2
La telefonista nocturna del Hospital Canyon Oaks me informó que no aceptaban llamadas del exterior hasta las ocho de la mañana…, casi cinco horas más tarde. Yo usé mi título académico, le dije que era una emergencia, y me pasaron a alguien de átona voz de contralto que se identificó como la jefa de enfermeras del turno nocturno. Escuchó lo que yo tenía que decirle y, cuando me contestó, algo de lo plano de su voz estaba sazonado por el escepticismo.
—¿Cómo dijo que se llamaba usted, señor?
—Doctor Delaware. Y usted es la señorita…
—La señora Vann. ¿Es usted miembro de nuestro cuadro médico, doctor?
—No. Pero lo traté hace varios años.
—Ya veo. ¿Y dice usted que él le ha llamado?
—Sí. Hace tan solo unos minutos.
—Eso es altamente improbable, doctor —dijo con satisfacción—. El señor Cadmus está encerra…, no tiene acceso a un teléfono.
—Era él, señora Vann, y estaba en un auténtico problema. ¿Ha estado usted recientemente en su habitación?
—No, estoy en el ala opuesta del hospital —una pausa—. Supongo que podría llamar allí.
—Creo que debería usted hacerlo.
—Muy bien. Gracias por darnos esa información, doctor. Y buenas noches.
—Una cosa más…, ¿cuánto tiempo lleva hospitalizado?
—Me temo que no estoy autorizada a facilitar información confidencial acerca de los pacientes.
—Comprendo. ¿Quién es el doctor que le atiende?
—Nuestro director. El doctor Mainwaring. Pero… —añadió, protectora—, no está disponible a esta hora.
Unos sonidos apagados se oyeron en un segundo plano. Ella me puso en línea muerta durante largo rato y luego volvió a hablarme, sonando alterada, y me dijo que tenía que dejarme. Era la segunda vez en diez minutos que me cortaban.
Apagué las luces y regresé a la alcoba. Robin se volvió hacia mí y se semiincorporó sobre sus codos. La oscuridad había transformado el cobre de sus cabellos en un lavanda, extrañamente hermoso. Sus ojos almendra casi estaban cerrados.
—¿Qué es lo que pasaba, Alex?
Me senté al borde de la cama y le conté la llamada de Jamey y mi conversación con la enfermera de noche.
—Que extraño.
—Es muy raro. —Me froté los ojos—. No sé nada de un chico en cinco años y, de repente, me llama, diciendo tonterías incomprensibles.
Me puse en pie y paseé nervioso.
—En aquel tiempo tenía problemas, pero no estaba loco. Ni mucho menos. Su mente era toda una obra de arte. Y esta noche era un lío: paranoico, oyendo voces, hablando sin sentido. Resulta difícil creer que se trata de la misma persona.
Pero, intelectualmente, yo sabía que era posible. Lo que yo había oído por el teléfono había sido una psicosis o algún tipo de viaje de pasota descontrolado. Ahora, Jamey ya era un hombre joven: diecisiete o dieciocho, y estadísticamente a punto tanto para la aparición de una esquizofrenia como para caer en el abuso de las drogas.
Fui hasta la ventana y me apoyé en el alféizar. La cañada estaba en silencio. Una débil brisa agitaba las copas de los pinos. Me quedé allí un tiempo, contemplando las capas sedosas de la oscuridad.
Al fin ella me habló:
—¿Por qué no vuelves a la cama, querido?
Me arrastré al interior de las sábanas. Nos abrazamos, hasta que ella bostezó y noté cómo su cuerpo se relajaba por la fatiga. La besé, me di la vuelta y traté de quedarme dormido, pero no hubo modo. Estaba demasiado tenso, y ambos lo sabíamos.
—Habla —me dijo, metiendo su mano en la mía.
—En realidad no hay nada de lo que hablar. Es que realmente fue muy extraño el oírle así, de pronto. Y luego que los del hospital te echen un cubo de agua fría encima. A la arpía con la que hablé no parecía importarle un pimiento. Era un auténtico trozo de hielo, y actuaba como si yo fuera el chalado. Luego, mientras me tenía en una línea muerta, pasó algo que la alteró.
—¿Crees que pueda haber sido algo relacionado con él?
—¿Y quién demonios puede saberlo? Todo este asunto es muy extraño.
Yacimos lado a lado. El silencio comenzó a resultar opresivo. Miré al reloj: las 3,23. Alzando su mano a mis labios, le besé los nudillos, luego la bajé y la solté. Me alcé de la cama, me incliné hacia ella y le tapé los hombros desnudos.
