El número 2
—Hace mucho que no te veo por la biblioteca —dijo Chris al otro lado del teléfono.
—Ya, he estado muy liada —contesté—. Liadísima.
—Bueno, verás, me preguntaba si te apetecería salir a cenar conmigo un día, si es que te has liberado un poco.
—Me encantaría —respondí efusivamente mientras miraba a Simon de soslayo. Estaba frotando una mancha en el parabrisas, fingiendo que mi conversación no le interesaba lo más mínimo. O quizá de verdad no le interesaba lo más mínimo.
—Estupendo... ¿Haces algo este miércoles?
—No, el miércoles me va bien.
—Guay... ¿Conoces el Govinda? Está en una bocacalle que da a Soho Square.
Claro que lo conocía. Era imposible no verlo con todos esos chiflados de los Krishna y sus togas naranjas que montaban el número en la acera de enfrente.
—... Es un vegetariano. ¿Te va bien?
—Más que bien —mentí—. Me encantan los restaurantes vegetarianos.
Dios mío, ¿era vegetariano? ¿Uno de verdad o uno de mentira como Emily? De pronto me invadió un sentimiento aterrador... Me gusta tantísimo la carne.
Simon me observaba de reojo, así que me obligué a sonreír y añadí:
—Además, ¿quién come carne hoy en día?
Intenté ocultar el envoltorio de Peperami
—Estupendo. A las ocho. Nos vemos allí.
—En el Govinda, muy bien. Nos vemos allí —asentí eufórica.
—Así que tu novio es un amante de las lentejas, ¿eh? —comentó Simon con una sonrisa de suficiencia, en cuanto colgué el teléfono.
Había estado escuchando. Le observé en busca de algunas sutiles señales de celos, pero estaba mostrando su típica pose «a mí nada me afecta».
—Ah. Todo ese rollo vegetariano. Es una broma entre nosotros —dije con tono misterioso—. En fin, muchas gracias de nuevo por haber venido a buscarme. Me has salvado la vida.
—Cuando quieras. Ya sabes que siempre puedes contar conmigo.
No le invité a tomar un café al final. Ya no parecía apropiado.
Mientras bajaba del coche, Simon me dijo:
—Llámame algún día.
Después me lanzó a la cara el envoltorio del Peperami y añadió:
—Y no ensucies mi coche, ¿vale?
En cuanto entré en el restaurante Chris me saludó con la mano y me dedicó una de sus preciosas sonrisas mientras me sentaba.
—¿Habías venido aquí antes? —preguntó.
—Un par de veces —mentí, aguantando la respiración.
Estaba superemocionada con la idea de volver a verle, pero el pestazo a col que llenaba el aire me daba náuseas.
—Me encanta la col al curry —dijo.
Y no era el único. Debían de tener una cuba llena en la cocina a juzgar por el olor. Me tendió el menú y preguntó:
—¿Qué sueles tomar?
—El...
El menú estaba escrito en un idioma desconocido para mí. No reconocí ninguno de los platos y no aparecía ninguna explicación útil en cursiva para impostoras como yo.
—Eh... la col al curry siempre es una delicia —dije, al fin.
¿Perdón? Odio la col, al curry o de cualquier manera. Sencillamente ¿por qué no reconocía mi engaño y le decía que prefería mil veces un filete con patatas fritas? Porque esas cosas no se hacen, ¿verdad? Porque a los diecinueve años quieres aparentar ser culta, con mucho mundo y segura en cualquier situación. Vale, más bien porque te gusta alguien y quieres gustarle también, así que finges que te gustan exactamente las mismas cosas que a él.
«¿Que te gusta bañarte desnudo en el Mar del Norte? Anda, ¡a mí también! ¡Voy allí siempre en enero!»
«¿Que te gusta hacer malabarismo con cuchillos? ¿Con los ojos cerrados? ¡No hay otra manera de hacerlo!»
Ese tipo de cosas. Por eso acabé atragantándome casi con la col al curry. Me obligué a tragar hasta el último y repugnante pedazo porque sí, lo reconozco, me gustaba ese chico.
—Anda, te has cortado el pelo desde la última vez que te vi en la biblioteca —parloteé entre bocado (asqueroso) y bocado (vomitivo).
—Ah sí, esto —contestó, tocándose la cabeza de manera afectada—. Pensaba dejarlo crecer, pero empezaba a parecerme a Leo Sayer. Es que tengo el pelo rizado, ¿sabes? En fin, pensé que si salía con ese aspecto, ésta sería nuestra primera y última cita, así que le pedí a mi colega que me lo afeitara del todo.
Sonreí. Había dejado caer que cabía la posibilidad de que él y yo tuviéramos alguna relación. Comida asquerosa aparte, las cosas pintaban bien.
Pasamos el resto de la velada conociéndonos. La verdad es que le hice tantas preguntas que debió de parecerle un interrogatorio.
A lo largo de la entrevista —de la cita quiero decir—, descubrí que Chris y yo no podíamos ser más diferentes, aunque hubiese venido desde Marte. Para comenzar, había cursado sus estudios en una escuela privada en Dorset (no como yo que había ido a la escuela pública de mi barrio) y ahora iba a la Universidad aquí en Londres.
En realidad, el motivo por el que me pasé la cena machacándole a preguntas fue precisamente por toda esa educación que había recibido —y seguía recibiendo—. No quería darle la menor oportunidad a que me preguntase nada y que descubriera las lamentables notas que había sacado al final de la educación secundaria obligatoria.
No creo haber conocido a nadie antes que hubiese estado en un internado y me temo que pensaba que todos encajarían en el estereotipo. Ya sabéis, niñatos de papá ultrapijos que votaban al Partido Conservador, practicaban la caza del zorro y a los que no les importaba ser fustigados con una vara cada dos por tres. Chris no podía estar más alejado de eso aunque hubiese llegado realmente desde Marte. Era la persona más sensible que había conocido jamás, un ardiente defensor de los derechos humanos al que le preocupaban la pobreza en el mundo y la paz mundial. El único asunto mundial que había preocupado a todos los tíos con los que había salido hasta entonces era el que se celebraba cada cuatro años, y que Inglaterra iba a ganar con toda seguridad por primera vez desde 1966.
Lo curioso es que cuanto más diferente resultaba, más me molaba. Era inteligente y profundo y sí, sensible. En mi corta experiencia, existía un único tipo de hombre: Simon, básicamente. Chris era tan diferente a Simon.
¡Menudo cambio!
Y mientras me obligaba a tragar la última migaja de col y hacía gran alarde de relamerme los labios de placer, decidí que, desde luego, tenía que quedar con él más veces.
Nos quedamos de pie delante del restaurante, dispuestos a seguir cada uno por su lado. Yo iba a coger el metro y Chris el autobús.
—Me lo he pasado muy bien esta noche —me dijo.
Y me pregunté si eso era cierto. ¿Qué es lo que veía en mí? De la misma manera que él no era mi tipo, costaba creer que yo fuese el suyo.
—Yo también —respondí—. Mucho. Me encantaría probar aquel otro restaurante del que me hablaste —añadí, para recordarle de manera sutil lo que había dicho anteriormente, algo que, en mi opinión, era un acuerdo contractual y vinculante para volver a verme.
—Te llamaré en un par de días, a ver cómo me las arreglo —dijo y yo me sentí radiante de felicidad—. Bueno... pues... buenas noches... ¿no?
—Sí... Buenas noches.
Inclinó la cabeza hacia delante torpemente, dirigiendo sus labios a mis mejillas, pero me giré levemente de modo que su boca se encontró con la mía y permaneció allí un instante; lo suficiente como para poder considerarlo un beso de verdad. Fue un momento delicioso.
—Verás, sólo hay una cosa —dije, antes de que se dispusiera a irse. Tenía que dejar esto claro desde un principio. No quería cometer el mismo error fatal como con Simon.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—Sólo para que lo sepas: odio los peluches.
Al día siguiente me llegó el extracto de cuenta. Arrojaba un saldo de cuarenta y seis mil trescientas veintiuna libras. Para una estudiante de diecinueve años y camarera a tiempo parcial estaba muy bien. Pero, por otro lado, no lo estaba en absoluto. Mi padre me había dado cincuenta mil libras de sus ganancias. No me podía creer que en las pocas semanas transcurridas desde entonces, me hubiera gastado casi tres mil.
