10
A la mañana siguiente me puse unos tejanos, un polo y sandalias, tomé mi maletín y caminé cañada abajo hasta la Universidad de California. El camino estaba atestado de coches… Gente que iba a trabajar, haciendo su camino diario desde sus casas en el valle hasta los distritos comerciales del Lado Oeste. Viéndoles avanzar a paso de tortuga, pensé en los negocios de Black Jack Cadmus y me pregunté cuántos de ellos tendrían un árbol frutal en sus patios traseros.
Crucé la Sunset, continué hacia el sur por Hilgard y entré en el campus de Strathmore. Un corto paseo me llevó hasta el límite norte del Centro de las Ciencias de la Salud, un complejo de gigantes de ladrillo del que se rumoreaba que contenía más metros de pasillos que el mismo Pentágono. Yo había malgastado una buena parte de mi juventud en aquellos pasillos.
Entrando por el piso bajo, di un giro a la derecha que me era muy familiar. El vestíbulo que llevaba a la Biblioteca de Biomedicina estaba bordeado por vitrinas de cristal. La exhibición de este mes consistía en la historia de los instrumentos de cirugía, y contemplé aquella exposición de armamento terapéutico…, que iba de los más burdos trepanadores de piedra que exponían el tejido cerebral del interior de la cabeza de un maniquí, hasta los lásers que atravesaban los túneles arteriales.
La biblioteca acababa de abrir y aún estaba muy tranquila. Hacia el mediodía, aquel lugar estaría atestado de estudiantes y aspirantes a serlo, médicos en prácticas siempre cortos de sueño, y estudiantes postgraduados de hosco rostro, todo ellos ocultos tras montañas de libros de consulta.
Me senté en una de las mesas de madera de roble, abrí mi maletín y saqué el volumen de la Esquizofrenia de Fish que me había traído de casa. Era la tercera edición, relativamente reciente, pero tras un par de horas de lectura había encontrado poco que no conociese ya. Dejando el libro a un lado, fui en busca de información más actual: informes y artículos en las revistas médicas. Tras media hora de atisbar por los lectores de microfichas y hojear fichas del índice y tres horas más de codos apoyados en la mesa me hicieron empezar a perder el enfoque de la vista y zumbar la cabeza. Me tomé una pausa y fui hacia las máquinas expendedoras.
Sentado en el patio exterior, me bebí un café amargo, masticando un donut ya rancio y me di cuenta de los muy pocos hechos que había hallado flotando en aquel mar de teorías y especulaciones.
Esquizofrenia. El término significa «mente partida», pero es un término equivocado. Lo que realmente representa la esquizofrenia es la desintegración de la mente. Es una enfermedad maligna, el cáncer de los procesos mentales, el revoltillo y erosión de la actividad mental. Los síntomas esquizofrénicos: alucinaciones, falsas imaginaciones, pensamiento ilógico, pérdida del contacto con la realidad, comportamiento y modo de hablar raros… Todo ello se corresponde con la idea que tiene el profano de la locura. Y se da en el uno por ciento de la población, en prácticamente todas las sociedades; y nadie sabe el porqué. Se ha sugerido como causa de la misma a multitud de razones, desde el trauma del nacimiento hasta los daños a la mente, pasando por la herencia hasta una mala nutrición del bebé. Y no se ha podido probar que nada de ello sea cierto, aunque sí se ha podido probar que mucho no lo es; y tal como alegremente había señalado Souza, lo que sí parecen sugerir las evidencias es que hay una predisposición genética a la locura.
El curso de la enfermedad es tan impredecible como el que puede seguir un incendio forestal un día de viento cambiante. Algunos pacientes experimentan un único episodio psicótico, que jamás se reproduce. Otros se recuperan tras una serie de ataques. En muchos casos el problema es crónico pero estático, mientras que en los casos más graves el deterioro progresa hasta el punto de la ruptura total.
A pesar de todas estas ambigüedades, la relación entre la locura y el asesinato está clara: la mayoría de los esquizofrénicos son inocuos, menos violentos que el resto de nosotros. Pero unos pocos son anonadoramente peligrosos. Generalmente paranoides, estallan en repentinas explosiones de rabia, a menudo mutilando o asesinando a la misma gente que está tratando de ayudarles: los parientes, sus amigos, los médicos.
