30

Caminar junto a Antrim era como llevar a una cobra por corbata. El hecho de que estuviera cooperando era singularmente poco reconfortante; yo sabía lo que él era capaz de hacer en un instante de ira. Pero su presencia era una parte importante del montaje, y yo ya había llegado demasiado lejos como para ahora echarme atrás.

La decisión de usarle…, y usarme, había sido tomada tras tres horas de reuniones a puerta cerrada. Milo había venido a mi casa y me lo había explicado.

—Le hicimos llamar para decirle que se había ocupado de todo, pero solo es cuestión de tiempo el que descubran que lo hemos detenido. El tipo de dinero del que disponen significa movilidad: aviones a reacción privados, cuentas corrientes en Suiza, mansiones en islas que no conceden extradiciones… Fíjate en Vesco, que aún sigue allí burlándose del gobierno; lo que quiere decir que, si no nos movemos deprisa, corremos el riesgo de perder a los peces gordos.

—¿Qué es lo que quieres de mí?

Me lo dijo y siguió con una serie de seguridades acerca de que no debía de sentirme presionado. Consideré las alternativas, medí los riesgos, pensé en una llamada de crisis a las tres de la madrugada y en todo lo que había pasado desde entonces, y le pregunté:

—¿Cuándo quieres que lo hagamos?

—Esta noche.

Por la tarde sacaron a Antrim de su celda. Lo bañaron, lo alimentaron y le sirvieron café. Cambiaron su chandal de la cárcel y lo vistieron a su modo habitual. Lo llevaron a la cabaña en el bosque. Y, cuando llegó la llamada, la contestó con sorprendente aplomo, si se considera el círculo de hombres altos y de mal talante que le rodeaba. Sorprendente, hasta que uno se daba cuenta de que él era una máquina de matar, a cuyo retorcido circuito le faltaban las conducciones de la preocupación o la duda en sí mismo. Con una sola excepción: una vulnerabilidad impensable en lo que se refería a una mujer gorda y sin cabello.

En realidad, quien había conducido el Rolls había sido un agente de la policía. Un hombre alto, delgado, con bigote que, en la oscuridad, se parecía lo bastante a Antrim como para ser su hermano gemelo. Pero, a dos manzanas de nuestro destino, había metido el coche por un callejón sin salida de Hancock Park, aparcado y bajado. En unos segundos el chófer se había materializado detrás el tronco de un gran arce, conducido por dos policías de paisano. Sin esposas ni ligaduras. Lo llevaron justo hasta la puerta abierta del gran coche, bloqueándole toda escapatoria. Lo soltaron y le miraron colocarse tras el volante.

—Conduce con mucho cuidado —le dijo Milo, que estaba tirado en el suelo del compartimento de pasajeros, con la boca de su 38 apretada contra la parte de atrás del respaldo del asiento del conductor—. Un mal paso y la señora Skull va a tener que purgar duramente sus culpas.

—Vale —dijo el chófer con aire casual. Giró el cochazo hacia Wilshire, dio una vuelta rápida hacia la izquierda, condujo unos treinta metros y giró de nuevo, flotando suavemente hacia el sendero circular. Un Mercedes 380 plateado se hallaba ya allí.

—¿De acuerdo? —preguntó—. ¿Tengo que salir ya?

—Sí —le contestó Milo—. Y recuerda: todas las miradas están clavadas en ti.

Antrim apagó el motor, bajó y me abrió la puerta, en su papel de fiel sirviente. Salí y caminamos juntos hacia el edificio. Parecía relajado. Le miré las manos, los pies, sus oscuros ojos que se movían como escarabajos peloteros correteando sobre la piedra pómez.

Llegamos a la escalinata frontal. La puerta se abrió y el bigote de Antrim se curvó hacia arriba en una sonrisa. Mi cuello se constriñó. ¿Estaría la cobra preparándose para picar?

Un hombre salió y se quedó en el escalón superior, con una mano metida en el hueco de la puerta para mantenerla abierta.

Hasta entonces, a pesar de los razonamientos de Milo, todo aquello me había parecido un montaje demasiado complicado para una entrada en escena. Pero, cuando vi a Souza, me di cuenta de que no podría haber sido de otro modo.

