11

A Souza le sorprendió mi petición.

—Lo único que va a ver, doctor, es una gran habitación manchada de sangre, pero si cree que es necesario, puedo arreglarlo.

—Me sería de ayuda.

Hizo una pausa tan larga, que me pregunté si se habría cortado la comunicación.

—¿Cómo le va a ser de ayuda, doctor?

—Si en algún momento él está lo bastante lúcido como para poder hablar de los asesinatos, quiero conocer tanto como pueda los detalles de los mismos.

—Muy bien —me dijo con tono escéptico—. Nunca me había pedido esto ningún experto, pero hablaré con la policía y haré que le autoricen esa visita.

—Gracias.

—Volviendo a un tema más convencional, me gustaría conocer cualquier progreso que haya hecho usted en su valoración.

Le hice un resumen de mi conversación con Sarita Flowers. Se aferró de inmediato a lo de las alucinaciones sobre redes y mis preguntas acerca del uso de drogas.

—¿Qué son esas redes?

—La gente que toma LSD a menudo habla de que ve redes, o tramas, brillantemente iluminadas, algo así como tableros de ajedrez multicolores. Pero Jamey habló de redes sangrientas, así que pudo tratarse de algo totalmente diferente.

—Interesante. Si realmente vio esas redes, ¿hasta qué punto es tal cosa importante?

—Probablemente no lo sea. Porque si bien las alucinaciones visuales no son tan habituales en la esquizofrenia como lo son las auditivas, lo cierto es que se dan casos. Y la doctora Flowers parecía bastante segura de que él jamás tomó drogas.

—Pero ¿el ver ese tipo de cosa es común entre los adictos al LSD?

—Sí, pero no exclusivo de ellos.

—Esto nos presenta algunas posibilidades, doctor.

—¿Que Chancellor le hiciera tomar drogas para convertirlo en un robot?

—Algo así.

—Yo aún no me dedicaría a proponer esa teoría. Los hechos apoyan fuertemente un diagnóstico de esquizofrenia. A menudo los esquizofrénicos presentan graves distorsiones en su lenguaje; las palabras adquieren en ellos nuevas y extrañas definiciones. Se llama parafasia verbal; para él, redes sangrientas podría significar «espaghettis».

—Yo no necesito una certidumbre científica, doctor, solo unas posibilidades implicadas.

—En este punto de las cosas ni siquiera tenemos eso. No hay otras indicaciones de que tomara ningún tipo de drogas. Mainwaring debió de hacerle análisis cuando lo admitió. ¿Habló alguna vez de consumo de drogas?

—No —aceptó—. Dijo que era un claro caso de esquizofrenia. Que incluso si el chico hubiera tomado drogas, estas no hubieran podido volverle loco.

—Esa es una apreciación muy acertada.

—Entiendo todo eso, doctor. Pero si se encontrase con alguna otra prueba de que haya usado drogas… Cualquier cosa, haga el favor de llamarme de inmediato.

—Lo haré.

—Bien. Por cierto, Dwight podrá verle esta tarde a las tres.

—Excelente.

—Perfecto. Si no le es una molestia a usted, preferiría que fuese en la Cadmus Construction. En un lugar reservado, a salvo de miradas indiscretas.

—No hay problema.

Me dio la dirección de la compañía en Westwood e hizo otra oferta de pagarme. Mi primer impulso fue volver a rehusarla, pero luego me dije que me estaba portando como un crío, confundiendo la testarudez con la independencia. Con dinero o sin dinero yo estaba ya implicado en el caso y ya había ido demasiado lejos como para echarme atrás. Le dije que me mandase la mitad de la suma, y él me dijo que me haría un cheque por cinco mil dólares en cuanto colgase el teléfono.

Llegué a la cárcel a las once y me hicieron esperar en el vestíbulo de la entrada durante cuarenta y cinco minutos sin darme explicación alguna. Era un día cálido y húmedo, y la polución se había metido hasta el interior de los edificios. Las sillas de la sala eran duras y nada confortables. Me puse nervioso y pregunté el motivo de la espera. La voz de la taquilla acristalada afirmó ignorarlo. Al fin llegó una agente para llevarme a Alta Potencia. En el ascensor me explicó que el día antes habían matado a cuchilladas a uno de los presos.

—Ahora tenemos que comprobarlo todo dos veces, y eso hace que las cosas se retrasen.

—¿Ha sido algo relacionado con el crimen organizado?

—Supongo que sí.

Un robusto agente negro, de nombre Sims, se hizo cargo de mí a la entrada de la sección de Alta Potencia. Estoico como si fuera una talla en madera de los masai, me llevó hasta una pequeña oficina y me cacheó con un toque sorprendentemente suave. Cuando llegué a la habitación de cristal, Jamey ya estaba allí. Sims abrió el cerrojo de la puerta y esperó hasta que yo estuve sentado antes de marcharse. Una vez fuera, tal como lo había hecho Sonnenschein, se quedó cerca del cristal y mantuvo una vigilancia disimulada pero alerta de lo que sucedía dentro.