—Yo ya no podré dormir esta noche. Y no hay razón para que también tú sigas despierta.
—¿Vas a leer? —me preguntó, conociendo mi modo usual de enfrentarme con el insomnio casual.
—No —fui hasta el armario y empecé a seleccionar ropas en la oscuridad—. Creo que daré una vuelta en coche.
Ella dio la vuelta en la cama y me miró, con los ojos totalmente abiertos.
Trasteé un poco antes de hallar unos pantalones de franela, botas camperas, un suéter de cuello de cisne y una chaqueta deportiva de paño Harris, de entretiempo. En silencio me vestí.
—Vas a ir allí…, ¿no? ¿Vas al hospital?
Me alcé de hombros.
—La llamada de ese chico era una petición de auxilio. En otro tiempo tuvimos una buena relación. Me caía muy bien. Ahora se está haciendo pedazos, y probablemente no haya nada que yo pueda hacer, pero me sentiré mejor si al menos lo intento.
Me miró, fue a decir algo, pero al fin suspiró.
—¿Dónde está ese sitio?
—Allá en el West Valley. A veinticinco minutos de coche, a esta hora. Volveré pronto.
—Ten cuidado, Alex. ¿Vale?
—No te preocupes. No me pasará nada.
La besé de nuevo y le dije:
—Vuélvete a dormir.
Pero estaba totalmente despierta mientras yo cruzaba la puerta.
El invierno había llegado tarde al Sur de California y se había mantenido tenazmente, antes de morir. Hacía frío para aquel inicio de la primavera, así que me abotoné la chaqueta mientras salía a la terraza y bajaba los escalones delanteros. Alguien había plantado, hacía años, un jazmín de los que se abren de noche, que había florecido y se había extendido, y ahora toda la cañada estaba impregnada del perfume desde marzo hasta septiembre. Inspiré profundamente y, por un momento, soñé con Hawaii.
El Seville estaba en el aparcamiento, al lado del Toyota de chasis largo de Robin. Estaba cubierto de polvo y necesitado de un ajuste, pero fielmente se puso en marcha. La casa se encuentra en lo alto de un serpenteante camino de herradura, y se necesita maniobrar bastante para llevar un Cadillac por las curvas sombreadas por árboles sin rayarlo. Pero, tras todos aquellos años yo podía hacerlo dormido, así que tras dar marcha atrás con una sacudida, giré rápidamente y comencé el tortuoso descenso.
Giré a la derecha en Beverly Glen Drive y bajé en picado cuesta abajo hacia Sunset. Nuestra parte de la cañada es chic rural: pequeñas casas de madera, sobre pilastras y adornadas con cristaleras, con pegatinas de SALVAD A LAS BALLENAS en los parachoques de los viejos Volvos, un mercado especializado en productos macrobióticos…, y se encuentra antes de que la Sunset se llene de grandes propiedades rodeadas de tapias. En el Boulevard di la vuelta a la derecha y me dirigí hacia la autopista de San Diego. El Seville pasó volando junto al borde norte del campus de la UCLA, la puerta sur del Bel Air y haciendas hipertrofiadas, en parcelas de un millón de dólares cada una. Unos pocos minutos más tarde vi el paso elevado de la 405. Apunté el Seville hacia la rampa de entrada y me zambullí en la autopista.
Un par de camiones cuba gruñían en el carril más lento pero, aparte de eso, los cinco carriles eran solo míos. El asfalto se extendía ante mí, vacío y brillante, una flecha apuntada indefinidamente hacia el horizonte. La 405 es una sección de la arteria que atraviesa verticalmente California, corriendo paralela al Océano, desde Baja hasta la frontera con Oregón. En esta parte del estado atraviesa la Cordillera de Santa Mónica con túneles, y esta noche las tierras altas que habían sido dejadas en paz se alzaban oscuras, con sus polvorientos y escarpados flancos cubiertos por los primeros brotes vegetales de la estación.
El asfalto tenía una joroba en Mulholland y luego se hundía hacia el Valle de San Fernando. Era una vista de las que quita el aliento: el arco iris pulsante de las lejanas luces apareció de repente, pero a cien kilómetros por hora se disolvió en un instante. Giré a la derecha, me metí en la Autopista Oeste de Ventura y aumenté la velocidad.
Pasé velozmente por unos veinte kilómetros de suburbios del Valle: Encino, Tarzana (solamente en Los Ángeles podía dársele a un pueblo-dormitorio el nombre del hombre-mono), Woodland Hills… Muy despierto y con los ojos brillantes, mantenía ambas manos sobre el volante, demasiado nervioso como para escuchar música.