Pero los esquizofrénicos no cometen asesinatos repetitivos.
El sadismo, la premeditación y la repetición ritual de las acciones del Carnicero Lavanda eran la clara firma de otro de los habitantes de la jungla psiquiátrica.
Es esta una bestia que camina muy erguida. Si se la encuentra uno por la calle, le parecerá normal, incluso encantadora. Pero la bestia merodea por esas calles, parásita y con fríos ojos, acechando a sus presas tras un barniz de comportamiento normal. Las reglas y normas que separan a los humanos de los salvajes no le conciernen. «Haz con los demás lo que más te plazca», ese es su credo. Es un utilizador y un manipulador, y está desprovisto de empatía o de conciencia. Por lo menos, los alaridos de sus víctimas le parecen desprovistos de toda relevancia, cuando no le resultan un motivo de placer.
Se trata del psicópata, y la psiquiatría aún le entiende menos que al esquizofrénico. Los síntomas de la locura pueden ser a menudo alterados por la medicación, pero no hay terapia contra la maldad.
Loco o monstruo, ¿qué es lo que era Jamey?
Sonnenschein, con el cinismo natural en los policías, había supuesto lo último. Yo sabía que él hablaba en base a su experiencia, porque lo primero que casi siempre intentan los psicópatas cuando son atrapados es aparentar la locura. El Descuartizador de Yorkshire lo había intentado, tal como lo habían probado de hacer Manson, Bianchi y el Hijo de Sam. Todos ellos habían fracasado, pero no antes de haber engañado a diversos expertos.
A lo largo de los años yo había examinado a una buena cantidad de psicópatas en sus inicios: chicos sin escrúpulos, despiadados, que matoneaban a los débiles, prendían fuegos y torturaban a los animales sin el menor remordimiento; chavales de siete, ocho o nueve años que eran francamente aterradores. Pero seguían un curso distinto al que había tomado Jamey… Si acaso, él me había parecido excesivamente sensible, demasiado introspectivo para su propio bien. Pero ¿cuán bien había llegado a conocerle yo? Y, a pesar de creer que la descompensación de la que había sido testigo en la cárcel era lo menos similar a un fraude, ¿podía estar yo seguro de ser inmune al engaño?
Yo deseaba creerme a Souza, estar seguro de que me hallaba en el lado de los chicos buenos de la película. Pero, en este momento, no tenía nada en que basar esta suposición, como no fuesen mis buenos deseos y el historial familiar de los Cadmus que me había contado el abogado…, un resumen propagandístico que podía ser correcto o no.
Era hora de hacer mis deberes escolares. Tenía que rastrear el pasado, con el fin de lograr enfocar el presente, llevar a cabo una autopsia psicológica que iluminase el hundimiento de un joven genio.
Mis citas con los Cadmus y con Mainwaring eran algo para los próximos días. Pero el edificio de Psicología estaba a un tiro de piedra, al otro lado del bloque de Ciencias.
Encontré un teléfono público, marqué el número del Departamento de Psicología y le pedí a la recepcionista que me pusiera con la extensión de Sarita Flowers. Siete timbrazos más tarde una fría y joven voz femenina me contestó:
—Oficina de la doctora Flowers.
—Habla el doctor Delaware. Soy un viejo colega de la doctora Flowers. Resulta que estoy en el campus y me gustaría saber si podría pasar a tener una charla con ella.
—Tiene citas para reuniones que la ocuparán todo el resto del día.
—¿Y cuándo tendrá un rato libre?
—No antes de mañana.
—Quizá ella quiera hablar conmigo antes que eso. ¿Podría hacerme el favor de ponerse en contacto con ella y preguntárselo?
La voz se agudizó con la suspicacia.
—¿Cuál ha dicho que era su nombre?
—Delaware. Soy el doctor Alex Delaware.
—¿No será usted un periodista?
—No. Soy psicólogo. Fui uno de los consultantes del Proyecto 160.
Dudas.
—Está bien. Espere un momento.