¿En qué me las había gastado? No tenía ningún nuevo y fastuoso armario de ropa de diseño ni me había pasado las noches tomando copas en Crystal
Miré el extracto con los ojos como platos, advirtiendo que en tan sólo unas semanas me había gastado casi el diez por ciento de mi herencia porque, asumámoslo: eso es lo que era. Mi padre ya no me dejaría nada más al morir. Con el tren de vida que le gustaba llevar y su nueva fulana, que le ayudaría a dilapidar el dinero que tanto le había costado ganar, había tomado la vía rápida hacia ninguna parte.
Y seguramente se gastaría hasta el último penique en su fiesta de compromiso. Si había algo capaz de hacerme olvidar con toda seguridad mis inesperadas y menguantes ganancias, era la idea de aquella fiesta, horriblemente inminente.
Aunque no resultó tan inminente como yo pensaba. La retrasaron, y todo por mí. La fecha prevista inicialmente —el cumpleaños de Mitzy— coincidía con mi primer examen.
—Lo siento mucho, papá —le anuncié por teléfono—, pero voy a estar hasta el cuello estudiando. Pero vosotros seguid adelante sin mí.
—¿Sin ti? Ni hablar, cariño. Eres la invitada de honor. ¿Y el siguiente miércoles?
—Otro examen —mentí. Ahora había encontrado un filón para escaquearme.
—Está bien, ¿cuándo acaban tus exámenes?
—A finales de junio. —Quería añadir «de 2020», pero pensé que no colaría.
—Pues haremos la fiesta entonces. Y podremos brindar también por tu graduación ya puestos.
¡Mierda, mierda y mierda!
Cada vez que pensaba en mi padre y Mitzy sentía rabia. ¿Por qué? ¿Porque Mitzy estaba ocupando el lugar de mi madre en la vida de mi padre? Había tardado quince años en tener una relación seria con otra mujer, así que difícilmente podía acusarle de apresurarse indecentemente. ¿Acaso mi rabia se reducía simplemente a sentir unos patéticos celos? No quería creerlo, por supuesto, así que se lo achaqué a ella. Simplemente no me fiaba de ella.
Y además tenía un nombre ridículo.
Vale, no estaba tan ciega como para no reconocer que algunas cualidades sí tenía. Estaba estupenda para la edad que tenía, derrochaba vitalidad y era muy sociable y cariñosa... Entonces ¿por qué carajo me caía tan mal? Quizá fuera solamente porque se llamaba «Mitzy». Vamos a ver, es un nombre de lo más ridículo.
Habían alquilado la sala de la planta de arriba del Duke of Lancaster, el local cutre de mi padre. No estaba impresionada para nada.
Mi padre no era el tipo de hombre que hacía las cosas a medias. Si le pedías un helado, te compraba la furgoneta
No, mi padre era el hombre más generoso del mundo, por lo que el hecho de que ofreciese una fiesta barata en el Lancaster confirmaba mis peores presagios. Clarísimamente, era evidente, no cabía la menor sombra de duda: la rubia despampanante se había fundido todo su dinero en cuestión de semanas. Estaba flipada, sinceramente, de que, después de haberle chupado hasta la última gota de sangre, esta sanguijuela siguiera adelante con la farsa del compromiso. Porque eso es lo que era. Clarísimamente, era evidente, no cabía la menor sombra de duda.
Mientras permanecía de pie en la destartalada sala de la planta de arriba del vetusto Lancaster y esperaba a que llegaran los invitados, decidí dejar las cosas claras con él. Muy oportuna, ¿a que sí? Pero eso es lo malo de los juicios apresurados. Cuando se alcanza un veredicto precipitado, no se pierde ni un segundo en pronunciarlo.
Esperé a que Mitzy saliera de la habitación para ir a retocarse el maquillaje y le pillé por banda.
—Papá, ¿qué has hecho con todo tu dinero? —siseé entre dientes.
Se rió en mi cara.
—Has elegido el mejor momento, hija. Tranquila. Esto es una fiesta. ¿Te has pedido una copa ya?
No quería reconocer nada. ¿Acaso le había lavado el cerebro además de desplumarle?
—No me cambies de tema —dije—. Esto no se parece mucho al Ritz que digamos. Si todavía tienes pasta, ¿por qué das la fiesta aquí?
—Este es el bar de tu padre, Dayna —dijo una voz rubia a mis espaldas. Está claro que no se atrevía a dejarnos a solas ni un minuto y había vuelto de los servicios en un santiamén—. Y es aquí donde nos conocimos. Nos pareció el sitio indicado para celebrar una noche tan especial, ¿verdad, Michael?
Me quedé mirando a mi padre, ignorando deliberadamente la visión rubia que ahora se hallaba junto a él. Y creedme, no fue nada fácil. Llevaba un modelito plateado que centelleaba cada vez que se meneaba y que debía de haber costado al menos mil libras de la fortuna de mi padre. Pero tenía que admitirlo, estaba fantástica. Si Liz Hurley se hubiese presentado a un mismo estreno con —horror de los horrores— ese mismo vestido, se habría visto relegada a la página diez porque las fotos de Mitzy habrían acaparado las nueve primeras páginas.
—Dayna, escucha —dijo despacio—. Tu padre y yo estamos enamorados. No necesitamos gastar mucho dinero en una fiesta por todo lo alto para demostrarlo. Además queremos ahorrar nuestro dinero para más adelante.
«¿A qué venía eso de hablar en plural?», pensé. «Quieres decir que tú quieres ahorrar su dinero para más adelante, so víbora codiciosa a lo Ivana Trump.» ¿Qué había dicho durante el divorcio del siglo? «No te cojas sólo un cabreo. ¡Cógelo todo!». Saltaba a la vista que Mitzy le había hecho caso y la única diferencia era que no iba a esperar al divorcio: quería pillarlo todo ya.
—¿Por qué? ¿Qué quieres hacer con ello más adelante? —pregunté.
—Bueno, para empezar vamos a divertirnos un poco. Ninguno de los dos nos hemos divertido mucho en los últimos tiempos, ¿verdad, Michael?
Mi padre no respondió. Sólo la abrazó y me fulminó con la mirada. Yo quería decirle que los viejos no tienen que divertirse. Deben envejecer apaciblemente y con elegancia, manteniendo vivo el recuerdo de la madre de su hija y dedicando todo su tiempo a dicha hija sin madre. Le devolví la mirada airada hasta que no aguantó más y se dirigió hacia la barra.
Tal vez yo no había tenido la última palabra, pero al menos había tenido la última mirada. Sentí un leve y victorioso cosquilleo hasta que me di cuenta de que me había quedado a solas con Mitzy.
—Dayna, lo siento mucho, de veras —dijo, con la sombra de ojos brillante parpadeando bajo las luces de la discoteca—. Tengo la sensación de que no hemos empezado con buen pie. Teníamos que haber mantenido antes una conversación seria tú y yo. Nunca intentaré ser tu madre, ¿sabes?
¡Dios te oiga!
—No metas a mi madre en esto —respondí un poco borde.
Ahora se mostraba nerviosa.
—Mira... Lo siento... Lo estoy haciendo todo mal, ¿verdad? —dijo—. Entiendo que te sientas un poco... confusa de momento. Pero ahora que ya has acabado todos tus exámenes... tenemos que quedar y hablar como es debido... Pronto, ¿de acuerdo?
Nunca sería demasiado pronto, decidí. De todos modos no era momento para hablar porque la gente empezaba a llegar. Bill y Brenda fueron los primeros. Bill era el mejor amigo de mi padre. Los dos tenían una personalidad arrolladora y era llegar ellos y animarse una fiesta. Su llegada ahogó la tensión bajo un vaivén de carcajadas, besos y abrazos masculinos. Permanecí de pie, muda, como una pieza de recambio, y me sentí culpable por haber llegado con mi cara de «¿cómo que se ha muerto Diana?». Decidí seguir el ejemplo de Brenda y sonreí.
—¡Qué guapa has venido! —gritó de alegría mientras me miraba de arriba abajo.
Brenda llevaba un vestido que parecía un valiente pero malogrado intento de eclipsar el de Mitzy. Por contraste, me había vestido tal y como me sentía: a saber, de negro como para un entierro. Estoy segura de que estaba cualquier cosa menos «guapa».
