8

Al principio no pude verle. Iba sumergido en una falange de ayudantes, todos ellos enormes. El gigantón pelirrojo que había atisbado por la puerta de Alta Potencia abría camino, mirándome fijamente y escrutando luego la habitación. Cuando dio el okay, los demás entraron, moviéndose al unísono como algún tremendo arácnido color caqui, que se abrió lentamente, para mostrar en su seno al chico aherrojado.

No lo hubiera reconocido si me hubiera cruzado con él por la calle. Había crecido hasta medir un metro ochenta, pero no pesaría más allá de los cincuenta y pocos kilos. El pijama amarillo colgaba fláccido de su huesuda percha. La pubertad había estirado su rostro de esférico a ovoide. Las facciones eran regulares, pero ascéticas, con los huesos destacando claramente bajo una delgada capa de piel. Su cabello negro aún era largo; colgaba sobre su frente, y caía en mechones grasientos sobre los hombros huesudos. Su piel era del color del pergamino, oscurecida con irreales tonos grisverdosos. Una pelusilla negra manchaba escasamente su mandíbula y labio superior. Un grano grande y maduro florecía en una de sus hundidas mejillas. Tenía cerrados los dos ojos. Emitía un olor agrio.

Los guardianes se movieron en silenciosa precisión. Las enormes manazas seguían aferrando los delgados sobacos. Un par de ellos lo empujaron hasta la silla vacía, otro lo hizo sentarse. Fue asegurado con muñequeras y tobilleras a la fija silla. Esto lo dejó en una postura incómoda, pero él permitía que lo manipulasen con la inerte pasividad de una marioneta.

Cuando hubieron terminado, el pelirrojo se me acercó y se presentó como sargento Koocher.

—¿Cuánto tiempo le llevará esto, doctor? —me preguntó.

—Es difícil saberlo antes de hablar con él.

—Preferiríamos que emplease como máximo una hora, y lo vendremos a recoger dentro de sesenta minutos. Si necesita más tiempo, hágaselo saber por anticipado al ayudante Sonnenschein. Estará justo ahí fuera.

Sonnenschein frunció el ceño y asintió con un gesto.

—¿Alguna pregunta? —me dijo Koocher.

—No.

Hizo una señal a los otros, y se marcharon. Sonnenschein fue el último en salir. Se quedó al otro lado del cristal, con los brazos cruzados ante el pecho, colocado en un ángulo que le permitía una clara visión tanto de la cabina acristalada como del área de entrevistas. Le di la espalda y me volví hacia el chico que estaba al otro lado de la mesa.

—Hola, Jamey. Soy el doctor Delaware.

Busqué signos de respuesta en el pálido rostro, y no encontré ninguno.

—Estoy aquí para ayudarte —le dije—. ¿Hay algo que necesites?

Cuando no me contestó, dejé que se prolongase el silencio. Nada. Empecé a hablar, suave y confortablemente, acerca de lo asustado que debía de sentirse, de lo contento que yo estaba porque él había buscado mi ayuda, y lo mucho que yo deseaba ayudarle.

Al cabo de veinte minutos abrió los ojos. Por un instante tuve esperanzas de haber logrado forzar la entrada. Luego lo estudié de cerca y la esperanza volvió a arrastrarse a lo más profundo de la madriguera de la que había salido.

Sus ojos tenían una película que los cubría y estaban desenfocados, con su parte blanca convertida en algo gris manchado de rojo. Estaba mirándome sin verme.

Un hilillo de saliva caía de la comisura de su boca y le resbalaba por la barbilla. Saqué un pañuelo y se lo limpié, le aferré la mandíbula y traté de forzarle a mirarme a los ojos. Fue inútil: su mirada seguía perdida y muerta.

Bajando mi mano, la coloqué sobre su hombre. El movimiento fue apercibido por Sonnenschein con el rabillo del ojo. Giró sobre sus tacones y atisbo fijamente a través del cristal. Le lancé una mirada de que todo andaba bien y, al cabo de unos momentos relajó la postura, pero no apartó la mirada.