Varios minutos más tarde volvió a la línea, sonando resentida.
—Le verá dentro de veinte minutos. Mi nombre es Karen. Le esperaré en la entrada de los ascensores, en el cuarto piso.
Daba la vuelta a la esquina justo en el momento en que yo salía del ascensor, alta y angulosa, ataviada con un vestido rojo y blanco de Diana von Fustemberg que dramatizaba la negrura de su piel. Su cabello había sido podado hasta convertirlo en una pelusa de un centímetro de alto, acentuando sus pequeñas orejas y prominentes mejillas. Óvalos de marfil colgaban de cada lóbulo y brazaletes del mismo material segmentaban un antebrazo de ébano.
—¿Doctor Delaware? Soy Karen. Venga por aquí.
Me condujo pasillo abajo hasta una puerta marcada con un letrero que indicaba DA EN OBSERVACIÓN-NO MOLESTAR.
—Puede esperar aquí. Acabará en seguida.
—Gracias.
Me hizo un frío gesto con la cabeza.
—Lamento haberle tratado antes de ese modo, pero la prensa ha estado persiguiéndola desde que empezó el caso Cadmus. Esta mañana tuvimos que avisar al servicio de seguridad del campus para que echasen a un tipo del Enquirer.
—No tiene por qué excusarse.
—¿Quiere un café o alguna otra cosa?
—No, gracias.
—De acuerdo, entonces me marcho —puso la mano en el pomo de la puerta, pero se detuvo antes de girarlo—. Usted también ha venido por lo de Cadmus, ¿no es así?
—Sí.
—¡Vaya una cosa que tenía que pasarnos! Nos ha creado un problema muy grave en el Proyecto. Y la doctora, que ya tenía un estrés tremendo, aún se encuentra peor si cabe.
No sabiendo qué decir, hice un gesto de simpatía.
—Una verdadera mierda —afirmó ella, abriendo la puerta y marchándose.
La habitación estaba casi a oscuras. Un micrófono colgaba del techo, que, tal como tres de las paredes, estaba tapizado con losetas insonorizantes. La cuarta pared era un cristal de esos que solo lo son por un lado. La mujer que estaba en la silla de ruedas estaba mirando a través del cristal. En su regazo había una carpeta con clip, repleta de papeles. Se volvió hacia mí al oírme entrar y sonrió.
—Alex —susurró.
Me incliné y la besé en la mejilla. Emitía un frío y limpio aroma californiano: a loción bronceadora y cloro.
—Hola, Sarita.
—Me alegra tanto el verte —me dijo, tomando mi mano y apretándola con fuerza.
—A mí también me alegra verte.
Estaba sentada muy tiesa en la silla, vestida de un modo casual pero formal, con un blasier azul marino, una blusa de seda azul claro y unos impecables pantalones blancos que no podían ocultar las malformadas líneas de sus atrofiadas piernas.
—Acabaré en unos momentos —me dijo, y señaló hacia el cristal. Al otro lado había una habitación sin ventanas, muy iluminada, con suelo de linóleo y pintada de blanco; en el centro del suelo se hallaba un niño, colocado ante un tren eléctrico.
Tendría seis o siete años, iba vestido con tejanos, una camiseta amarilla y mocasines, era regordete y tenía mejillas sonrosadas y cabello color caramelo. El tablero del tren en miniatura era muy complejo, con brillantes vagones, vías plateadas y un decorado en cartón piedra de puentes, lagos y colinas; almacenes de madera y semáforos; casas de dos pisos, construidas a escala y rodeadas por verjas hechas con palillos.
Pegados a la frente y cráneo del chico se veían varios electrodos de los que surgían cables negros que serpenteaban a lo largo del suelo hasta entrar en un monitor de electroencefalogramas. La máquina escupía una lenta pero continua serpentina de papel marcada con los picos y valles de una línea de gráfico.
—Coge una silla —me dijo Sarita, asiendo un lápiz y haciendo una anotación.