Justo antes de Topanga la negrura de la noche se rindió a una explosión de color, una parpadeante panoplia de escarlata, ámbar y azul cobalto. Era como si un gigantesco árbol de Navidad hubiera sido plantado en el centro de la autopista. Espejismo o no, frené, hasta pararme.
A aquella hora eran pocos los vehículos que habían estado rodando por la autopista, pero había los suficientes para que, apretados y detenidos, parachoques contra parachoques, creasen un atasco de tráfico a las cuatro de la madrugada.
Permanecí un rato sentado, con el motor en punto muerto, luego me di cuenta de que los otros conductores habían apagado sus motores. Algunos se habían bajado y se les podía ver apoyados en los costados o los capós, fumando cigarrillos, charlando, o simplemente observando las estrellas. Su pesimismo era desolador, así que apagué el Seville. Frente a mí había un Porsche Targa. Salí y caminé hacia él. Un hombre de cabello color jengibre, a finales de la treintena, estaba sentado en el asiento del conductor, mordisqueando una vieja pipa y ojeando un periódico de leyes.
—Perdóneme, ¿podría decirme lo que está sucediendo?
El conductor del Porsche alzó la vista de la publicación y me miró con aire placentero. Por el aroma que se olía, lo que había en su pipa no era precisamente tabaco.
—Una colisión. Todos los carriles están bloqueados.
—¿Cuanto tiempo lleva usted aquí?
Una rápida mirada a su Rolex.
—Media hora.
—¿Tiene idea de cuándo puede quedar solucionado?
—No. Pero ha sido una cosa grave —volvió a ponerse la pipa en la boca, sonrió, y regresó al artículo sobre contratos de flete marítimo.
Seguí caminando por el arcén izquierdo de la autopista, más allá de media docena de filas de motores fríos. La curiosidad de los conductores había frenado el tráfico en el otro sentido a un lento paseo. El olor de la gasolina se fue haciendo más fuerte y mis oídos captaron un canto eléctrico: múltiples radios de la policía ladrando en un contrapunto independiente. Unos metros más y fue visible toda la escena.
Un enorme camión: dos trailers gemelos de dieciocho ruedas, había derrapado, colocándose perpendicular a la autopista. Uno de los remolques seguía en pie y estaba colocado perpendicularmente a la línea de trazos blancos, el otro había caído de lado y una buena tercera parte del mismo estaba colgando suspendido del costado de la ruta. La unión entre las dos partes del camión era como una rama tronchada, de cables y rejilla. Atrapado bajo la desparramada carcasa metálica se veía un brillante coche utilitario de color rojo, aplastado como una lata de cerveza ya vacía. A corta distancia estaba un sedán más grande, un Ford marrón, con sus ventanillas hechas añicos y su parte delantera convertida en un acordeón.
Las luces y el ruido venían de un par de camiones de bomberos, media docena de ambulancias y un grupo de coches de la policía y los bomberos. Media docena de uniformes estaban en corro alrededor del Ford, y una extraña máquina con un par de tenazas de gran tamaño pegadas a su morro daba repetidos pases a la arrugada puerta del lado del pasajero. Cuerpos colocados en camillas y tapados con mantas estaban siendo cargados en las ambulancias. Algunos estaban conectados a botellas de líquidos intravenosos y eran manejados con cuidado. Otros que iban enfundados en bolsas de plástico, eran tratados como bultos. De una de las ambulancias surgió un gemido, indudablemente humano. La autopista estaba tapizada de cristal, gasolina y sangre.
Una hilera de policías de carreteras estaba en posición militar de descanso, pasando su atención, alternativamente, de la carnicería a los automovilistas que aguardaban. Uno de ellos me vio y me hizo con la mano un gesto de que regresara. Cuando no le obedecí, se adelantó, con rostro hosco.
—Regrese de inmediato a su coche, señor.
De cerca se le veía joven y grandote, con un rostro largo y rojizo, un delgado bigote de color gamuza y labios delgados y apretados. Su uniforme había sido estrechado para marcar los músculos y lucía una pequeña y muy vistosa corbata de pajarita azul. El nombre de la galleta de su pecho era BJORSTADT.
—¿Cuánto tiempo cree que permaneceremos aquí, agente?
Dio un paso más hacia mí, con la mano sobre su revólver, masticando una pastilla contra la acidez y emitiendo un olor de sudor y siempreviva.
—Regrese de inmediato a su coche, señor.
