13

El Golden Eagle era un trapezoide de un solo piso, hecho con estuco color chocolate, sito en un barrio industrial anodino, lleno de almacenes y aparcamientos de almacenamiento de coches. El local se acurrucaba en las sombras, bajo el paso elevado de la autopista de San Diego, tan cerca de las pistas del aeropuerto de Los Ángeles que el rugido de los reactores hacía que los vasos colocados sobre la barra temblasen y tintineasen como las teclas de un vibráfono. Pero, a pesar de su localización, el lugar estaba más que animado.

El cebo era el curioseo auditivo: unos auriculares enchufados a los costados de cada mesa hexagonal permitían a los clientes escuchar las charlas de las cabinas de pilotaje, mientras que toda una pared de cristal ofrecía una visión lateral de la pista.

Llegué allí a las nueve y hallé el lugar oscuro y lleno de humo. Todas las mesas estaban tomadas, Milo no estaba en ninguna de ellas. La barra era un semicírculo de pino, cubierto con un dedo de resina sintética y tapizado con vinilo color salchicha. Vendedores sonrientes estaban con la tripa apoyada contra la misma, bebiendo, comiendo nachos y tratando de ligar con las azafatas de paso. Unas camareras con minivestidos de color salmón y medias de rejilla con costura se abrían camino por entre la multitud, con bandejas en alto. En un rincón de la sala había un pequeño estrado de madera. Un hombre delgado de mediana edad, con un traje color verde limón, camisa de cuello abierto color verde lima y zapatones de alto tacón y color rojo sangre, estaba sentado en medio del mismo, afinando una guitarra eléctrica. Cerca tenía un micrófono y un amplificador. Encima del amplificador estaba una caja de ritmos sintetizadora; frente al mismo un cartel de cartón apoyado indicaba LOS ESTADOS DE ÁNIMO DE SAMMY DALE, en caligrafía de reborde dorado. Sammy Dale tenía barbita de chivo y un peluquín que se le había movido de sitio, y parecía dolerle algo. Acabó de afinar, ajustó la caja de ritmos hasta que emitió un batir de rumba y dijo algo ininteligible por el micrófono. Ocho compases más tarde estaba cantando una versión pseudolatina de New York, New York en un susurrante barítono.

Me retiré a un rincón de la barra. El barman parecía un estudiante universitario trabajando para ganarse unos dólares. Le pedí un Chivas seco y, cuando me lo trajo, le di cinco dólares de propina, pidiéndole que me consiguiese una mesa, en cuanto le fuera posible.

—Gracias, se la conseguiré. Esta noche tenemos un par de los que se eternizan, pero aquella mesa de allí se vaciará en seguida.

—Estupendo.

Conseguí la mesa a las nueve y cuarto. Milo apareció diez minutos más tarde, vestido con tejanos marrón claro, botas de explorador, con una camisa-polo marrón suelta y una muy visible chaqueta deportiva a cuadros. Atisbo por la sala como si buscase a un sospechoso, me halló y se acercó. Una camarera le siguió como una lamprea persiguiendo a un pescado.

—Lamento llegar tarde —me dijo, hundiéndose en una silla. Un 747 bajaba mucho para aterrizar, y la cristalera temblaba y estaba bañada en luz. En la mesa de al lado, una pareja negra con los auriculares puestos señaló al avión y sonrió.

—¿Le traigo algo? —preguntó la camarera.

Él lo pensó por un momento.

—Beefeater con tónica, poca tónica.

Gin con tónica, de Beef, bajo en tónica —murmuró la camarera, garabateando. Mirando mi vaso medio vacío me sonrió—. ¿Otra copa para usted, señor?

—No, gracias.

Se alejó apresuradamente y regresó rápidamente con la bebida, un posavasos de cartón y un cuenco con nachos. Milo le dio las gracias, se comió un puñado de nachos y pescó el trozo de lima del vaso. Tras chuparlo concienzudamente, alzó las cejas, se comió la pulpa, depositó la corteza en el cenicero y se tragó la mitad de su bebida.

—A Radovic lo tendrán cuarenta y ocho horas, como mucho.

—Gracias por el aviso.

—A tu servicio.