Jamey seguía inerte. Su pijama estaba empapado por el sudor. A través del húmedo tejido yo le notaba rígido y frío; era como si estuviera tocando un cadáver. Entonces, de repente, chupó sus mejillas e hizo morretes, expulsando un aire rancio. Su cabeza bailó loca y se estremeció. El temblor hizo el camino desde su interior a las yemas de mis dedos, se desvaneció y se repitió. Tan abrupto fue ese impulso energético, que tuve que esforzarme en no apartar la mano. Pero aquel error ya lo había cometido en otra ocasión, y no iba a permitir que me ocurriese de nuevo.

Por el contrario, aumenté la presión de mis dedos. Un sonido sollozante se alzó de muy adentro de su abdomen; sus hombros se alzaron, luego cayeron de nuevo. Cerró los ojos de nuevo, y su cabeza se agitó pendularmente, antes de caer sobre la mesa. Se quedó así, con la mejilla contra el metal, con la boca abierta, respirando pesadamente por la nariz. Nada de lo que yo hice o dije logró hacerle erguirse.

Dormía en pleno estupor. Lo contemplé y sentí que mis ánimos se iban hundiendo con cada movimiento de su huesudo pecho. Me había preparado para hallar una psicosis, pero no para un estado tan regresivo. La batería estandard de preguntas sobre el estatus mental: orientación respecto al tiempo y al lugar, inquisiciones acerca de procesos del pensamiento distorsionados y percepciones confusas…, todo aquello no tenía lugar. Por teléfono me había respondido, aunque fuera de un modo mínimo. Y le había dicho a Milo que me había llamado, lo que significaba un cierto grado de conciencia. Ahora era un zombi, un muerto en vida. Me pregunté si sería una fase transitoria, la severa depresión que, a veces, sigue a un estallido esquizofrénico…, o algo mucho más insidioso: el principio del fin.

La esquizofrenia es una asombrosa colección de desórdenes mentales. La psiquiatría ha andado mucho desde los días en los que los psicóticos eran quemados como brujos, pero las raíces de la locura siguen dentro de un arcón cerrado con llave. Los psiquiatras controlan los síntomas esquizofrénicos con fármacos, sin comprender realmente el motivo por el que sirven para ello. Es un tratamiento paliativo, que poco tiene que ver con una cura. Un tercio de los pacientes se recupera por sí mismo. Otro tercio responde favorablemente a la medicación y a la psicoterapia de apoyo. Y queda un grupo de desafortunados que son resistentes a cualquier tipo de tratamiento; se intente lo que se intente, se van deslizando inexorablemente hacia el total deterioro mental.

Miré al cuerpo inmóvil, desparramado por encima de la mesa y me pregunté en qué grupo acabaría Jamey.

Había una tercera posibilidad, pero era muy remota. Sus síntomas: los temblores, el babeo, el chupar y soplar aire…, tenían las características de una diskinesia tardía, un daño a los nervios provocado por dosis demasiado fuertes de medicación antipsicótica. El efecto usualmente aparece en los pacientes mayores, tratados durante un período de muchos años, pero en muy pocos casos se ha informado de una diskinesia aguda tras únicamente una ingestión mínima de fármacos. Souza me había dicho que Mainwaring seguiría medicando a Jamey mientras estuviera en la cárcel, y me hice una nota mental acerca de que debía averiguar qué medicamentos le estaban dando y en qué dosis.

Comenzó a roncar fuertemente. Mientras se hundía más y más profundamente en el sueño, su cuerpo pareció irse apartando de mi contacto, quedando inerte, casi líquido, como si sus huesos se hubieran fundido. Su respiración se hizo más lenta. Yo seguí manteniendo mi mano sobre su hombro y hablándole, esperando que algo de ánimo lograse abrirse camino a través de su estupor.

Permanecimos de este modo durante el resto de la hora. Lo solté únicamente cuando el cuadro de ayudantes llegó, para llevárselo de vuelta a su celda.

El sargento Koocher le dijo a Sonnenschein que me escoltase hasta la salida de la cárcel.

—Ya veo por qué me deseó usted buena suerte —le dije mientras caminábamos—. La necesitaré para que me llegue a responder.

—Ajá.

—¿Cuán a menudo está así?

—La mayor parte del tiempo. A veces se echa a llorar o lanzar alaridos. Usualmente se queda sentado con la mirada perdida, hasta quedarse dormido.

—¿Ha estado así desde que llegó aquí?