—Gracias —balbuceé, al recordar de pronto que al menos mi bolso no era negro. Lo apreté contra mi cuerpo como si se tratase de una luminosa baliza de color; la prueba de que estaba de un humor tan festivo como ellos. El bolso era de ante marrón. Marrón oscuro. No creo que nadie se fijara siquiera en él.
—¿Has venido sola, Dayna? —preguntó Brenda—. ¿Y tu novio?
—Está trabajando esta noche —respondí con sinceridad.
—¿Qué? ¿No puede cogerse un día libre para celebrar el compromiso del padre de su novia? Vaya novio tan poco formal, ¿eh? —bromeó Bill.
—No está trabajando exactamente. Está estudiando para un examen, a decir verdad —repuse, tal vez demasiado a la defensiva.
—¿Estás de broma? —exclamó Brenda—. No te creo. ¿Simon pegado a un libro? ¿Qué está estudiando? ¿Sus turnos de trabajo?
—Ya no sale con Simon —intervino mi padre.
Bill y Brenda me miraron con compasión. Mi padre no era el único a quien le encantaba Simon.
—Se llama Chris —dije en tono desafiante.
—Chris —repitió Brenda, casi con tristeza —. Qué nombre más bonito.
—Venga, no estamos aquí para interrogar a Dayna sobre su vida sentimental —se rió Mitzy—. Vamos, Michael, ¿por qué no traes una copa a todo el mundo?
Michael obedeció al punto y condujo a sus invitados a la barra. Después el DJ me ahorró la vergüenza al poner el primer disco. «Anoche un DJ me salvó la vida», creo que fue, aunque puede que no sea más que mi memoria jugándome una mala pasada.
La fiesta había empezado.
Intenté divertirme. De verdad que lo intenté, pero no podía sacudirme de encima a mis demonios. Ya se había hecho oficial. Nunca volveríamos a ser sólo mi padre y yo. Curiosamente había pasado la mayor parte de mi vida preguntándome cómo sería tener una madre, pero nunca me había imaginado que llegaría a unirse a alguien en serio. Mi padre había pasado los últimos quince años intentando superar lo de mi madre y, por lo visto, al final lo había conseguido.
Pero yo no quería que lo superase.
No recuerdo gran cosa de mi madre. La imagen que tengo en la cabeza es una amalgama de cosas. Un diminuto puñado de recuerdos reales mezclados con unas pocas fotografías que teníamos y las cosas que mi padre me había contado de ella. Había rellenado los enormes huecos con una fantasiosa combinación de June Whitefield y la madre de Britney Spears.
Nunca me dijeron lo muy enferma que estaba, por supuesto. Yo sólo tenía tres años cuando se lo diagnosticaron. Y cuando murió, me contaron que me miraba desde el cielo. Y el cielo era un lugar maravilloso, lleno de ángeles, que no era tan malo y que algún día yo también volaría hasta el cielo para reunirme con ella en su nube, donde nos abrazaríamos sentadas allí para toda la eternidad, lo que compensaría con creces el tiempo irrisorio que habíamos podido compartir en la tierra...
¿Por qué los adultos cuentan a los niños semejantes estupideces? Porque es lo único que pueden hacer. Porque la única y espantosa certeza de la vida es que la muerte nos aguarda a todos y no tan pacientemente en el caso de mi madre. Y cuando llega, es definitiva. No hay vida después de la muerte, ni ángeles, ni se flota sobre las nubes: no hay nada de nada. Así que uno lo adorna un poco, y otro poco más, y antes de que nos demos cuenta hemos retratado la muerte como algo mullido y mágico y en absoluto como algo sombrío, aterrador y tan triste que el corazón roto tarda años en cicatrizar y cuando al fin lo consigue, parece más bien un amasijo lleno de costras.
A lo largo de los años, mi padre se dejó la piel para darme el cariño de un padre y una madre. Literalmente yo lo era todo para él. Una niña consentida, se podría decir. Pero ¿quién iba a decirle a él que se estaba equivocando al darme todo lo que yo quería para que no me percatara de que me faltaba lo único que de verdad necesitaba?
En retrospectiva, yo era la personificación de la niña mimada. Y así me estaba comportando en aquella fiesta, aunque no me diera cuenta de ello entonces.
Mi padre había conseguido prorrogar la hora de cierre hasta la una de la madrugada, pero yo no pude aguantar hasta el final. Me marché poco antes de la medianoche. Le dije que me lo había pasado fenomenal. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Espero que te lo hayas pasado bien, en serio —replicó—. Tal vez tengamos que hablar... De todo esto. Ha sido un poco repentino, ¿verdad?
—No te preocupes, papá —respondí mientras le abrazaba.
Por lo visto, en cuanto nos echamos un novio y empezamos a decirle cuánto le queremos, dejamos de decírselo a las demás personas que nos importan. No recordaba la última vez que se lo había dicho a mi padre, y en ese momento tuve muchas ganas de hacerlo. Pero cuando estaba a punto de decírselo, Mitzy me lo arrebató y se lo llevó a la pista de baile. Creo que la canción era «You make me sick»
Después de la fiesta, me sentí tan mal por haberme comportado así que tuve la certeza de que había suspendido los exámenes, como una especie de castigo divino. No tenía de qué preocuparme. Saqué matrícula y todo; la mejor nota de todo el año. Estaba ansiosa por llamar a Emily y contárselo.
—Me alegro muchísimo, Dayna —dijo, medio dormida—. Pero ¿sabes que son las cuatro de la mañana aquí?
Sí, desde luego, se alegraba muchísimo por mí.
Chris también se alegraba por mí. Mis exámenes se habían interpuesto entre nosotros y nos habían impedido conocernos mejor. Lo comprendía, por supuesto, puesto que él también estaba en medio de unos estudios muy importantes. Nos conformamos con un par de copas robadas a mis intensas y frenéticas horas de estudio. Durante semanas me convertí en una ermitaña social, pero encerrarme e hincar los codos era lo que tocaba. ¿Acaso estaba intentando demostrar algo a mi novio universitario y cerebrín? En absoluto. Me había enamorado de mi curso mucho antes de que él apareciera en mi vida. Pero impresionarle, sí que le impresionó.
—Soy una tonta. No puedo dejar de pensar que si hubiese trabajado así de duro en el instituto, ahora mismo podría estar estudiando cualquier carrera —le dije durante una de nuestras copas exprés. Enseguida me sonrojé. Él estaba sacándose una licenciatura en Ciencias de la Antigüedad (en serio) en el University College de Londres. Sinceramente, ¿le iba a dejar pasmado mi diploma de esteticista? Pero no tenía por qué preocuparme. Yo le importaba a Chris, ¿os acordáis?
—No malgastes nunca tu oxígeno en lamentar algo pasado, Dayna —dijo—. Estás cambiando tu vida ahora mismo. Eso es lo único que importa. Eres una chica increíble, ¿lo sabías?
Aquello habría resultado condescendiente viniendo de cualquier otra persona que estudiara Ciencias de la Antigüedad (no paraba de repetirme a mí misma que debería averiguar de qué se trataba), pero viniendo de él me hacía sentir la leche de verdad. Me juré a mí misma que si alguna vez tenía hijos, les inculcaría la importancia de trabajar como una bestia parda en el colegio. Mi padre había sido un inútil. Su único consejo siempre era: «Sé feliz». Tonterías. ¿Qué sabía él? Miradle, arrejuntándose con la primera versión guapa de Myra Hindley
Me alegraba de que se hubieran acabado las clases. No me sentaba nada bien la vida de ermitaña. Pero había conseguido mi título —¡y con matrícula!— y ahora podía encontrar un empleo. Y podía pasar más tiempo con Chris.
Llegué a la conclusión de que me gustaba mucho. Era bueno, generoso y, sin lugar a dudas, el tío más listo que había conocido jamás.
Ahora bien, ser listo está muy bien, pero no es necesariamente afrodisíaco, ¿verdad? Quiero decir que Bamber Gascoigne
—¿Por qué no te pasas por mi casa el sábado? —preguntó—. Prepararé algo de cena y podremos celebrar los resultados de tus exámenes.
Allí estaba. La tan esperada invitación a su casa.
Una noche maravillosa para conocernos un poco más, seguida por un polvo apasionado y ardiente. Digamos simplemente que me sentía optimista.
Vaya optimismo más estúpido y mentecato.