Bebimos en silencio. Oleadas de charlas de bar llenaban la sala, tan impersonales como la música de los ascensores. Sammy Dale, que inexplicablemente había programado su caja de ritmos al de un vals, estaba cantando acerca de hacer las cosas a su manera.

—¿Es un buen sospechoso? —le pregunté.

—Estás en el campo enemigo —me contestó, sonriendo suavemente—, y se supone que no debo de confraternizar contigo, y aún menos pasarte información sobre las investigaciones.

—Olvida que te lo he preguntado.

—¡Bah! —dijo, acabando su trago y pidiendo que le trajeran otro—. No es nada que no sepa ya Souza. Además, no quiero que te hagas falsas esperanzas de que Cadmus sea inocente y debas de ir tras de Radovic, así que te lo voy a decir: no, no es un buen sospechoso. Cadmus sigue siendo el principal sospechoso. Pero Radovic está lo bastante loco como para que creamos interesante mantener un ojo en él, al menos por si se trata de un coconspirador. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Sus ojos se encontraron con los míos, luego bajaron hacia la mesa.

—No puedo comprender —me dijo—, cómo te has dejado atrapar en intentar una capacidad disminuida.

—No estoy atrapado en nada. Estoy recogiendo datos sin obligación posterior alguna.

—¿Oh, sí? Pues ha corrido la voz de que Souza te considera un testigo primordial, un testigo que vale diez de los grandes.

—¿Dónde has oído eso? —le pregunté, irritado.

—En la oficina del fiscal. No te sorprendas, las informaciones vuelan en un caso como este. El otro día me arrastraron allí y me estuvieron sonsacando información sobre ti, y no se sintieron nada contentos cuando les dije que no eras ningún chorizo. Y no quiero decir con eso que lo que yo les haya dicho les vaya a impedir tratar de hacerte pasar por la mayor de las putas, si al fin apareces en el estrado.

Le conté mi intención de devolver el dinero.

—Muy noble por tu parte. Pero no vas a volver a oler bien, hasta que no te apartes de este caso.

—Eso no puedo hacerlo.

—¿Y por qué no?

—Por obligación profesional.

—Vamos, venga ya, Alex. ¿Cuándo fue la última vez que viste a ese chico? ¿Hace cinco años? ¿Qué obligación puedes tener con él?

—Hace cinco años pude haber hecho algo más, haber trabajado mejor su caso. Y quiero estar seguro de hacer ahora todo lo que pueda.

Se inclinó hacia adelante, con una mueca. A la escasa luz de la sala, su faz parecía fantasmal.

—Lo que dices es muy abstracto, amigo. Y una pura memez. Jamás en tu vida has hecho un trabajo a medias. Y, además, sin importar lo que él fuera entonces, ahora es un mal bicho, y nada que tú hagas va a alterar esto.

—En otras palabras, estás seguro de que es culpable.

—¡Sí, infiernos! —me contestó mientras masticaba hielo.

Llegó su segunda copa. Mientras le miraba tomársela, me di cuenta de lo agotado que se le veía.

—Y hablando de abandonar un caso —le dije— ¿por qué no lo has hecho tú? El trabajar con un par de enemigos declarados de los homosexuales como son Whitehead y Cash no tiene que resultarte nada divertido.

Lanzó una amarga carcajada.

—Como si tuviera elección…

—Pensaba que tenías una cierta flexibilidad en tus casos.

—Eso era antes, cuando Don Miller estaba al mando. Pero Miller murió hace un par de meses.

Su rostro se descompuso, y trató de ocultarlo tras el vaso. Sabía que había sido muy amigo de su capitán, que era un hombre duro, pero tolerante, que había reconocido su habilidad como detective, y no había dejado que la homosexualidad fuese un problema.

—¿Qué pasó?

—Se derrumbó en el hoyo doce en Rancho Park. Problemas en las arterias, probablemente hacía tiempo que tenía dolores en el pecho, pero jamás se lo había dicho a nadie —agitó la cabeza—. Cuarenta y ocho años de edad, dejó esposa y cinco chicos.

—Es terrible. Lo lamento, Milo.