Esta vez, Jamey estaba despierto, agitándose y luchando contra sus ataduras. Sus labios estaban ahuecados y los ojos le rodaban en las órbitas como bolas del juego del millón. Alguien lo había afeitado, pero había sido un trabajo mal hecho, y manchas oscuras de pelos tachonaban su cara. Su pijama amarillo estaba limpio pero arrugado. La pungencia del hedor de su cuerpo pronto llenó la habitación, y me pregunté cuándo sería la última vez que lo habrían bañado.

—Soy yo otra vez, Jamey. El doctor Delaware.

Los ojos dejaron de moverse, se congelaron y luego fueron hundiéndose hasta clavarse en mí. Un breve destello de claridad iluminó los iris, como si un relámpago hubiera destellado dentro de los agujeros de sus órbitas, pero pronto se formó una película sobre el azul y de nuevo tuvo los ojos vidriosos. No era mucho como respuesta, pero al menos estaba mostrando una mínima percepción.

Le dije que me alegraba verle, y empezó a sudar. Gotitas de humedad formaron un bigote en su labio superior e hicieron brillar su frente. Cerró sus ojos de nuevo. Mientras los párpados bajaban, los nervios de su cuello se tensaron.

—Abre los ojos, Jamey. Escucha lo que tengo que decirte.

Los párpados siguieron herméticamente cerrados. Se estremeció, y yo aguardé a ver otros signos de diskinesia. No hubo ninguno.

—¿Sabes dónde estás?

Nada.

—¿Qué día es hoy, Jamey?

Silencio.

—¿Quién soy yo?

Sin respuesta.

Seguí hablando con él. Se agitaba y estremecía, pero a diferencia de los movimientos que había mostrado durante mi primera visita, estos parecían ser voluntarios. En dos ocasiones abrió los ojos y me miró nebulosamente, solo para volver a cerrarlos con rapidez; en la segunda ocasión siguieron ya cerrados y no dio ninguna otra muestra de responder al sonido de mi voz.

A los veinte minutos de sesión yo ya estaba a punto de abandonar, cuando su boca comenzó a moverse, haciendo muecas, con los labios aún rígidos y estirados, como si estuviera luchando por hablar, pero fuera incapaz de lograrlo. El esfuerzo le hizo sentarse más tieso. Me incliné más hacia él. Por el rabillo del ojo vi una forma caqui moviéndose: era Sims pegándose aún más al cristal y no perdiéndonos de vista. Le ignoré y mantuve toda mi atención en el chico.

—¿Qué es lo que pasa, Jamey?

La piel de alrededor de sus labios se estiró y blanqueó. Su boca se transformó en una elipse negra. Del interior de la misma surgieron varias exhalaciones entrecortadas. Luego una única palabra, musitada entre dientes:

—Cristal.

—¿Cristal? —me moví hasta estar a pocos centímetros de su boca, notando el calor de su aliento—. ¿Qué clase de cristal?

Un graznido ahogado.

—Habla conmigo, Jamey. Vamos.

Oí cómo se abría la puerta. Y la voz de Sims que decía:

—Por favor apártese de él, señor.

—Háblame del cristal —insistí, tratando de construir un diálogo a partir de aquella palabra susurrada.

—Señor —dijo Sims con voz autoritaria—, está usted demasiado cerca del prisionero. Échese hacia atrás.

Le obedecí. Simultáneamente, Jamey se retiró, alzando sus hombros e inclinando su cuello; parecía un modo de defensa primitivo, como si la autorreducción le fuera a convertir en una presa poco apetecible.

Sims siguió allí, vigilante.

—No hay problema —le dije, mirándole por encima de mi hombro—. Mantendré las distancias.

Me miró imperturbable, esperando algunos segundos antes de regresar a su puesto.

Volví a Jamey.

—¿Qué has querido decir con eso del cristal?

Su cabeza siguió hundida. La echó hacia un lado de modo que quedaba apoyada de un modo natural sobre uno de sus hombros, como un pájaro que se prepara a dormir metiendo su pico bajo el ala.

—La noche que me llamaste me hablaste de un cañón de cristal. Yo pensé que se trataba del hospital. ¿Era otra cosa?

Continuó retirándose de un modo físico, logrando, a pesar de sus ataduras, acurrucarse hasta la insignificancia fetal. Era como si estuviera desapareciendo ante mis ojos, y yo no podía hacer nada para detenerlo.

—¿O estás hablando de esta habitación…, de estas paredes de cristal?

Seguí intentando establecer contacto con él, pero era inútil. Se había convertido en un paquete de algo inerte… Una piel pálida envuelta en algodón empapado en sudor, sin vida como no fuera por la débil oscilación de su hundido pecho.

