

—¿Que cómo eran? Eran hermosos. Formaban parte de un tiempo hermoso.

Tomó el paquete de cigarrillos de clavo, lo contempló, lo tiró a un lado y sacó un porro de su bolsita de cuero. Amorosa y lentamente lo encendió, cerró los ojos, inspiró una nube de marihuana y sonrió.

—Gente muerta —dijo al cabo de un tiempo—. Al oír sus nombres surgen muchos recuerdos muy fuertes. Tengo flashbacks destellando en el viejo vídeo cerebral.

Agitó la cabeza.

—No sé si quiero meterme en esto.

—¿Estabas muy unido a ellos?

Me miró como si yo fuera un retrasado mental.

—No había nada unido o desunido. Todos éramos todos. Una gran conciencia colectiva. A lo Jung. Pacífica. Hermosa. Nadie jodía malamente a nadie, porque hubiera sido como arrancarte un cacho de tu propia carne.

Durante el verano entre mi primer y segundo ciclo en la universidad, yo había conseguido un trabajo en San Francisco, tocando la guitarra en una banda de música de baile en el Mark Hopkins. El flower power, el mundo de los hippies, había estado en su punto álgido, y yo había hecho varias visitas al bazar farmacológico en que los hippies habían convertido el ghetto de Haight-Ashbury. Las calles de Haight eran un loco rompecabezas de marginados sociales viviendo en la zona límite: moteros con cara de bebé, putas, macarras y otros chacales surtidos. Era un caldo sazonado con ingredientes inestables, en el que el hervor subía demasiado a menudo, desbordándose en violencia, pues toda la cháchara de paz y amor no era sino una ilusión inspirada por las drogas.

Pero le dejé a Oberheim los recuerdos sin cuestionar y le pregunté el nombre del grupo con el que había vivido Peter y Margo.

—Ellos acostumbraban a alojarse con una tribu llamada el Club de los Gorrinos. Un hermoso grupo de pasotas, que vivían en una vieja casa justo al lado de Ashbury y organizaban conciertos gratis en el parque. Recogían verduras de las que tiraban los de los mercados y cocinaban esas grandes perolas de arroz y daban comidas gratis, tío. A todo el mundo. Grandes fiestas. Reuniones abiertas a todos. La Nirvana estaba allí, para tocar, siempre que nos era posible. Y también lo hacían los de Big Brother y Quicksilver y los Dead. Unos conciertos legales, que duraban todo el día y que hacían rockanrolear de verdad a aquel lugar. Incluso los Ángeles del Infierno se portaban. La gente se ponía en pie, se quitaba la ropa y bailaba. La pequeña Margo era la más enloquecida. Tenía el cuerpo de una serpiente, ¿sabes?

Inhaló, y una cuarta parte del porro brilló incandescente. Cuando finalmente exhaló, no surgió nada sino un paroxismo de secas toses. Cuando hubo terminado, se relamió el bigote y sonrió.

—¿Qué clase de tío era Peter? —le pregunté.

—Hermoso como una gema. Acostumbrábamos a llamarle Peter el Ligón, porque era todo un tío bueno, ¿entiendes? Un Errol Flynn, un jodido mosquetero. Moreno y loco y hermosamente peligroso. Dispuesto para cualquier cosa, tío. Muy dispuesto a correr riesgos.

—¿Qué clase de riesgos corría?

Hizo un floreo impaciente con la mano.

—Juegos mentales. Sacar un pie por el borde del precipicio y dejarlo colgar, explorar los límites más lejanos de la sensorial. Un explorador psíquico. Como el doctor Tim.

Reflexionó acerca de eso y bogartizó el porro.

—¿También se dedicaba Margo a esos juegos?

Sonrió extasiado.

—Margo era suave. Hermosa. Era toda ella un dar y un compartir. Podía pasar toda la noche bailando, sólo con un tambor y una tambura. Era como una dama gitana, mística y mágica.

Se fumó otros dos porros tamaño gigante antes de dar muestras de estar intoxicado, hablando incesantemente, mientras los fumaba. Pero era charla de drogata, muy disociada y suelta. Sobre conciertos que habían tenido lugar hacía dos décadas, la escasez de droga de alta calidad porque la «policía de la mente» había envenenado los campos con el herbicida paraquat, un esquema para reunir a los miembros originales de la Big Blue Nirvana con el fin de planear una vuelta a la música («Exceptuando a Dawg, tío. Él es ahora un jodido abogado de la MGM. Hay que mantenerse lejos de ese tipo de ruido».) Sueños de cannabis, que no me decían nada.

Seguí pacientemente sentado, tratando de picotear trocitos de información acerca de Peter y Margo, pero él se limitaba a repetir que eran hermosos y luego se volcaba en divagaciones más autosatisfactorias acerca de los buenos viejos tiempos, seguidas de indignadas diatribas contra la dureza de corazón de la escena musical de la actualidad.