La película que me había hecho: unas velas, música suave, una cena deliciosa (vegetariana), que Chris habría estado cocinando todo el día, un par de copas de vino, y a continuación la vibrante unión de nuestros cuerpos en una escena de amor tal que, en comparación, la de Titanic resultaría tan tórrida y apasionada como una toallita húmeda.
La realidad: pues... nada que ver. En absoluto.
No había estado nunca antes en un piso de estudiantes y, mientras iba en el metro, me lo imaginaba hecho una leonera. A ver, vivía con otros tres tíos, era inevitable, ¿no?
Pues estaba equivocada. El piso estaba tan... ordenado. El único desorden provenía de los instrumentos de música que allí se amontonaban. En el salón había varias guitarras, unos teclados y una batería. Y en el salón también estaban los tres compañeros de piso de Chris.
Ahora bien, yo sabía lo que hacíamos Chris y yo allí —ver fantasías arriba mencionadas—, pero ¿qué pintaban en casa tres tíos tan sanotes y no del todo feos un sábado por la noche? ¿Y por qué Chris no los había echado a la calle para tener un poco de intimidad? ¿Dónde estaba la velada romántica para la que me había arreglado tanto? ¿O más bien para la que me había preparado para desnudarme? Tendríais que haber visto la ropa interior que llevaba debajo de mis vaqueros. Pero era temprano y tal vez saldrían de un momento a otro y nos dejarían a solas.
—Bueno, ¿de quién es todo ese equipo? —le pregunté mientras me servía una cerveza en la diminuta (pero asombrosamente impoluta para un grupo de estudiantes) cocina.
—Es del grupo —respondió, despreocupado.
—¿Qué grupo? —pregunté. ¿Complementaba la beca trabajando a tiempo parcial cargando y montando los equipos de un grupo?
—El mío —explicó, como si tal cosa.
—¿Tocas en un grupo? —chillé, bastante aturdida.
La verdad es que no le pegaba nada. ¿Qué tenía de rockero? No fumaba, apenas bebía, y supongo que si alguien le hubiera pedido un poco de coca, se habría acercado a la tienda de la esquina a por un par de latas. No era un macarra como Liam de Oasis ni ponía los pelos de punta como Marilyn Manson, ni siquiera era un craso exhibicionista como Robbie Williams. No, lo siento, era demasiado... buenazo.
—¿Y quién más hay en el grupo? —pregunté, una vez superada la sorpresa.
—Estos de ahí —dijo y señaló a sus tres amigos que se encontraban en el salón—. Guy toca el bajo, Jonny es el guitarrista principal y Will toca la batería. Yo toco el teclado y un poco la guitarra... Y canto.
¿Cantaba? ¿Era el líder? Sin exagerar, me costó un huevo que no se me cayera la boca al suelo.
—¿Y cómo os llamáis? —pregunté.
—Todavía no lo sabemos. Como ya te dije, estamos empezando.
Miré a Chris —al afable y educado Chris— y luego, por el marco de la puerta, a sus compañeros de grupo igual de formalitos. ¿Cómo iban a llamarse? ¿Los Hombres Sobradamente Majos? ¿Las Bestias Loquitas de Atar (Pero prometemos no hacer ruido)? Andaba totalmente perdida.
Pero quizá fuera a sorprenderme. Tal vez, en cuanto sus compañeros de piso/grupo se fueran al pub a pasar la noche, se enfundaría los pantalones de cuero y me mostraría su oscuro, irresistible y atractivo lado rockero. Estaba pensando eso —vale, deseando—, cuando uno de sus compañeros de piso apareció en el umbral de la cocina.
—Este es Jonny —dijo Chris.
—Hola, Dayna, encantado de conocerte —respondió Jonny, muy amable—. Sólo quería avisaros de que está a punto de empezar.
¿Qué estaba a punto de empezar?, me pregunté.
—Hay una cosa en la BBC2 —dijo Chris, leyendo mis pensamientos—. Parece interesante... Si te va el rollo de la Antigüedad.
Estuve a punto de soltar algo como que Beethoven no era lo mío, pero mi instinto me dijo que era mejor estar calladita y sólo farfullé un «Mmm».
Chris nos tendió a Jonny y a mí una cerveza, cogió para sí una manzana del frutero y nos dirigimos a la sala de estar. Cuatro muchachos sanos y fuertes se disponían a ponerse cómodos delante de un documental sobre la Antigüedad. Un sábado por la noche.
Así que yo también me puse cómoda junto a ellos. Y mientras observaba los títulos de crédito que desfilaban sobre un fondo formado por el tipo de ruina que nunca me molesté en visitar en cualquiera de mis tres viajes a Grecia, Jonny indagó:
—¿Te interesan los griegos antiguos, Dayna, o sólo le estás siguiendo la corriente a Chris?
Lo único que conocía yo de los griegos antiguos era que Andreas regentaba el puesto de patatas fritas al final de mi calle, iba a cumplir ochenta y siete años la semana siguiente y su hija estaba pensando en organizarle una fiesta. De nuevo mi instinto me dijo que mantuviese la boca cerrada.
—Mmmm —dije.
Tomó eso por un sí.
—Eran una gente increíble, ¿verdad? —prosiguió—. Inventaron la democracia, pusieron los cimientos del pensamiento moderno y además descubrieron que la bañera rebosa si la llenas demasiado.
Chris, Will y Guy se rieron, así que yo también. Pero despacio, para no llamar la atención. Porque, vamos a ver, ¿qué coño resultaba tan gracioso?
—Aunque no lo creas, no solemos pasar así los fines de semana —dijo Chris, tal vez notando mi perplejidad—. Pero no es habitual que haya algo en la tele que sea útil para el curso. No se puede dejar de ver.
Mientras los chicos se concentraban en el documental, yo me fijé en el vídeo debajo del televisor. Tantos estudios universitarios para eso. ¿Por qué los memos simplemente no lo grababan?
Tomé otro sorbo de mi cerveza e hice un enorme esfuerzo para mostrarme más interesada que decepcionada: acababa de caer en la cuenta de lo sumamente improbable que resultaba ya cualquier tipo de contacto físico entre Chris y yo. Pero tal vez la pasión no era lo de Chris. Oh, yo sabía que podía mostrarse apasionado. Sobre la globalización y la crisis del SIDA en África y la esclavitud infantil en la India... Pero ¿y respecto a Dayna Harris? Empezaba a dudarlo.
Entonces empecé a oír los rugidos de mi estómago. Chris me había invitado a cenar, pero no había el menor rastro de cena en la cocina. Ni siquiera de menús de comida a domicilio. Estaba hambrienta. No había comido en todo el día para que mi vientre luciera bonito y plano en el momento en que desvelara mi nuevo tanga. Y no me importaba la comida vegetariana. Había hecho los deberes y había descubierto que, mientras se evitara la col, podía encontrarse en los restaurantes vegetarianos muchos platos ricos y que llenaban —zamparse la cesta de pan entera también ayudaba—. Chris había acabado la manzana y tiraba el corazón en un cubo de basura (así que los no rockeros no utilizan papeleras). Me preguntaba descorazonada si ya estaba saciado.
Tan entretenida estaba considerando estas cuestiones, como lo haría cualquier chica normal en mi situación, cuando me di cuenta de que me estaba perdiendo la conversación que estaban manteniendo sobre el programa.
—¿Y Los Espartanos? —dijo Jonny.
—¿Quieres que todo el mundo piense que somos una panda de empollones de la Antigüedad? —contestó Guy.
¿De qué estaba hablando? Eran una panda de empollones de la Antigüedad.
—Es un nombre genial —continuó Jonny—. Cierra los ojos e imagínatelo. «¡Un fuerte aplauso en el festival de Glastonbury... para Los Espartanos!»
Ah, estaban buscando nombres para su grupo. Confieso que me quedé aliviada. Tal vez no se parecieran mucho a los Guns "n" Roses, pero era lo más cercano a una conversación normal en toda la noche.
—Fijaos en éste —elevó la voz Will —. Los Mendas.
Jonny y Guy soltaron una carcajada y me sentí lo bastante segura para unirme a ellos.
—Lo siento, Will —dijo Chris—. Vaya mierda de nombre.
—Vale. ¿Qué os parece Patrulla de Nieve?
—¿Por qué? —inquirió Guy.
—No sé —respondió Will, encogiéndose de hombros—. Mola cómo suena.
Entonces empezó el desmadre total.
—Los Gags.
—Magenta.
—Ocre.
—Ocre amarillo.