—Mucha gente lo lamentó. Ese hombre era un buen tipo. Fue realmente poco considerado por su parte el retirarse a descansar tan pronto. El hijoputa con el que lo reemplazaron es una basura de nombre Cyril Trapp. Tenía fama de ser el mayor borracho, putero y jugador que había en el distrito de Ramparts. Luego descubrió a Jesús y se convirtió en uno de esos chalados cristianos renacidos, esos fascistas que se creen que todo el que no piensa como ellos se merece la cámara de gas. Y ha declarado en público que los maricas son pecadores…, así que, ni hay que decirlo, me adora.

Echó la cabeza hacia atrás y dejó caer las últimas gotas de ginebra por su garganta abajo. Cuando la camarera pasó por su lado, le hizo una seña y le pidió un tercer trago.

—No sería tan malo si lo demostrase abiertamente, la típica hostilidad declarada. Yo podría pedir discretamente un traslado, en base a la incompatibilidad de caracteres y tal vez me lo concediesen. Sí, me gusta trabajar en el Oeste y el pedir un traslado por eso, no sería nada bueno para mi historial, pero son cosas a las que podría sobrevivir. Pero un traslado no le iba a satisfacer a Trapp; él lo que quiere es verme fuera de la Fuerza, punto. Así que toma el camino sutil…, la guerra psicológica. Siempre se porta muy cortésmente y usa la asignación de casos para hacerme insoportable el trabajo.

—¿Te da los peores casos?

—¡Me da todos los casos de maricas! —alzó su enorme puño y lo dejó caer sobre la mesa. La pareja negra nos miró. Yo les sonreí y ellos volvieron a sus auriculares.

—Durante los dos últimos meses —prosiguió en voz baja, que empezaba a hacerse pastosa—, no he tenido otra cosa que cuchilladas entre maricas, tiroteos entre maricas, peleas entre maricas, violaciones entre maricas. Si se trata de maricas, llamad a Sturgis, son órdenes del capitán. No me llevó mucho ver cómo estaban las cosas, y me apresuré a protestar. Trapp dejó su Biblia, me sonrió, y me dijo que sabía cómo me sentía, pero que mi experiencia era demasiado valiosa como para no aprovecharse de ella. Que yo era un especialista. Fin de la discusión.

—A mí no me suena muy sutil —le comenté—. Pero de todos modos, ¿por qué no pides ese traslado?

Hizo una mueca con los labios.

—No es tan fácil. Trapp lo ha manipulado todo, así que lo que yo hago en la cama no parece tener nada que ver con lo que me está pasando. Y, una vez le ha echado el diente a algo así, no va a soltar su presa tan fácilmente. O lo convierto en un asunto público, o voy a tener que seguir tragando. Desde luego, las jodidas asociaciones de derechos civiles estarían encantadas de echarme una mano, pero no quiero salir en los titulares de los periódicos. Y no es que quiera negar lo que realmente soy…, sabes que hace mucho tiempo dejó de preocuparme eso, pero nunca he sido del tipo de gente que le gusta airear sus intimidades en público.

Pensé en lo que en una ocasión me había contado de su infancia, de lo que había representado para él el crecer como un tímido niño, demasiado grande y demasiado gordo, en una familia trabajadora del sur de Indiana, hijo de un padre muy macho y el menor de cinco hermanos, todos ellos escandalosamente machos. Que, aunque exteriormente fuera uno de ellos, él había sabido que era diferente, lo había descubierto con terror ya a la edad de seis años. Y ese secreto le había ido reconcomiendo por dentro, como una termita. Y, cuando había escuchado a sus hermanos hacer bromas despectivas acerca de los maricas y afeminados, había sabido que el que se conociese tal secreto representaría un desastre y quizá, eso es lo que le sugería su desbordada imaginación infantil, incluso la muerte. Así que había reído como uno más aquellos chistes, y hasta había contado él mismo algunos, maldiciendo interiormente, pero sobreviviendo. Aprendiendo bien pronto el valor de la intimidad.

—Eso ya lo sé —le dije con voz amable—, pero no me parece que la alternativa sea nada buena.

Asintió con la cabeza, con aire desolado.

—Sí, eso cree también Rick. Y quiere que me plante, que luche por mis derechos. Pero dice que primero tengo que estar seguro de lo que realmente opino de todo este asunto. Que tengo que liberarme de lo que llevo dentro. Lo que nos lleva a la terapia, ¿no? Él ha estado yendo a ver a un comecocos. Y ahora quiere que yo le acompañe. Yo me he resistido, así que esto se ha convertido en un grave motivo de discusión entre los dos.