Permaneció de este modo hasta que Sims entró para anunciarme que se me había acabado el tiempo.

El Edificio Cadmus se hallaba en Wilshire, entre Westwood y Sepúlveda, uno de esos altos rectángulos acristalados que parecen estar creciendo por todas partes en Los Ángeles… Arquitectura narcisista para una ciudad construida sobre puras apariencias. Frente al mismo había una escultura hecha con clavos oxidados, fundidos unos a otros para formar una mano tendida para agarrar, de tres pisos de altura. La placa del nombre decía: ESFORZÁNDOSE y asignaba la culpa a un artista italiano.

El vestíbulo era una bóveda de granito negro, con un acondicionamiento de aire que llegaba al congelamiento. En los ángulos habían ficus y otras plantas de tamaño desproporcionado. En la parte de atrás se hallaba un mostrador de granito que ocultaba a un par de guardias de seguridad, uno de gruesas mejillas y cabello cano, el otro apenas llegado a la mayoría de edad. Me observaron mientras yo buscaba en el directorio de pisos. El edificio estaba repleto de abogados y contables. La Cadmus Construction ocupaba todo el ático.

—¿Puedo ayudarle en algo, señor? —me preguntó el más viejo. Cuando le dije mi nombre, solicitó que me identificase. Tras confirmar que me esperaban, mediante una conversación telefónica musitada, asintió con la cabeza y el más joven me acompañó hasta los ascensores.

—¿Siempre es tan estricta la seguridad?

Negó con la cabeza.

—Es solo desde esta semana. Tenemos que mantener alejados a los periodistas y a los chalados.

Sacó una anilla llena de llaves de su cinturón y abrió la cerradura de un ascensor directo, que me subió arriba en cuestión de segundos. La puerta se abrió, y fui saludado por el logotipo de la compañía: una pequeña C roja metida en el interior de otra azul más grande. El área de recepción estaba decorada con grabados de Albers enmarcados en cromo y maquetas arquitectónicas dentro de vitrinas de cristal. Una bien torneada morena me estaba aguardando allí, y me llevó por un pasillo que se dividía en dos. Hacia un lado estaba la sala de secretarias: hileras de mujeres de rostros congelado aporreando incesantemente máquinas Selectric de color marrón claro, al otro unas puertas dobles metálicas marcadas PRIVADO. La morena abrió las puertas y la seguí por un pasillo silencioso enmoquetado en negro. La oficina de Dwight Cadmus se hallaba al final. Llamó con los nudillos, abrió la puerta y me hizo pasar.

—El doctor Delaware ha venido a verle, señor Cadmus.

—Gracias, Julie —se marchó, cerrando la puerta tras ella.

Era una habitación enorme, y él estaba en pie en el centro de la misma, con la espalda encorvada, sin chaqueta, con las mangas de la camisa enrolladas hasta los codos y limpiándose los cristales de las gafas con el extremo de su corbata. Las paredes eran de yeso, pintadas de color gris amarronado, y de ellas colgaban dibujos arquitectónicos y una pintura de una caravana de árabes cabalgando en camellos a través de las dunas moldeadas por el viento. La pared que daba al exterior era de cristal ahumado desde el techo hasta el suelo. Pensé en la única palabra que había susurrado Jamey, hice algunas especulaciones y dejé a un lado aquellos pensamientos.

La pared exterior servía de telón de fondo para un bajo y plano escritorio de madera noble, con su parte superior llena de pilas con montones de fotocopias lilas de planos y tubos de cartón. Perpendicularmente al escritorio había una larga barra de bar, frente a ella, un par de sillones tapizados en algodón negro. En uno de ellos estaba colocada la chaqueta del traje de Cadmus.

—Póngase cómodo, doctor.

Me senté en el sillón vacío y esperé hasta que hubo acabado con su limpieza. La luz del sol había transformado al cristal ahumado en ámbar; la ciudad que había abajo parecía remota y hecha en bronce.

Colocándose las gafas sobre la nariz, fue tras el escritorio y se sentó en una butaca giratoria, dando una mirada a los planos y evitando el contacto visual. Su cabello era poco espeso en la coronilla y se lo palmeó, como buscando la seguridad de que aún le quedaba algo del mismo.

—¿Desea que le sirva alguna cosa? —me dijo, mirando al bar.

—No, gracias.

Una cacofonía de bocinas trompeteando nos llegaba a pesar de los veinte pisos. Alzó las cejas, se dio la vuelta y miró hacia abajo, a la calle. Cuando volvió a mirar hacia adelante, su expresión era impenetrable.

—¿Qué es lo que, exactamente, se supone que debo de hacer por usted?

—Quiero que me hable de Jamey, que me cuente el desarrollo que tuvo desde su nacimiento hasta el presente.

