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Guardé el historial y llamé de nuevo a Canyon Oaks. Mainwaring no había regresado a su oficina, pero su secretaria me aseguró que había recibido mi mensaje.
En el silencio de la biblioteca mis pensamientos vagaron. Sabía que, si seguía largo rato allí sentado, acabarían por anidar en rincones oscuros. Alzándome, busqué el teléfono inalámbrico y lo encontré en el salón. Con el teléfono colgado de mi cinturón salí a la terraza y bajé los escalones hasta el jardín japonés.
Los koi estaban nadando cansinamente, como un arco iris concéntrico. El sonido de mis pisadas los llevó hacia el borde de rocas del estanque, gorgoteando hambrientos y agitando el agua con anticipación.
Lancé un puñado de gránulos al agua. Los peces saltaron y chocaron entre sí para llegar hasta la comida. Sus escamas lanzaban chispazos de color escarlata, oro, platino y mandarina, con sus escurridizos cuerpos muy colorinescos entre los tranquilos tonos del jardín. Arrodillándome, alimenté a las carpas más atrevidas a mano, disfrutando del cosquilleo de sus barbas contra mi palma.
Cuando estuvieron saciadas, guardé la comida y me senté, con las piernas cruzadas, sobre un cojín de musgo, sintonizando mis oídos a los pequeños sonidos: el borbotón de la cascada, los débiles ruidos besuqueantes hechos por los peces al mordisquear el tapizado de algas de las lisas rocas húmedas que bordeaban su estanque, la suave y cálida brisa que levemente agitaba las ramas de un matorral en flor. El atardecer se aproximaba y envolvía al jardín en sombras. Los jazmines comenzaron a lanzar su perfume. Contemplé cómo los colores daban paso a los contornos y trabajé en ir relajando mi mente.
Me había ido poniendo tranquilamente meditativo, cuando el teléfono que llevaba al cinturón emitió su pitido.
—Doctor Delaware —contesté.
—Estás demasiado formal, Alex —me dijo una joven voz, manchada por la estática.
—¿Lou?
—El mismo.
—¿Cómo estás? Lo formal era porque estaba esperando que me llamase otra persona.
—Estoy de maravilla. Y espero que no estés demasiado desilusionado.
Me eché a reír. La estática se hizo más fuerte.
—La conexión es muy mala, Lou. ¿Desde dónde me llamas, desde el barco o desde tierra?
—Desde el barco. Tengo todo un cargamento de posibles inversores en ruta hacia las islas Turks y Caicos, una bodega llena de pescados recién cogidos y el bastante ron como para hacer que desaparezcan sus inhibiciones.
Lou Cestare tenía alquilado a perpetuidad un trocito de afecto en mi corazón. Hacía años, cuando yo estaba ganando mucho más dinero del que sabía manejar, me había mostrado lo que debía hacer, guiándome a través de una serie de inversiones en acciones y propiedades inmobiliarias que me podrían permitir vivir confortablemente sin volver a tener que trabajar nunca, siempre que mi estilo de vida fuera razonable. Era joven y agresivo, un definido y muy charlatán italiano del Norte, de ojos azules. A la edad de veintisiete años había sido descrito por el Wall Street Journal como uno de los expertos que mejor sabían elegir los valores en alza. A los treinta ya era el jefazo en una gran empresa de inversiones y estaba destinado a subir aún más alto. Luego, de repente, había hecho un cambio en su estilo de vida, abandonando el mundo de las grandes empresas, vendiendo una gran propiedad en Brentwood, tomando a su joven esposa e hijo y trasladándose al norte de Oregón, para trabajar sólo para sí y para un selecto grupo de clientes. La mayor parte de ellos eran superricos; a unos pocos, como era mi caso, los conservaba por razones sentimentales. Y ahora alternaba entre su oficina en el valle de Willamette y un yate de treinta metros bautizado The Incentive. Ambos lugares estaban dotados con una verdadera fortuna en cachivaches informáticos, que le permitían hablar por modem a un ejército internacional de agentes de bolsa.
—El otro día apareció en pantalla tu portafolio, Alex. Lo tengo todo controlado con recordatorios periódicos como los dentistas. Y ha llegado la hora de hacerte la revisión anual.
—¿Qué es lo que sucede?