—Si estás tan infeliz —le dije—, la terapia podría serte de ayuda.

La camarera se acercó con el vaso. Se lo cogió de las manos antes de que tuviera oportunidad de depositarlo en la mesa. Y en el momento en que ella se apartó, comenzó a tragar y cuando bajó el vaso la mayor parte de la bebida había desaparecido.

—Lo dudo —dijo, aclarándose la garganta—. Todas las charlas del mundo no van a cambiar los hechos: que en este milenio el ser poli y marica son dos cosas que no casan bien. Sabía que sería duro, antes de meterme en la Fuerza, y me hice a mí mismo la promesa de que, pasase lo que pasase, mantendría intacta mi dignidad. Y hubo mucho que puso a prueba mi resistencia: instructores fascistas, hijos de puta que abusaban de su cargo como Radovic. Pero, en general, la respuesta ha sido de gélido silencio. Diez años de aislamiento social tan palpable como un muro. Los últimos tiempos en Homicidios fueron los mejores, porque la actitud de Miller quedó bien clara para toda la gente, y me gané el respeto de mis compañeros a base de hacer bien mi trabajo…, que es lo único que me interesa. Lo demás no me importa un pimiento; pero desde que Trapp se ha hecho cargo del mando, ha vuelto la época de echarle los perros a Milo.

La tercera copa desapareció.

—Y lo más jodido del asunto —sonrió con cara de beodo—, es que, en lo más profundo de mí mismo, yo también soy un enemigo reprimido de las mariconas. Se me pone delante un tipo travestido, pintarrajeado como un payaso de circo, y mi reacción instintiva es de: ¡oh, no! ¿Te acuerdas de la marcha de solidaridad con los gays, del verano pasado en el Oeste de Hollywood? Rick y yo fuimos allá y nos quedamos en la acera, demasiado acojonados como para unirnos a la manifestación. Era un maldito circo de los horrores, Alex: tipos con colas pegadas a sus traseros, tipos con una docena de calcetines metidos en la bragueta de los calzoncillos, tipos con consoladores colgando de la entrepierna del pantalón, tipos con pantaloncitos cortos muy monos y pantys, tipos con cabello púrpura y barbas verdes. ¿Te imaginas a las feministas o a los negros vistiéndose de carnaval para plantear una cuestión política?

Miró, buscando a la camarera.

—Y también caen en el mismo maldito exhibicionismo cuando se trata de un homicidio homosexual: cuando los gays se matan unos a otros, tienen que hacerlo de un modo más pervertido y sanguinolento que cualquier otro asesino. Me cayó un caso en el que el muerto tenía ciento cincuenta y siete cuchilladas. ¡Piénsalo! Quizá quedase la bastante piel intacta para que en ella cupiese un sello de correos, y poco más. El tipo que lo hizo pesaba treinta y nueve kilos y se parecía a Peter Pan. La víctima había sido su amante y él estaba llorando como un bebé, porque ya lo echaba a faltar. Luego hubo aquel otro caso de un tipo que cogió entre sus dedos clavos de los más largos, hizo un puño con la mano y se lo metió culo adentro a otro tío, apretó el puño para que saliesen las puntas y giró la mano en el interior hasta desgarrarlo por dentro. La víctima murió de hemorragia interna. Hay muchos más casos de los que te podría hablar, pero creo que ya habrás cazado la idea. ¡Ahí afuera hay un maldito retrete, y Trapp me ha estado metiendo la cabeza dentro, sin tirar de la cadena, día tras día!

Logró llamar la atención de la camarera y le hizo un gesto para que se acercara.

—¿Otro, señor? —dijo, dubitativa.

—No —sonrió con la boca torcida—. Necesito vitaminas: tráeme un destornillador, ya sabes, vodka con naranjada.

—Sí, señor. ¿Todavía no quiere usted nada, señor?

—Una taza de café —le dije.