Miró su reloj.

—¿Cuánto se supone que nos va a llevar esto?

—No tenemos por qué hacerlo en una sola sentada. ¿De cuánto tiempo dispone usted?

Hizo un gesto con la mano hacia los planos:

—Nunca tengo el bastante.

Le miré con ojos de incrédula reflexión. Él fijó sus ojos en los míos y trató de permanecer impasible, pero su rostro le delató.

—Probablemente no me he expresado bien. No estoy tratando de darle el esquinazo. Estoy más que dispuesto a hacer todo lo que pueda serle de ayuda. ¡Por Cristo, si eso es lo que he estado tratando de hacer desde que me enteré de lo que pasaba! Tratar de ayudar. Este asunto ha sido una verdadera pesadilla. Uno lo hace lo mejor que sabe tratando de vivir de un modo determinado, intentando mantener un orden en las cosas. Uno cree saber dónde se encuentra, y… ¡bum!, de un día para otro, todo se va al diablo…

—Sé que esto ha sido muy duro para usted.

—Aún es más duro para mi esposa. Ella quiere realmente a ese chico. Ambos lo queremos —añadió rápidamente—, pero ella era quien siempre estaba en casa con él. De hecho, si lo que busca usted son detalles, ella podrá contarle muchos más que yo.

—También pienso hablar con ella.

Jugueteó con el nudo de su corbata.

—Su nombre me resulta familiar —me dijo, volviendo a bajar la vista.

—Hablamos por teléfono hace cinco años.

—¿Hace cinco años? ¿Y qué fue de lo que hablamos?

Estaba seguro de que se acordaba perfectamente de la conversación, pero de todos modos se la conté. Me interrumpió a la mitad.

—¡Ajá! Ya me vuelve a la memoria. Usted quería que yo le hiciera ir a visitarse a un psiquiatra. Lo intenté, hablé con él de ello; pero se negó en redondo, luchando como gato acorralado, y yo no deseaba forzarle. No forma parte de mi carácter el forzar a los demás a hacer cosas. Soy un experto en resolver problemas, no en crearlos. Y en el pasado, el obligarle a hacer cosas había originado problemas.

—¿Qué tipo de problemas?

—Conflictos. Peleas. Malas palabras. Mi esposa y yo tenemos dos hijitas y no nos gusta verlas expuestas a este tipo de situaciones.

—Tuvo que ser una decisión muy dura para usted el meterlo forzosamente en aquel hospital.

—¿Dura? Llegados a ese punto ya no había otra cosa a hacer. Por su propio bien.

Se alzó, fue al bar y se sirvió un malta con soda.

—¿Está seguro que no desea que le sirva algo?

—Nada, gracias.

Llevó la bebida de vuelta a su escritorio, se sentó y dio un sorbo. La mano que sostenía el vaso temblaba de un modo casi imperceptible. Estaba nervioso y a la defensiva, y yo sabía que trataría de hallar otro modo de desviar la entrevista. Antes de que pudiera lograrlo, le hablé:

—Usted comenzó a hacerse cargo de Jamey después de que muriera su hermano. ¿Cómo era entonces?

La pregunta le dejó perplejo.

—Era un niño pequeño —se alzó de hombros.

—Algunos niños tienen un buen carácter, otros son irritables. ¿Qué clase de temperamento tenía Jamey?

—Agitado a veces, tranquilo en otras. Supongo que lloraba mucho… En cualquier caso más de lo que lo han hecho mis chicas. Pero lo primero de lo que uno se daba cuenta en él era de lo muy listo que era. Incluso ya de bebé.

—¿Empezó a hablar pronto?

—¡Ya lo creo!

—¿A qué edad?

—¡Cristo, de esto ya hace mucho!

—Trate de recordar.

—Veamos…, tuvo que ser antes del año. Quizá a los seis meses. Recuerdo una ocasión en que yo estaba en casa durante unas vacaciones escolares y papá y Peter estaban tratando de cambiarle el pañal y aquella cosita levanta la cabeza y les dice: «No pañal». Y lo dijo bien claro, nada de blablás de criaturita. Papá hizo algún tipo de broma acerca de «invitar al enano a un cigarro», pero me pude dar cuenta de que se había quedado muy impresionado.

—¿Y qué me dice de Peter?

—También le preocupó. Pero ¿qué tiene todo esto que ver con la situación actual?

—Necesito saber tanto como me sea posible acerca de él. ¿En qué otras cosas se mostró precoz?

—En todo.

—¿Puede darme algunos ejemplos?

Frunció impacientemente el ceño.