Me senté en una silla plegable y esperé, observando. El niño había estado trasteando, pero ahora estaba sentado muy quieto. Sonó un zumbido débil y el tren empezó a rodar por la vía. El chico sonrió, con los ojos muy abiertos; pero al cabo de unos momentos su atención comenzó a perderse y empezó a agitarse inquieto de nuevo, con la vista en otra parte. El tren se detuvo. El niño volvió a clavar sus ojos en la locomotora y pareció caer en un estado de trance, con el rostro inmóvil, las manos unidas en su regazo. No habían a la vista mecanismos de control, y cuando el tren se puso de nuevo en marcha, pareció hacerlo por voluntad propia.
—Lo está haciendo muy bien —me explicó Sarita—. Está por la tarea en un cincuenta y ocho por ciento del tiempo.
—¿Déficit atentivo?
—Grave. Cuando vino aquí por vez primera, no estaba quieto en ninguna parte, no podía permanecer parado. La madre estaba a punto de asesinarlo. Tengo a otra docena de chicos así. Estamos llevando a cabo un estudio sobre cómo enseñarles a los chicos con DA a autocontrolarse.
—¿Con alimentación de impulsos biológicos?
Asintió con la cabeza.
—Descubrimos que la mayoría de ellos estaban muy en tensión, y pensé que el tren eléctrico sería un modo divertido con el que enseñarles a relajarse. Está conectado al monitor del encefalograma por un cable bajo el suelo. Cuando caen en el estado alfa, el tren se pone en marcha. Cuando salen de él, se detiene. Uno de los chicos odia los trenes, así que con él usamos un magnetófono y cintas de música. Se puede programar el plan de refuerzo para que, al ir mejorando, se espere de ellos que permanezcan sentados por más tiempo. Además de los beneficios atencionales, esto les hace sentirse más controlados, lo que debería traducirse en una mayor autoestima. Tengo a un postgraduado midiendo todo esto para una posible conferencia.
Sonó un zumbador en su reloj de muñeca. Lo desconectó, tomó algunas notas, tendió la mano hacia arriba y bajó el micrófono.
—Muy bien, Andy. Hoy sí que lo has tenido en marcha.
El chico alzó la vista y se tocó uno de los electrodos.
—Me pica —dijo.
—Voy en seguida a quitártelos. Un momento, Alex.
Rodó hacia la puerta, la abrió de un tirón y la atravesó. La seguí hasta el pasillo. Una joven con cara de vieja, con sujetador de biquini y pantalones cortos estaba recostada contra una puerta. Con una de las manos se mesaba un mechón de sus largos cabellos oscuros, la otra sostenía un cigarrillo.
—Hola, señora Graves. Ya casi hemos acabado. Andy lo ha hecho muy bien hoy.
La mujer se alzó de hombros y suspiró.
—Espero que tenga razón. Me han enviado otra carta de la escuela hoy.
Sarita alzó la vista hacia ella, sonrió, le dio unas palmaditas en la mano y abrió la puerta. Tras rodar hasta el chico, le quitó los electrodos, le despeinó con un gesto afectuoso y le repitió que lo había hecho muy bien. Metiendo la mano en el bolsillo de su blasier, extrajo un robotito en miniatura y se lo entregó.
—Gracias, doctora Flowers —le dijo él, dando vueltas al regalo con sus dedos regordetes.
—No hay de qué, Andy. Y sigue con el buen trabajo, ¿vale?
Pero él ya había salido corriendo de la habitación, absorto en su nuevo juguete, y no la había escuchado.
—¡Andy! —le dijo secamente su madre—. ¿Qué es lo que hay que decirle a la doctora?
—¡Pero si ya lo he hecho!
—Pues dilo de nuevo.
—Gracias —de mala gana.
—Hasta otra —se despidió Sarita, mientras se alejaban. Cuando ya hubieron desaparecido, agitó la cabeza—. Mucho estrés ahí. Ven, Alex, vamos a mi oficina.