—Buenas noches, doctor —me dijo con voz dura. Llevaba ropa formal que le hacía parecer un pingüino bien alimentado: un smoking de seda negra, una camisa de gala, almidonada y perforada por pequeños botones de oro, pajarita color ciruela y faja, zapatos de gala tan relucientes como el alquitrán fundido.

—Buenas noches —le sonreí.

—Espero que esto sea tan urgente como usted lo ha hecho sonar. Los Cadmus y yo tenemos un importante acto social esta noche.

—Lo es —dije, con un ojo aún puesto en Antrim, preguntándome si recitaría su guión o intentaría una improvisación de última hora.

El silencio no pudo haber durado más de un segundo, pero me pareció eterno. Antrim había dado un paso atrás, poniéndose tras de mí. Yo sentía deseos de darme la vuelta, para verle la cara y descubrir sus intenciones. Pero no podía arriesgarme a darle idea a Souza de que había algo fuera de lo normal. Así que, en lugar de hacerlo, miré al abogado, tratando de leer en sus ojos si estaba recibiendo un mensaje silencioso. Aunque solo vi un marrón inerte. Pero ¿dónde estaba la cobra?

—Esto, señor Souza…

Mi cuerpo se puso en tensión.

—¿Qué sucede, Tully?

—El coche anda bajo de gasolina. ¿Quiere que lo llene?

Bravo.

—Adelante —le dijo Souza—. Y regresa dentro de media hora para llevarnos al Biltmore.

Antrim se tocó la gorra, giró sobre sus talones y caminó hacia el Rolls. Souza empleó los dedos para empujar la puerta.

—Venga —me dijo impaciente.

Dentro, el edificio de la firma legal estaba en sombras y frío, con el suelo de mármol amplificando cada golpe de los brillantes zapatos de Souza. Caminó bajo la escalera de caracol, dirigiéndose hacia la puerta trasera del edificio, moviéndose con agilidad inusitada para alguien de su edad y constitución. Le seguí a través de la biblioteca de leyes y la sala de fotocopiadoras y esperé mientras abría unas puertas dobles, talladas.

Las paredes con paneles del comedor parecían ser de carne a la suave luz, cada nudo de la madera un ojo espiral. El mantel de piedra enmarcaba un fuego naranja, restallante que, por lo que se veía de los troncos, llevaba largo tiempo prendido. Una barra móvil de madera china había sido llevada hasta el lado de la mesa victoriana ovalada, que había sido puesta con botellas de cristal tallado y vasos con forros de plata. Las gélidas facetas reflejaban el fuego y lo devolvían con un guiño prismático. La parte superior de la mesa emitía un brillo bruñido, como un lago a la puesta del sol. La alfombra de seda destellaba como musgo iridiscente. Todo muy elegante. Mortalmente silencioso.

Los Cadmus estaban sentados uno junto al otro, a un lado de la mesa. Souza tomó su lugar a la cabecera, y me hizo seña de que me sentara enfrente.

—Buenas noches —dije.

Alzaron la vista el tiempo suficiente como para murmurar unos gélidos saludos, luego pretendieron estar fascinados por sus bebidas. La habitación tenía un aroma dulce por el cedro ardiente, repleta con los ecos de conservaciones en voz baja. Souza me ofreció un trago, que yo no le acepté. Mientras se servía un bourbon, yo miré por encima de la mesa.

Dwight parecía estar mal, disminuido por el estrés. En las dos semanas transcurridas desde la última vez que lo había visto había perdido peso. Su smoking le venía grande, y sus hombros se doblaban bajo un peso invisible. Se había quitado las gafas y las había dejado sobre la mesa; la piel bajo los ojos estaba suelta, descolorida, repleta de fatiga. Junto a sus gafas había un vaso vacío. La película que aún tapizaba su interior indicaba que no lo llevaba demasiado tiempo. Una de las botellas talladas estaba al alcance de su mano. Entre la misma y el vaso había un sendero de manchitas húmedas: gotitas de alcohol derramado.