—Es como si él se estuviera moviendo a setenta y ocho revoluciones por minuto mientras todos los demás lo estábamos haciendo a treinta y tres y un tercio. Cuando tenía un año de edad ya sabía irse solo a un restaurante y pedir un bocadillo. Teníamos una criada que hablaba holandés. Y, de pronto, él también se puso a hablarlo. De un modo fluido y solo por haberla oído hablar a ella. Aprendió a leer él solito cuando tenía tres años. Fue más o menos por estas fechas cuando me hice cargo de él. Entré un día en casa y lo vi mirando un libro y le pregunté si quería que se lo leyese. Alzó la vista y me dijo: «No, tío Dwight, puedo leerlo yo mismo». Pensé que estaba bromeando, así que le dije: «Eso quiero verlo». Y, desde luego, el chico podía leer. Mejor que algunos de mis empleados. A la edad de cinco años ya cogía el diario y se lo leía de cabo a rabo.

—Hábleme de sus estudios escolares.

—Yo estaba atado a jornada completa en la empresa, así que empecé mandándolo a un jardín de infancia. Volvía locas a las maestras, probablemente porque era mucho más listo que ellas. Esperaban que hiciese lo que los otros chavales hacían y su actitud ante esto era básicamente de: «Eres una estúpida, anda a tomar viento». Después de mi matrimonio, mi mujer trabajó duro en encontrarle la escuela más adecuada. Buscó durante mucho tiempo… Visitó montones de lugares, habló con maestros, vaya, todo lo que se podía hacer…, hasta que encontró lo que buscaba. Era el mejor jardín de infancia de Hancock Park, repleto de perfectos chicos de familias buenas y conocidas. Pero era tan contestón que le dieron la patada solo dos meses después.

—¿Por discutir con las profesoras?

—Por hacer que se tambalease el sistema. Quería leer libros para adultos…, no quiero decir pornográficos, sino a Faulkner o Steinbeck. Y pensaron que deformaría a los otros chicos… Uno puede comprender su punto de vista. Una escuela es un sistema. Los sistemas están basados en una estructura. Y si uno deja muy suelta esa estructura, todo se derrumba. Tenía que haber cedido un poco, pero no quería. Cuando intentaban hacerle entender las normas, él se volvía contestón, tenía rabietas, les pegaba patadas en las espinillas. Creo que incluso llegó a llamarle nazi a una de ellas, o algo así. De cualquier modo, lo cierto es que un día se pasó de la raya y le dieron la patada. Ya se podrá imaginar cómo se sintió mi mujer, después de tomarse todo aquel trabajo.

—Y, después de eso, ¿a dónde lo llevaron?

—A ninguna parte. Lo tuvimos en casa hasta los siete años, con tutores privados. En un año aprendió Latín, algo así como cinco cursos completos de Matemáticas, y todas las materias de Lengua Inglesa del programa entero del bachillerato. Pero, como bien indicaba mi esposa, para la sociedad, seguía siendo un crío. Así que continuamos probando con distintas escuelas. Incluso con una en el Valle que es especial para chicos de talento. Nunca pudo ajustarse a ninguna. Siempre pensaba que era más listo que todos los demás y se negaba a obedecer las reglas. Y lo cierto es que, por muy alto que sea el cociente de inteligencia de uno, ese tipo de actitud no le lleva a ninguna parte.

—Así que nunca tuvo una educación convencional, con asistencia regular a clases, ¿no es cierto?

—Realmente no la tuvo. Nos hubiera gustado verle con chicos normales, pero no funcionaron nuestros intentos.

Echó la cabeza hacia atrás y apuró el vaso.

—¿Era una maldición?

—¿El qué?

—El ser demasiado listo, incluso demasiado para su propio bien.

Giré una página en mi bloc de notas.

—¿Qué edad tenía él cuando usted se casó?

—Llevo casado trece años, así que él debía de tener cinco.

—¿Cómo reaccionó ante ese matrimonio?

—Se sintió feliz. Le dejamos ser el que lleva los anillos en la ceremonia. Heather tenía un montón de sobrinitos que querían serlo ellos, pero ella insistió en que lo fuera Jamey, porque precisaba de una atención especial.

—¿Y él y Heather se llevaron bien desde el principio?

—Seguro. ¿Por qué no? Ella es una gran chica, maravillosa con los niños. Le ha dado a Jamey mucho más de lo que les dan a sus propios hijos muchas madres. Y esta cosa la está destrozando.

Hice un gesto de simpatía con la cabeza.

—¿El cuidarse de un chico tan difícil creó tensiones en su matrimonio?

Tomó el vaso de whisky y lo hizo rodar entre sus palmas.

—¿Ha estado usted casado alguna vez?

—No.

—Es una cosa excelente, tendría que probarlo alguna vez. Pero lo cierto es que lleva trabajo el mantener un matrimonio en marcha. Cuando estaba en la universidad, yo participaba en carreras de yates, y a mí me parece que el matrimonio es como uno de los barcos grandes: si uno se toma el tiempo necesario para cuidar de su mantenimiento, es algo que resulta digno de verse. Pero si uno no se preocupa, se deteriora en seguida.