—Incubación... pero con K.
—Los Kray
—Portón Down
—Los Segundamano.
—Los Kiwis.
—Los Rodajas de Melocotón.
—Los Granny Smiths.
Y para concluir:
—¿Qué os parece Manzana? —lanzó Chris.
Lo que fue acogido con miradas inexpresivas. Por supuesto. Vamos a ver, sinceramente. «Manzana».
—Esto no nos lleva a ninguna parte —se rió Jonny—. Así que nos vamos.
—Os dejaremos un poco de intimidad —sonrió Guy.
Los tres chicos se levantaron, cogieron sus chaquetas y se marcharón. Mientras los tres pares de pies bajaban la escálela ruidosamente, la velada recuperaba de pronto todo su potencial.
—¿Está bueno? —preguntó Chris, nervioso, mientras tomaba mi primer bocado.
Si yo fuese Gordon Ramsay
—Riquísimo.
—Qué bien. Tenía un poco de miedo de haberme pasado al caramelizar las chalotas, pero al final han quedado bien —dijo Chris.
Tanto empollarme cosas sobre el vegetarianismo para nada. No tenía ni idea de lo que hablaba. Sólo sabía que las chalotas no habían quedado bien. Lo mismo, por lo que yo veía, que el resto de lo que había en mi plato.
Pero al fin y al cabo, ¿qué podía saber yo?, pensé después. Tal vez esto era lo que se llamaba un «gusto adquirido». Por lo tanto, decidí disimular mi desagrado y tragármelo todo lo más rápido posible. Sería como quitar una escayola muy deprisa: una pesadilla mientras durara, pero una bendición una vez finiquitado todo.
—Madre mía, cómo te gusta la comida, ¿eh? —dijo Chris mientras hincaba el diente con alegría.
—Mmmm —respondí, con la boca llena de algo indescriptiblemente viscoso que parecía resistirse a ser tragado.
—Tendré que cocinar para ti más a menudo.
—Ummmnnn —contesté, rezando para que no lo interpretara como un «sí».
Cuando por fin acabé mi plato, me recosté y solté un suave suspiro de alivio. Mi calvario había terminado. Dejé que el vino se me subiera a la cabeza y, por primera vez aquella noche, me relajé. Sólo eran las diez de la noche. Con un poco de suerte, los compañeros de piso de Chris se quedarían en el pub hasta la hora del cierre, lo cual nos dejaba tiempo más que suficiente para conocernos mejor.
Mientras Chris se llevaba los platos a la cocina, me fui con mi copa de vino al sofá y me puse cómoda, mientras me colocaba mi nuevo tanga, que empezaba a molestarme bastante. Cuando volvió al salón, vino comiendo otra manzana.
—Te gustan las manzanas, ¿eh? —dije con una sonrisa.
—Mucho —respondió con otra sonrisa —. Y también me gustas tú.
Se sentó a mi lado y puso la mano en mi muslo.
—Esta noche ha sido muy frustrante —dijo con voz suave.
—Lo sé —asentí, intentando no suspirar mientras anticipaba lo que por fin estaba a punto de llegar.
—Tenía ganas de que los chicos se fueran, la verdad.
Podía sentir cómo la temperatura iba subiendo. Me sentí como Ali MacGraw en Love Story con Chris como mi Ryan O'Neal. Y era lo único que podía hacer para no llamarle Preppy.
—Los chicos son estupendos, pero me estaban tomando el pelo esta noche —continuó a modo de disculpa—. Todo ese rollo sobre el nombre del grupo, cuando lo que de verdad importa es la música.
—No te preocupes. Ya no están aquí —susurré.
—Lo sé, menos mal, porque quiero probar algo contigo.
¿¡Cómo!? ¿Qué quería decir con eso? Ya sé que todo el mundo se morrea de diferentes maneras, pero ¿qué tenía de tan especial la técnica de Chris para que se sintiera obligado a avisarme? Yo no era la chica más experimentada del mundo y no quería parecer una auténtica lerda, así que contesté:
—Claro, adelante.
Después me preparé. Me miró a los ojos, yo le miré a los suyos y esperé que, fuese lo que fuese lo que tenía previsto, no doliera.
—Estás aquí esta noche —dijo despacio— y te he escrito una canción.
—Oh, qué bonito.
Suspiré y sentí un enorme alivio. No lo había visto venir. ¡Me había escrito una canción! Era la primera vez. Simon jamás me había escrito ni siquiera un post-it.
—A ver, cántamela —respondí.
—No, ésa es la frase que quería probar contigo —dijo—. «Estás aquí esta noche y te he escrito una canción».
—¿Querías probar una frase?
—Sí.
—¿Y eso era todo?
Se descompuso.
—¿No te ha gustado?
—No... quiero decir que sí, me gusta. Me encanta.
Creo que entonces me sentí también un poco tonta.
—Está bien. No tienes por qué ser amable. Me parece que todavía no le he pillado el punto. Tengo estos acordes.
Se aproximó detrás del sofá y sacó una guitarra. La rasgueó, se detuvo para afinarla y volvió a rasguearla otro poco y luego preguntó:
—¿Qué te parece?
—Muy... bonito —dije con sumo cuidado: ¿Por qué me lo preguntaba a mí? ¿Quién era yo? ¿Una productora de Sony Music?
—Son unos acordes mágicos. Los llevo en la cabeza desde hace días. Pero no consigo dar con una letra que le pegue. He probado un montón de variaciones, pero ninguna parece encajar.
Y entonces arrancó. Cantó con una voz suave e increíblemente conmovedora. Sorbí otro poco de vino, me recosté y le dejé continuar.
—«Te he escrito esta canción... Todo lo que haces... Cualquier cosa que hagas... Cualquier pequeña cosa que hagas es mágica...» Mierda, no, suena demasiado a Sting. Empezaré otra vez. «Te he escrito una canción...»
Y continuó dale que te pego.
Y otro poco más.
Y más.
No quise interrumpir así que me dediqué a beber sorbitos de vino hasta que mi copa se quedó totalmente vacía y entonces, pues, es posible que me quedara dormida.
—Despierta, Dayna, vamos, arriba —dijo una voz que se entrometía en mi sueño.
Me obligué a abrir los ojos y mientras el mundo se tornaba más claro, descubrí a Chris que me observaba tímidamente.
—¿Qué pasó? ¿Qué hora es? —pregunté, aturdida.
—Las doce y pico.
—Oh, ¿has terminado tu canción? —pregunté, recordando de pronto dónde lo habíamos dejado.
Sonrió.
—No seas tonta. Pero creo que ya tengo la primera frase. Lo siento. Debes de creer que soy un tío muy egocéntrico.
Bueno, sí que se me pasó por la cabeza. ¡Menuda cita! Remata el documental más aburrido del mundo y la cena más incomestible del mundo haciéndome escuchar cómo ensaya su canción.
—No debí hacer eso. Es imperdonable por mi parte —prosiguió, evidentemente leyendo un poco mis pensamientos—. Yo también tenía muchas ganas de pasar un rato contigo esta noche. Creo que me he tomado una copa de más. Me dejé llevar.
—Sólo te has tomado una copa.
Este comentario le puso aún más incómodo, pero me sentía dolida. Literalmente. Todavía llevaba puesto ese tanga que parecía un hilo de cortar queso, ¿os acordáis?
—Si querías trabajar, habérmelo dicho y me habría marchado cuando se fueron tus amigos.
—Por favor, estás muy equivocada —me suplicó—. Es que me pongo así cuando se me ocurre una idea para una canción. No puedo dejarlo y sudo la gota gorda hasta que la termino y... —fue callándose, pero su gesto desconsolado revelaba su sinceridad—. ¿Por qué no fijamos una nueva cita ahora mismo y te prometo que te compensaré?
—No estoy segura... —respondí, mientras sentía cómo me iba derritiendo poco a poco, pero todavía seguía desconcertada por su falta de interés por mí. Me parecía que estaba fingiendo las ganas de volver a verme. Tenía mi orgullo. Si alguien iba a dejarlo primero, ésa iba a ser yo.
Me levanté del sofá y recogí mi abrigo.
—Por favor, Dayna —dijo, viniendo detrás de mí con los brazos tendidos.
Dejé que me abrazara y, la verdad, a pesar de que estaba dolida, me sentó de maravilla y cedí.
—Está bien —asentí—. Lo volveremos a intentar.
