7
A la mañana siguiente llamé al abogado y, tras recordarle cuáles eran mis condiciones, acepté trabajar con él.
—Muy bien, doctor —me dijo, como si yo hubiese hecho el único tipo de elección racional, en vista de las circunstancias. Y añadió—: Solo tiene que decirme lo que necesita.
—En primer lugar, quiero ver a Jamey. Después de esto necesitaré un historial completo de la familia. ¿Quién será la mejor persona para iniciarlo?
—Yo soy el más experto e informado historiador de los Cadmus que uno pueda hallar —me dijo—. Le daré una visión general, y luego puede hablar con Dwight y cualquier otra persona que usted desee. ¿Cuándo querría ver al chico?
—Tan pronto como sea posible.
—Excelente. Lo arreglaré está misma mañana. ¿Ha visitado usted alguna vez la cárcel?
—No.
—Entonces haré que alguien le reciba y le oriente. Lleve con usted una identificación que demuestre que es usted médico.
Me dio explicaciones al respecto y se ofreció para mandarme el adelanto de los diez mil con un mensajero. Yo le dije que guardase el dinero hasta que hubiera acabado con mi evaluación del caso. Era un gesto simbólico, que bordeaba lo ridículo, pero me hacía sentir menos obligado.
La Cárcel del Condado estaba en la calle Bauchet, cerca de la Estación de la Unión, en un vecindario, al este del centro, que era medio industrial, medio barrio bajo. Aparcamientos para camiones, almacenes y talleres compartían el área con especialistas en sacarle a uno de la cárcel bajo fianza en veinticuatro horas, casas inhabitables y ruinosas y polvorientas calles llenas de solares vacíos.
La entrada a la institución era a través de un aparcamiento subterráneo. Hallé un lugar en la semioscuridad, junto a un decrépito Chrysler Imperial blanco, tachonado de manchas de herrumbre. Dos negras jóvenes, con pañuelos en la cabeza y mucho seno, de rostro solemne, salieron del gran y viejo coche.
Las seguí, subiendo por una escalera metálica para salir a un pequeño y silencioso patio creado por la intersección en U de la estructura del aparcamiento con la cárcel en sí. En la rama izquierda de la U se veía una puerta en la que estaba marcado POLICÍA JUDICIAL. Corriendo a lo largo del patio había una tira de sucia acera bordeada por césped medio pelado y amarillento. Una alta picea crecía a un lado del césped. Al otro, brotaba una picea joven, debilucha, inclinada y con ramas deformes…, que tenía todo el aspecto de ser el hijo abandonado y mal cuidado del árbol grande. El sendero terminaba en unas puertas dobles de cristal de espejo, colocadas en el alto y desprovisto de ventanas frontis de la cárcel.
El edificio era todo un estudio de lo que se puede hacer con bloques de cemento: macizo, desparramado, del color de la niebla. Aquella extensión de cemento plano y desnudo estaba entrecruzada en su parte superior por vigas de cemento en el borde de unión con el garaje. La unión formaba así un laberinto de ángulos rectos, cruelmente secos y Mondrianos en su monocromo color, que lanzaban sombras cruciformes a través del patio. La única concesión a la ornamentación era el hendido del cemento en surcos paralelos, como si hubieran pasado por él un enorme rastrillo antes de que se secase.
Las mujeres llegaron a las puertas dobles. Una de ellas tiró de una manija y el espejo se partió en dos. Me precedieron a una habitación incongruentemente pequeña con deslumbrantes paredes, color amarillo pálido. El suelo era de linóleo, muy desgastado. Adornando la pared derecha había un grupo de gastados armaritos. Un letrero azul situado sobre los mismos instruía a cualquier que llevase encima un arma de fuego a que la depositase dentro.
Justo enfrente había un cristal de esos que solo dejan ver en una dirección, la otra, que escudaba una garita, similar a las taquillas de un cine. En el centro del espejo había un micrófono enrejillado. Bajo el micrófono había una ventanilla cerrada con acero inoxidable. A la derecha de la taquilla, una puerta de barrotes de hierro pintados de azul. Sobre la misma estaban pintadas las palabras PORTILLO. Más allá de los barrotes azules se veía un espacio vacío, terminado por una puerta metálica.