—Un centenar de jodidos dólares para ver a Duran Duran en una sociedad en la que los buenos cantantes de blues, con una música totalmente legal, tienen que ir rebuscando en los botes de la basura para poder comer. Todo está jodido.

El tercer porro se había acabado. Abrió la boca y se tragó la colilla.

—Rolly, ¿recuerdas algo de que el padre de Peter le fuera a visitar?

—Nada.

—¿Y qué me dices de cuando Margo estuvo en estado? ¿Te acuerdas de algo de esto?

—Solo que estaba enferma, tío. Trataba de levantarse y bailar, pero tras un par de segundos se ponía de un verde pálido y comenzaba a tener arcadas. Un mal rollo.

—¿Qué es lo que pensaban ella y Peter acerca del tener un hijo?

—¿Pensaban? —estaba empezando a arrastrar las palabras, y su cabeza caía adormiladamente.

—Emocionalmente. ¿Estaban contentos?

—Seguro —sus párpados se cerraron—. Era un tiempo feliz. Excepto por lo de la guerra y la mierda que estaba tratando de hacernos tragar LBJ, todo lo demás era un jodido reír siempre.

Suprimiendo un suspiro, di un palo en la oscuridad:

—Me has dicho que los Ángeles iban a los conciertos que daba el Club de los Gorrinos.

—Sí. Se portaban. Eso fue antes de que Jagger hiciera la cagada aquella de Altamont.

—¿Tenían Peter y Margo alguna relación especial con los Ángeles, o con algunos otros moteros?

Bostezó y negó con la cabeza.

—Ninguna relación era especial. Todo el mundo amaba a todo el mundo. Por igual.

—¿Se les veía a menudo con moteros?

—Ah-ah.

Estaba cayendo en el sueño, y había una pregunta más que yo tenía que hacer. Una que había estado conteniendo durante la pasada hora.

—Rolly, me has descrito a Peter como a alguien que tenía unas verdaderas ansias de vivir…

—Vivía para vivir, tío.

—De acuerdo. Pero unos pocos años más tarde acabó por cometer suicidio. ¿Qué pudo llevarle a eso?

Eso le despertó. Abrió los ojos y me miró con ira.

—Suicidio, y una mierda, tío.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que eso no pasa —dijo, susurrando como un conspirador—. Es una jodida mentira. El establishment usa eso como una etiqueta para hacer que los rockeros y los santos de la droga parezcan unos cobardes que han decidido dejar de luchar: Janis, Jimi, Morrison, el Oso. Janis no se acabó ella misma, murió del dolor de existir. Y Jimi no acabó consigo, el gobierno le pinchó con una especie de napalm porque sabía demasiadas verdades y querían cerrarle la boca. Morrison y el Oso ni siquiera están muertos. Y, por mí, que Buddy Holly está con ellos. Probablemente anden de fiesta continua en algún lugar de las islas griegas. El suicidio es una mierda, tío. No pasa.

—Peter…

—Peter no se acabó él mismo, tío. Murió en un juego mental. Como ya te lo he explicado.

—¿Qué tipo de juego mental?

—Un viaje al éxtasis. Explorando los límites.

—Explícame eso mejor.

—Seguro —se alzó de hombros—. ¿Por qué no? Acostumbraba a jugar continuamente a eso. Se desnudaba, se subía a una silla. Hacía un nudo de ahorcar con una cuerda de seda, y se la colocaba al cuello. Echaba su peso hacia abajo hasta que estaba tensa y se tocaba la polla hasta que se corría. Era algo digno de verse, gimiendo, como un Jesús en éxtasis.

Se pasó una gorda lengua por los labios y empleó una imitación de la jerga callejera de los negros:

—Acostumbraba a decir que la presión aumentaba la pasión.

Estaba murmurando de un modo casi incoherente, pero yo le estaba escuchando muy atentamente. Estaba describiendo un fenómeno conocido como ahorcamiento erótico, o autoerotismo por la asfixia, una de las rarezas sexuales más extrañas, especialmente pensada para aquellos que consideran que un flirteo con la muerte es algo que hace más placentero un orgasmo.

Los ahorcadores eróticos se masturban mientras una cuerda u otro elemento por el estilo les constriñe las carótidas, incrementando gradualmente la presión de modo que, en el momento del clímax, las arterias están totalmente cerradas. Algunos usan complejos sistemas de poleas para alzarse a sí mismos hasta la horca. Otros se doblan en extrañas contorsiones. Se haga como se haga, es un juego loco y peligroso: si el masturbador pierde el conocimiento antes de soltarse de la cuerda o se coloca de un modo en el que le queda impedida la liberación o incluso retrasada demasiado, la muerte por asfixia resulta inevitable.

—¿Un juego, entiendes? —Oberheim sonrió—. Le gustaban estos juegos. Y un día perdió. Pero eso mola, tío.