—Tienes doscientos ochenta mil en inversiones libres de impuestos con un rendimiento medio de 8,73%, produciéndote unos ingresos anuales de veinticuatro mil cuatrocientos cuarenta, a los que el Tío Sam no les puede hincar el diente. Noventa mil que maduran durante los próximos meses. En general se trata de las cosas más viejas, con un rendimiento algo menor: 7,9%. La pregunta es: ¿Quieres más municipales, o tengo que buscarte acciones de altos beneficios o bonos de la Tesorería? Tendrás que pagar impuestos por esto, pero si no estás ganando mucho, esos beneficios superiores te meterán más pasta en el bolsillo. Según mis archivos, el año pasado te ganaste unos cuarenta y dos de los grandes a base de hacer trabajitos. ¿Qué me cuentas de este año?
—Estoy trabajando un poco más. Sobre unos seis mil al mes.
—¿Brutos o netos?
—Brutos.
—¿Algunas deducciones importantes?
—Realmente no.
—Los alquileres del año pasado y los intereses fueron unos treinta y un mil. ¿Hay alguna razón para que esto vaya a cambiar?
—Ninguna que yo pueda prever.
—Así que te estás sacando un poco más de un centenar de miles, todavía en el saludable apartado del cincuenta por cien. A menos que necesites líquido o tengas ganas de jugar a las apuestas, lo que tienes que hacer es dedicarte a las Munis.
—¿De qué clase de apuestas me hablas?
—De acciones nuevas, recién emitidas, y la mayor parte de ellas aún en cotización. Tengo una empresa de preparación de imágenes por láser, con base en Suiza, que parece prometedora, y otra de aprovechamiento de chatarra de Pennsylvania y algo que cae justo en tu campo: una empresa de Carolina especializada en servicios de loqueros.
—¿Loqueros?
—Lo que oyes. Esa gente, la Psycorp, ofrece contratos de prestación de servicios mentales a las comunidades de mediano tamaño, principalmente al Sur y en el Medio Oeste, pero están en expansión. Llevan a cabo un marketing muy agresivo, y la demografía parece darles la razón: hay muchos locos por ahí, Alex. Supongo que nunca pensaste en tu trabajo como parte de una industria de amplio crecimiento.
—Creo que seguiré con los bonos. ¿Qué tipo de intereses estás obteniendo?
—Tengo un cable para una cosa a la par y con el 10,5%, procedente de la venta de una herencia, pero tendrías que meterte a largo plazo…, treinta años como mínimo. Tu incremento neto sería de… —escuché teclas cliquetear en segundo plano—, de dos mil trescientos cuarenta dólares. No te los gastes todos de una vez.
—¿Es doble A?
—Están catalogados triple B, lo que aún es calidad inversión, pero espero un incremento a A en unos pocos meses. No obstante, yo ya no me tomo muy en serio esto de las clasificaciones; los servicios están perdiendo cualidades. Recuerda el caso del fracaso de la WPPSS: de triple A a la basura, y no lo vieron venir hasta que ya era demasiado tarde. Lo mejor es que cada uno haga sus propios controles. Que es lo que yo hago…, de un modo muy asiduo. Lo que yo tengo en mente para ti es algo muy limpio: una comunidad playera muy conservadora, con una fuerte base impositiva. Financiación de servicios públicos muy sólida. ¿Quieres entrar?
—Seguro. ¿Cuánto me puedes conseguir?
—Doscientos cincuenta mil. Ya estoy comprometido con cien mil con otra persona. Tú puedes quedarte con los otros ciento cincuenta.
—Cómprame cien justos. Noventa de los bonos que llegan a término y te mandaré los otros diez por cable mañana. ¿A Oregón o a las Indias Occidentales?
—A Oregón. Sherry maneja las transacciones mientras yo estoy de viaje.
—¿Cuánto tiempo planeas estar de viaje?
—Una semana, quizá más. Depende de la pesca y de lo mucho que tarden en hartarse unos de otros estos ricachones. Por cierto, ya recibimos tu nota de agradecimiento por el pescado. Bueno, ¿eh?
—Fue un salmón maravilloso, Lou. Invitamos a unos amigos y lo hicimos a la barbacoa, como tú nos sugeriste.
—Bien. Pues tendrías que ver los atunes que estamos pescando. De ciento veinte kilos y con una carne como mantequilla rojiza. Tengo una bandeja de carne de esta, preparada en sashimi, justo delante mío. Ya te guardaré algunos filetes.
—Sería estupendo, Lou.