—Soy un doctor, agente. Me han llamado para una emergencia y tengo que pasar.
—¿Qué clase de doctor?
—Psicólogo.
No pareció gustarle mi respuesta.
—¿Qué clase de emergencia?
—Un paciente mío acaba de llamarme en plena crisis. Ha mostrado tendencias suicidas en el pasado y corre un grave riesgo. Es importante que llegue hasta él en el plazo más breve posible.
—¿Va usted a la casa de ese individuo?
—No. Está hospitalizado.
—¿Dónde?
—En el Psiquiátrico de Canyon Oaks…, a unos kilómetros más allá.
—Déjeme ver su licencia, señor.
Se la entregué, esperando que no fuera a llamar al hospital. Lo último que deseaba era una charla entre el agente Bjorstadt y la dulce señora Vann.
Estudió la licencia, me la devolvió, y me contempló con pálidos ojos que habían sido entrenados a dudar.
—Digamos, doctor Delaware, que le sigo hasta el hospital. ¿Me asegura usted que, cuando lleguemos allí, van a confirmar la emergencia?
—Absolutamente. Vamos allá.
Entrecerró los ojos y se tironeó el bigote.
—¿Qué clase de coche conduce usted?
—Un Seville del setenta y nueve. Verde oscuro con el techo marrón claro.
Me contempló, frunciendo el ceño, y finalmente dijo:
—De acuerdo, doctor, conduzca lentamente por el arcén. Cuando llegue a este punto deténgase y quédese aquí hasta que yo le diga que se mueva. Ahí tenemos un auténtico desastre y no queremos que haya más sangre esta noche.
Le di las gracias y corrí hasta el Seville. Ignorando las miradas de hostilidad de los otros conductores, rodé hasta estar delante de la cola, y Bjorstadt me hizo una seña para que pasara. Habían sido colocadas cientos de antorchas, y la autopista estaba iluminada como un pastel de cumpleaños. No aceleré hasta que las llamas desaparecieron de mi espejo retrovisor.
El paisaje suburbano retrocedía en Calabasas, dando paso a colinas redondeadas, tachonadas de viejos y retorcidos robles. Hacía mucho que la mayoría de los grandes ranchos habían sido subdivididos, pero aquellos seguían siendo terrenos de alto precio, caras «comunidades planificadas», rodeadas por verjas y con terreno de media hectárea para los vaqueros de fin de semana. Salí de la autopista justo antes de la línea fronteriza del Condado de Ventura y, siguiendo la flecha de un cartel que decía HOSPITAL PSIQUIÁTRICO DE CANYON OAKS, giré hacia el sur sobre un puente de cemento. Tras pasar una gasolinera de autoservicio, un criadero de césped y una escuela elemental parroquial, subí una colina por un camino de un solo carril durante unos tres kilómetros, hasta que una flecha me dirigió hacia el oeste. El pungente olor del estiércol en fermentación llenaba el aire.
La línea de la propiedad de Canyon Oaks estaba señalada por un gran albaricoque florecido, que daba sombra a unas bajas y abiertas puertas que estaban pensadas más como decoración que como seguridad. Un sendero largo y serpenteante, bordeado por setos y limitado por colgantes eucaliptos, me llevó hasta la cima de un montículo.
El hospital era una fantasía de la escuela Bauhaus: cubos de cemento blanco reunidos en grupos; montones de cristaleras y acero. El chaparral que lo rodeaba había sido talado en varios cientos de metros en derredor, aislando la estructura e intensificando la dureza de sus ángulos. La colección de cubos era más larga que alta, un edificio como una pitón, fría y pálida. En la distancia se veía un telón de fondo que era una montaña negra, tachonada con puntos de iluminación que hacían arcos, como bajas estrellas fugaces: linternas. Me detuve en el casi vacío aparcamiento y caminé hasta la entrada: una doble puerta de metal cromado, centrada en una pared de cristal. Y cerrada con llave. Apreté el timbre.
Un guarda de seguridad atisbo a través del cristal, vino lentamente y sacó la cabeza. Era de mediana edad y tripón, e incluso en la oscuridad podía verle las venas rojizas de la nariz.
—¿Sí, señor? —se subió los pantalones.
—Soy el doctor Delaware. Uno de mis pacientes, James Cadmus, me llamó en plena crisis, y deseaba ver cómo está.
—¡Oh, él! —el guarda hizo una mueca y me dejó entrar—. Por aquí, doctor.
Me guio a través de una sala de recepción vacía, decorada con insípidos grisazulados y grises y oliendo a flores muertas, giró hacia la izquierda en una puerta marcada Pabellón C, corrió un pestillo y me dejó pasar.