La habitación era diferente de como la recordaba. Espartana, menos académica. Luego me di cuenta de que la había alterado para adecuarla a su disminución física. Las estanterías de libros, que en otro tiempo habían cubierto una pared desde el suelo hasta el techo, habían sido cambiadas por bajos módulos de plástico que se alineaban a lo largo de tres paredes. El enorme escritorio artesano de madera que había sido el centro de la habitación también había desaparecido; en su lugar había una mesa baja, colocada en un rincón. La pared de detrás de la mesa había contenido en otro tiempo docenas de fotografías, una historia pictórica de sus proezas atléticas. Ahora casi estaba vacía, solo quedaban unas pocas imágenes. Y un par de sillas plegadas estaban apoyadas contra una de las paredes. Lo que quedaba era, sobre todo, espacio vacío. Pero cuando la silla de ruedas penetró en la habitación, el espacio vacío desapareció.
—Por favor —dijo ella, señalando a las sillas. Yo abrí una y me senté en ella.
Sarita había maniobrado alrededor de la mesa y depositado en ella la carpeta. Mientras comprobaba los mensajes recibidos en su ausencia, ya miré las fotos que había dejado colgando: una sonriente quinceañera recogiendo la Medalla de Oro en Innsbrück, un descolorido y amarillento programa de las Ice Capades de 1965, una artística pose en blanco y negro de una esbelta joven deslizándose por el hielo, con su largo cabello ondeando al viento, la portada enmarcada de una revista femenina prometiendo a sus lectores consejos sobre belleza y salud de la superestrella del patinaje sobre hielo, Sarita.
Ella giró con su silla, y sus pálidos ojos trazaron un círculo por la oficina.
—Una decoración minimalista —sonrió—. Esto me da a mí un acceso fácil y me mantiene cuerda. Desde que estoy confinada en esta cosa me he ido volviendo más y más claustrófoba. Encerrada. De este modo puedo cerrar las puertas y dar giros en redondo. Es la terapia de los derviches.
Su carcajada era profunda y cálida.
—Muy bien, querido chico —me dijo, mirándome de cabo a rabo—. El paso del tiempo te ha tratado con consideración.
—A ti también —dije yo de un modo automático y, al momento, me sentí como un perfecto idiota.
La última vez que la había visto había sido hacía tres años en una convención médica. Se había estado recuperando de un ataque que la había dejado debilitada, pero era capaz de caminar con la ayuda de un bastón. Me pregunté cuánto tiempo llevaría en la silla de ruedas; pero por el aspecto de sus piernas hacía ya mucho que no se ponía en pie.
Dándose cuenta de mi azoramiento, se señaló las rodillas y volvió a lanzar una carcajada.
—¡Hey!, que excepto por esto sigo siendo una mercancía de primera clase, ¿no es cierto?
Le di una buena mirada. Tenía los cuarenta, pero con el rostro de una mujer de diez años menos. Era el rostro típicamente estadounidense: soleado y abierto bajo una mata de espeso cabello rubio, ahora cortado al estilo paje, con la tez muy bronceada y suavemente salpicada de pecas, con los ojos muy grandes y desprovistos de todo remordimiento.
—Desde luego.
—Mentiroso —se rio de nuevo—. La próxima vez que me sienta deprimida te llamaré para que me apoyes en mi autoengaño.
Sonreí.
—Bueno —dijo, poniéndose seria—, hablemos de Jamey. ¿Qué es lo que necesitas saber?
—¿Cuándo comenzó a parecer psicótico?
—Hace poco más de un año.
—¿Fue una cosa gradual o repentina?
—Gradual. En realidad insidiosa. Tú trabajaste con él, Alex. Te acordarás de lo extraño que era ese chico. Hosco, hostil, desafiante. Con un cociente de inteligencia que rozaba la estratosfera, pero negándose a canalizarlo. Todos los demás se dedicaron muy en serio a sus estudios, y las cosas les van de maravilla. Pero él dejó correr todos los cursos que empezó. Y eso estaba en clara violación del contrato firmado con el Proyecto, así que podría haberlo expulsado, pero no lo hice porque me daba lástima. Un chico tan triste, sin padres…, no dejé de confiar que pudiera salir de aquel estado. Pero la única cosa que parecía importarle era la poesía… El leerla, no el escribirla. Estaba tan obsesionado por eso que yo confiaba en que, al cabo, terminaría por hacer algo creativo, pero jamás lo hizo. De hecho, un día dejó correr la poesía sin más y en un abrir y cerrar de ojos pareció totalmente interesado por la economía y el mundo de los negocios. Desde ese día jamás le veías sin el Wall Street Journal y un montón de textos sobre finanzas.
