26

Un sargento de guardia, con cara de aburrido, abrió la puerta de la sala de interrogatorios y le dijo a Milo que tenía una llamada. Salió para contestarla, y yo tomé el libro negro y empecé a leerlo.

Lo que el viejo Skaggs había creído ser poesía era, en realidad, una colección de notas impresionistas, o sea la versión de un diario, según Black Jack Cadmus. Las anotaciones iban desde frases incompletas hasta varias páginas de inspirada prosa; algunos días no había escrito nada. La escritura era expansiva e inclinada, tan adornada, que casi se convertía en caligrafía.

Cuando era más expresivo era cuando hablaba de compras de tierras y de la administración de su empresa: de cómo le había comprado ciento veinte hectáreas de campo de frutales a un agricultor del Valle de San Fernando, a un precio ridículo, a base de encandilar a la esposa de este: «Le dije que su pastel era el mejor que había probado y le alabé mucho a su niño. Ella presionó a Sims, y cerramos el trato la misma tarde»; del máximo número de chaletitos que podían construirse en un terreno desértico al extremo este del Valle; del modo más económico de suministrar agua a sus urbanizaciones; de un capataz mejicano que sabía dónde conseguir mano de obra barata.

Comparativamente, su vida privada no parecía de importancia o, al menos, no se la daba en los apartados que yo había leído: su matrimonio, el nacimiento de sus hijos, incluso el inicio del deterioro mental de su esposa eran, a menudo, relegados a simples citas de una breve frase.

Una excepción era un desmadejado análisis, hecho en agosto de 1949, acerca de su relación con Souza:

«Como yo mismo, Horace ha logrado subir desde el arroyo. Nosotros, los hombres que nos hemos hecho a nosotros mismos, tenemos mucho de lo que enorgullecemos. No cambiaría a uno de los que se han labrado su propio destino por un centenar de esos maricas del California Club, que maman sus rentas directamente de la teta de Mami; el viejo de Toinette era uno de estos, y solo hay que ver lo rápido que se hundió en cuanto tuvo que enfrentarse al mundo real. Pero pienso que la experiencia de subir hasta la cima nos deja con algunas cicatrices, y no estoy seguro de que el viejo Horace haya aprendido a sobrellevar las suyas.

»El problema es que es jodidamente ansioso: ¡es demasiado incontinente en sus apetitos! Se tomó la cosa con Toinette demasiado seriamente. Ella me contó que él se equivocó en su apreciación: que jamás lo consideró otra cosa que un buen amigo. Luego se fue corriendo tras Lucy, la de la cara de pescado, y eso para que ella le dejase plantado por un médico. Él lo soporta todo sonriente, como un buen caballero, pero yo estoy preocupado. Sé que siempre ha pensado que yo debería haberle dejado entrar como socio en mi empresa; pero la abogacía, incluso cuando el abogado es bueno, ni con mucho logra ponerse a la altura del hombre que ha de pensarlo todo y correr con todos los riesgos. Aun después de la guerra sigo estando por encima de él en graduación.

»Así que me imagino que, muy dentro de él, debe de odiarme a muerte y me pregunto qué puedo hacer para quitarle mecha a este problema. No quiero cortar mis lazos con él, pues es un experto de primera en maniobras legales y, para colmo, un buen amigo. El pedirle que fuera el padrino de Peter ya fue algo que los relamidos calificarían como un gesto muy amable por parte del que esto escribe, pero lo que en el fondo nos importa realmente a todos es la pasta; así que creo que le daré como prima por sus servicios ese terreno que le gusta en Wilshire. Es de primera, pero tendré muchos otros muy pronto, en cuanto se firme el trato de la calle Spring. Un poco de caridad disimulada de gratitud puede llegar muy lejos. Tengo que mantener a Horace en su lugar, pero también debo de hacerle sentirse importante. ¡Ojalá lograse encontrar una buena chica! ¡A ser posible que no tenga nada que ver conmigo!»

Milo regresó, con sus verdes ojos llenos de excitación.

—Era Platt. Las pruebas de sangre dan positivo para los anticolinérgicos. Hay montones de ellos. Estaba hecho un manojo de nervios y quería saber cuándo podría escribir de esto en una revista médica.

Se sentó.