Esperó hasta que ella se hubo ido antes de continuar:

—Los evangelios según San Trapp dicen que yo puedo apañármelas muy bien dentro de ese retrete, porque, de todos modos, ya estoy nadando en mierda por mi propia voluntad. Pero, aunque fuera sincero al decir esto, es una memez de cabo a rabo. ¿Acaso se cree que los testigos van a saber en seguida que me gustan los hombres y, por eso, van a ser más abiertos conmigo? ¡Ni hablar! Cuando entro en uno de esos sitios, en sus ojos aparece esa mirada de suspicacia y se cierran en banda, justo como harían con cualquier otro polizonte. ¿Y qué se supone que debo de hacer: iniciar un interrogatorio a base de proclamar mis preferencias sexuales…, ir por ahí mostrando mis intimidades en bien de este maldito trabajo?

Llegaron el café y el destornillador. Di un sorbito y él alzó su vaso. Antes de llevárselo a los labios, me miró con aire culpable.

—Sí, ya sé…, y hay que añadir las seis cervezas que me he tomado mientras cenaba.

Permanecí en silencio.

—¡Qué infiernos, soy una minoría de uno, y me lo merezco! ¡Salud!

Cuando estaba acabándose el destornillador, ya empezó a dar cabezadas. Pidió otro y se lo bebió de un solo trago. Cuando dejó el vaso, las manos le temblaban y tenía los ojos inyectados de sangre.

—Vamos —le dije, poniéndome en pie y dejando caer unos billetes sobre la mesa—, salgamos de aquí mientras aún puedas caminar.

Se resistió, diciendo que solo había empezado, y comenzó a canturrear una canción que decía lo mismo. Pero finalmente conseguí llevármelo del Golden Eagle y sacarlo al aire nocturno. El aparcamiento estaba oscuro y olía a combustible de avión, pero era un cambio que se agradecía tras la humedad alcohólica del bar.

Caminaba con el cuidado exagerado del borracho y me preocupó no fuera a caerse. La idea de alzar y cargarme a las espaldas noventa y dos kilos de detective beodo no me hacía nada feliz, y me sentí reconfortado cuando llegamos hasta el Seville. Guiándolo hasta el asiento del pasajero, abrí la puerta y él se metió a trompicones dentro.

—¿A dónde vamos? —me preguntó, estirando las piernas y bostezando.

—Vamos a dar una vuelta por ahí.

—De coña.

Abrí las ventanillas, puse en marcha el motor y me metí por la 405 norte. Había poco tráfico y no me costó mucho pasar a la 90, pero cuando salí en Marina del Rey él ya estaba dormido. Conduje lentamente a lo largo de Mindanao Way, pasando frente a un par de galerías comerciales de las más caras y torciendo luego hacia el puerto. La brisa era húmeda y salina y llevaba en ella un poco de hedor a pescado. Una flotilla de yates cabeceaba silenciosamente en el agua, color negro lustroso; había tantos mástiles como cañas en un cañaveral. El reflejo de la luna se rompía contra la escollera, en fragmentos color crema.

—¡Hey! —dijo, con una voz aún espesa por el alcohol—. Creo haberte dicho que te andaras con cuidado.

—¿De qué me estás hablando?

—Esto es terreno de Radovic, amigo. El jodido ese tiene un viejo Chris Craft atracado en uno de los pantalanes.

—Oh, sí —me acordé—. Souza me dijo algo de eso.

Se me acercó más, oliendo a sudor y ginebra.

—Y justo por casualidad, se te ha ocurrido venir a pasear por aquí, ¿eh?

—No te pongas paranoico, Milo. Pensé que tal vez la brisa marina sirviese para aclararte ese cerebro tan liado.

—Perdona —murmuró, cerrando los ojos de nuevo—. Es que me he acostumbrado a estar siempre mirando por encima de mi hombro, para ver quién anda detrás.

—Es una forma infernal de vivir.

Logró alzarse de hombros y luego, de pronto, tuvo una arcada. Le miré y le vi doblado por el dolor, agarrándose la tripa. Rápidamente giré hacia el arcén y frené el Seville. Dando la vuelta corriendo, abrí la puerta de su lado justo a tiempo. Se inclinó hacia afuera, se estremeció, tuvo varias arcadas y vomitó repetidamente. Hallé una caja de pañuelos de papel en la guantera, agarré unos cuantos y, cuando pareció que ya había acabado, le limpié la cara.

Exhausto y jadeante, se irguió de nuevo, reclinó la cabeza en el asiento y tuvo un escalofrío. Cerré la puerta y volví al lugar del conductor.