—¿Y cuándo fue eso?
Pensó por un instante.
—Lo diría que fue hará unos dieciocho meses. Y no fue ese el único cambio que tuvo. Desde que le había conocido había sido un verdadero adicto a las comidas rápidas, frankfurts, hamburguesas y todo eso. Era una broma habitual entre nosotros el decir que seguro que se comería una suela de zapato, siempre que se la sirvieran en un panecillo con semillas de sésamo y con mucho ketchup y mostaza por encima. Y, de repente, lo único que quería eran brotes, carnita, granos enteros y zumos naturales.
—¿Tienes alguna idea de que es lo qué le llevó a dar ese cambio?
Negó con la cabeza.
—Le pregunté al respecto, sobre todo por su nuevo interés en la economía, porque pensé que esto podía ser un signo positivo, una indicación de que iba a tomarse en serio sus estudios. Pero se limitó a lanzarme una de sus miradas de «déjame en paz» y se largó. Pasaron un par de meses y seguía sin apuntarse a ningún curso ni hacer nada en especial, excepto encerrarse en la Biblioteca de Empresariales. Fue entonces cuando tomé la decisión de dejarlo correr. Pero, antes de que tuviera oportunidad de decírselo, comenzó a actuar de un modo realmente extraño. Al principio fueron las cosas de siempre, pero más acentuadas: se mostraba más hosco, más deprimido y más ensimismado…, hasta el punto en que, simplemente, dejó por completo de hablar. Luego comenzó a tener ataques de ansiedad: el rostro enrojecido, la boca seca, cortes respiratorios, palpitaciones. En dos ocasiones llegó a desmayarse.
—¿Cuántos ataques sufrió?
—Alrededor de media docena en un período de un mes. Después de ellos se mostraba realmente suspicaz, miraba a todo el mundo acusadoramente y se ocultaba. Esto causaba mucha impresión a los otros chicos, pero, a pesar de todo, trataban de mostrarse simpáticos con él. Lo cierto es que, como se lo guardaba todo para él, no creó un problema tan grande como podría haber sido.
Se detuvo, preocupada por algo, y se apartó de un manotazo un mechón de cabellos que le caía sobre la frente. Sus ojos se estrecharon y su mandíbula se apretó.
—Alex, los diagnósticos jamás han sido lo mío…, incluso en la Facultad me aparté de la locura y me dediqué a la tecnología del comportamiento…, pero no estoy ciega. No me dediqué a mis cosas y dejé que se hiciera pedazos. La cosa no fue tan dramática como te la estoy contando. El chico tenía todo un historial de inconformidad, de intentos de llamar la atención. Pensé que aquello sería una cosa pasajera. Que él mismo lo dejaría correr y se dedicaría a otra cosa.
—Me llamó la noche en que se escapó —le conté—. Ardorosamente psicótico. Después de eso yo también me dejé atrapar por el remordimiento. Me pregunté si no habría dejado escapar algo. Fue muy contraproducente: no hay nada que ninguno de nosotros dos pudiéramos haber hecho. Los chicos enloquecen, y nadie puede impedirlo.
Me miró y luego asintió con la cabeza.
—Gracias por el voto de confianza.
—A tu servicio.
Suspiró.
—No es muy propio de mí el dedicarme a la introspección, pero últimamente me he estado dedicando mucho a ella. Sabes lo muy duro que he tenido que luchar para mantener el Proyecto en marcha. Lo último que necesitaba era un escándalo sobre el enloquecimiento de un genio, pero cuando lo tuve, lo tuve gordo. Y lo más irónico del caso es que el impedir que nos diera una mala publicidad fue uno de los motivos por los que lo mantuve aquí más tiempo del que hubiera debido. Esto y el que soy una jodida sentimental de corazón blando.
—¿Qué quieres decir?