—Así que ahora —sonrió—. Tenemos algo más que una teoría.

—¿Cuándo le darán el antirilium a Jamey?

—Desde luego, hoy no; probablemente tampoco mañana. La herida en la cabeza complica la situación: es difícil descubrir qué parte de su estupor procede de la conmoción y cuál de la droga. Y quieren tenerlo más fuerte, antes de darle otro sacudón a su sistema nervioso.

Contempló el librito en mis manos.

—¿Te has enterado de algo?

—Hasta ahora solo de que los puntos de vista de Cadmus y Souza sobre su relación no concuerdan.

—Ajá. Bueno, eso pasa a veces, ¿no?

Tendió la mano, y le entregué el diario.

—Ahora que tenemos el método, lo que sería bonito es encontrar un buen motivo antes de llamara a Whitehead y al resto del equipo para explicárselo. ¿Hasta dónde has llegado?

—Hasta el nueve de agosto del cuarenta y nueve.

Halló el lugar, retrocedió algunas páginas, fue leyendo y alzó la vista al cabo.

—Vaya un hijo de puta más arrogante, ¿no?

—Las cicatrices del hombre que se hace a sí mismo.

Veinte minutos más tarde encontró la primera anotación acerca de Bitter Canyon.

—Muy bien, allá vamos: doce de octubre de 1950: «Estoy en buena posición en lo de la Base de Bitter Canyon, porque fue Hornburgh el que vino a verme y no al revés. Eso quiere decir que el Ejército quiere deshacerse de ella rápidamente y que sabe que yo puedo conseguir el dinero con rapidez. Pero ¿por qué? De la forma en que Hornburgh me hizo su perorata patriotera, está claro que van a tratar de engancharme a base de apelar a mi sentido del patriotismo. Pero, cuando lo intente, le voy a devolver los tiros: le preguntaré si un héroe condecorado no se merece un trato justo por parte del tío Sam. Y si sigue haciéndose el camarada, le preguntaré qué es lo que hizo él en la guerra; Horace lo ha estado investigando y me dice que es un marica de West Point, que se pasó toda la contienda moviendo papeles en un escritorio de Biloxi, Mississippi».

Milo giró la página.

—Veamos, ahora habla de otra cosa…, de un edificio de oficinas en el centro, de cómo va a tener que sobornar a alguien para que haga una modificación en la planificación urbanística… Vale, aquí está otra vez: «Hornburgh me llevó a hacer una visita a la Base. Cuando nos acercamos al lago, me pareció que estaba un tanto inquieto, aunque quizá fuese por el calor y aquella luz. El agua es como una lente gigante, cuando el sol le da en un cierto ángulo, se vuelve cegadora, casi insoportable, y un mierdecilla como Hornburgh no está acostumbrado a soportar nada. Mientras íbamos en el jeep, no cerraba la boca; puede que ese tío sea un coronel, pero charla como una portera. Me dio todo el rollo acerca de las posibilidades de desarrollo: casas, hoteles, quizá incluso una pista de golf y un club de campo. Yo le dejé hablar y luego le comenté: “Suena como el Jardín del Edén, Stanton”. Él asintió como una marioneta. Le sonreí: “Entonces, ¿cómo es que el Ejército tiene tanta prisa por sacárselo de encima?” Siguió tan suave como la seda, charloteando acerca de tener que deshacerse de aquellas tierras a causa de las restricciones puestas por el Congreso y por los recortes presupuestarios de tiempos de paz. Lo que es una memez enorme, porque el Ejército siempre hace lo que al Ejército le complace… ¡Infiernos, si dicen que Ike será el próximo presidente, así que las cosas solo pueden ponerse mejores para ellos! Por tanto, pienso que merece la pena tener los ojos muy abiertos en este asunto».

Milo se inclinó y atisbo detenidamente el diario.

—Ahora vuelve a lo del edificio de oficinas —frunció el ceño, pasando el dedo índice por sobre las páginas amarillentas—. El soborno funcionó… Aquí hay algo acerca de su esposa: les invitaron a una fiesta en el Sheraton de Huntington y ella se quedó en un rincón, sin querer hablar con nadie. Eso a él le puso muy negro… Vamos, Bitter Canyon, ¿dónde estás? ¿A que resulta que esto será todo lo que habrá sobre él?