Las mujeres se acercaron a la garita. Una voz ladró a través del micrófono-altavoz. Al final del ladrido se adivinaba un signo de interrogación. Una de las mujeres dijo: «Hawkins, Rainier P.» Otro ladrido originó el que fueran depositados dos permisos de conducir a través de la ventanilla. Algunos momentos después, la puerta de barrotes se deslizó, abriéndose. Las mujeres pasaron a través, y la puerta azul se cerró con un sonido metálico tras ellas, con aire de finalidad y un ruido que destrozaba los tímpanos. Esperaron silenciosamente en el portillo, pasando su peso de cadera a cadera, pareciendo demasiado cansadas para la edad que tenían. En respuesta a un tercer ladrido pasaron sus bolsos a la izquierda, respondieron a más preguntas y esperaron algo más. Cuando la puerta metálica posterior se abrió repentinamente, un obeso ayudante del sheriff, uniformado de caqui, apareció en la abertura. Les hizo un saludo descuidado con la cabeza, y las mujeres le siguieron a través del umbral. Cuando hubieron desaparecido la puerta se cerró de golpe, con un ruido lo bastante fuerte como para dar ecos. Todo el procedimiento había tardado diez minutos.
—¿Señor? —ladró el altavoz.
Me acerqué y me di a conocer. Desde más cerca podía distinguir movimientos al otro lado del espejo, reflejos fantasmales de rostros jóvenes de ojos vigilantes.
El altavoz me pidió una identificación, y yo dejé caer por la ventanilla mi galleta identificatoria del Pediátrico del Oeste.
Un minuto de escrutinio.
—De acuerdo, Doc. Pase al portillo.
El área de control era del tamaño de un armario empotrado. En una pared había un ascensor cerrado con llave. A la izquierda había ventanas corredizas, dispuestas sobre una barrera de acero. Tras los cristales estaban sentados cuatro agentes: tres bigotudos y una mujer. Todos eran rubios y de menos de treinta años. Los hombres me inspeccionaron brevemente antes de volver a su estudio de un ejemplar de la revista Hustler. La mujer estaba sentada en una silla giratoria y se arreglaba una uña con una lima. La garita estaba empapelada con memorandums del condado y equipada con un panel de aparatos electrónicos.
Esperé impaciente, suspendido entre la libertad y lo que me esperaba al otro lado de la puerta metálica. No era ningún prisionero, pero por el momento estaba atrapado, a merced de quienquiera que apretase los botones. Empecé a notar un hormigueo, la ansiedad anticipatoria del chaval que está siendo asegurado con el cinturón de la vagoneta de las montañas rusas, inseguro de su valor y deseando que todo acabe ya de una vez.
Cuando se abrió la puerta metálica, me hallé frente a frente con un joven hispano, vestido de civil: una camisa azul claro y corbata verde a cuadros escoceses bajo un chaleco de lana marrón y cuello en pico, pantalones grises y zapatos azules de suela de crepé. Una galleta con foto de identificación colgada de la parte delantera de la camisa decía que era un asistente social. Era alto, delgado y de miembros largos. Un brillante cabello, cortado a cepillo, coronaba un largo y pálido rostro. Sus grandes y puntiagudas orejas le daban un asombroso parecido con el señor Spock de la serie Star Trek, que no se disipó cuando habló, pues su voz era átona y tan desprovista de emoción como el código Morse.
—Doctor Delaware, soy Patrick Montez. Estoy aquí para ser su guía. Haga el favor de venir conmigo.
Al otro lado de la puerta había un ancho y vacío pasillo amarillo. Mientras entrábamos en él, uno de los ayudantes de la garita de cristal sacó la cabeza de la misma y oteó en ambas direcciones. Montez me llevó a un ascensor. Subimos varios pisos y salimos a otro pasillo de brillante color amarillo, ribeteado de azul. Por una puerta abierta al final del pasillo pude divisar deshechas camas de hospital.