—¿Causó Jamey problemas adicionales de mantenimiento?

—No —me contestó abruptamente—. Heather podía ocuparse de él.

—¿Y de qué tipo de cosas tenía que ocuparse?

Tamborileó sobre la mesa con los dedos.

—Tengo que decirle, doctor, que este interrogatorio está empezando a molestarme.

—¿En qué modo?

—Es todo su modo de actuar: como cuando dice eso de «¿qué tipo de cosas?» Todo suena a prefabricado, a un guión. Me siento como si me estuvieran psicoanalizando, echado en un sofá. Y no entiendo de qué modo tiene que ver mi matrimonio con el intento de sacarlo de la cárcel y llevarlo a un hospital.

—Usted no es un paciente, sino una muy importante fuente de información. Y es información lo que precisamente necesito para poner la base sobre la que haré mi informe. Es como cuando ustedes hacen los cimientos antes de edificar.

—Ya. Pero nosotros no hacemos los cimientos ni un centímetro más profundos de lo que nos dicen que tenemos que llegar los geólogos.

—Desgraciadamente, mi campo no es tan preciso como la Geología.

—Eso es lo que más me molesta.

Cerré mi bloc.

—Quizá no sea este el momento más adecuado para hablar, señor Cadmus.

—No va a haber otro mejor. Lo único que deseo es que no nos salgamos del tema.

Cruzó los brazos sobre su pecho y miró a algún punto, por encima de mi hombro. Tras los cristales de sus gafas sus ojos se veían planos, tan impenetrables como las planchas blindadas.

—Hay algo que tiene que tener usted en mente —le dije, con voz tranquila—. Un juicio es un espectáculo. El equivalente psicológico a una flagelación pública. Una vez se pongan en marcha los abogados, ninguna parte de la vida de Jamey o de la de ustedes va a quedar fuera del campo de juego. Las enfermedades de la madre de usted, las relaciones entre sus padres, el casamiento y suicidio de su hermano, el matrimonio de usted…, todo ello será buena presa para los periodistas, el público, el jurado. Y si el tema es lo bastante jugoso, incluso hasta puede que a algún autor se le ocurra escribir un libro sobre el mismo. En comparación con eso, esta entrevista es una perita en dulce. Y si no puede usted soportarla, entonces va a tener verdaderos problemas.

Enrojeció, apretó las mandíbulas, y le apareció un tic en los labios. Vi cómo sus hombros se ponían en tensión y luego se desplomaban. De repente pareció inerme, como un crío que juega a disfrazarse de adulto y lo descubren los mayores.

Cuando habló de nuevo, su voz estaba ahogada por la rabia.

—Lo dimos todo por ese pequeño bastardo. Año tras año nos sacrificamos por él. Y él va y hace una barbaridad como esta.

Me alcé y fui hasta el bar. Para el anterior tragó había usado Glenlivet, que me iba de maravillas. Tras servirme un par de dedos para mí, le preparé a él otro vaso con soda y se lo di.

Demasiado anonadado para hablar, me dio las gracias con un gesto y tomó el vaso. Durante unos minutos bebimos en silencio.

—De acuerdo —dijo al fin—. Acabemos con ello.

Volvimos a donde lo habíamos dejado. Repitió su negativa de que el criar a Jamey hubiera afectado a su matrimonio, aunque admitió que el chaval nunca había sido alguien con quien resultase fácil convivir. El que no hubiera habido más conflictos era algo que suponía debido a la paciencia de su mujer y al talento que ella tenía para el trato con los niños.

—¿Había trabajado antes con niños? —pregunté.

—No, estudió Antropología. Obtuvo su Master y empezó a preparar el doctorado. Supongo que es un talento natural en ella.

Cambiando de marcha, le hice seguir el desarrollo de la psicosis de Jamey. Su narración fue similar a la que me había hecho Sarita Flowers: un descenso, gradual pero continuado, hacia la locura, que había escapado a la atención de los demás durante más tiempo del que debiera, porque el chico siempre había sido diferente.

—¿Cuándo empezó a estar usted realmente preocupado?

—Cuando empezó a ponerse realmente paranoico. Tuvimos miedo de que les hiciera algo a Jennifer o Nicole.

—¿Las había amenazado en alguna ocasión, o empleado la violencia física?

—No, pero empezó a mostrarse malévolo. Muy crítico y sarcástico. A veces las llamaba pequeñas brujas. No pasaba a menudo, porque desde los dieciséis había estado viviendo en el apartamento para invitados que tenemos sobre el garaje y apenas si lo veíamos; pero estábamos preocupados.

—¿Antes de esto vivía en la casa?

—Eso es. Tenía su propia habitación con baño.

—¿Y por qué se trasladó?