—Que lo mantuve aquí. Como ya te he dicho, justo antes de que comenzase a desmoronarse había decidido echarle del Proyecto. Pero, cuando empezó a vérsele emocionalmente tan frágil, retrasé mi decisión porque estaba preocupada de que aquello no fuera a provocarle algún tipo de reacción dramática. Estaba pendiente de renovación el presupuesto para el Proyecto. Los datos obtenidos eran sensacionales, así que científicamente yo estaba en terreno seguro, pero a causa de los recortes presupuestarios, la mierda del politiqueo estaba a todo hervor: ¿por qué dedicarles dinero a los genios, cuando los retrasados lo necesitaban más? ¿Por qué no se habían incluido en el Proyecto más negros y más latinos? Y, en primer lugar, el mismo concepto de la genialidad, ¿no era algo absolutamente elitista y racista? Lo único que me faltaba era Jamey enloqueciendo y que la prensa se enterase del tema. Así que traté de ver qué pasaba, esperar por si aquello se solucionaba por sí solo. Pero, en cambio, lo que pasó es que fue a peor.
—¿Te renovaron la asignación?
—Solo por un año, lo que es una porquería, es darme largas, mientras se deciden a cortarme definitivamente los fondos. Lo que significa que no puedo clavarle los dientes a nada sustancial.
—Lo siento.
—No te preocupes —dijo, descorazonadamente—. Al menos tengo algún tiempo para tratar de reunir algunos fondos alternativos. Y parecía que me iba a ser fácil lograrlo hasta que estalló el escándalo.
Sonrió amargamente.
—A las Fundaciones no les gusta nada que uno de los individuos de alguno de sus programas se dedique a hacer albóndigas con ocho personas.
Volví a llevar la conversación hacia el deterioro de Jamey:
—¿Qué sucedió cuando empeoró?
—Su suspicacia se convirtió en paranoia. De nuevo fue una cosa gradual, sutil. Pero, al cabo, aseveraba que alguien estaba envenenándole, quejándose de que la Tierra estaba siendo envenenada por zombis.
—¿Recuerdas algo más de sus delirios? ¿Las frases que usaba?
—No, solo eso. Envenenamiento, zombis.
—¿Zombis blancos?
—Quizá. Pero no me acuerdo.
—Cuando hablaba acerca de que estaban envenenándole, ¿sospechaba específicamente de alguien?
—Sospechaba de todo el mundo. De mí. De los otros chicos. De su tía y de su tío. De sus hijos. Todos éramos zombis, todos estábamos en contra de él. Llegados a este punto, llamé a su tía y le dije que necesitaba ayuda médica y que no podía seguir ya más en el Proyecto. No pareció sorprenderla. Me dio las gracias y me prometió que haría algo al respecto. Pero, de todos modos, a la semana siguiente se volvió a presentar, pareciendo realmente tenso, murmurando entre dientes. Todo el mundo se mantuvo alejado de él. La gran sorpresa fue cuando se presentó en una de nuestras reuniones, que era algo que no había hecho en todo el año. Permaneció sentado en silencio durante la mitad de la misma y al fin se irguió de un salto, en medio de la discusión, y comenzó a aullar. Por lo que decía parecía estar alucinando: oyendo voces, viendo redes.
—¿Qué clase de redes?
—No lo sé. Ese es el término que él utilizó. Estaba con la mano puesta frente a los ojos, bizqueando y gritando acerca de sangrientas redes. Era aterrador, Alex. Salí corriendo, llamé a los de seguridad e hice que se lo llevasen a la enfermería. Pasé el resto de la sesión calmando a los chicos. Acordamos mantener todo aquel incidente en secreto, para no dañar al Proyecto. Ya nunca le volví a ver y pensé que todo había terminado. Hasta ahora.
—Sarita, por lo que tú sabes, ¿crees que tomaba drogas?
—No. Era un chico muy recto, en realidad un tanto carca. ¿Por qué?
—La alucinación de la red, o de una trama…, es típica de un viaje en ácido, del tomar LSD.
—Lo dudo mucho, Alex. Como ya te he dicho era muy conservador y supercauto. Y, hacia el fin, cuando estaba chiflado por la comida sana, andaba obsesionado por su cuerpo, por lo que aún hubiera tenido menos sentido el que se estuviera drogando.