—Mi oficina está allí —me dijo, señalando al otro lado del vestíbulo.
Un banco de tiras de madera corría a lo largo de la pared que había en el exterior de su oficina. Dos hombres vestidos con pijamas amarillos estaba sentados, desmadejados, a extremos opuestos del mismo. El más cercano era un cuadrado y oscuro mejicano de unos sesenta años, con ojos llorosos y rostro caído. El otro era un joven con una melena rizada y color rubio arena, bronceado por el sol, musculoso y aún no llegado a los veinte. Su rostro era el perfecto ejemplo de un modelo de fotógrafo, si no fuera por los tics que le hacían saltar las facciones como los miembros de una rana sometida a corrientes eléctricas en un experimento de galvanismo. Mientras pasábamos, el viejo alcohólico desvió la mirada, pero el chico rubio la clavó en nosotros. Algo primitivo surgió en sus ojos, y su boca se contrajo en una mueca feroz.
De repente, se esforzó por alzarse. Yo miré ansioso a Montez, pero este seguía imperturbable. El chico rubio alzó sus nalgas del banco un par de centímetros con un gruñido, antes de echarse hacia atrás con un sobresalto, como si una mano invisible lo hubiera retenido violentamente. Entonces vi las esposas que había alrededor de sus muñecas: unos aros metálicos, encadenados a unas argollas dispuestas a lo largo del banco.
Apareció un ayudante del sheriff, con una porra en la mano. El chico rubio lanzó un grito gutural. El agente se quedó vigilando a una cierta distancia, mientras el prisionero golpeaba varias veces su espalda contra los maderos del respaldo, y luego se desplomaba de nuevo en el asiento, jadeando y lanzando silenciosamente obscenidades.
—Entre, doctor —me dijo Montez, como si nada hubiera pasado. Sacó de su bolsillo un llavero, abrió la cerradura y me mantuvo abierta la puerta.
El interior de su oficina estaba amueblado al estilo estandard de la burocracia del condado: sillas y mesa de metal gris, un tablero de anuncios de corcho en el que estaban clavadas con chinchetas varias capas de documentos oficiales. La habitación no tenía ventanas y estaba aireada por un ventilador de techo. Una mesa junto al escritorio aguantaba una muy frondosa hiedra en una maceta y una radio de la policía, que siseó y carraspeó hasta que el asistente social tendió el brazo y la apagó.
—Este es el sistema carcelario más grande del mundo —me explicó—. La capacidad máxima oficial es de cinco mil cien presos. Justo en este momento tenemos siete mil trescientos. En un buen fin de semana, cuando la ciudad se calienta, podemos procesar a unos diecisiete mil.
Metió la mano en uno de los cajones y sacó una tira de caramelos envueltos en celofán.
—¿Quiere uno?
—No, gracias.
Se metió uno en la boca y lo chupó.
—¿Es usted psicólogo?
—Justo.
—En teoría, aquí actúan paralelamente dos sistemas, uno es de salud mental y otro de custodia. Se supone que tienen que trabajar conjuntamente, pero en realidad, el de salud mental es un simple invitado. La cárcel es dirigida por el Departamento del sheriff y el énfasis es puesto en el procesamiento y conservación de los criminales. Las informaciones psiquiátricas son consideradas como una herramienta más con la que hacer que se lleve a cabo el trabajo.
—Tiene sentido —dije.
Asintió con la cabeza.
—Comienzo con esta cháchara porque la gente que se dedica a cuidar la salud mental siempre me interroga acerca de nuestra filosofía de tratamiento, estilos de terapia…, y todas esas cosas. La verdad es que esto no es sino un gran corral: los encerramos y trabajamos por mantenerlos con vida y razonablemente sanos, hasta que llegan al juicio. Incluso si tuviéramos tiempo para dedicarlo a la psicoterapia, yo dudo de que les fuera de ayuda a la mayoría de nuestros inquilinos. Aproximadamente un quince por ciento de ellos están gravemente perturbados psíquicamente…, más graves que los pacientes del Hospital del Condado. Psicóticos de buena ley, que además son asesinos, violadores, ladrones a mano armada. Y habría que triplicar el número anterior si uno añade el sociópata nuestro de cada día…, es decir, la gente que es considerada como demasiado peligrosa para ser dejada en libertad bajo fianza. Además, están los deshechos humanos y los vagabundos que han hecho algo especialmente molesto y que no pueden reunir ni el diez por ciento de una fianza de setenta y cinco dólares. La mayor parte de ellos también son casos mentales.