Atravesó en silencio septiembre y octubre, haciendo una pausa de vez en cuando, para leer en voz alta algún trozo. Las citas presentaban a Jack Cadmus como al arquetípico hombre de negocios despiadado, con la mente dedicada a una sola cosa y obsesionado consigo mismo…, con ocasionales lapsos de sentimentalismo. Los sentimientos de aquel hombre hacia su esposa habían sido una mezcla de ira, desconcierto y compasión. Profesaba amor por ella, pero contemplaba con desprecio su debilidad. Calificando a su matrimonio de «más muerto que Hitler», describía su mansión de Muirfield como «un maldito mausoleo» y se mofaba de los doctores de Antoinette como «curanderos educados en Harvard, que me dan palmaditas en la espalda con una mano mientras rebuscan en mi bolsillo con la otra. Lo único que tienen que ofrecerme son sonrisitas y jerga médica». Había escapado al vacío emocional hundiéndose en el trabajo, buscando más y más poder y organizando negocio tras negocio, jugando a ese póker de altísimas apuestas también conocido por el hombre de altas finanzas, con un celo que casi era erótico.

—Ajá, aquí vamos otra vez —dijo Milo—. Miércoles, quince de noviembre: «Tengo cogidos por los huevos a Hornburgh y al maldito Ejército de los Estados Unidos. Tras un montón de excusas telefónicas, acepté otra visita a la Base. Una vez llegué allí, Hornburgh trató de mostrarme que él también podía hacerse el difícil, pero resultó patético: me hizo saber que estaría ocupado un tiempo en un inventario de armamento y ordenó a su chófer que, mientras, me diera un paseo en jeep. Por lo que se veía no pasaban muchas cosas por allí; el lugar parecía vacío. Pero cuando andábamos por un grupo de casitas de madera en el extremo este, una patrulla de la Policía Militar apareció entre las mismas, muy tiesos y tremendamente serios. Tenían el aspecto de ser una guardia o una escolta, así que atisbé para ver a quién custodiaban y al verlo casi salté del jeep y me a tiré a su cuello.

»¡Era ese bicho malvado, Kaltenblud! Pasamos muy deprisa, así que apenas si pude verlo un segundo, pero hubiera reconocido esa cara en cualquier sitio… ¡Dios sabe que miré muchas veces su foto! Estaba en nuestra lista de los de busca y captura para Nuremberg, pero jamás lo cazamos…, siempre parecía ir un paso por delante de nosotros. Hasta llegué a sospechar que los malditos maricas de la CIA se lo habían llevado de Alemania para usarlo en sus trabajos sucios, pero las preguntas que hicimos al respecto siempre recibieron las tonterías oficiales acerca del alto secreto y demás. ¡Y ahora tenía la prueba!

»Era jodidamente injusto el dejar con vida al bicho, después de todo el dolor que había causado, pero no tenía ningún sentido el organizar un escándalo, la guerra se había acabado. Por otra parte, no me haría ningún daño el usar lo que sabía, para apretarle los huevos a Hornburgh, ¿no? Porque si lo que estoy pensando es cierto, tiene mucho sentido todo ese nerviosismo y las ansias por deshacerse de la base. Sin embargo, he decidido no usarlo hoy en su contra, me he limitado a archivarlo para futuro uso».

—¿Alguna vez has oído hablar de ese Kaltenblud? —me preguntó Milo.

Negué con la cabeza.

Pensó por un momento.

—El Centro Simon Wiesenthal tiene fichas de todos esos cabrones. Les haré una llamada en cuanto acabe con esto —volvió al diario—. Oh, mierda, otro cambio de tema; ahora es sobre un trato de compra de tierras a un grupo de indios de Palm Spring. El viejo Black Jack estaba en todas partes.

Pasó impacientemente las páginas.