—Pero, si hubiera estado consumiendo drogas —le dije—, quizá tú ni te hubieras enterado. No es el tipo de cosas de las que los chicos hablen con los adultos.
Ella frunció el entrecejo.
—Supongo que no. Pero de todos modos no creo que estuviese tomando ácidos ni ningún otro tipo de droga. En cualquier caso, ¿qué diferencia tendría el caso? Las drogas no le pudieron haber convertido en psicótico.
—No. Pero quizá lo llevaron hasta el borde del abismo.
—De todos modos…
—Sarita, él pasó de ser un chico con problemas a un maníaco homicida. Eso es una caída tremenda, desde el cielo al infierno, y mi trabajo consiste en tratar de darle alguna explicación, darle un sentido. Me gustaría hablar con los otros chicos del Proyecto, para ver si saben algo al respecto.
—Preferiría que no lo hicieras —me contestó—. Ya han tenido que soportar bastante.
—No es mi intención el aumentar su estrés. Por el contrario, podría hacerles sentirse mejor el hablar de ello. Yo les he servido de consejero a todos ellos, en un momento u otro, así que no será como si un desconocido se metiera en sus vidas.
—Créeme —insistió—. No vale la pena. No saben nada que yo no te haya dicho.
—Estoy seguro de que tienes razón, pero me comportaría de un modo irresponsable, si no hablase con la gente que han sido amigos de él durante los últimos cinco años.
Al oír la palabra irresponsable tuvo un tic en los ojos. Cuando habló, su voz era baja y contenida, pero trató de disimularlo con una sonrisa.
—No tenía amigos, Alex. No los tenía verdaderos. Era un solitario. Nadie lograba llegar hasta él.
Cuando no le contesté, se alzó de hombros con aire ausente.
—Necesitarás que los cinco te den su consentimiento. Un par de ellos aún son menores, así que también tendrás que lograr el consentimiento de sus padres. Y no puedo prometerte su cooperación. Puede ser todo un trabajo, para acabar no obteniendo nada.
—Correré ese riesgo, Sarita. Del papeleo se encargará el abogado defensor, un tipo llamado Horace Souza.
Rodó apartándose de mí y cruzó los brazos sobre su pecho.
—He hablado con el señor Souza —me dijo con voz baja—. Es un hombre engreído y manipulador, que trata de controlarlo todo. Supongo que, si me rehusase, hallaría algún modo con el que coaccionarme.
—¡Venga ya, Sarita! No tenemos que llegar a eso.
Exhaló y giró sobre sus ruedas. Estas hicieron un sonido chirriante, como el piar de un pajarito.
—Desde que empezaron a aparecer esos titulares, he estado luchando por mantenerme fuera de los focos, pero ya puedo ver que esa es una batalla perdida de antemano. Es realmente extraño, Alex, el haber ido superando una dificultad tras otra para poder mantener en vida el Proyecto y al final verlo terminarse por una cosa así.
—¿Y quién dice que se haya terminado?
—Está muerto, Alex. Jamey lo asesinó como asesinó a esos chicos.
Negué con la cabeza.
—No dudo que la prensa se los pasará en grande hablando de lo inteligente que era, tal como ya hicieron con Leopold y Loeb. Pero tu verdadero enemigo es la ignorancia, las falsas ideas populares acerca de los genios locos. Si tú te callas y no se conoce la verdad, entonces la gente volverá a sus falsas ideas de siempre. Cuanto más abierta te muestres respecto al tema, mejores son tus posibilidades de superar la publicidad adversa y conseguir que escuchen tu mensaje.
Permaneció callada algunos momentos.
—De acuerdo —dijo de mala gana—. Lo arreglaré todo. Ahora, si me perdonas, tengo trabajo que hacer.
—Gracias por atenderme —le dije, poniéndome en pie.
Su apretón de manos fue normal; su sonrisa de despedida, mecánica. Cerró la puerta tras de mí con rapidez y, mientras me alejaba, escuché un sonido abrasivo, gruñente, de goma sobre vinilo. De algo girando. Una y otra vez.