—¿Los medican ustedes?
—Si el preso tiene un psiquiatra privado que esté dispuesto a administrarle las dosis y a seguir los efectos de la medicación, como es el caso de Cadmus, entonces se le medica. En caso contrario, no. No tenemos el personal necesario… Para toda la cárcel solo contamos con un psiquiatra, que viene de vez en cuando, y un puñado de enfermeros y enfermeras. Y los agentes no están cualificados para ocuparse del asunto.
Consideré la idea de un millar, más o menos, de criminales mentales enfermos, encarcelados sin tratamiento y le pregunté cuánto acostumbra a durar la estancia media allí.
—Habitualmente se mide en días, no en semanas. De nuevo, todo es cuestión de procesamiento: tenemos que sacar tantos como metemos, o de lo contrario nos quedaríamos sin sitio en donde meterlos. Tal como están las cosas, tenemos a presos que duermen en el terrado en verano y en los pasillos cuando el tiempo es más frío. De vez en cuando te topas con alguien que debería haber sido soltado hace un mes, pero que no lo fue porque se traspapeló la orden y su abogado era un incompetente. Muchos abogados chillan mucho y escriben protestas oficiales, pero es porque no comprenden el sistema y lo único que consiguen es acabar creándoles mayores problemas a sus clientes.
—Muchos, pero no todos —comenté.
Él sonrió y cliqueteó con el caramelo contra sus dientes.
—Hace dos horas llegó, de lo más alto, la orden de que le diéramos a usted la visita completa de lujo. Y aquí estamos. Eso tendría que informarle a usted de la influencia que tiene el señor Souza.
—Le agradezco que emplee su tiempo en acompañarme.
—No es ningún problema. Le da a uno un desahogo del habitual papeleo.
Masticó el caramelo y se lo tragó, y tomó otro del rollo. El subsiguiente silencio fue atravesado por un sonoro alarido, seguido por varios más. Varios sonidos secos y fuertes hicieron vibrar la pared detrás de nosotros: era el banco de madera que estaba siendo chocado contra el yeso. Más alaridos, un sonar de pasos a la carrera, los susurros de una pelea, y todo volvió a la calma. Montez había permanecido sentado durante todo el incidente, sin mover ni un músculo.
—Otra vez vuelta a la celda para Mark —comentó.
—¿El chico rubio?
—Eso es. Va a juicio la semana que viene. Parecía que ya se estaba calmando. Uno nunca sabe lo que pasará a continuación.
—¿Qué ha hecho?
—Se tomó un montón de PCP y trató de decapitar a su amiga.
—¿Y a un tipo como ese no lo tienen encerrado en una celda?
—Cuando vino vimos que era demasiado guapo y estaba demasiado perturbado como para que pudiéramos meterlo en una celda. Tenemos una unidad de treinta y cinco habitaciones…, celdas de aislamiento para los prisioneros que no pueden ser sometidos a la vigilancia general… Lo metimos allí, pero cuando empezó a portarse de un modo lúcido, lo trasladamos para dejar sitio a alguien más loco y lo colocamos en el pabellón. Los pacientes del pabellón pueden moverse por ahí, bajo supervisión. Esta mañana empezó a mostrarse un poco ido, así que lo esposamos. Obviamente está comenzando a volar de nuevo…, lo que es bastante normal para un drogado de esos polvos. Tendría que volver al aislamiento, pero ya no hay sitio, así que habrá que meterlo en una de las celdas que están cerradas las veinticuatro horas del día. Si queda vacía una de las habitaciones de aislamiento, lo trasladaremos de nuevo allí.
—Suena como si se dedicasen ustedes al malabarismo —musité.