Al otro lado había una sala de enfermeras vacía, equipada con ordenadores personales y un monitor de televisión en circuito cerrado que solo mostraba nieve electrónica. El guarda atravesó la sala y continuó hacia la derecha. Entramos en un corto y muy iluminado pasillo cuadriculado con puertas verdeazuladas, cada una de ellas atravesada por una mirilla. Una de las puertas estaba abierta, y el guarda me hizo un gesto hacia ella.
—Ahí es donde usted va, doctor.
La habitación era de un par de metros por otros dos, con blandas paredes de vinilo blanco y techo bajo y plano. La mayor parte de espacio del suelo estaba ocupado por una cama de hospital provista de ataduras de cuero. Había una única ventana, alta, en una de las paredes. Tenía el aspecto peliculado del plexiglás viejo y estaba barrada por una reja de acero. Todo, desde la cómoda a la mesilla de noche, estaba encastrado, atornillado y recubierto de un acolchado de vinilo azulverdoso. Unos pijamas arrugados estaban tirados por el suelo.
Tres personas vestidas de blanco almidonado atestaban la habitación.
Una obesa mujer en la cuarentena estaba sentada en la cama, con la cabeza entre las manos. A su lado estaba en pie un negro, alto y robusto, que usaba gafas de carey. Una segunda mujer, joven, morena, voluptuosa y lo suficientemente hermosa como para pasar por la hermana pequeña de Sofía Loren, estaba también de pie, con los brazos cruzados ante su amplio pecho, manteniéndose a alguna distancia de los otros dos. Ambas mujeres llevaba cofias de enfermera; el hombre una bata abotonada hasta el cuello.
—Aquí está su doctor —anunció el guarda ante al trío de miradas inquisitivas. El rostro de la mujer gorda estaba marcado por las lágrimas, y parecía aterrada. El enorme negro entrecerró los ojos, pero luego volvió a mostrar un rostro impasible.
Los ojos de la mujer guapa se empequeñecieron por la ira. Apartó de un empujón al negro y vino a la carga. Sus manos eran puños y el pecho le subía y bajaba.
—¿Qué es lo que significa esto, Edwards? —preguntó en un contralto que reconocí—. ¿Quién es este hombre?
La tripa del guarda cayó unos centímetros.
—Esto, dijo que era el doctor de Cadmus, señora Vann, y, bueno, pues yo…
—Fue un malentendido —sonreí—. Soy el doctor Delaware. Hablamos por teléfono…
Me miró con asombro y volvió su atención de nuevo hacia el guarda.
—Este es un pabellón cerrado, Edwards. Y está cerrado por dos razones —le dedicó una acerba y condescendiente sonrisa—. ¿No es así?
—Sí, señora.
—¿Cuáles son esas razones, Edwards?
—Esto, para mantener a los maja…, para mantener la seguridad, señora, y esto…
—Para mantener a los pacientes dentro y a los extraños fuera —le lanzó una mirada asesina—. Y esta noche ya estamos dos a cero.
—Sí, señora. Es que pensé que, ya que el chico…
—Ya ha sido bastante pensar de tu parte para una sola noche —le espetó—. Regresa a tu puesto.
El guarda parpadeó nervioso en mi dirección.
—¿Quiere que me lo lle…?
—¡Vete, Edwards!
Me miró con odio y se fue arrastrando los pies. La gorda de la cama volvió a meter la cabeza entre las manos y empezó a sorberse los mocos. La señora Vann le dio una mirada de reojo llena de desprecio, agitó sus largas pestañas en mi dirección, y tendió una mano de finos huesos.
—Hola, doctor Delaware.
Le devolví el saludo y traté de justificar mi presencia.
—Es usted un hombre muy dedicado, doctor —su sonrisa era una fría y blanca media luna—. Supongo que no se le puede culpar de eso.
—Le agradezco lo que dice. ¿Cómo…?
—No es que hubieran tenido que dejarle entrar… Edwards tendrá que purgar por eso…, pero, ya que está aquí, no creo que vaya a hacernos usted mucho daño. Ni bien, tampoco —hizo una pausa—. Su antiguo paciente ya no está con nosotros.
Antes de que yo pudiera decir nada, ella prosiguió:
—El señor Cadmus se ha escapado. Tras atacar a la pobre señora Surtees, aquí presente.