—Bien —respondió, besándome suavemente—. Y te prometo que no habrá ninguna letra de canción a la vista. Vamos, te llevo a casa.
—De acuerdo —dije, con una leve sonrisa—. Te agradezco que me lleves. —Al menos me ahorraría el taxi—. Pero ¿no dijiste que habías tomado una copa de más?
—No digas bobadas. Sólo me tomé una copa.
Tengo que admitirlo, me sentí muy desconcertada durante el trayecto de vuelta a casa. No entendía nada. Las veces que habíamos quedado hasta entonces, parecía que yo le gustaba mucho. Pero esa noche, me trató como si fuera su hermana. O su Bernie Taupin
Cuando me llamó por teléfono unos días más tarde, sugirió vagamente que quedáramos y yo respondí vagamente que tal vez. Para ser sincera, tenía la impresión de que habíamos terminado y estaba hecha polvo. Había tanto en Chris que me gustaba pero algo me decía que lo nuestro jamás funcionaría.
Al viernes siguiente, tuve la oportunidad perfecta para quitarme el mal rollo de encima. Unas compañeras de la academia Holstein salían a celebrar que habían aprobado el curso. Hannah se había encargado de organizarlo. Vivía en Camden y explicó que se llevaba bien con los jefes de un bar de copas de la zona y que conseguiría que nos dejaran entrar gratis. Sonaba bien. Aunque un viernes por la noche el ambiente podía tornarse un poco salvaje, me gustaba el barrio de Camden y sólo estaba a un par de paradas de autobús de mi casa.
Éramos veinticinco chicas apuntadas al curso. Pero supongo que la mayoría lo celebraba en sus respectivos dominios en Essex o Hampstead, porque tan sólo aparecimos seis. Quedamos con Hannah en la boca del metro e hicimos a pie el corto recorrido hasta la discoteca.
Allí nos topamos con una cola que daba la vuelta al edificio y llegaba casi hasta la mismísima boca de metro.
—Creía que podías colarnos, Han —se quejó una de las chicas mientras los cielos se abrían y una lluvia torrencial se abatía sobre unas jovencitas ligeras de ropa.
—Ya, pero aún así tenemos que hacer cola primero —le respondió Hannah.
Empecé a preguntarme quién era su contacto en el local. ¿La mujer de la limpieza quizá?
Después de llevar una hora avanzando terriblemente despacio bajo la lluvia, llegamos ante la cuerda de terciopelo rojo y el fornido muro formado por los porteros que se elevaba detrás. Hannah se acercó a uno de ellos y le parpadeó con sus emborronadas y empapadas pestañas.
—Soy Hannah —dijo—. Una amiga de Greg.
—¿Quién? —gruñó el portero.
—Greg. El encargado del bar.
—No me suena de nada, bonita.
—Además el local está lleno —continuó otro portero bastante más borde—. No podemos dejar pasar a nadie más. La normativa contra incendios.
—Habla con Greg —chilló Hannah con indignación—. Llámale por la radio ésa que tienes ahí.
—Aquí no hay ningún Greg y tú no vas a entrar.
Hannah siguió discutiendo, pero yo ya estaba mentalizada en dar la noche por perdida. Me estaba congelando, tenía el pelo hecho un desastre y un auténtico río fluía por mis sandalias de plataforma. Me disponía a preguntar quién se apuntaba a celebrar el final del curso con un kebab del puesto de comida griega para llevar cuando oí su voz:
—¡Dayna!
Levanté los ojos y descubrí a Simon con su cazadora de aviador negra con la palabra «seguridad» bordada a la espalda de modo tranquilizador.
—Se te ve muy... mojada —se rió.
—¿Trabajas aquí ahora? —pregunté.
—Sí. Tuve que dejar Stockwell al final. Se estaba convirtiendo en O.K. Corral. En fin, ¿qué haces tú por aquí?
—¿Le conoces, Dayna? —se entrometió Hannah, viendo de pronto una luz al final de un túnel muy mojado.
Asentí.
—¿Conoces a Greg? —preguntó a Simon.
—No me suena de nada. ¿Qué pasa, chicas? ¿Queréis entrar o qué?
—No, hemos venido a empaparnos y a admirar a los porteros —respondí, castañeteando los dientes—. Claro que queremos entrar.
Sin ni siquiera consultar a sus compañeros, Simon desabrochó la cuerda de terciopelo y dejó pasar a seis muchachas muy empapadas y muy agradecidas. Ya era un héroe, pero cuando añadió «decidle a la chica de la taquilla que Simon ha dicho que no tenéis que pagar» se convirtió en Superman.
Me quedé un poco atrás.
—Gracias, Simon. Me has salvado la vida. Otra vez.
—No pasa nada —se encogió de hombros—. Aunque podrías devolverme el favor.
—Por supuesto. ¿De qué se trata?
—Tengo que rellenar unos impresos y... Bueno, tú ya me conoces con el papeleo.
Conocía bien a Simon y el papeleo. No es que fuera analfabeto, pero ante cualquier cosa que llevase una cuadrícula se echaba a temblar. Recuerdo una vez que intentaba rellenar una primitiva hay que marcar seis pequeñas cruces, ¿verdad? Imposible para él.
—¿Qué pasa con Joanne? —pregunté—. ¿Por qué no se lo pides a ella?
—¿Conoces a Joanne?
—Sabes que sí. Fuimos al colegio juntas.
—Bien, pues entonces sabrás que el papeleo tampoco es lo suyo. Ni siquiera puede rellenar una quiniela.
«¡Ja!», pensé, muy orgullosa. Puede que la zorra de Joanne sea una fiera en la cama, pero no podía rivalizar conmigo en cuanto a rellenar impresos.
Eso es lo maravilloso de ser joven.
Una ve cumplidos en las cosas más disparatadas.
Una vez que entramos, las chicas se abalanzaron sobre mí. Salía humo de sus cuerpos y no sólo por el vapor de la lluvia. Se habían vuelto locas con Simon.
—Dios mío, está buenísimo —babeó Hannah—. ¿Puedes presentármelo?
La miré y también a la ínfima cantidad de ropa que llevaba puesta —poco más que su ropa interior, para ser sincera—, y pensé que podría ligárselo sin mi ayuda. Entonces le dije:
—Es inútil. Ya tiene novia.
—¿Y qué? —respondió—. Eso no me ha detenido nunca.
Todas rieron. Todas menos yo.
¿Qué les pasaba a algunas tías? Yo jamás habría ido tras el novio de otra chica y esa conversación me estaba cabreando por momentos.
—Bueno, él no la engañaría, lo sé de buena tinta. No es ese tipo de hombre —dije, seguramente con cierta suficiencia y superioridad moral y también muy deshonesta.
—No existen los hombres «no son de ese tipo» —me informó Hannah—. Todos son de ese tipo. Son hombres, ¿no? Eres tan ingenua, Dayna.
Todas volvieron a reírse y, esta vez, yo también. Bueno, no quería parecer incapaz de aceptar una broma. No soy ese tipo de chica.
A la mañana siguiente, me quedé remoloneando en la cama por necesidad. Al menos hasta que sonó el teléfono. Miré el despertador: las siete y diez, ¡joder!
—Buenos días —gorjeó una animada voz.
Tardé un momento en darme cuenta de que era Chris.
—Ouah... —dije, lo que sonó a «hola» en mi cabeza.
Se rió.
—Una noche movida, ¿eh? Está bien para algunas. Yo no terminé mi tesina hasta las cuatro de la mañana.
—Ajá... —continué, que era lo mejor que podía decir y lo que parecía más adecuado a la vez.
—Oye, tengo muchas ganas de volver a verte. Y te prometo que nada de grupos musicales esta vez. ¿Haces algo esta noche? Podría ir a tu casa. Llevaré un poco de vino. Y si quieres, cocinaré para ti otra vez.
Eso me espabiló por completo.
—No, no puedes. Quiero decir, no podría permitir que te tomaras tantas molestias —balbuceé, desesperada—. ¿Por qué no salimos?
—Vale, quedamos pues —dijo, muy contento—. Pasaré a buscarte a las siete.