—Sí, con granadas sin seguro. Pero no crea por esto que se trata de un sistema descuidado. El público quiere que a los malos se los atrape y encierre, pero nadie quiere pagar por un lugar donde meterlos. Considerando la situación, este es probablemente el sistema penitenciario mejor gestionado del país. Tenemos los bastantes criminales peligrosos como para poblar una ciudad pequeña y, a pesar de esto, las cosas andan suaves. Por ejemplo, fijémonos en el procesamiento inicial. Cuando entra un tipo tenemos que averiguar si es miembro de una pandilla callejera o de una banda carcelaria, antes de saber dónde lo vamos a colocar; porque algunas pandas coexisten, pero otras se despedazan en cuanto se encuentran. Hasta hace poco ni siquiera teníamos un ordenador, pero era poco común que la cagásemos gravemente. Si hubiera sido más corriente, los pasillos estarían cubiertos de sangre y, la última vez que miré, seguían amarillos.
—Y azules —sonreí.
—Justo. Colores colegiales. Probablemente esa sea la idea que tiene alguno de esos planificadores urbanos acerca de lo que amansa a las fieras.
Sonó el teléfono. Lo tomó, habló acerca de trasladar a Cochran de la 7100 a la 4500, hizo preguntas acerca de un absceso en la pierna de López y sobre la necesidad que tenía Boutillier de que lo vigilasen los enfermeros las veinticuatro horas del día, colgó y se levantó.
—Si está usted dispuesto, podemos ir a dar una vuelta por el campus. Luego le llevaré a ver a su cliente.
Me llevó primero a la unidad de aislamiento: veinticinco habitaciones dispuestas para los presos con profundos problemas psiquiátricos. Cinco estaban marcadas SEÑORAS y habían sido apartadas para las presas, pero tres de ellas eran ocupadas por hombres. Para el acceso visual disponían de una mirilla con tela metálica en la puerta. Un trozo de papel identificando al prisionero estaba pegado con cinta adhesiva bajo cada mirilla. Algunos de los papeles también contenían informaciones codificadas.
Los códigos, me explicó Montez, se referían a las características de los aislados que exigían vigilancia por parte del personal: tendencias suicidas, adición a las drogas, impredictibilidad, retraso mental, tendencias agresivas, anormalidades médicas y disminuciones físicas…, como era el caso del doble amputado desprovisto de dientes que había en la primera habitación que vi, que estaba erguido sobre los muñones de sus piernas y mirando fijamente al suelo. El código decía que era inusitadamente explosivo.
El asistente social me animó a contemplar a los prisioneros, y yo lo hice, a pesar de lo incómodo que me resultaba meterme en su intimidad. Las habitaciones eran pequeñas: uno ochenta por uno veinte. Cada una contenía una cama, una cómoda de metal y nada más. La mayor parte de los aislados yacía en sus camas, con las sábanas arrugadas cubriéndoles. Unos pocos dormían; otros miraban desolados al espacio. En una de las habitaciones para mujeres vi a una negra subida de cuclillas en la cómoda. Antes de que pudiera apartar la mirada, nuestras vistas se cruzaron y ella sonrió desafiante, abrió sus piernas, se estiró y se acarició los labios de su vagina al tiempo que se pasaba la lengua por la boca. Una mirada a otra celda me descubrió un hombre blanco de unos ciento veinte kilos de peso, cubierto de tatuajes, que estaba en pie, catatónicamente rígido, con las manos puestas sobre la cabeza, y los ojos vidriosos. En la puerta contigua un joven, negro como el carbón, de músculos esculturales y la cabeza afeitada, caminaba arriba y abajo sin dejar de murmurar. El aislamiento sonoro silenciaba el mensaje, pero pude leer sus labios: jódetejódemejódetejódeme, una y otra vez, como si fuera algún tipo de oración ritual.
Cuando le dije que ya había visto bastante, Montez me sacó de la unidad y me volvió a llevar al ascensor. Mientras esperábamos, le pregunté por qué Jamey no estaba en una de las habitaciones de aislamiento.