—¡Guau! —gritó—. Perdóname, Alex, es que tendrías que ver lo que pasa a estribor. ¡Dios mío, vaya un monstruo!
Dio un sorbo de algo y luego volvió al teléfono, tragando.
—¡Súbelo a bordo, Jimbo! Perdóname otra vez. ¿Todo anda bien por tu casa?
—Todo bien.
—Estupendo. Entonces voy a cortar, y bajaré a encantar un poco más a los clientes.
—Adiós Lou. Piensa en mí mientras te tomas esos cócteles de cangrejo.
—Son vieiras —me corrigió—. Marinadas en zumo de lima. Te las comes y luego haces de Miles Davis con las conchas.
Sonó un pitido en la línea.
—¿Es en tu lado o en el mío? —me preguntó.
—En el mío. Hay una llamada esperando.
—Te dejo libre, Alex. Adiós y hasta la próxima.
Apreté el botón y di paso a la llamada que aguardaba.
—¿Alex? Soy Milo y tengo que acabar en seguida.
—¡Milo! Me alegra escucharte. ¿Qué pasa?
—He estado hablando con alguien que dice que te conoce. Un tipo que se llama James Wilson Cadmus…
—¡Jamey! ¿Dónde está?
—¿Así que lo conoces?
—Seguro que sí. Pero ¿qué…?
—Dijo algo de haberte llamado esta madrugada.
—Sí, lo hizo.
—¿A qué hora fue eso?
—Hacia las tres y cuarto.
—¿Y qué fue lo que tenía que decirte?
Dudé. Milo es mi mejor amigo. No había tenido noticias de él durante más tiempo de lo normal y había empezado a preguntarme qué era lo que pasaba. Bajo diferentes circunstancias hubiera recibido con alegría su llamada. Pero el tono de su voz no tenía nada de amistoso, y de repente tuve muy presente lo que hacía para ganarse la vida.
—Fue una llamada de crisis —evadí la respuesta—. Quería ayuda.
—¿Qué clase de ayuda?
—Milo, ¿qué demonios está pasando?
—No te lo puedo explicar, amigo. Te llamo luego.
—Espera un momento…, ¿está bien el chico?
Fue su turno de dudar. Me lo podía imaginar pasándose la mano sobre su gran y cicatrizado rostro.
—Alex —suspiró—…, de veras tengo que colgar.
Clic.
No era modo de que tratar a un amigo, y yo me quedé tieso de ira. Entonces me acordé del caso en el que había estado trabajando. Y la ansiedad pasó sobre mí como una oleada de productos tóxicos. Llamé a su extensión de la comisaría del Oeste de Los Ángeles y, tras dar todos los rodeos exigidos por la burocracia policial, no logré enterarme de nada más sino que estaba en el escenario de un crimen. Otra llamada a Canyon Oaks obtuvo una hostilidad malamente contenida por parte de la secretaria de Mainwaring. Estaba empezando a sentirme como un auténtico paria.
La idea de que Jamey pudiera estar mezclado con el caso actual de Milo me resultaba repulsiva. Pero, al mismo tiempo, me daba algo a lo que agarrarme. El caso había sido muy comentado por la prensa y, si Milo no quería decirme lo que estaba pasando, quizá la prensa sí lo hiciese.
Fui a la radio y giré el mando, sintonizando cada una de las dos estaciones de noticias de la AM, una tras la otra. Ni palabra. Nuevos giros solo produjeron basura auditiva. Las noticias de la televisión no eran sino gente guapa enseñando muchos dientes al sonreír: palabrería y publicidad oculta, sazonada con buenas dosis de asesinatos y violencia servidas por los equipos volantes.
Mucho horror, pero nada de lo que yo estaba buscando.
Descubrí el Times matutino enrollado sobre el escritorio y lo cogí. Nada. Conocía a dos personas en la redacción: el comentarista de ajedrez y Ned Biondi, que estaba en la sección local. Encontré el número del redactor en mi archivo y lo marqué.
—¡Doc! ¿Cómo infiernos está usted?
—Muy bien, Ned. ¿Qué me dice de usted?
—Super. Y Ann Marie acaba de empezar sus estudios de graduada en Cornell. En Ciencias de la Educación.
—Eso es maravilloso, Ned. La próxima vez que hable con ella le da mis recuerdos.
—Lo haré. No habría llegado allí de no ser por usted.
—Es una gran chica.