Heather aún tenía aspecto infantil. Se había amontonado el cabello hacia lo alto, revelando un largo cuello de porcelana rodeado por una gargantilla de diamantes. Sus orejas eran pequeñas, delgadas, como las de un elfo. Un quilate de diamante blancoazulado adornaba cada uno de sus lóbulos. Vestía un traje de noche de chifón azul oscuro. Sus brazos eran tentáculos blancos, envueltos por una neblina que eran las mangas transparentes. Entre la gargantilla y el escote había un lechoso triángulo de pecho, débilmente pecoso y hendido por una sospecha de división de los senos. Unos tintes rojizos en las mejillas daban a sus facciones de azafata real un aire como febril. Por encima de su anillo de matrimonio llevaba otro, montado con un zafiro en forma de pera del color de los ojos de un recién nacido. Su vaso parecía intocado, lleno con algo rosado y centelleante.

—Será mejor que lo que tenga que decir sea importante —dijo Dwight, con las palabras deformadas por el alcohol.

—Cariño —le dijo Heather, con su voz de niñita, tocándole suavemente el brazo.

—No —le contestó él airado—. ¿Es que aún no hemos soportado bastante?

Ella me sonrió, como pidiéndome excusas, y apartó sus dedos de la manga de él. Él tendió el brazo hacia la botella y se sirvió un doble. Ella volvió la vista hacia otro lado, azarada, mientras él vaciaba el vaso de un trago.

Souza había parecido ignorar el intercambio de palabras. Ahora se acercó más a la mesa, se aclaró la garganta y dijo:

—Doctor, ¿cuáles son esos nuevos datos médicos que usted insistió tanto en comentar con nosotros?

—Son algo más que datos —dije entusiásticamente—. Creo que ya he logrado resolver todos los problemas que ustedes tenían. Y que he demostrado que Jamey es inocente…, al menos en un sentido legal.

—¿Realmente? —un milímetro de sonrisa, un kilómetro de desprecio y burla.

—Sí. He pedido a los doctores del Hospital General del Condado que realicen algunas pruebas de laboratorio para verificarlo, pero el caso es que creo que ha sido envenenado con un tipo de drogas llamadas anticolinérgicos, que interrumpen la transmisión nerviosa y causan exactamente el tipo de síntomas psicóticos que él mostraba. Si tengo razón, no puede ser considerado más responsable de sus acciones que lo sería un sonámbulo. Estoy seguro de que va a poder emplear esto para sacarlo de prisión.

—¿Envenenado? —dijo Dwight. Me miró con fascinación enfermiza, el tipo de dolorida mirada que los hombres respetables reservan para los monstruos de circo y los cómicos que mueren en escena. Luego se llevó el vaso a los labios y resopló disgustado.

Su esposa le chistó, con el dedo en los labios.

—Siga, por favor, doctor —me pidió Souza—. ¿Cómo llegó usted a esa intrigante hipótesis?

—Había demasiadas cosas que no concordaban. Las matanzas no eran la obra de un psicótico. Y el historial psiquiátrico de Jamey era desconcertante, incluso tratándose de un esquizofrénico. Un día presentaba síntomas que eran típicos para la psicosis crónica, al día siguiente otros que eran atípicos, pasaba bruscamente de la lucidez al delirio. La noche que me llamó era capaz de conversar, pero, cuando lo vi poco después, era imposible conectar con él…, estaba en pleno estupor. También su respuesta a la torazina resultaba extraña: arriba y abajo, como unas montañas rusas. Y desarrolló unas reacciones neurológicas prematuras a sus medicaciones, el tipo de cosa que uno ve en los pacientes que llevan años siendo medicados. Cuanto más pensaba en ello, más me sonaba todo a tóxico: algo, alguna sustancia extraña estaba haciendo que su sistema nervioso se fuera desmoronando. Le presenté esta suposición al doctor Mainwaring, pero la dejé correr porque él me aseguró que le había hecho a Jamey las pruebas habituales para todos los narcóticos comunes. Pero después…, después de dejar su equipo, señor Souza, no pude dejar de pensar en lo equivocado que me parecía todo. Desenfocado. Empecé a preguntarme si no habría otra clase de drogas, una para la que Mainwaring no hubiera hecho pruebas de laboratorio… Algo en lo que normalmente no pensase un doctor, porque raramente se abusase de ello. Traté de llamar a Mainwaring para hablar con él del tema, pero no pude ponerme en contacto. De hecho, empecé a pensar que quizá me estuviera evitando…, tal vez a petición de usted, señor Souza. Pero hoy he llamado a Canyon Oaks y su secretaria me dijo que hacía días que no sabía nada de él y estaba empezando a ponerse nerviosa. ¿Ha estado en contacto con usted?