—Se le ha considerado demasiado peligroso. Lo han metido en la unidad de Alta Potencia, ya le explicaré luego lo que es eso.
Llegó el ascensor y nos metimos en él. Montez apretó un número y se recostó contra la puerta.
—¿Qué piensa, de momento? —me preguntó.
—Esto es muy fuerte.
—Lo que acaba de ver es como el Hilton. Cada abogado quiere que su cliente esté en una de esas habitaciones, y los presos siempre están fingiendo locuras para que los metan en ellas, porque son mucho más seguras… Allí a nadie lo violan o lo rajan, lo que no se puede decir de los pabellones de celdas.
—Siete mil aspirantes para treinta y cinco espacios —reflexioné—. Un mercado vendedor.
—Ya lo puede usted decir. Es un lugar más exclusivo que Harvard.
Mientras llegábamos al centro de la prisión, el silencio que había caracterizado la unidad de aislamiento fue reemplazado por un débil zumbido, como de insectos. Montez había usado el término campus y, extrañamente, la analogía académica parecía superficialmente apropiada: amplios y bien iluminados pasillos repletos de jóvenes y vibrantes con la actividad, con un nivel de energía que recordaba al de una universidad durante la semana de matriculación.
Pero las paredes de este centro estaban impregnadas de gruñidos y caladas por un rancio hedor masculino, al tiempo que no se veía brillo de estrellitas en los ojos de los que en él vivían. Pasamos junto a docenas de hombres de rostro pétreo, sufriendo un asedio de miradas gélidas y escrutadoras.
Los presos caminaban libremente y nosotros nos hallábamos, sin protección, en medio de todos ellos.
Estaban por allá, solos o en pequeños grupos, vistiendo chandals azules. Algunos caminaban con aire de tener un propósito, asiendo papeles. Otros estaban derrengados apáticamente en sillas de plástico, o guardaban cola para sus cigarrillos y caramelos. De vez en cuando podía verse a un guardián uniformado, que se paseaba y vigilaba; pero los presos superaban con mucho a los ayudantes del sheriff, y yo no veía qué era lo que podía impedir a los confinados el apoderarse de sus carceleros y hacerlos…, y hacernos, pedazos.
Montez vio la expresión de mi rostro y asintió con la cabeza.
—Ya le dije que era un sistema infernal, que solamente se mantiene cohesionado por nuestras oraciones y poco más.
Seguimos caminando. Era un mundo de jóvenes. La mayor parte de los presos tenía menos de veinticinco años. Los guardianes parecían poco mayores. Había profusión de espaldas anchas y musculosos bíceps. Sabía lo que eso significaba: muchas horas de aburrimiento. El hacer gimnasia era uno de los pasatiempos favoritos en las prisiones.
Los presos se congregaban por líneas raciales. La mayoría eran negros. Vi muchos peinados al estilo rasta, penachos a lo mohicano y cráneos afeitados, una plétora de brillantes cicatrices de navajazos en aquella carne oscura. Los segundos en número eran los latinoamericanos: más pequeños, pero igualmente musculosos, mostrando orgullosos cabelleras crespadas y sujetadas con pañuelos anudados, perillas diabólicas, y tupés a lo roquero. Los menos numerosos eran los blancos anglosajones. En su mayor parte eran motociclistas tipo Ángeles del Infierno, tiarrones grandotes y barbudos con rostros porcinos, pendientes y antebrazos grasientos, azulados por los tatuajes de cruces de hierro.
A pesar de sus diferencias, tenían una cosa en común: los ojos. Fríos y muertos, inmóviles y, a pesar de ello, que te traspasaban. Había visto ojos como aquellos recientemente, pero no podía acabar de recordar dónde.
Montez me llevó a un bloque de celdas general, en el que la mayoría de las celdas estaban vacías; acabábamos de ver a sus ocupantes…, y luego a otro de encierro continuado lleno de salvajes y hoscos hombres de pijamas amarillos, que se arañaban los rostros y paseaban como animales encerrados. Un único guardián vigilaba en silencio desde un rectángulo de cristal suspendido a medio camino entre los dos pisos del bloque. Nos vio y accionó el cierre de la puerta.
