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Tres semanas después de la detención de Souza, encontraron a Gary Yamaguchi y Slit (Amber Lynn Danzinger) en Reno. Los encontró la agencia de detectives privados contratada por los padres de la chica: habían estado viviendo en un trailer abandonado, en las afueras de la ciudad, subsistiendo de limosnas y de las ganancias de ella como empleada a horas en el mostrador de un Burger King. Tras devolverlos a Los Ángeles, ella fue entregada a sus padres y Gary fue puesto bajo custodia, como testigo del caso. Cuando Milo le interrogó acerca del diario, adoptó el mismo tipo de indiferencia robótica que me había mostrado a mí en el callejón trasero de Voids. Pero una estancia en la Cárcel de Condado y un pase de diapositivas de los cadáveres del Carnicero Lavanda, donación del forense, le hicieron volverse algo más cooperativo.
—Tal como él lo cuenta —me dijo Milo por teléfono—. Jamey le llamó y le dijo que se vieran un mes, más o menos, antes de que lo metieran en el hospital. Se encontraron en Sunset Park, enfrente del Beverly Hills Hotel. Era un día caluroso, pero Jamey llevaba puesta una gabardina. Yamaguchi dijo que parecía uno de esos locos que andan sueltos por las calles: sucio, vacilante, hablando consigo mismo. Se sentaron en un banco y él empezó a balbucear acerca de aquel libro que tenía, que era tan importante que quizá le asesinasen para quitárselo. Luego lo sacó de dentro de la gabardina, lo puso en manos de Yamaguchi y le dijo que era el único amigo que tenía, que su misión sería mantener el libro a salvo. Antes de que Yamaguchi pudiera contestarle nada, se marchó corriendo.
»Yamaguchi se imaginó que todo aquello eran ilusiones de un paranoide, dijo que pensó tirar el libro en la papelera más cercana pero que, en lugar de hacer eso…, y aún no sabe muy bien por qué, se lo llevó con él, lo metió en un cajón y se olvidó del asunto. Después de que hospitalizaron a Jamey, se preguntó si no habría algo detrás de toda aquella historia, pero no sintió el suficiente interés como para examinar el libro. Después de que Chancellor fuera asesinado, lo sacó del cajón y empezó a leerlo; pero afirma que lo encontró aburrido y lo dejó correr tras las primeras páginas. Fue entonces, afirma, cuando decidió emplearlo: Jamey le había hablado del suicidio de su padre y él lo combinó con la escena del reciente asesinato, para crear ese diorama. Le parecía muy divertido, y dijo algo acerca de que la muerte es la fuente de todo el arte verdadero.
—¿Y nunca se leyó el libro entero?
—Si lo hizo, entonces no entendió lo del Bitter Canyon, porque nunca trató de aprovecharse de ello.
—No lo hubiera hecho —le expliqué—. Se cree ser un nihilista. Se enorgullece de parecer apático.
Milo pensó por un instante.
—Ajá, puede que tengas razón. Cuando le pregunté si, al envolverlo en plástico pensaba que quizá el libro fuera importante, sonrió de modo despectivo y me dijo que esa era una pregunta irrelevante. Cuando le apreté las tuercas, me dijo que le resultaba hilarante la idea de que alguien lo comprase y lo colgase en la pared de su casa, sin saber qué era lo que tenía. Luego dijo un montón de mamonadas acerca de que el arte y las bromas pesadas eran la misma cosa. Le pregunté si era por eso por lo que sonreía la Mona Lisa, pero se limitó a ignorarme. Un chico raro pero, tal como lo veo yo, no tiene conexión alguna con el caso, así que lo dejé en libertad.
—¿Alguna indicación de por qué Jamey le ocultó el libro a Chancellor? —le pregunté.
—Ni hablar.
—Estaba pensando —dije—, que quizá se peleasen. Jamey deseaba usar el diario para detener la construcción, y cuando vio que lo único que le interesaba a Chancellor era el salvar su propia piel, lo cogió y se lo llevó a Gary para que lo guardase en lugar seguro. Porque Gary era un nihilista y jamás lo utilizaría.
Hubo un largo silencio.
—Podría ser —aceptó Milo—. Si es que Jamey estaba lo bastante racional como para lograr ordenar todas esas ideas.
—Probablemente tengas razón. Eran locas suposiciones por mi parte: por ese entonces ya estaba bastante ido.
—Pero no tan ido como para que no pudiera llamar solicitando ayuda.
No dije nada.
—Hey —espetó Milo—. Ese era el pie para que tú recitases algo acerca de lo indomable del espíritu humano.
—Considéralo recitado.
—Considéralo oído.
Después de que hubiera colgado, acabé mi desayuno, llamé al servicio de mensajes y les dije por dónde iba a estar. Había tres mensajes, dos de gente que quería venderme algo y una petición para que llamase a un juez del Tribunal Supremo, un hombre al que respetaba. Le llamé a su tribunal y me pidió que sirviera de consultor en el inminente caso de divorcio de un famoso director de cine y una conocida actriz. Según el director, la actriz era una pasota de la cocaína que estaba a punto de hundirse en el pozo de la psicosis. Según la actriz, el director era venal, cruel y un ardiente pedófilo. En realidad, ninguno de los dos deseaba quedarse con su hija de cinco años, pero ambos estaban decididos a que el otro no lograse la custodia. La actriz se había llevado la niña a Zurich, y era muy posible que yo tuviera que viajar allá, pagando ella, para realizar mis entrevistas.
Yo le dije que aquello me sonaba a un lío de primerísimo orden: un ardiente narcisismo, combinado con el suficiente dinero como para pagar los bastantes abogados como para que lo mantuvieran hecho un follón durante un largo tiempo. Él se echó a reír tristemente y estuvo de acuerdo, pero añadió que creyó que podría haberme interesado, porque a mí me gustaba todo lo excitante. Le di las gracias por haber pensado en mí, pero decliné su invitación.
A las nueve en punto bajé para alimentar a los koi. La mayor de las carpas, una robusta dorada y negra de la raza kin-ki-utsuri, a la que Robin había bautizado con el nombre de Sumo, me chupeteó los dedos, y yo le di unas palmaditas en su brillante cabeza, antes de volver a subir a casa.
Una vez dentro, recogí las habitaciones, encendí unas cuantas luces y preparé un bolso de viaje de piel vuelta. Luego llamé a Robin a su estudio y le dije que me marchaba.
—Que tengas un buen vuelo, mi vida. ¿Cuándo puedo esperar tu vuelta?
—A última hora de esta noche o a primera hora de mañana por la mañana, dependiendo de cómo vayan las cosas.
—Llámame y dímelo. Si vuelves esta noche te esperaré despierta. Si no, me quedaré aquí hasta tarde y acabaré la mandolina.
—Seguro. Te llamaré sobre las seis.
—Ten cuidado, Alex. Te quiero.
—Yo también te quiero.
Colocándome una chaqueta deportiva de pana, tomé la bolsa de viaje, caminé hasta la terraza y cerré la puerta tras de mí. Sobre las diez treinta estaba ya en el aeropuerto de Burbank.