—¿Te he ensuciado la pintura? —me preguntó con voz ronca.

—No, fallaste. ¿Te sientes mejor ahora?

Gruño en respuesta.

Giré el coche en redondo, encontré el Lincoln Boulevard y conduje hacia el norte, a través de Venice y me metí en Santa Mónica. Él tosió con tos seca, se hundió en su asiento y dejó que la cabeza se le hundiera en el pecho. En pocos momentos estaba durmiendo otra vez, roncando con la boca abierta.

Fui lentamente por calles húmedas por la niebla costera, inspirando fuerte el aire marino y tratando de poner en orden mis pensamientos. Eran más de las once y, a excepción de algunos vagabundos, pordioseros y lavaplatos mejicanos que salían de su trabajo en ya oscuros restaurantes, las aceras estaban desiertas. Girando a la derecha en Montana, encontré un puesto de donuts de los que no cierran en todo el día, alzándose en una manzana vacía de casas pero asfaltada, pintado de amarillo chillón y oliendo a grasa de cerdo azucarada. Acercándome, dejé a Milo dormitando y salí a comprarle un vaso, tamaño grande, de café solo al chico pecoso que atendía, escuchando un Walkman.

Cuando regresé al coche con el café, él estaba erguido, con el cabello despeinado y los párpados pesados por la fatiga. Tomó el vaso, agarrándolo con las dos manos, y bebió.

—Acábatelo —le dije—. Quiero llevarte de vuelta con Rick en buenas condiciones.

Puso cara estoica, pero luego abandonó el intento.

—Rick está en Acapulco —me explicó—. Lleva un par de semanas allí.

—¿Vacaciones separadas?

—Algo así. Me he estado portando como un verdadero hijo de puta y tenía necesidad de estar un tiempo alejado de mí.

—¿Cuándo va a volver?

Del café subían hilillos de vapor en espiral, creando una neblina ante su rostro y oscureciendo su expresión.

—No está muy claro. No he tenido noticias de él, a excepción de una postal y en la misma solo hablaba del tiempo. Ha logrado una baja sabática en el hospital y tiene un montón de pasta ahorrada, así que, teóricamente, podría pasar mucho tiempo antes de que vuelva.

Bajó la cabeza y sorbió.

—Espero que todo vaya bien.

—Claro. Yo también.

Un camión cisterna de gasolina pasó con una vibración sísmica, dejando tras de él un gran silencio. Tras el mostrador de la caseta de donuts el chico de acné comprobó el estado de las freidoras, mientras bailaba rock al sonido de su Walkman.

—Si en algún momento necesitas a alguien con quien hablar —le dije—, no te olvides de llamarme. No vuelvas a portarte como un extraño.

Asintió con la cabeza.

—Te agradezco que lo digas, Alex. Sé que he estado hibernando, pero con la soledad pasa una cosa curiosa primero te duele, luego te va gustando. Vuelvo a casa después de una jornada durante la que todo el mundo me ha estado hablando, y el sonido de otra voz humana me resulta irritante…, lo único que quiero es silencio.

—Si yo trabajase con Cash y Whitehead, también buscaría silencio.

Se echó a reír.

—¿Los dos malditos? Son una pareja de superestrellas.

—Pensaron que yo era gay, solo porque soy amigo tuyo.

—Es un caso típico de limitación mental. Por eso es por lo que ninguno de los dos será nunca gran cosa como detective. Lo siento si se portaron mal contigo.

—Las cosas no fueron tan malas —le dije—, más que nada lo que demostraron fue lo inefectivos que son. Lo que pasa es que no veo cómo puedes trabajar con ellos.

—Como ya te dije antes, ¿acaso tengo elección? No, la verdad es que no todo ha ido tan mal como podría haber ido. Whitehead es un asno y un antigays, pero lo cierto es que es un antitodo: los judíos, los negros, las mujeres, los ecologistas, los vegetarianos, los mormones, la Asociación Protectora de Animales…, así que es difícil tomárselo a cosa personal. Y, encima, siempre guarda las distancias, probablemente por miedo a coger el SIDA. Cash sería mucho mejor, si le importase alguna cosa además de ir tras los conejos de todas las tías y cuidar su aspecto.

—Todo un trabajador, ¿no?