Al entrar en la garita, me sentí como un buceador en una de esas jaulas para protegerse de los tiburones. Música soul atronaba el bloque desde múltiples altavoces. Incluso dentro de la garita resultaba demasiado fuerte. Pensé en un reciente artículo en una revista de psiquiatría, que hablaba del efecto de la constante música a alto volumen en los ratones: los roedores se habían ido poniendo cada vez más agitados, y al cabo se habían retirado a un estado pasivo parecido al de los psicóticos. Miré a los hombres de amarillo que paseaban arriba y abajo y me pregunté, por enésima vez, acerca de lo relevantes que eran los resultados de la investigación sobre los animales en la condición humana.
Una consola de equipo electrónico llenaba una pared. Encima de la misma había un armero que contenía dos escopetas. Abajo, un preso con mono caqui empujaba una fregona sobre un suelo jabonoso.
—¿Un preso con destino? —pregunté.
—Exacto. Todo sigue un código de colores. El azul es para los generales, el caqui para los presos fiables con un destino: los que están en las cocinas llevan brazaletes blancos, los del transporte los llevan rojos. Esos tipos de amarillo son los casos psiquiátricos. Nunca salen de sus celdas.
—¿Y en qué se diferencian de los que están en el pabellón de aislamiento?
—Oficialmente se supone que están menos perturbados, pero en realidad se trata de una distinción arbitraria.
El ayudante habló. Era bajo y robusto, con un bigote muy militar, color tabaco y un rostro agrietado:
—Si salen de lo común los aislamos, ¿no es cierto, Patrick?
Montez respondió a su carcajada con una débil sonrisa.
—Lo que quiere decir —explicó el asistente social—, es que tienen que hacer algo fuera de lo común: arrancarse un dedo de un bocado, comerse un kilo de su propia mierda…, para salir de este bloque.
Como si hubiera estado esperando el momento adecuado, uno de los prisioneros del piso superior se desprendió de sus ropas y empezó a masturbarse.
—Nada que hacer, Rufus —murmuró el vigilante—. No nos impresionas.
Se volvió hacia Montez y charló unos instantes acerca de películas. El prisionero desnudo llegó al orgasmo y eyaculó a través de los barrotes. Nadie le prestó atención, y él se desplomó al suelo, jadeando.
—De todos modos —dijo Montez, yendo hacia la puerta—, te recomiendo que la veas, Dave. No es un Truffaut, pero es una buena película.
—La veré, Patrick. ¿A dónde vais?
—Me llevo al doctor a Alta Potencia.
El ayudante me miró con renovado interés.
—¿Va a tratar de colgarle la capacidad disminuida a uno de esos payasos? —preguntó.
—Aún no lo sé.
—A Cadmus —le informó Montez.
El guardián resopló.
—No creo que pueda —dijo, y apretó un botón que liberaba el cierre neumático.
—Esto —me dijo Montez—, es la cima de la montaña en lo que se refiere a los chicos malos.
Nos hallábamos frente a una puerta cerrada y sin letrero alguno, vigilada por dos cámaras de televisión de circuito cerrado. Hacia la izquierda estaba la sala de entrevistas para los abogados. Los abogados y sus clientes se sentaban unos frente a otros en una serie de mesas con divisiones intermedias. En la parte de atrás habían varias salitas más reservadas, con paredes de cristal.
—Alta Potencia está reservada para los casos que llevan mucha publicidad, los tipos que son un alto riesgo por sus anteriores fugas, y los auténticos monstruos. Mate al Presidente, vuele un banco con la gente dentro, o despedace usted a una docena de bebés, y acabará usted aquí. Hay ciento cincuenta celdas, y tienen lista de espera. La vigilancia es constante, y el número de guardianes por prisioneros es muy elevado. La seguridad es a prueba de todo: hablamos de pasarles las comidas por debajo de las puertas, de compuertas de acero y de códigos de acceso que son cambiados al azar. Usted no puede entrar ahí dentro, pero haré que lo saquen a él.