—De acuerdo —dijo, varios minutos más tarde—, esto suena al enfrentamiento final. Veintinueve de noviembre: «Durante la comida, en mi oficina, le tiré encima a Hornburgh lo de Kaltenblud. Le dije que si el bicho estaba en la base, yo sabía qué clase de trabajo sucio habían estado haciendo en ella, y entendía las ganas que tenían de sacarse de encima el sitio. Al principio todo fueron negativas y rodeos, pero cuando le dije que, o bien me daba un buen trato o pondría a la prensa a escarbar en el asunto, abrió el saco. Tal como yo había supuesto, ellos le habían salvado el cuello al bastardo, lo habían traído a la Base en un vuelo secreto militar y le habían montado un laboratorio. Al bichejo no le importaba quién se cuidaba de sus necesidades, o el Tío Sam o Schickloruber. Siguió con su alegre trabajo, dejando tras de él toneladas de basura venenosa que, cuando le hube presionado un poco, Hornburgh me reconoció que ellos habían enterrado en aquel terreno. Insistió en que lo habían hecho con todas las medidas de seguridad, en bidones de metal, bajo la supervisión del cuerpo de Ingenieros; pero a mí no me inspiran ninguna confianza esos mamones, vistos los muchos líos que han creado. Así que, en lo que a mí concierne, aquel lugar es como si estuviera minado. Un terremoto o Dios sabe qué otra cosa, y el veneno podría filtrarse a ese lago o salir al exterior. ¡El engaño más grande que hubiera conocido jamás, y me habían escogido a mí como el tonto al que engañar, porque yo estaba comprando más tierras, más rápidamente, que ningún otro, y supusieron que me iba a abalanzar sobre una cosa así, sin hacer preguntas! ¡Ja! Cuando se marchó de la oficina, eran ellos los tontos y yo había conseguido todo lo que le pedí:

»A. La tierra, a un precio tan bajo que es casi como si me la regalaran. Cada maldito metro cuadrado de la misma, excepto un poquito que he dejado fuera para Skaggs, porque su mujer es una cocinera realmente buena, y él me trabaja maravillosamente el Bugatti. B. Me suministrarán informes geológicos, firmados y sellados, que certificarán que ese lugar está virginalmente limpio. C. Toda la documentación referente al trabajo sucio de Kaltenblud será destruida, incluso la que hay en Washington. D. El bicho deberá ser eliminado de algún modo discreto, por si se le ocurren ideas y comienza a irse de la lengua. Hornburgh me ha dicho que esa había sido su idea desde el principio, y que vivo ya no tenía ningún valor para ellos, pero yo le dije que no estaría satisfecho, hasta que viera una fotografía de él dentro de un ataúd.

»Así que, una vez todo esto haya pasado, seré el dueño de Bitter Canyon, limpio de polvo y paja. No parece que haya mucho que se pueda hacer con él por el momento, pero ha sido un regalo, así que puedo permitirme esperar. Quizá algún día halle un modo de limpiarlo, o quizá pueda explotarlo de alguna manera, ya sea usándolo para almacenamiento, o como vertedero. Si no, siempre puedo seguir teniéndolo y emplearlo como un lugar privado en el que aislarme. El comportamiento de Toinette me está obligando más y más a irme de casa, y a pesar de la podredumbre que hay bajo tierra, ese lugar tiene algún tipo de extraña belleza…, ¡en eso se parece a Toinette! De todas formas, por lo que he pagado, puedo permitirme tener ese sitio en barbecho y, viendo bien las cosas, el permitirse una extravagancia así, ¿no es un signo de que uno ya ha llegado a la cúspide?»

—Tierra envenenada —dije—. Plumas ensangrentadas. Jamey estaba diciendo siempre cosas con sentido.

—Demasiado sentido para su propio bien —aceptó Milo, poniéndose en pie—. Voy a hacer esa llamada.

Salió y regresó un cuarto de hora más tarde, sosteniendo un pedazo de papel entre el pulgar y el índice.

—Desde luego que lo conocía la gente del Wiesenthal: Herr Doktor Professor Werner Kaltenblud. Jefe del Departamento de Guerra Química de los Nazis, experto en gases venenosos. Se suponía que lo iban a juzgar en Nuremberg, pero desapareció y nunca más se volvió a oír hablar de él. Lo que tendría sentido si el Ejército cumplió su trato con Black Jack.

—Seguro que Black Jack lo exigió.