—¿Ricardito el Bonito? Oh, sí. No sé si alguna vez oíste hablar de ello, pero hace un par de años en el Departamento de Policía de Beverly Hills pusieron en marcha ese proyecto, con presupuesto federal, para acabar con los camellos de coca que suministraban a las estrellas cinematográficas. Cash trabajaba en ello como infiltrado: le compraron todo un vestuario en Giorgio, le alquilaron un Excalibur y una casa en Truesdale, le facilitaron una buena cuenta de gastos, y lo montaron como si fuera una de esas grandes mierdas, un productor independiente. Durante seis meses fue a fiestas, se tiró a estrellitas, compró nieve… Al final solo pudieron detener a dos pececillos sin importancia, e incluso a estos hubo que dejarlos ir, porque se quejaron de que era una trampa policial. Todo un triunfo para las fuerzas de la ley. Cuando todo hubo terminado, a Cash le dejaron quedarse con la ropa, pero perdió todo lo demás. El volver a poner los pies en el suelo le resultó traumático. Había catado algo realmente dulce, y ahora se lo quitaban de la boca. El trabajo normal empezó a parecerle una cadena perpetua, así que se enfrentó al mismo a base de echarle mucha cara: la mitad del tiempo el tipo ese no está por el trabajo. Supuestamente se dedica a hablar con sus soplones, o a seguir pistas, pero siempre vuelve a la comisaría un poco más tostado por el sol y con el coche lleno de arena, así que todos sabemos lo que eso quiere decir, ¿no? E incluso cuando se presenta, lo único de lo que habla es del guión cinematográfico en el que está trabajando… acerca de la vida real de un detective. ¿Sabes, tío? A Warren Beatty le encanta, pero ahora están esperando para que los agentes respectivos se vean y se planteen un trato y bla bla bla.

—Suena como un auténtico blues de Los Ángeles.

—Eso mismo.

Estaba hablando con claridad y parecía despierto, así que puse en marcha el coche y me dirigí hacia el sur. El hablar de Cash me había hecho asociarlo mentalmente con la habitación salpicada de sangre que me había mostrado aquella mañana.

—¿Podemos hablar del caso? —le pregunté.

Se quedó sorprendido por el abrupto giro de la conversación, pero se recuperó rápidamente. Acabándose lo que quedaba del café, aplastó el vaso de cartón y se lo fue tirando de mano en mano.

—Como ya te dije antes no puedo facilitar detalles de la investigación. Además, ¿qué hay en este caso de lo que hablar?

—Caso abierto y cerrado, ¿eh?

—Para mí está lo bastante cerrado como para dejarme contento.

—¿Y no hay nada que te preocupe?

—¿Qué es lo que tendría que preocuparme? ¿El éxito? Desde luego, pero estoy aprendiendo a vivir con él.

—Te hablo en serio, Milo. De repente, media docena de homicidios que han tenido aturdida a la policía durante un año, se resuelven por sí solos. ¿No te parece esto extraño?

—Acostumbra a ocurrir.

—No muy a menudo y no con los casos de asesinos repetitivos. ¿No es lo más importante para estos el jugar al escondite, el enfrentar su astucia con la de las autoridades? Pueden ir dejando indicios para tomarle el pelo a la policía, pero son unos verdaderos expertos en escapar a la detención. Y muchos de ellos: Jack el Destripador, Zodiac, el Estrangulador de Green River, asesinan durante años y jamás los atrapan.

—Pero a muchos otros sí, amigo.

—Seguro, pero porque tuvieron mala suerte o se volvieron descuidados: como en los casos de Bianchi o del Destripador de Yorkshire. Pero ninguno se queda sentado, con el cuchillo bien agarrado, esperando a que vengan a detenerle. Eso no tiene ningún sentido.

—Cortar a la gente en rodajitas como si fuera salchichón tampoco tiene mucho sentido, pero sucede…, mucho más a menudo de lo que a uno le gustaría. Y, ahora, ¿podemos cambiar de tema?

—Hay otra cosa que me preocupa. Nada en el historial de Jamey indica sadismo o psicopatía. Es profundamente psicótico, demasiado perdido mentalmente como para planear y llevar a cabo esas carnicerías.