Después de colgar, dejé que mi cabeza volviera a caer sobre la almohada, preguntándome si había hecho lo correcto. Me había pillado por sorpresa, al llamarme al alba y amenazarme con cocinar y el miedo me había llevado a aceptar la invitación. Pero mientras cerraba los ojos, pensé que no era tan mala idea. Ambos necesitábamos una segunda oportunidad para ver si esta relación tenía algún futuro antes de limitarnos a ser «sólo buenos amigos». Mientras me quedaba dormida otra vez, me sentí llena de optimismo. Seguro que tenía una sonrisa en los labios...
Estaba a punto de aceptar la corona de Miss Mundo cuando el teléfono sonó de nuevo. Esta vez era Simon.
—Me alegro de haberte visto anoche, Dayna. Qué raro que aparecieras por ahí. Pero ¡guay! Oye, no te vi marchar. Seguro que me pillaste en un descanso... Espera, no te habré despertado, ¿verdad?
—Uff... —respondí, que en mi cabeza sonó a «no, para nada. Llevo horas levantada».
—¡Dios! Esa amiga tuya es un poco traviesilla, ¿eh?
—¿De qué me estás hablando?
Tenía la cabeza todavía llena del precioso trono en el que me disponía a sentarme y me costaba seguirle.
—Cómo se llama... El mini corpiño rosa con plataformas transparentes...
De pronto ya me había puesto las pilas.
—Hannah.
—Eso es, Hannah. Esperó a que acabara mi turno. La acompañé a su casa. Puedes venir cuando quieras con amigas como ésa. Muy maja. En fin, ya estoy en casa. Tengo que echar una cabezadita, estoy hecho polvo. ¿Cuándo paso por tu casa?
Miss Mundo se había volatilizado por completo y, en su lugar, había irrumpido una visión de Hannah y Simon dándole dale que te pego como dos conejitos alimentados con ostras. Lo que hacía a espaldas de Joanne no era asunto mío... Pero, francamente... ¿Cómo podía?
—¿Sigues ahí? —preguntó—. ¿Te he preguntado cuándo me paso por tu casa. Los impresos, ¿lo recuerdas? Ibas a ayudarme a rellenarlos.
Pensé en mandarlo a tomar viento, pero, bueno, se lo debía, ¿no?
—Vale —suspiré—. Pásate mañana por la mañana. A las diez y media. Ni un minuto antes.
Eran las ocho menos cinco cuando colgué y ya estaba totalmente despierta. ¿Qué coño les pasaba a estos tíos? Ya era bastante que te liaran, pero ¿tenían además que despertarte al alba para hacerlo? El sol apenas despuntaba, pero ya se había ido al garete mi plan de levantarme tarde y no estaba de buen humor. No debía de importarme lo que hacía Simon, pero, por lo visto, sí me molestaba. No hacía tanto tiempo que yo estaba en el pellejo de la zorra de Joanne Robinson. Bueno, no literalmente, claro. Llevaba unos tacones de quince centímetros mientras yo usaba unas sensatas zapatillas deportivas como todas las chicas que no son unas zorras. Pero, a pesar de nuestras diferencias, allí me veis, tumbada en la cama sintiendo lástima por ella. ¡Increíble!
La compasión no duró mucho, sin embargo. La interrumpió el teléfono. ¿Qué iba a ser?
Esta vez era mi padre.
—Sólo quería recordarte lo del almuerzo de hoy. Sáltate el desayuno porque Mitzy se encarga de cocinar.
¡Ayyyy! Mi mal humor acababa de empeorar.
Mi padre tenía razón. Cuando llegué delante de la verja del jardín, me llegó un aroma anunciándome que íbamos a disfrutar de una completa comida dominguera, un día entero antes de tiempo. Mientras tocaba el timbre, olfateé el ambiente. Estaba hambrienta. Hora de hacer las paces con Mitzy pues.
—Sírvete una copa, Dayna —dijo mi padre después de dejarme pasar—. Estoy ayudando a Mitzy en la cocina.
Llevaba un paño en el hombro. Nunca había visto uno de ésos por casa antes.
Me serví una copa de vino y me senté, tras decidir que no iba a ayudar. Mis malos sentimientos volvían. El ambiente doméstico me producía unos efectos muy extraños. Mi padre no era ningún vago, pero toda esta actividad hogareña resultaba fuera de lugar. Lo más cerca que mi padre y yo habíamos estado de un mantel cuando me criaba era el envoltorio del pescado frito con patatas que comprábamos.
Oí cómo Mitzy alzaba la voz en la cocina.
—Pensé que tú estabas pendiente de la hora.
—¿Qué te hizo pensar eso? —preguntó mi padre.
—Porque oí muy bien cómo decías «yo me encargo de los Yorkshire puddings
—Sólo quise decir que los metía en el horno, nada más.
—¿Y qué te pensabas? ¿Que el horno sabe apagarse solo?
No podía discernir si estaba realmente molesta o le tomaba el pelo. Me gustaba la idea de que tuvieran una buena bronca y que ella saliera de casa hecha una furia para no volver nunca más...
—... ¡Míralos! —gritó—. Están hechos una pena. Puedes tirarlos a la basura.
Escuché y, tras un silencio, mi padre apareció con un plato repleto de Yorkshire puddings perfectos.
—Fíjate tú —dijo, riéndose—, han subido un milímetro de más y se han tostado una pizquita de más y va ella y dice que están hechos una pena. Quién me mandaría a mí enamorarme de una perfeccionista, ¿eh?
¿Quién te manda enamorarte de nadie, padre?
Mitzy le siguió con el asado de ternera y, en cuestión de minutos, la mesa estaba crujiendo bajo el peso de tantos platos. ¿Quién se había creído que era? ¿La hermana glamurosa de Delia Smith
Cuando empezamos a comer, Mitzy parecía algo nerviosa.
—¿Está bien la salsa, Dayna?... ¿Las patatas no están demasiado crujientes?... ¿Te has puesto chirivías?
No tenía motivos para preocuparse. Era una cocinera increíble e hinqué el diente a su comida como si fuera mi primer alimento tras una larga condena en la cárcel. O tras una cita con Chris.
Mmmm, carne.
Pero ¿tenía que caerme bien sólo porque supiera cocinar? Estaba confundida. Mientras la estaba felicitando por sus guisantes con menta, me preguntaba por qué se había pintado las pestañas para comer, si su falda no era un par de centímetros demasiado corta y por qué llevaba el pelo de un color rubio platino a lo Jessica Simpson y no azul a lo Marge Simpson. Era como cuando la cuarentona de Carol Vorderman salió en toda la prensa por mostrarse demasiado sexy en alguna entrega de premios y todo el mundo chasqueó la lengua con desaprobación porque debía de envejecer tranquilamente y parecerlo. Aquello me había sacado de quicio, pero ahí estaba yo juzgando a Mitzy de la misma manera.
¿Acaso me habría caído mejor si hubiese sido una mujer desaliñada y anticuada? Lo dudo.
Me arrellané con el estómago lleno de una exquisita comida y la cabeza repleta de maldad, totalmente ajena a mi propia hipocresía.
—Mitzy va a vender su casa, Dayna —anunció mi padre, mientras rellenaba mi copa con la última gota de vino—. Se muda aquí.
Le miré fijamente, sin poder moverme y sólo en parte porque había comido demasiado. Pero ¿qué esperaba? Estaban comprometidos. Claro que iban a vivir juntos.
—Dayna, quiero que te alegres mucho por tu padre —dijo Mitzy, pasando de mostrarse pizpireta a ponerse seria y sincera en un abrir y cerrar de ojos llenos de rímel—. Pero, más que eso, quiero que sepas que nunca me interpondré entre vosotros dos. Quiero que sigáis estando tan unidos el uno al otro como siempre.
En ese momento, me sentí a miles de kilómetros de mi padre, pero me callé. Ni de coña iba a decir nada que la hiciese sentirse más cómoda. Mi padre me estaba leyendo el pensamiento, al parecer, porque intentó hablar en mi nombre.
—No pasa nada, ¿verdad, chiquilla? —dijo, con una pizca de desesperación en la voz—. Creo que nos vendrá bien a los dos tener a Mitzy cerca... ¿No te parece, Dayna?
Estaba ansioso por que yo dijera algo, preferentemente algo agradable, pero sencillamente no se me ocurría ninguna palabra, ni buena ni mala.
—Siempre he lamentado no tener hijos —continuó Mitzy, para colmar el silencio—. Siempre me gustó la idea de tener una gran familia, pero Harry no quería tener hijos. Dijo que era demasiado viejo. Pero no tan viejo como para largarse con su maldita secretaria, ¿a que no?