—Dijo que deseaba más intimidad. Lo hablamos y le dije que muy bien; de todos modos siempre había estado metido en su habitación, así que para nosotros no fue un gran cambio.

—Pero ¿continuó viniendo a la casa y molestando a las niñas?

—De vez en cuando, quizá cuatro o cinco veces al mes. La mayor parte de las veces para comer. El apartamento para invitados tiene una cocina, pero jamás le vi prepararse nada. Saqueaba nuestra nevera, se llevaba las sobras de las comidas y se las comía en pie, sobre el fregadero de la cocina, engullendo como un animal. Heather se le ofrecía para ponerle una mesa bonita y cocinarle algo bueno, pero él rehusaba. Luego se convirtió en uno de esos chalados de las comidas naturales y dejó de rebuscar en la nevera, de modo que aún le vimos menos, lo que era toda una bendición, porque la primera cosa que hacía siempre que regresaba era ponerse a protestar, a hablar mal de todo y de todos. Al principio parecía pura mala leche por su parte, luego nos dimos cuenta de que estaba hundiéndose en algo más grave.

—¿Qué es lo que hizo que se dieran cuenta de eso?

—Como ya le he dicho antes, su paranoia. Siempre había sido un chaval muy suspicaz, buscando intenciones en todo. Pero esto ya era diferente: en el mismo momento en que entraba en la cocina, se ponía a olisquear como un perro y comenzaba a gritar que la comida estaba envenenada, que estábamos tratando de envenenarle. Y cuando tratábamos de calmarlo, nos lanzaba toda clase de insultos. Se ponía rojo como un tomate, y sus ojos tomaban un aspecto enloquecido, mirando al infinito, desenfocados, como si se encontrase en otro mundo, escuchando a alguien que no estaba allí. Luego nos contó el doctor Mainwaring que había estado teniendo alucinaciones de voces, lo cual lo explicaba todo.

—¿Puede recordar usted los insultos que les hacía?

Me dio una mirada dolorida.

—Decía que hedíamos, que éramos depredadores y zombis. Un día apuntó con el dedo a Jennifer y Nicole y las llamó pequeñas zombis; llegados a ese punto supimos que teníamos que hacer algo.

—Antes de que se convirtiera en un psicótico, ¿qué clase de relación tenía con sus hijas?

—En realidad la tuvo muy buena cuando ellas eran pequeñas. Tenía diez años cuando nació Jennifer, doce cuando llegó Nikki…, ya era demasiado mayor para tener celos. Heather le animó a que participase en cuidarlas. Era increíble lo bien que les cambiaba los pañales y era realmente bueno en hacerlas reír. Cuando lo deseaba podía ser muy creativo y utilizaba esta cualidad para montarles espectáculos de marionetas, inventándose cuentos fantásticos. Pero cuando se hizo mayor, a los catorce o así, perdió el interés en aquello. Sé que eso les molestó a las niñas, porque hasta entonces les había dado toda su atención, y entonces les decía: «Largaos, dejadme en paz»…, y no se lo decía precisamente de un modo agradable. Pero ambas son unas damiselas encantadoras, tienen muchos otros amigos que andan detrás suyo, son muy populares, así que estoy seguro de que se olvidaron en seguida de aquello. Empezaron a evitarlo, sin decirle nada a él. Pero todo eso no hacía sino preocuparnos a nosotros.

—¿Y qué fue lo que les impulsó al fin a meterlo en el hospital?

—Esas cosas que le he contado fueron las que empezaron a hacernos pensar en ello. Pero la gota que colmó el vaso fue cuando destruyó nuestra biblioteca.

—¿Cuándo sucedió esto?

Inspiró profundamente y lo contó.

—Hace un poco más de tres meses. Era de noche. Ya nos habíamos metido en la cama. De repente, comenzamos a escuchar aquello sonidos increíbles que llegaban de la planta baja: gritos, aullidos, ruidos de cosas que caían. Heather llamó a la policía y yo tomé mi pistola y bajé a comprobar qué sucedía. Él estaba en la biblioteca, desnudo, tirando libros de los estantes, rompiéndolos en pedazos, arrancándoles las páginas, lanzando alaridos como un maníaco. Es algo que jamás olvidaré. Le grité que se detuviese, pero miró a través de mí, como si yo fuese algún tipo de…, aparición. Luego empezó a acercárseme y la pistola no le imponía el menor respeto. Su rostro estaba rojo y abotargado y respiraba en jadeos. Me eché hacia atrás y le cerré con llave. Volvió a dedicarse a destrozarlo todo; podía oírle rompiendo y rasgando. Algunos de aquellos libros eran antiguos y valían una fortuna; los había heredado de mi padre, pero tuve que dejarle destrozarlos para impedir que le hiciera daño a alguien.

—¿Cuánto tiempo pasó allá dentro?