—Cierto. Así que el cabrón está definitivamente muerto. El investigador con el que hablé dice que aún lo tienen en la lista en activo; está considerado como uno de los peces gordos que lograron escapar. Me urgió a que le contase lo que sabía, pero yo me escapé con vagas promesas. Si logramos resolver este asunto, quizá pueda cumplirlas.

Comenzó a pasear arriba y abajo por la habitación.

—Una central de energía construida sobre toneladas de gases venenosos —le dije—. Ahora ya tienes el motivo.

—Oh, sí. Setenta y cinco millones de motivos. Me pregunto cómo se haría el chico con el diario.

—Pudo ser por accidente. Era un lector voraz, y le encantaba mirarse los libros viejos. La noche en que lo metieron en Canyon Oaks destrozó la biblioteca de su tío, lo que podría indicar que ya había encontrado algo allí y estaba buscando de nuevo.

—¿Enterrado durante cuarenta años entre los incunables?

—¿Por qué no? Después de que muriese Peter, Dwight fue el heredero principal de Black Jack. Suponte que heredase los libros del viejo, pero que nunca se molestase en mirárselos. No me pareció ser uno de esos tipos con aficiones de bibliófilo. Si él o Heather se hubieran encontrado con este diario, lo hubieran destruido. Ni lo tocaron, porque nadie sabía que existía. Hasta que Jamey lo halló, y se dio cuenta de lo explosivo que era. Chancellor le había hecho interesarse por los negocios y las finanzas y lo había puesto a trabajar haciendo investigaciones sobre acciones. Seguro que sabía lo mucho que el Beverly Hills Trust había invertido en la emisión del Bitter Canyon y debió de irse directamente a Chancellor, a decirle que había comprado cantidades de un papel que podría no tener ningún valor… Papel por un valor de veinte millones, que no podía ser vendido sin atraer una no deseada atención.

Milo había dejado de pasear para escucharme. Ahora permanecía en pie con una palma apretada contra la mesa y la otra frotándose los ojos, mientras digería lo que yo decía.

—Un caso básico de extorsión y eliminación —dijo en voz baja—. Con un montón de ceros más de los usuales. Chancellor se enfrenta al tío Dwight con la información que ha adquirido por el diario. Quizá el tío sabía lo del gas, quizá no. En cualquier caso, Chancellor está loco por deshacerse de esos bonos y le exige al tío que se los vuelva a comprar. El tío no acepta y Chancellor le amenaza con hacerlo todo público. Así que acuerdan una compra. Tendría que ser bajo mano, gradual, para evitar el escrutinio. Quizá Chancellor incluso exige un cierto interés, para compensarse de su dolor y sufrimiento.

—O exige otro tipo de recompensa.

—Justo —pensó un instante, y luego dijo:

—El que hablaba rápido te dijo que hay algunas ventas lentas de esos bonos, así que quizá el tío está dejando caer un chorrito de nuevo sobre el mercado; pero, tal como le sucedía a Chancellor, un poquito es todo lo que puede permitirse soltar. Eso le deja doblemente en riesgo: el de construir una central sobre todo ese gas, y el tenerla que pagar él mismo.

—Una situación difícil —acepté.

Milo asintió con la cabeza.

—Y también bajo presión temporal. El tío no puede seguir comprando todos esos bonos de vuelta sin que los libros de contabilidad de su empresa empiecen a oler mal. Busca un camino por el que escapar y se encuentra pensando lo bonita que sería la vida si Chancellor, y el chico, desapareciesen de escena. Le cuenta sus problemas a su amante esposa, que es una experta en achicharrar a la gente con hierbas, y entre los dos cocinan un plan que acabará con todos sus problemas: hacer picadillo de Chancellor y echarle las culpas al chico.

Se detuvo, pensó un poco, y continuó:

—Supongo que te darás cuenta de que esto no significa que el chico no matase a nadie. Solo que podría haber estado bajo la influencia de las drogas cuando lo hizo.

—Cierto, pero sí que nos dice algo acerca de su culpabilidad. Fue una encerrona, Milo. Un chico con problemas al que le van tirando poco a poco al abismo, con un cuidado exquisito, hasta que está a punto para un pabellón de locos incurables. Tras la hospitalización continuó el envenenamiento: los Cadmus encontraron a un doctor que haría cualquier cosa para ganarse unos pavos, incluyendo romper con sus propias normas, al dejar que una enfermera privada trabajase en la clínica. Apuesto diez contra uno a que el verdadero trabajo de Surtees era administrar la dosis diaria. Bajo la supervisión de Mainwaring.