La rubia gorda alzó la vista. Su cabello era un merengue tieso y de color platino. El rostro que había debajo era pálido y regordete y moteado de rosa. Sus cejas habían sido depiladas, y cobijaban unos ojos pequeños, color oliva y muy porcinos, ahora bordeados en rojo. Unos gruesos labios, grasientos por el lápiz de labios, se pusieron en tensión y temblaron.
—Entro a ver cómo estaba —sollozó—, tal como hago cada noche. Y como siempre ha sido un buen chico, le suelto las esposas un poco, como he hecho siempre. Darle al chico algo de libertad…, ¿entiende? Un poco de compasión no hace ningún daño, ¿no es así? Luego el masaje, a sus muñecas y tobillos. Lo que siempre hace es que a mitad del masaje se pone a volar por las nubes, sonriendo como un bebé. A veces se echa un buen sueño. Pero esta vez salta sobre mí como un verdadero loco, aullando y babeando por la boca. Me da un puñetazo en el estómago, me ata con la sábana y me amordaza con la toalla. Pensé que me iba a matar, pero solo me cogió la llave y…
—Ya basta, Marthe —dijo con firmeza la señora Vann—. No te pongas aún más nerviosa. Antoine, llévala al comedor de enfermeras, y dale un poco de sopa o algo así.
El negro asintió con la cabeza y se llevó a la gorda por la puerta.
—Una enfermera particular —dijo la señora Vann cuando se hubieron ido, haciéndolo sonar como un insulto—. Nunca las usamos, pero la familia insistió, y cuando una se topa con los fortunones, las normas acostumbran a doblegarse.
Agitó la cabeza y su rígida cofia crujió.
—Es un desastre. Ni siquiera tiene el título de enfermera. No es más que una chacha de uniforme. Y ya puede ver para lo que ha servido.
—¿Cuánto tiempo ha estado aquí Jamey?
Se acercó más, rozando mi manga con las puntas de sus dedos. Su galleta tenía una foto de ella que no le hacía justicia y, bajo la misma, un nombre: Enfermera Jefe Andrea Vann.
—¡Vaya, si que es usted persistente! —dijo altanera—. ¿Qué es lo que le hace pensar que esta información sea ahora menos confidencial de lo que lo era hace una hora?
Alcé los hombros.
—Tenía la sensación de que, cuando hablamos por teléfono, se llevó usted la impresión de que yo era algún tipo raro.
La sonrisa frígida regresó.
—¿Y ahora que le veo en carne y hueso debería sentirme más impresionada?
Yo sonreí, esperando resultar encantador.
—Si me veo tal como me siento, no espero impresionarla mejor. Lo único que estoy intentando es darle algún sentido a esta última hora.
La sonrisa se torció un poco y, en el proceso, se tornó algo más amistosa.
—Salgamos del Pabellón —me dijo—. Las habitaciones son a prueba de ruidos, pero los pacientes tienen algún extraño modo de saber cuándo sucede algo…, es casi un sentido animal. Si se enteran, se pasarán toda mi guardia aullando y tirándose contra las paredes.
Fuimos a la sala de recepción y nos sentamos. Edwards estaba allí, paseando arriba y abajo con aire mísero, y ella le ordenó que fuera a buscar café. Él apretó los labios, se tragó otros cuantos litros de orgullo y la obedeció.
—En realidad —me dijo, tras dar un sorbo y dejar la taza—, sí creí que era usted un tipo raro…, de esos tenemos muchos. Pero cuando le vi le reconocí. Hace un par de años asistí a una conferencia que usted dio en el Pediátrico del Oeste, acerca de los miedos infantiles. Lo hizo usted muy bien.
—Gracias.
—Mi propio niño estaba teniendo malos sueños por aquel tiempo, así que usé algunas de las sugestiones que nos dio usted. Funcionaron.
—Me alegra oírlo.
Sacó un cigarrillo de un paquete que llevaba en un bolsillo de su uniforme y lo encendió.
—Jamey tenía mucho cariño por usted. Le mencionaba de tanto en cuanto. Cuando estaba lúcido.
Frunció el ceño. Yo lo interpreté:
—Que no era muy a menudo.
—No. No mucho. ¿Cuánto tiempo me dijo que había pasado desde la última vez que lo vio?
—Cinco años.
—Ya no lo reconocería, él… —se contuvo—. No puedo decirle más. Ya ha habido bastante doblegar las normas para una sola noche.
—Me parece justo. ¿Podría decirme cuánto tiempo hace que se ha ido de aquí?
—Una media hora o así. Los enfermeros están buscándolo por las colinas, con linternas.
Seguimos sentados y bebimos café. Le pregunté qué clase de pacientes trataba el hospital, y encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior antes de contestarme.