—Estaba muy excitado cuando lo trajeron, hace un par de días. Como los que toman ese polvo, el PCP. Tuvimos que tenerlo siempre maniatado. Pero no pasó mucho y ya empezó a perderse.

—¿Habla con alguien?

—No, que yo haya visto.

—¿Ni con su abogado?

—¿Con Souza? No. Él hace toda la representación paternalista: le echa un brazo al cuello, le da zumo de frutas y galletas. Cadmus se deja hacer. Está totalmente fuera de este mundo.

Dimos la vuelta a una esquina y casi chocamos con un grupo de presos. Al ver el uniforme de Sonnenschein se apartaron rápidamente.

—Supongo que es bueno para su caso —dijo él.

—¿Cómo?

—Sí, el que esté…, tan descompensado.

Notó mi sorpresa ante su uso de un término técnico, y sonrió:

—Graduado en psicología —me explicó—. Un año más y lo acabo. El trabajar aquí me hizo interesarme en esos estudios.

—¿Está usted insinuando que él está haciendo ver que es un psicótico, con el fin de que lo dictaminen incompetente?

Se alzó de hombros.

—Usted es el doctor.

—Pero ¿cuál es su opinión? Off the record

No me contestó de inmediato.

Off the record, no lo sé. Con algunos de esos payasos resulta obvio ver tras lo que andan. Se adivina en el mismo momento en que los traen aquí y comienzan a portarse como los locos de una historieta para críos. A menudo se pasan en sus actuaciones, porque no tienen educación alguna al respecto: lo único que conocen acerca de las psicosis viene de la tele y las películas baratas de asesinatos. ¿Sabe a lo que me refiero?

—Seguro. A lo mismo que antes hacían los chicos para evitar que los metieran en la mili.

—Eso es. Pero Cadmus no hace esas tonterías. Claro que he oído que antes lo consideraban una especie de genio, así que quizá solo esté jugando al mismo juego, pero con mucha más inteligencia.

—Me ha dicho usted que, a veces, se pone a chillar. ¿Qué es lo que chilla?

—Nada. Solo chilla. Sin palabras. Como un ciervo al que le han dado un tiro en las tripas.

—Si logra descifrar algo de lo que diga, ¿podría apuntarlo y decírmelo la próxima vez que yo venga por aquí?

Negó con la cabeza.

—No hay nada que hacer, Doc. Si se lo digo a usted, también tendré que decírselo al fiscal. Y si lo hago en este caso, todo el mundo comenzará a pedírmelo. Y, al cabo de un tiempo, estaré dedicándome a hacer investigaciones para todos y mostrándome negligente en mi trabajo.

—De acuerdo —acepté—. Solo era una idea.

—No se preocupe.

—Quiero hacerle otra pregunta: ¿llevan ustedes algún tipo de libro…, un archivo del comportamiento de los presos de Alta Potencia?

—Seguro. Los informes de incidencias, de sucesos poco comunes. Solo que el dar gritos no es incomún. Algunas noches es lo único que uno oye.

Llegamos al ascensor y aguardamos a que llegase.

—Dígame —me preguntó—, ¿le gusta su trabajo?

—La mayor parte del tiempo.

—¿Siempre resulta interesante?

—Mucho.

—Es bueno oír eso. He disfrutado mucho con mis clases de psicología, especialmente todo lo de las anormalidades, y he estado pensando en tratar de conseguir un Master’s o algo así. Pero eso significa mucho más estudio, y es una decisión difícil de tomar, así que he estado preguntándoles a los psiquiatras que vienen por aquí si les gusta lo que hacen. El último al que se la hice, el otro doctor de Cadmus, me miró de un modo raro, como si fuera una pregunta con segundas, como si quisiera saber qué era lo que realmente le estaba preguntando.

—Ese es uno de los riesgos de la profesión —le expliqué—. El sobreinterpretar las cosas.

—Quizá sí, pero tuve la impresión de que no le gustaban los polis.

Pensé en lo que me había dicho Souza acerca de que Mainwaring estaba catalogado como un experto de la defensa, y no dije nada.

Pasaron algunos segundos.

—Así —dijo al fin Sonnenschein—, que a usted le gusta.

—No conozco otra cosa a la que me gustase más dedicarme que a esto.

