Todavía de 4 centímetros
Esto de dar a luz es genial. Una auténtica bendición. De verdad, me lo estoy pasando como nunca. Veréis, el dolor ha desaparecido. ¡No siento nada! Nada de cintura para abajo, al menos. Hace media hora un caballero encantador con un pelo despeinado en plan muy juvenil y una aguja mágica me envió al cielo y llevo allí desde entonces. Exactamente esto es lo que debería significar estar de parto. Nada de dolor, todo a ganar.
¿Y el incienso hippy y el canto de las ballenas? Ya, ya. Contádselo a las mujeres con vello en las axilas porque he visto la luz gracias a un hombre maravilloso con el pelo despeinado y a sus drogas. Al ser un hombre alucinante, increíble y obviamente excepcional en su trabajo, consiguió atender a toda velocidad a las siete mujeres que sí habían reservado la epidural y tuvo tiempo de buscarme un hueco antes de que acabara su turno.
—Emily, ¿me oyes? —le doy un golpe con el codo—. He dicho que es alucinante.
Se incorpora en la silla y se obliga a abrir los ojos.
—¿Qué es alucinante? —balbucea.
—¡Esto! El no sentir ya nada de nada.
—Ya, genial, ya no siento nada —murmura.
—Tú no, tonta. Yo.
Observo cómo se le caen los párpados y la dejo dormir. Bueno, son las tres de la madrugada. Es lo que todo el mundo debería hacer a estas alturas de la noche. Llevo meses durmiendo fatal, así que estoy acostumbrada. He oído decir que es la manera en que la Naturaleza nos prepara para la maternidad. Vaya Naturaleza más idiota. Emily —que todavía no se ha visto obligada a madurar tras nueve meses de embarazo— sigue siendo una adolescente en lo que a dormir se refiere; casi nunca se levanta antes de las diez entre semana y de las doce los fines de semana.
Estoy agotada, pero, como es evidente, no puedo sucumbir. He de vigilar la máquina que está enganchada a mi tripa. Hay una pequeña pantalla y cada pocos minutos la línea ondulada se vuelve majareta. Es la única señal de que estoy teniendo una contracción.
La comadrona adolescente aparece como si nada.
—A ver cómo vamos progresando —dice.
Agacha la cabeza y la pierdo de vista detrás del Millenium Dome. Madre mía, ¿qué estará haciendo allí abajo? Podría estar haciendo cualquier cosa, ¿no? Es que no la veo y no siento nada. Pero vuelve a emerger lo bastante pronto con una enorme sonrisa. ¡Seguro que estoy ya a punto de caramelo!
—Enhorabuena —me dice, triunfal—. Otro centímetro más. Ya estás de cuatro.
—¿Cuatro? —le grito casi—. ¡Pero si estaba de cuatro hace una hora!
Echa una ojeada a mi gráfica.
—Ah, sí, es cierto. Lo siento. Te he confundido con la señora de al lado. Acaba de llegar hace diez minutos. Me da a mí que no tardará en dar a luz...
Me alegro tantísimo por ella.
—De hecho, será mejor que vaya a ver cómo va. Enseguida vuelvo.
Y, ¡hala!, se va.
Me quedo con los ánimos totalmente por los suelos. Mi cuerpo no sólo ha dejado de sentir nada, también ha dejado de hacer nada. Voy a estar aquí días y días. Semanas y semanas que se irán convirtiendo en meses, sin la menor noticia de un bebé. Miro de reojo la bolsa de comida de Emily, que de repente no parece tan mala idea. Tal vez unas uvas pasas o un plátano me levanten el ánimo...
Pero no puedo mover las piernas. Qué anestesista tan imbécil con su pelito despeinado y su estúpida aguja mágica. Supuestamente debía de ser una epidural móvil, del tipo que te deja caminar y bajar a las tiendas, pero me siento tan móvil como el teléfono que descansa inerte en el bolso de Emily. El teléfono que se pone ahora a sonar.
—Emily, tu teléfono. ¡Emily, despierta! —grito.
Se sobresalta.
—¿Qué...? Ah sí... el teléfono... Espera, espera. —Busca en el bolso a tientas, desparramando la mayor parte del contenido antes de dar con el teléfono justo en el momento en que deja de sonar—. Tranquila —dice—. No es una llamada, es un mensaje de texto.
¡Por fin! Una señal del mundo exterior.
—¿De quién es? ¿Es para mí? ¿Es él? —balbuceo, desesperada.
Emily se frota los ojos, aprieta las teclas y frunce el ceño ante la diminuta pantalla.
—Date prisa —le apremio.
—Dame un respiro, Dayna. Son las tres de la madrugada, joder. —Pero luego sonríe—. Ay, qué bonito. Dice: «Atrapd n aerpuert Avión en rtras. Yegare n cuant pued. Mntnm...» —Se detiene y me mira—. Creo que quiere decir «mantenme» —puntualiza.
—Sí, sí, ya lo había entendido —pongo los ojos en blanco—. Venga, termina de leer.
—No hay mucho más. Sólo: «Mntnm infrmad».
¿Quién me manda a mí estar paralizada de cintura para abajo? Si pudiera darme una patada, lo haría. Qué tonta fui al pensar que de alguna manera él habría encontrado la forma para teletransportarse aquí en un abrir y cerrar de ojos y que tendría a mi lado a mi verdadera pareja de parto y que todo sería maravilloso.
Pero, claro, eso no va a ocurrir. Está clarísimo que voy a pasar por todo esto sin él.
—Oh, Dayna, no te pongas triste —dice Emily, de pronto muy despierta y consciente de que estoy a punto de romper a llorar—. Aún me tienes a mí.
Me siento tan mal que dejo que me vuelva a dar uno de esos apretones de mano que rompen los huesos.
—Lo sé, lo siento. Te agradezco mogollón que estés aquí. No me hagas caso. Es que me compadezco de mí misma.
—Pues no lo hagas. No tienes nada que lamentar. Recuerda lo que dijiste. Estás teniendo un bebé para ti. No lo estás haciendo para nadie más y no necesitas a ningún tío. Tú lo dijiste. ¿Lo recuerdas?
—Sí —asiento después de un instante.
Y lo pienso de verdad. Un hombre —marido, novio o lo que sea— nunca formó parte del plan. Lo único que yo quería era un hijo y ahora, por fin, lo estoy teniendo (bueno, a este ritmo será dentro de una semana aproximadamente). Lo demás no importa.
Pienso en mi padre. Él lo consiguió, ¿no? Todos esos años atrás, me crió solo y no he salido tan mal, bueno no demasiado neurótica. Y él era un tío, por Dios. Si él pudo hacerlo...
La muerte de mi madre dejó un enorme vacío en mi vida. Un hueco del tamaño... bueno, no tenía idea pero, cada año que pasaba, esa sensación de que me faltaba algo se hacía más y más grande y sólo fue hace poco cuando comprendí exactamente lo que tenía que hacer. ¿O tal vez lo supe toda mi vida? En fin, hace nueve meses (menos dos semanas), llevé el plan a la práctica y ahora está ocurriendo. Quizá no tuviese una madre (o una matrona. ¿Dónde diablos se ha metido?), pero voy a tener un bebé.
Y, por lo tanto, no necesito a un hombre.