—Si lo que me está preguntando es si se nos escapan muchos, la respuesta es no.
Le dije que no era eso lo que había querido decir, pero ella me cortó.
—Esto no es una prisión. La mayor parte de nuestros pabellones son abiertos…, y hay en ellos lo típico: adolescentes que montan numeritos, depresivos después del período de alto riesgo, anoréxicos, maníacos no graves, alzheimers, cocainómanos, así como alcohólicos en desintoxicación. El Pabellón C es pequeño, solo diez camas, y casi nunca están llenas. Pero allí es donde tenemos la mayoría de los líos. Los pacientes del C son impredecibles…, esquizos agitados con problemas de control de sus impulsos, psicópatas ricos con enchufes que les evitaron ir a la cárcel a condición de pasar aquí unos meses, locos de las anfetas y cocainómanos que han tomado demasiado y han acabado paranoides. Pero con las fenotiacinas, incluso ellos no nos dan excesivos problemas…, la química nos ayuda a vivir mejor, ¿no es así? Este es un buen establecimiento.
Pareciendo de nuevo irritada, se ajustó la cofia, y dejó caer el cigarrillo en el café frío.
—Tengo que volver allí, para ver si ya lo han encontrado. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?
—Nada, gracias.
—Entonces, que tenga un buen viaje de regreso.
—Me gustaría quedarme por aquí y hablar con el doctor Mainwaring.
—Si yo fuera usted no haría eso. Le llamé justo en cuanto descubrimos que Jamey había desaparecido, pero estaba en Redondo Beach…, de visita con sus chicos. Incluso si salió de inmediato, es un largo camino. Va a ser una larga espera.
—Esperaré.
Se ajustó la cofia y se alzó de hombros.
—Como usted quiera.
Una vez solo, me arrellané y traté de digerir lo que había averiguado. No era demasiado. Permanecí sentado, inquieto, durante un rato, luego me alcé, encontré un lavabo de caballeros y me lavé allí la cara. El espejo me devolvió un rostro cansado, pero me sentía lleno de energía. Probablemente estaba funcionando gracias a las reservas.
El reloj de la sala de recepción marcaba las 4,37. Pensé en Jamey, perdido en la oscuridad y me puse tenso por la ansiedad.
Tratando de sacármelo de la cabeza, me volví a sentar y leí un ejemplar del boletín gratuito del hospital, el The Canyon Oaks Quaterly. El artículo de portada era acerca de la política de financiación de las enfermedades mentales…, con un montón de datos. De lo que se trataba era de invitar a las familias a que urgiesen a los legisladores y a las compañías de seguros a que dieran más dinero. Otros artículos menores trataban del síndrome anticolinérgico en los ancianos: o sea los viejos que eran diagnosticados como seniles a causa de psicosis inducidas por los fármacos; y también los mejores puntos de la terapia ocupacional, la farmacopea hospitalaria y el nuevo programa sobre los desórdenes en la alimentación. Toda la contraportada estaba dedicada a un ensayo de Guy Mainwaring, Director Médico, titulado: «El cambiante rol del psiquiatra». En él afirmaba que la psicoterapia era de un valor relativamente menor al enfrentarse con los desórdenes mentales graves y que era mejor dejar estos a los terapeutas no médicos. Los psiquiatras, insistía, eran médicos, y tenían que regresar a la corriente general de la Medicina como «ingenieros bioquímicos». El artículo acababa con una loa a la psicofarmacología moderna.
Dejé la revista y esperé inquieto durante una media hora antes de oír el rugido de un motor y el crepitar de la grava bajo la goma. Un par de faros atravesaron con sus haces de luz el cristal que rodeaba a la puerta metálica y tuve que proteger mis ojos del destello.
Los faros se apagaron. Cuando mis pupilas se hubieron ajustado, pude descubrir la parrilla de un Mercedes. Las puertas se abrieron y un hombre entró con prisas.
Era delgado y sobre la cincuentena, con un rostro que era todo él puntas y ángulos; su cabello era marrón grisáceo y poco espeso y estaba cepillado hacia atrás sobre una muy generosa coronilla. Un hoyuelo marcaba el centro de una frente alta y ancha. Su nariz era larga y aguzada y algo desplazada del centro de su rostro; sus ojos eran inquietas canicas marrones, colocadas muy profundamente en unas órbitas sombreadas. Vestía un grueso traje gris que había costado un montón de dinero no hacía demasiado, una camisa blanca y una corbata gris. El traje colgaba fláccido, con los pantalones haciendo bolsas sobre unos zapatos tipo Oxford de cuero negro mate. Un hombre nada preocupado por los detalles y los accesorios, el complemento perfecto para aquel edificio de la Bauhaus.
