3 kilos y medio

¿Quién puede creerse esto? Yo sé que yo no. Si me hubierais dicho hace una hora que ahora estaría tumbada en la cama sintiéndome tranquila, feliz y absolutamente llena de júbilo, me habría reído en vuestras caras. Bueno, no me habría reído. Estaba sucumbiendo a una muerte por parto, pero ya sabéis lo que quiero decir.

—Se te ve absolutamente beatífica —me dice Suzie, sentada en el borde de la cama.

Fuese lo que significaba eso, lo sentía plenamente.

—Y es una verdadera preciosidad —añade.

Bajo la mirada hacia el diminuto rostro que asoma debajo del arrullo. No existen palabras para expresar lo hermosa que es. Habrá que conformarse con «verdadera preciosidad».

—Es igualita a ti, Dayna.

Y por lo tanto a mi madre.

Oh, Dios mío, esto es tan perfecto. No me imaginaba que pudiera sentirme tan bien. Si me muriese ahora... Ya sé que he tenido bastante muerte en lo que llevo de existencia para toda una vida y mi propio fallecimiento no es algo en lo que quiera pensar, pero si tuviera que ponerle fin ahora, habría tenido todo cuanto podía haber deseado...

—Ojalá tu padre estuviera aquí para ver esto —dice Suzie—. Estaría muy orgulloso.

—Me cuesta creer que esté diciendo esto —respondo tranquilamente—, pero a mí también me habría gustado que estuviera aquí.

Ambas levantamos la vista cuando Emily entra corriendo en la habitación.

—¿Todavía no ha llegado? —pregunta—. Menudo inútil. Llegaría tarde a su propio entierro.

—No te metas con él. Seguro que hace lo que puede —le digo. Me siento de un humor capaz de perdonar cualquier cosa.

Una cara asoma detrás de la puerta.

—¡Mark! —exclamo.

Lleva en la mano un ramo de flores y su rostro tiene un color bastante más rosado que durante mis veinticuatro horas en el infierno.

—No sabía qué traerte. Era esto o los bombones, pero me parecía que no tendrías hambre.

Pero ¿qué dice? Acabo de perder tres kilos y medio y estoy hambrienta.

—Son preciosas —digo—. Gracias.

Emily, que sigue en su papel de mi asistente, le coge las flores. Mark se acerca a la cama.

—¿Puedo verla? —pregunta.

Inclino a mi bebé —¡mi hija!— hacia él para que la vea.

—Es... maravillosa —dice, sobrecogido, saltándole las lágrimas—. Enhorabuena, Dayna. Te felicito.

—Gracias —respondo—. Por cierto, y no me malinterpretes, pero ¿qué estás haciendo aquí? Te lo iba a preguntar antes, pero...

—No pasa nada, estabas ocupada. Ya sabes que trabajo como voluntario aquí. Pues mientras visitaba a una de mis abuelitas, me topé con Suzie y la acompañé. Espero que no te importe.

—Para nada. Me alegro de verte —le digo.

Suzie se levanta para ayudar a Emily con las flores y Mark ocupa su lugar en el borde de la cama, de modo que puede contemplar a mi pequeña envuelta en su arrullo.

—Pareces una mujer feliz de la decisión que ha tomado —dice, al cabo de un momento.

—Totalmente feliz —respondo—. Pero no lo habría podido hacer sin ti.

—Lo único que hice fue señalarte la dirección correcta. Tú hiciste todo lo demás... ¿Y dónde está? Me refiero al papi.

Papi. Cuesta pensar en él en esos términos.

Papi ya está aquí, con su hija en brazos.

—Es increíble —dice. Por enésima vez. Es lo único que ha podido decir desde que llegó hace diez minutos. Me gusta verle tan contento.

—¿Cómo la vamos a llamar? —pregunta.

—Olive —respondo.