—Quizá unos quince minutos. Me parecieron horas. Al fin llegó la policía y ellos lo dominaron. Les costó, porque luchó con ellos. Pensaron que estaba bajo los efectos del PCP o alguna otra droga, y llamaron a una ambulancia. Estaban a punto de llevárselo al Hospital General del Condado, pero ya habíamos hablado con Mainwaring una semana antes y le habíamos dicho que queríamos que lo ingresase en Canyon Oaks. Hubo algunas discusiones con los policías, pero por aquel entonces había aparecido Horace, pues Heather también le había llamado a él…, y lo arregló todo.

—¿Quién les recomendó al doctor Mainwaring?

—Horace. Había trabajado con él en otras ocasiones y decía que era un tipo de primera fila. Lo llamamos, lo despertamos y dijo que venía al momento. Una hora más tarde Jamey estaba ingresado en Canyon Oaks.

—¿Temporalmente?

—Sí, por un mandato de la policía. Pero Mainwaring nos dijo en seguida que la cosa iba para largo.

Miró su vaso vacío, y luego con deseo a la botella de Glenlivet colocada sobre la barra del bar.

—El resto, como se acostumbra a decir —siguió tensamente—, es ya maldita historia.

Había estado contestando preguntas, cooperativamente, durante más de una hora y parecía agotado. Le ofrecí dejarlo correr y regresar otro día.

—¡Infiernos! —dijo—. De todos modos el día ya está echado a perder. Así que siga.

Miró de nuevo al bar, y yo le dije que se pusiera otra copa si lo deseaba.

—No —sonrió—, no quiero que piense usted que soy un borrachín y que luego lo ponga en su informe.

—No se preocupe por eso —le aconsejé.

—No, así está bien. Ya he sobrepasado mi límite. Bien, ¿qué más quiere saber?

—¿Cuándo se dio cuenta usted, por primera vez, de que él era un homosexual? —le pregunté, preparándome para otra demostración de resentimiento defensivo. Para mi sorpresa, permaneció en calma, casi animado.

—Nunca.

—¿Cómo?

—Nunca me di cuenta de que fuera un homosexual, porque no es un homosexual.

—¿No lo es?

—¡Infiernos, no! Es un chico muy liado, que no tiene ni idea de lo que realmente es. Si ya un crío normal no puede saber muy bien lo que es a esa edad, aún menos lo sabrá uno que esté loco.

—Pero su relación con Dig Chancellor…

—Dig Chancellor era una vieja maricona al que le gustaba dar por el culo a chicos jovencitos —espetó—. Y no estoy diciendo que no le diera por el culo a Jamey. Pero, si lo hizo, eso fue una violación.

Me miró buscando mi confirmación. No dije nada.

—Es demasiado pronto para poder estar seguros —insistió—. Un chico de esa edad no puede aún entender lo bastante acerca de sí mismo…, acerca de la vida, como para saber si es marica. ¿No es cierto?

Su rostro se contrajo testarudamente. Y la pregunta no era retórica, estaba aguardando una respuesta.

—La mayor parte de los homosexuales recuerdan haberse sentido diferentes desde su más tierna infancia —le dije, omitiendo el hecho de que Jamey me había descrito esos sentimientos, años antes de haberse relacionado con Chancellor.

—¿De dónde se saca eso? Yo no lo creo…

—Aparece habitualmente en los estudios de los casos médicos.

—¿En qué tipo de investigaciones?

—En los estudios de estadísticas clínicas, de historiales médicos.

—Lo que quiere decir que eso es lo que ellos les cuentan a ustedes y ustedes se lo creen, ¿no es así?

—Básicamente.

—Quizá estén mintiendo, tratando de justificar su desviación sexual como si se tratase de algo que ya tenían al nacer. Los psicólogos no saben lo que causa la homosexualidad, ¿verdad?

—Verdad.

—Y a eso le llaman ciencia. Yo prefiero fiarme de mi olfato, y mi olfato me dice que él es un chico liado, que fue llevado por un pervertido por el camino equivocado.

No discutí con él.

—¿Cómo se conocieron él y Chancellor?

—En una fiesta —dijo, con extraño énfasis, quitándose las gafas. De repente se puso en pie, frotándose los ojos—. Supongo que me equivoqué, doctor. Estoy realmente desfondado. Podríamos seguir en otro momento, ¿no le parece?

Recogí mis notas, dejé mi vaso y me puse en pie.

—Me parece bien. ¿Cuándo cree que sería el momento más adecuado?

—No tengo ni idea. Llame a mi secretaria, y ella preparará una cita.

Me acompañó rápidamente hasta la puerta. Le di las gracias por haberme dedicado parte de su tiempo, y él me respondió de un modo ausente, lanzando una mirada de reojo al bar. Y yo sabía, con una visión que casi me resultaba de clarividente, que en el mismo momento en que yo hubiera salido de la sala, él iría directo a por el escocés.