—¿Quién es usted? —el acento era cortante y británico…, de Oxford o Cambridge. ¡Ah, sí, el psicólogo! La señora Vann me contó lo de la llamada que le hizo Jamey. Soy el doctor Mainwaring.
Estrechó mi mano, pero mecánicamente.
—Fue muy considerado por su parte el hacer el viaje hasta aquí, pero me temo que no puedo hablar demasiado con usted. Tengo que poner las cosas en orden —luego, como contradiciéndose, se inclinó hacia mí—. ¿Qué es lo que le dijo el chico por teléfono?
—No demasiado que tuviera sentido. Estaba extremadamente ansioso y parecía estar sufriendo alucinaciones auditivas. Estaba bastante fuera de control.
Mainwaring hizo todo un espectáculo del estarme escuchando, pero resultaba obvio que nada de lo que yo le estaba diciendo le tomaba por sorpresa.
—¿Cuánto tiempo hace que está así? —le pregunté.
—Bastante tiempo —miró su reloj—. Un caso muy penoso. Aparentemente, en otro tiempo fue muy brillante.
—Era un genio. Se salía de las escalas de medición.
Se rascó la nariz.
—Sí. Pues uno no lo diría ahora.
—¿Tan mal está? —le pregunté, esperando que me contase más.
—Bastante.
—Antes tenía un temperamento tristón —recordé, tratando de hacer que el diálogo cogiera impulso—. Muy complejo…, lo que era de esperar, visto su nivel intelectual. Pero no había ninguna indicación de psicosis. Si yo hubiera tenido que predecir algo, hubiera sido una depresión. ¿Qué es lo que provocó el hundimiento? ¿Las drogas?
Negó con la cabeza.
—Una esquizofrenia repentina. Y si yo comprendiese el proceso etiológico… —sonrió, mostrando la dentadura manchada de té de un buen inglés—, entonces estaría esperando la llamada del comité del Nobel de Estocolmo.
La sonrisa se borró rápido.
—Será mejor que me vaya —dijo, como hablando consigo mismo—. A ver si ya ha aparecido. He tratado de evitar el tener que llamar a las autoridades para que intervengan en esto…, en bien de la familia. Pero si nuestra gente no lo encuentra pronto, tendré que avisar a la policía. Hace bastante frío en las montañas, y no podemos dejar que nos agarre una neumonía.
Se volvió para marcharse.
—¿Le importaría si me quedase para verle?
—Me temo que no iba a resultar aconsejable, doctor Delaware…, la confidencialidad y todo eso. Aprecio su preocupación por el caso y lamento que haya viajado hasta aquí para nada. Pero, antes que cualquier otra cosa, debe de ser notificada la familia…, lo que puede resultar bastante difícil: están en México en unas vacaciones, y ya sabe usted lo mal que van los teléfonos allá abajo —sus ojos bailotearon distraídamente—. Quizá podamos charlar un día de estos…, una vez hayan firmado las oportunas autorizaciones.
Tenía toda la razón. Yo no tenía ningún derecho, ni legal ni profesional, a que me dieran ni una brizna de información acerca de Jamey. Incluso mis prerrogativas morales eran una cosa muy vaga. Él me había llamado para pedirme ayuda, pero ¿qué valor tenía esto? Estaba loco y era incapaz de tomar decisiones racionales.
Y, sin embargo, había sido lo bastante racional como para planear y llevar a cabo su fuga, lo suficientemente intacto de mente como para obtener mi número.
Miré a Mainwaring y me di cuenta que iba a tener que soportar quedarme sin respuesta a mis preguntas. Porque incluso si él las tenía, estaba claro que no me las iba a facilitar.
Tomó de nuevo mi mano y la agitó, murmurando alguna excusa y salió corriendo. Había sido cordial, se había portado como un buen colega, y no me había dicho nada.
Me quedé en pie, solo, en la vacía sala de espera. El sonido de unos pies arrastrándose me hizo dar la vuelta. Edwards, el guarda, había llegado, caminando de un modo un tanto inestable. Me lanzó una mala imitación de la mirada asesina de un tipo duro y acarició la porra que colgaba de su cinto. Por la expresión de su rostro resultaba claro que me culpaba de todos sus problemas.
Antes de que pudiera expresar en palabras sus sentimientos, yo fui por mí solo hasta la puerta.