—Eso no lo discuto. Pero bueno, ¿qué clase de notición tiene hoy para mí? El último que me sopló no estuvo nada mal.
—Nada de noticiones —le dije—. Solo preguntas.
—Pregunte.
—Ned, ¿ha oído algo nuevo acerca del caso del Carnicero Lavanda?
—Ni una maldita palabra —su voz subió un punto en el registro—. ¿Le ha llegado a usted algo?
—Nada.
—Solo simple curiosidad, ¿eh?
—Algo así.
—Doc —imploró—, este caso ha estado seco durante un mes. Si sabe algo, no se lo guarde. El calentamiento de pollas pasó de moda con la píldora anticonceptiva.
—Realmente no sé nada, Ned.
—Ya.
—Lamento haberle molestado. Olvide que le he llamado.
—Seguro —dijo irritado—. Mi mente está en blanco, maldita sea.
—Adiós, Ned.
—Sayonara, Doc.
Ni por un momento ninguno de los dos creímos que con aquello quedara cerrado el tema.
Robin llegó a casa de un humor excelente, se duchó, se puso sus joyas y se vistió con un vestido negro poco aparatoso pero muy hermoso. Yo me puse un traje marrón claro de lino, una camisa Oxford de topitos azules, corbata a rayas azules y rojo clarete y mocasines de cabritilla. Muy elegante, pero me sentía como un zombie. Cogidos del brazo caminamos a la terraza y bajamos hacia el Seville.
Se acomodó en el asiento del pasajero, tomó mi mano y la apretó. Alzando la mano abrió el tejadillo de la capota y dejó que el cálido aire de California fluyese sobre su rostro. Estaba de muy buen humor, casi chisporroteando con la expectación. Me incliné hacia ella y la besé en la mejilla. Ella sonrió y alzó sus labios hacia los míos.
El beso fue caliente y prolongado. Yo acumulé toda la pasión de que disponía, pero fui incapaz de apartar de mi mente la llamada de Milo. Unos pensamientos negros y preocupantes no dejaban de atisbar desde los rincones más oscuros de mi cerebro. Luché por contenerlos y, sintiéndome como una mofeta por no poder lograrlo, me juré no echar a perder la velada.
Puse en marcha el motor y coloqué a Laurendo Almeida en el cassette. La suave música brasileña llenó el coche y yo traté de llenar mi cabeza con imágenes de carnavales y tangas.
Cenamos en un lugar poco iluminado y lleno de azafrán, en Westwood Village, donde las camareras vestían como bailarinas orientales de la danza del vientre y parecían tan asiáticas como Meryl Streep. A pesar de la burda puesta en escena, la comida era excelente. Robin se abrió camino, sin prisas pero sin pausas, a través de la sopa de lentejas, el pollo tandoori, los pepinillos en salsa de yogur, y un postre de albóndigas de arroz con leche envueltas en papel de plata azucarado. Esperando que no se diera cuenta de mi masoquismo, yo castigué mi paladar con un curry superpicante.
La dejé llevar el peso de la conversación y me contenté con asentimientos de cabeza y con sonrisas. Era una continuación del engaño iniciado con el beso del coche…, yo estaba a muchos kilómetros de distancia, pero eché a un lado mi sentimiento de culpa racionalizando que el comportamiento caballeresco nacido del amor era, a menudo, más amable que la honestidad. Y si ella atravesó la barrera de mi engaño, no dio muestras de ello, quizá llevando a cabo algún artificio propio.
Tras la cena atravesamos Wilshire hasta llegar a la playa y bajamos por la autopista Pacific Coast. El cielo era negro como la tinta y sin estrellas; el océano un prado ondulante de satén negro. Fuimos en silencio hacia Malibú, y las rompientes se convirtieron en la sección de ritmo de Almeida mientras arrancaba una samba a su guitarra.
Nos detuvimos en Merino’s, justo después de la escollera. El interior del club estaba neblinoso por el humo del tabaco. Desde un escenario que había en un rincón, un cuarteto: batería, bajo, saxo alto y guitarra, estaba bordando a Coltrane. Pedimos un brandy cada uno y escuchamos.
Cuando acabó la pieza, Robin me tomó la mano y me preguntó qué era lo que tenía en la cabeza. Le expliqué la llamada de Milo y ella me escuchó con aire grave.