—¿Olive? —exclama, antes de reponerse—. El nombre de tu madre —dice ahora más tranquilo—. Olive. Vale. Mola.

Sonrío porque sé lo que piensa.

—Si quieres, podemos llamarla Olivia —sugiero—, es más... moderno.

—Olivia. Perfecto —asiente.

—¿Feliz? —pregunto.

—¿Tú qué crees?

Tiene razón. Es una pregunta estúpida.

—Bueno... eh... ¿y ahora qué? —pregunta.

—Bueno, tengo que esperar a que venga el médico a revisarme, luego podré irme a casa.

—No me refiero a eso —dice. Ya lo sabía—. Me refiero... ya sabes... a casarnos.

—No te importa si lo dejamos para más adelante, ¿verdad? —pregunto nerviosa.

—No... eh... No pasa nada. Paso a paso y todo eso.

Lo hemos hablado largo y tendido desde que me eché atrás y me alegro tanto de que todo el mundo entienda cómo se sienten los demás. No es que no estemos comprometidos el uno con el otro de todas las formas imaginables, porque lo estamos. A nuestra manera. Y nosotros pensamos que si esta relación ha de sobrevivir, debe basarse en la confianza, la sinceridad y la honestidad. Bueno, eso es lo que nos explicó Suzie y nosotros asentimos.

Cristian se lo tomó muy mal, claro. Pero ¿qué tío no se lo tomaría mal cuando le dieran la noticia, a tan sólo dos días de su boda, que esa boda precisamente no se iba a celebrar? El pobre se quedó completamente hecho polvo, pero al tratarse de Cristian, hizo lo posible por mostrarse amable y comprensivo... Aunque de una manera algo extraña, que lo hizo todo aún más difícil. Lo habría llevado mejor si se hubiera puesto furioso y me hubiera lanzado alguna antigua maldición de Transilvania. Creo que la multitud de rumanos que llegaron en avión para el fallido acontecimiento no se pusieron muy contentos. Pero lo compensaron yéndose de compras y apuntándose a una visita guiada de la Casa del Parlamento.

Sólo una rumana perdió completamente los nervios. Mila se puso hecha una furia. «¡Esa hija de la gran puta! ¡Mira cómo nos paga, la zorra muy puta!» era una de las lindezas que más repetía mientras se despachaba a gusto. Intenté ser lo más sincera que pude con ella. Le expliqué que era lo mejor, que no le haría a Cristian ningún favor casándome con él sin sentirme totalmente comprometida con él. Yo sólo quería que comprendiera por qué había hecho lo que había hecho. No pretendía que me perdonara, pero quería darle la oportunidad para que no se quedara con su cabreo y pudiera echármelo en cara. Pero no contestó a mi carta.

Con un poco de suerte, Mila y sobre todo Cristian estén mirando hacia adelante ahora. Sé que Cristian se ha metido de lleno en el lanzamiento de los Espacios Spa en Australia y pasa más tiempo allí que aquí. Puede que también tenga algo que ver con el hecho de que últimamente se le ve cogido del brazo de una top model de Sídney.

Les deseo mucha suerte, porque quién sabe lo que nos deparará el futuro a cualquiera de nosotros.

¿Y qué pasa conmigo y el padre de mi hija? ¿Debemos casarnos? ¿Conseguiremos mantener el rumbo o nos convertiremos en otra estadística más, peleando por las visitas o la pensión alimenticia y cosas así? ¿Quién sabe? Lo único que sabemos seguro es que lo que hay aquí y ahora nos parece bien. Y a mí eso me basta.

—Te sienta muy bien —le digo, mientras le contemplo arrullando a nuestra hija.

—¿Siempre son así cuando nacen? —pregunta con gesto perplejo.

—¿Así cómo, Simon? —pregunto.

—Es que me preguntaba por qué tenía el pelo tan rizado.

De todos mis novios basura y viniendo del único que tiene el pelo completamente lacio, es una muy buena pregunta.