—Surtees —murmuró, apuntando en su bloc—. ¿Cuál me dijiste que era su nombre?

—Marthe, con una e. Si es que ese es su verdadero nombre. No han oído de ella en ninguna de las empresas que les buscan trabajo a las enfermeras. Desapareció al día siguiente que él se escapó. Como la Vann que, casualmente, acababa de dejar su lugar de trabajo. Todo este asunto huele fatal, Milo. Le dejaron que se escapase, luego lo llevaron a casa de Chancellor y…

—¿Y?

—No sé —traducción: no quiero pensar en ello.

Dejó el bloc y dijo que ordenaría la búsqueda de las dos enfermeras.

—Quizá tengamos suerte…

—Quizá —dije yo, sombríamente.

—¡Eh! No sobrecargues tus glándulas de la empatía —y, con suavidad—: ¿Cuál es el problema? ¿Aún sigues pensando en culpa e inocencia?

—¿Y tú no?

—No, cuando puedo evitarlo. Eso tiene la costumbre de entrometerse en el buen desarrollo del trabajo —sonrió—. Naturalmente, esto no quiere decir que vosotros, los tipos civilizados, no debáis de preocuparos por esas cosas.

Me puse en pie, apreté las palmas contra las verdes paredes de la sala de interrogatorios. El yeso parecía blando, como si lo hubiera ablandado la absorción de tantas mentiras.

—Confiaba en que hubiera un modo de hallarlo realmente inocente —le dije—. De demostrar que no había matado a nadie.

—Alex, si resulta que estaba bajo la influencia de las drogas, sin voluntad propia, no pasará ni un día en la cárcel.

—Eso no es inocencia.

—Pues sí que lo es, en cierto modo. Hay algo llamado la defensa de la inconsciencia…, que se aplica a los tipos que cometen crímenes sin darse cuenta de lo que hacen: a los sonámbulos, a los epilépticos cuando tienen un ataque, a las víctimas de daños cerebrales, a los que han sido víctimas de lavados cerebrales químicos. Casi nunca es usada, porque aún resulta más difícil de probar que la de la capacidad disminuida; los crímenes realmente inconscientes son muy poco comunes. La única razón por la que sé de eso es a causa de un viejo que detuve hace años. Estranguló a su mujer en sueños, después de que sus doctores la cagaron con su medicación y le descarrilaron los circuitos. Era un caso claro, apoyado en auténticos datos médicos, no solo cosas de esas de psiquiatras…, y no te ofendas. Incluso el fiscal lo aceptó. Lo dejaron suelto en la audiencia preliminar. Libre y cuerdo. Inocente. Seguro que Souza lo adopta en cuanto sepa todo esto.

—Hablando de Souza hay una cosa más que considerar: él fue quien encontró a Mainwaring. Y a la Surtees. ¿Y si resulta que él también está metido en todo esto y la defensa no es más que una pantalla de humo?

—Entonces, ¿por qué llamarte a ti, y someterlo todo a tu escrutinio?

No tenía respuesta para aquello.

—Escucha, Alex. Me gusta el cariz que tiene todo lo que hemos ido descubriendo, pero esto no significa que siquiera estemos cerca de saber lo que realmente sucedió. Hay un montón de interrogantes abiertos. ¿Cómo pasó el diario de Chancellor a Yamaguchi? ¿Cómo supo Radovic lo que tenía que buscar? ¿Por qué te andaba siguiendo? ¿Y qué tienen que ver en todo esto el gordo y el flaco? ¿Qué me dices de todas esas otras víctimas del Carnicero? Estoy seguro de que, si me das algún tiempo, aún encontraré algunos otros interrogantes. Pero la cuestión es que no me puedo quedar sentado especulando, no puedo tener esto tapadito mucho más tiempo, sin decírselo a Whitehead y los demás. Y, antes de hacerlo, preferiría tener algo en lo que basarme más sólido que un libro viejo.

—¿Tal cómo?

—Una confesión.

—¿Y cómo planeas obtenerla?

—Del modo honorable: por intimidación.