—Excelente —sonrió, luego se puso serio—. ¿Sabe usted?, uno pasa un tiempo aquí, ve a todos esos tipos y oye acerca de las cosas que han hecho, y eso hace que uno desee entender el porqué la gente llega a ser así…, ¿comprende lo que quiero decirle?

—Ya lo creo que sí.

Se abrieron las puertas del ascensor. Entramos en él y bajamos en silencio. Cuando se abrieron de nuevo, había logrado moldear su rostro en una máscara estoica. Le deseé suerte con sus estudios.

—Gracias —me dijo, saliendo, pero usando su mano para impedir que se cerrara la puerta del ascensor—. Escuche, espero que descubra qué es lo que le está pasando al chico. Si pudiera ayudarle, lo haría. Pero no puedo hacerlo.

Me metí en el portillo. Más allá de los barrotes azules vi a dos hombres en la salita de entrada. Me daban la espalda mientras metían sus pistolas en uno de los armaritos. Recogí mi identificación y salí mientras ellos iban hacia la ventanilla. Uno de ellos era Cal Whitehead. El otro también era un tipo grandote, pesado y cargado de espaldas, con la piel clara, espeso cabello oscuro y unos asombrosos ojos verdes bajo espesas cejas negras. Llevaba el cabello cortado corto por los lados y atrás, exceptuando unas grandes patillas, ya pasadas de moda y una gran mata en la parte de delante. Una parte de la misma le caía sobre la frente. Su rostro era ancho, con facciones gruesas: una nariz prominente de arco alto, orejas carnosas y unos labios llenos y suaves…, con un aire de juventud que era estropeado por las cicatrices del acné que agujereaban su piel. Sus ropas eran holgadas y arrugadas: una chaqueta de pana marrón con tiretas para los botones y medio cinto en la espalda, pantalones marrón claro gruesos, sobre botas anudadas de esas del desierto, camisa marrón de rayón y una corbata color mostaza.

—¡Hey, es el psiquiatra! —dijo Whitehead.

Le ignoré y miré al otro hombre.

—Hola, Milo.

—Hola, Alex —me contestó mi amigo, con obvia molestia.

Un silencio poco confortable echó raíces y empezó a florecer, interrumpido finalmente por un ladrido desde detrás del cristal. Milo se desprendió su chapa del Departamento de Policía de Los Ángeles de la solapa y la dejó caer por la ventanilla. Whitehead hizo lo mismo con la suya del sheriff.

—¿Qué tal te van las cosas? —le pregunté.

—Bien —me dijo, mirándose las botas—. ¿Y a ti?

—Bien.

Tosió y se volvió, pasándose una gran y suave mano por la cara, como si se la estuviera lavando con agua.

El incómodo silencio siguió floreciendo. Whitehead parecía estar divirtiéndose.

—¡Hey, Doc! —me dijo—. ¿Cómo está su paciente? ¿Dispuesto a escupir la verdad y a evitarnos todas estas molestias?

Milo hizo una mueca y me lanzó una mirada de advertencia que desapareció de inmediato.

—¡No me diga! —me siguió mortificando Whitehead—: Ya sé lo que pasa, está totalmente majara, ¿no es así? Se mea pierna abajo, se come su propia caca, y es-in-cap-paz-de-dis-tin-guir-el-bien-del-mal.

Comencé a marcharme. Whitehead colocó su masa entre yo y la puerta.

—Ayer no tenía usted nada que decir, señor. Hoy es usted un experto.

—Tranquilo, Cal —le dijo Milo.

—Claro, me olvidaba —dijo Whitehead, sin apartarse—. Él es tu amiguete, así que cuando nos eche encima esa mierda de la capacidad disminuida, todo estará bien.

La puerta del portillo se deslizó, abriéndose.

—Ven, Cal —le dijo Milo, y vi cómo sus manos se apretaban en puños.

Whitehead me miró, movió la cabeza, sonrió, y se echó a un lado. Giró sobre sus tacones, entró por la puerta y Milo le siguió.

Los barrotes se cerraron de golpe. Whitehead se movió de inmediato a la izquierda y comenzó a charlar con los ayudantes que había en la garita. Milo se quedó solo al otro lado del portillo. Antes de irme traté de llamar su atención, pero él había clavado su vista en el sucio suelo y no la levantó de allí.