—El chico está en problemas —dije—, y si tiene algo que ver con el Carnicero, en graves problemas. Lo más irritante es que no sé si es un superviviente o un sospechoso. Milo no quiso decirme ni la hora que era.
—No es el modo normal de comportarse de Milo —comentó ella.
—Milo no se ha comportado como Milo en los últimos tiempos —reflexioné—. Acuérdate que no apareció para la fiesta de Año Nuevo y que ni llamó para explicárnoslo. Durante las últimas semanas lo he llamado a casa y al trabajo y debo de haberle dejado una docena de mensajes, pero no me ha devuelto ni una de mis llamadas. Al principio pensé que debía de estar en algún caso confidencial, de incógnito, pero luego su cara salió por la tele cuando encontraron a la última víctima del Carnicero. Resulta obvio que está distanciándose de nosotros…, de mí.
—Podría ser que esté pasando por un mal momento —me dijo ella—. El trabajar en ese caso puede resultar muy agotador para alguien que esté en su posición.
—Si tiene problemas, me gustaría que pensase en que sus amigos pueden darle apoyo.
—Quizá no pueda sincerarse con nadie que no haya pasado por ello, Alex.
Di un sorbo a mi brandy y pensé en ello.
—Quizá tengas razón, no sé. Siempre he supuesto que eso de ser gay no era algo que le preocupase demasiado. Cuando nos hicimos amigos sacó el tema a colación, diciendo que quería que las cosas estuviesen claras y me aseguró que era un tema con el que estaba absolutamente reconciliado.
—¿Y qué esperabas que te dijera, cariño?
Quedaba medio dedo de brandy en la copa balón. Hice girar el tallo de la misma entre mis dedos y contemplé cómo el líquido se movía como un pequeño mar de oro agitado por una tormenta.
—¿Crees que no he sido demasiado sensible? —le pregunté.
—No es que hayas sido insensible, sino que has preferido no darte cuenta de lo que no querías darte cuenta. ¿No me dijiste en una ocasión que eso es algo que la gente estamos haciendo siempre, el usar nuestras mentes como filtros, para mantener las cosas a nivel de cordura?
Asentí con la cabeza. Ella me apretó la mano.
—Tienes que admitirlo, Alex: no es muy habitual que un tipo heterosexual y otro homosexual estén tan unidos como lo estáis vosotros dos. Estoy seguro que hay facetas completas de Milo que se guarda para sí. Tal como tú haces. Los dos tenéis que haber hecho la vista muy gorda sobre algunas cosas para que la amistad pudiera mantenerse, ¿no?
—¿Como en qué?
—Como en lo que tú realmente piensas acerca de lo que él y Rick hacen en la cama.
Me quedé en silencio, sabiendo que tenía razón. Milo y yo habíamos hablado de cualquier cosa, menos de sexo. Por encima, por debajo, por un lado y por el otro del tema, pero nunca directamente de él. Eso era un filtro de primer orden.
Agité mi cabeza con tristeza.
—Lo más curioso —dije—, es que esta tarde, cuando estaba repasando mis notas acerca de Jamey y preguntándome si hubiera podido hacer algo de un modo diferente, me imaginé que podría habérselo presentado a Milo. El chico es un gay…, o al menos entonces creía serlo, y me pregunté si el haber hecho que conociera a un homosexual adulto que ha logrado hacer un buen ajuste de su vida le hubiera sido de ayuda.
Fruncí el ceño.
—Bastante tonto por mi parte.
Tenía la garganta apretada, y lo que quedaba del brandy bajó por ella ardiente y rasposo.
—En cualquier caso —dije con amargura—, se han conocido sin necesitarme para ello.
Nos aclaramos las cabezas con un paseo a lo largo de la playa, volvimos a meternos en el Seville y fuimos a casa en silencio. Robin descansaba su cabeza en mi hombro; el peso me resultaba reconfortante. Era justo después de la medianoche cuando doblé hacia el norte para meterme en Beverly Glen. Y pasaban diez minutos cuando abrí la puerta delantera.
Un sobre mariposeó en la corriente de aire y acabó por depositarse en el parqué. Lo tomé y lo examiné. Había sido traído a mano por un servicio de mensajeros de Beverly Hills a las once de la noche. Dentro había una petición urgente de llamar al bufete de abogados de Horace Souza tan temprano como me fuera posible a la mañana siguiente («Asunto: J. Cadmus») y un número con un prefijo de Wilshire.
Al fin había alguien que quería hablar conmigo.