—Estás poniéndote otra vez en plan abstracto —me contestó—. Y no me importa una higa como lo diagnostiques; ante todo están las pruebas.

—Déjame preguntarte una última cosa. Antes de que lo detuvieseis, ¿teníais alguna otra pista sobre esos crímenes?

—Estarás bromeando, ¿no?

—¿La teníais?

—¿Y qué diferencia habría aunque tuviéramos cuatrocientas pistas? El caso está resuelto.

—Sé bueno conmigo. ¿Qué pistas teníais?

—Olvídalo, Alex. Eso es justamente el tipo de cosa de la que no quiero hablar.

—La defensa tiene acceso a los archivos de la investigación. Puedo lograrlo a través de Souza, pero preferiría que me lo explicases tú.

—¿Oh, sí? ¿Y por qué?

—Porque de ti me fío.

—Me adulas —gruñó.

Seguimos en silencio.

—Eres un bastardo persistente —dijo al cabo—, pero como no tratas de cambiarme a mí, yo no voy a intentar cambiarte a ti. Si te lo digo, ¿acabarás ya con esto?

—Seguro.

—De acuerdo. No, no teníamos ninguna pista que valiera la pena. En un caso como este uno tiene montones de información… Gente que denuncia a sus vecinos, a sus examantes. Todo pistas que acaban en un callejón sin salida. Lo más aproximado que logramos a una pista valiosa fue el que se vio a tres de las víctimas con tipos de esos motorizados, tipo Ángeles del Infierno, antes de que las matasen. Pero no te dejes llevar por la emoción. Digo que fue lo más aproximado, porque hicimos comprobaciones cruzadas de todo lo que teníamos y en tres de los casos surgió lo de los moteros. Pero si conoces el mundillo gay, te darás cuenta de que no es gran cosa: hay muchos chalados del cuero en ese ambiente, y que los chaperos tienen diez o quince clientes por noche, de manera que no hay modo de que no se encuentren a menudo con los tipos duros del cuero y las motos. No obstante, siendo unos dedicados servidores de la Ley y el ciudadano, salimos a las calles, comprobamos todos los bares de la gente del cuero y salimos de ellos con las manos vacías. ¿Satisfecho?

—¿De qué clase de moteros me hablas?

—De moteros. De cabronazos montados en motos de esas grandes. Sin nombres, sin dibujos heráldicos, sin pertenecer a ninguno de los clubs de moteros, ni descripción física. La pista se marchitó, porque los responsables de los crímenes no iban por las calles en Harleys, Alex. Estaban estrangulando y haciendo picadillo a niños bonitos en la intimidad de la gran mansión blanca de Beverly Hills. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Estuvimos de vuelta en el Golden Eagle justo antes de la medianoche.

—¿Qué coche llevas?

—El Porche. Está ahí.

El 928 color hueso estaba hecho un bocadillo entre dos compactos japoneses en el extremo más alejado del aparcamiento, brillando como si fuera un haz de luna. Una pareja joven lo estaba admirando y cuando nos acercamos lentamente hasta quedar parachoques con parachoques, alzaron la vista hacia nosotros.

—¡Vaya un cacharro bonito! —dijo el hombre.

—Ya lo creo —dijo Milo, sacando la cabeza por la ventanilla—. El crimen siempre paga.

La parejita se miraron el uno al otro, y luego se marcharon apresuradamente.

—No es muy bonito el que vayas asustando a los buenos ciudadanos —le comenté.

—Tengo que proteger el maldito cacharro del doctor Rick.

—Piensa en ello como un signo positivo —le dije—. Uno no deja un coche que vale cincuenta de los grandes en manos de alguien al que no piensa volver a ver más.

Consideró esto.

—Es como una garantía dejada para responder de nuestra relación, ¿lo crees así?

—Claro.

Puso su mano en la manija de la puerta.

—Ha sido bueno el volverte a ver, Milo —le dije.

—Lo mismo digo. Gracias por prestarme el hombro para llorar, y no te metas en problemas.

Nos estrechamos las manos y salió del Seville, se subió los tejanos tirando de la cintura, y buscó por sus repletos bolsillos las llaves del coche. Encontrando al fin un llavero con llaves doradas, le echó una mirada al Porche y sonrió.

—Al menos, siempre puedo quedármelo como compensación, si nos separamos.