Apretó un timbre, y las cámaras de televisión giraron con un sordo zumbido. Varios minutos más tarde, un gigantesco guardián pelirrojo abrió la puerta y nos miró con suspicaces ojos entrecerrados. Montez habló con él en un susurro. El pelirrojo le escuchó y desapareció tras la puerta sin comentario alguno.
—Esperaremos allá dentro —dijo el asistente social, señalando a la sala de entrevistas. Me guio por entre furtivas conversaciones cuchicheadas, que se detenían cuando pasábamos cerca y se reiniciaban cuando nos alejábamos. Los abogados tenían el mismo aspecto conspirador de sus clientes. Uno de ellos, un hombre con aspecto desteñido, vestido con un traje de poliéster, aguantaba estoicamente, mientras el prisionero sentado frente a él le llamaba hijo de puta y desvariaba acerca del habeas corpus.
—Abogado de oficio, designado por el tribunal —me dijo Montez—. Un alegre trabajo.
Varios ayudantes equipados con radios portátiles patrullaban por la habitación. Montez llamó a uno de ellos con un gesto. Era moreno, de mejillas sonrosadas, aspecto blandengue y prematuramente calvo. El asistente social le explicó la situación y él me miró, asintió con la cabeza y abrió el cerrojo de uno de los cubículos de cristal, antes de apartarse.
—¿Alguna pregunta? —inquirió Montez.
—Solo una, pero es algo personal.
—Sin miedo.
—¿Cómo se las apaña para pasar el día trabajando aquí?
—No es ningún problema —me dijo con voz calmada—. Me gusta mi trabajo. El papeleo acaba por ser excesivo, pero eso sucede ya en todas partes, y además en otros lugares es mucho más aburrido. En este sitio no hay dos días iguales. Yo soy un maníaco del cine, y aquí puedo llevar una vida que es puro Fellini. ¿Le he respondido con esto?
—Elocuentemente. Gracias por la información.
—A su servicio.
Nos estrechamos las manos.
—Espere aquí, esto tardará un tiempo —me dijo, mirando de reojo al calvo guardián—. El ayudante Sonnenschein se ocupará de usted desde este momento.
Me quedé en pie junto a la habitación de cristal durante varios minutos, mientras Sonnenschein patrullaba por el área de entrevistas. Al fin se me acercó con un extraño y contoneante caminar, como si hubieran cortado su cuerpo por la cintura y luego solo lo hubieran unido a medias. Llevaba los pulgares metidos en las hebillas para el cinturón, y su pistolera iba golpeando su cadera. Bajo el muy escaso cabello había una cara redonda, curiosamente infantil, y ya más cerca pude ver que era muy joven.
—Su paciente será traído aquí en seguida —me dijo—. Lleva un tiempo pasar por la puerta de Alta Potencia.
Echó una mirada azarada a la habitación de cristal.
—Tendré que cachearle, así que vamos dentro.
Mantuvo la puerta abierta y entró detrás de mí. Dentro había una mesa azul metálica y dos sillas a juego, atornilladas al suelo. Me pidió que me quitara la chaqueta, husmeó en los bolsillos, pasó sus manos suavemente por encima de mi cuerpo, me devolvió la prenda, comprobó el interior de mi maletín y me hizo firmar en el libro de visitas. Me fijé en que Souza le había visitado a las ocho de la mañana y Mainwaring una hora antes.
—Ahora puede sentarse —me dijo.
Lo hice y él tomó la otra silla.
—Está usted aquí para tratar de colocarle una capacidad disminuida, ¿no es así? —me preguntó.
—Voy a hablar con él, y luego ya veré.
—Buena suerte —me deseó.
Lo estudié de cerca, tratando de hallar sarcasmo en él, pero no lo hallé.
—Lo que quiero decirle es que… —su radio chisporroteó y le cortó. La escuchó y luego acercó sus labios, musitó unos cuantos números y todo estuvo dispuesto. Alzándose, caminó hacia la puerta, se puso en jarras y se quedó de guardia.
—Iba usted a decirme algo —le recordé.
Negó con la cabeza.
—Véalo usted mismo. Ya lo traen.