—No —dijo Souza—. Quizá se tomó un par de días de fiesta. Sin avisar a nadie.

—A mí no me pareció una persona impulsiva, de las que hacen estas cosas, pero quizá sí lo hizo. De todos modos, llevé a cabo una cierta investigación por mi cuenta. No es necesario que ahora nos metamos en los aspectos técnicos, así que baste con decir que he encontrado un grupo de sustancias químicas que se ajusta perfectamente: los alcaloides anticolinérgicos. La atropina, la escopolamina, los extractos de la belladonna. Quizá hayan oído hablar de esas sustancias.

Heather me miraba arrobada, como una estudiante enamorada de su profesor. Negó con la cabeza.

—Vagamente —dijo Souza.

—Las usaron mucho en la Edad Media para…

—¡En la Edad Media! —estalló Dwight—. ¡Todo esto es pura basura! ¡Chorradas de psicólogo! ¿Quién infiernos iba a envenenarle?

—Haga el favor de excusar el tono de mi esposo —me rogó Heather—, pero lo que él dice es correcto. ¿Cómo es posible…, que alguien quisiera envenenar a Jamey? ¿Y para qué? Eso de los anticole…

—Colinérgicos —sonreí—. Eso es algo que yo no sé. Supongo que eso quedará para que lo investigue la policía. Pero, entre tanto, si las pruebas de laboratorio dan los resultados que espero, tenemos ya un modo de sacar a Jamey del atolladero. ¡Y también sé cómo devolverle a la normalidad! Porque si le han estado dando belladonna, existe un antídoto, un fármaco llamado antilirium, que puede invertir los efectos del veneno.

—Eso sí que sería algo importante —aceptó Souza—. Esas pruebas, ¿quién las está llevando a cabo?

—El neurólogo que está cuidando de Jamey. Simon Platt.

—¿Y simplemente le llamó usted y le pidió que las efectuase?

Sonreí, me alcé de hombros y mostré mi mejor cara de niño bueno.

—Le dije que tenía el permiso de ustedes. Sé que es un poco irregular, pero dada la seriedad del caso… La amenaza a la cordura, e incluso la vida de Jamey, pensé que a ustedes no les importaría. Y, por favor, no le echen los perros a Platt por no haber verificado con ustedes lo de la autorización. Él y yo nos conocemos: los dos somos miembros de la Facultad de Medicina. Así que aceptó mi palabra.

Souza cruzó los brazos ante su enorme pecho, me miró con cara grave, y al final se permitió una sonrisa divertida.

—Le admiro a usted por sus muchos recursos y su dedicación —me dijo—, aunque no por su falta de respeto ante las normas.

—A veces —le dije—, hay que forzar un poco las normas con el fin de llegar a la verdad.

Miré mi reloj.

—Ya deben de tener los resultados. Tengo el número del buscapersonas de Platt. Si quiere usted llamarle…

—Sí —dijo el abogado levantándose—, sí quiero llamarle.

—¡Oh, vamos, Horace! —le dijo Dwight—. No irás a tomarte esto en serio.

—Dwight —dijo Souza gravemente—. El doctor Delaware puede o no tener razón. Y, aunque ha ido más allá de sus límites profesionales, está claro que lo ha hecho porque tiene interés por Jamey. Lo menos que podemos hacer es investigar su teoría. Por el bien del chico.

Me sonrió:

—El número, por favor.

Saqué un trozo de papel y se lo entregué. Me lo arrancó de las manos y fue hacia las puertas. Las abrió de par en par y se dio de cara con Milo y Richard Cash. Y, tras ellos, un mar de uniformes azules.