Había recolectado bastantes datos de mi padre para completar el puzzle de lo que le había pasado a Mitzy. Harry era diez años mayor que ella y la había dejado por una chica de veintitrés años. ¿Sentía pena por Mitzy? Claro que no. Apenas la conocía y no conocía a Harry en absoluto, pero estaba totalmente convencida de que sabía lo que había ocurrido exactamente. No es que se hubiese dejado engatusar por una modelo más joven y sexy. No, la había dejado porque había calado a Mitzy. Y ojalá mi padre lo hiciese también, antes de que fuera demasiado tarde.
—Este es mi sueño hecho realidad, ¿sabes, Dayna? —prosiguió, mientras cogía la mano de mi padre por encima de la mesa—. Nunca pensé que conocería a otro hombre... Podría ser tan maravilloso. Sólo llevará algo de tiempo, nada más. Cuando ya estemos casados, podremos...
—¿Qué? —me atraganté.
¿Había oído la palabra «casados»? Sí, de acuerdo, estaban comprometidos y los compromisos suelen llevar al matrimonio. Pero yo albergaba la esperanza de que éste fuese diferente y que estuvieran comprometidos para los restos.
—Bueno, después de la boda, tal vez podamos irnos todos juntos de vacaciones a alguna parte. Para conocernos mejor. Como una familia. ¿Qué opinas? —me preguntó con una sonrisa que ahora le hacía parecer desesperada a ella.
¿Que qué opinaba yo? El pánico iba apoderándose de mí. ¿Qué me parecía a mí, maldita sea?
—Me parece... que voy a vomitar —respondí.
—Vaya, ¿es algo que has comido? ¿La carne? Estaba demasiado poco hecha en el centro, ¿verdad? Lo sabía...
—No es la comida —dije mientras me ponía de pie—. Creo que será mejor que me vaya.
—Espera —gritó mi padre mientras abandonaba la habitación—. Tómate el café. Tenemos que aclarar todo esto.
—No hay nada que aclarar, papá. Sólo que no me encuentro bien. No te preocupes. Te llamaré.
Mientras me marchaba, pensé que no existía lugar en el mundo que me alejara lo bastante de aquellos dos tortolitos.
Abandoné la casa de mi padre y seguí caminando. Normalmente me habría dirigido a la parada del autobús, pero decidí que una caminata de tres kilómetros, cuesta arriba, hasta mi apartamento me vendría de perlas para digerir los últimos acontecimientos. Desde luego era lo que necesitaba para digerir la comida. Estaba absolutamente llenísima. Madre mía, cómo cocinaba esa mujer. Pero ¿por qué me cabreaba tanto pensar en ella? Ya se me había pasado lo de pensar que sólo andaba detrás de su dinero. Hasta donde podía ver, había salido bien parada de su divorcio. Además ¿por qué iba una cazafortunas a perder el tiempo con mi padre cuando había muchísimos millonarios de verdad disponibles para ser desplumados?
Por lo tanto, no era por el dinero. Tampoco era por sus dobladillos o el color de su pelo. Ya no podía engañarme más a mí misma. Sabía lo que estaba pasando. El hombre que me había criado solo desde los cuatro años me estaba siendo arrebatado. Se reducía al final a un único y feo sentimiento: celos.
Cuando regresé a mi apartamento, me topé con Kirsty, la norteamericana que vive al otro lado de mi rellano. Estaba rodeada de un montón de bolsas de la compra y luchaba con un juego de llaves.
—¿Todo bien? —pregunté mientras sacaba de mi bolso la llave de mi propia casa.
—Sí, gracias. —Luego levantó la vista y me miró—. Joder, qué mala cara traes.
Kirsty siempre era muy directa. Supongo que sería por ser norteamericana, porque ¿a que todos allí son muy directos? O como decimos los británicos, ¿groseros?
—Acabo de volver andando de Kentish Town —expliqué—. Todo cuesta arriba, estoy agotada.
—En serio, tienes una cara horrible. —Directa y muy perspicaz—. ¿Qué pasa?
—Nada, cosas de familia. No te interesa saberlo. —Sentí cómo me temblaba el labio inferior.
—A ver, inténtalo —dijo, abriendo al fin la puerta y manteniéndola abierta.
Kirsty era vecina mía desde que Emily y yo nos mudamos. Parecía una tía maja, pero no la conocía más allá de las breves conversaciones de escalera. Sin embargo me gustaba su aspecto. Llevaba los pantalones muy anchos y sueltos, las camisetas y el pelo muy cortos y molaba el sonido que hacía su piercing en la lengua al golpear con los dientes.
Y lo estaba haciendo en ese preciso instante.
—¿Te apetece una birra?...
Clic, clic, clic.
Asentí y luego observé cómo arrastraba las bolsas de la compra en la cocina.
Sabía que había estudiado Bellas Artes y ahora se dedicaba a diseñar cosas, pero no tenía ni idea de qué. Eché un vistazo por el salón en busca de alguna pista. No había ninguna. Desde luego le gustaba mantener su casa en plan minimalista.
Reapareció con dos botellines helados y me tendió uno.
—Siéntate —me dijo con una sonrisa, mientras me señalaba el sofá—, y cuéntame, ¿qué ocurre?
Así que se lo conté.
—No me parece algo tan malo —opinó cuando terminé—. Se está esforzando contigo y tu viejo está feliz. Si mi madre hubiera conocido a otro, tal vez no habría pagado su amargura conmigo. En el cole tenía un apodo: «la Ojos Morados». Me «chocaba» con más puertas que Ray Charles... Tu padre y esa Mitzy... sólo es cuestión de que te hagas a la idea, nada más. Créeme, los celos no durarán para siempre.
Ya estaba. Me había pillado. Recompensé su perspicacia diciéndole bruscamente:
—Al menos tú tuviste una madre cuando eras pequeña.
—¿Qué pasó? —preguntó, sorprendida.
—Nada particular. Murió, nada más.
Se produjo un largo y tenso silencio y luego dijo:
—Lo siento... Lo siento mucho.
Me sentí fatal. Ella no lo sabía. Casi nunca hablaba de mi madre con nadie. No quería ser otra tía coñazo más contando una historia triste a alguien a quien le importara una mierda. A no ser que hubiesen conocido a mi madre, ¿qué sentido tenía?
—Joder, lo siento de veras, Dayna —repitió—. Soy una bocazas.
—No, soy yo la que lo siente —balbuceé—. No podías saberlo.
Bebimos nuestras cervezas en medio de un extraño silencio y sentí una necesidad apremiante de romperlo.
—¿Y por qué no estaba tu padre en casa? —pregunté—. ¿Os abandonó cuando eras pequeña o algo así?
—Ojalá —respondió con una risita—. No, nunca conocí a mi padre. Mi madre jamás quiso decirme quién era. Tal vez porque ella misma tampoco lo sabía.
—Eso es tremendo.
—Eso era lo de menos...
Ya estaba. Eso abrió la caja de los truenos y Kirsty se desahogó contando su vida. Era increíble. Increíblemente horrible, quiero decir. Era como oír a varios protagonistas del reality de Jerry Springer todos en uno. Mientras escuchaba boquiabierta, imaginaba los rótulos que aparecerían bajo su imagen.
kirsty: mi madre era una indigente alcohólica y violenta.
kirsty: sufrí abusos de tíos carnales que no eran tíos carnales de verdad.
kirsty: embarazada a los 14 años de un tío carnal que sí era un tío carnal de verdad.
Ya sé lo que estaba haciendo Kirsty: me estaba soltando el rollo ése de que siempre hay alguien que está peor que tú. Pero si yo os cuento que me duele la cabeza y me contáis que os cortasteis el dedo en la batidora, lo metisteis en hielo, fuisteis corriendo al hospital y allí os lo reimplantaron en una operación que duró diez horas, será sin duda una historia tremenda, pero cuando hayáis acabado, me seguirá doliendo la cabeza, ¿verdad?
—Pero mírame ahora —concluyó—. Tengo veintinueve años y estoy bien. Claro que tengo cicatrices, pero todo el mundo las tiene. Deberíamos sentirnos orgullosas de ellas, no avergonzadas. Y si le das el tiempo suficiente, dejarán de doler. Ni siquiera escocerán.
Tiempo. Tenía razón y yo lo sabía. Esa tarde me sentía tan deprimida como no lo había estado nunca, pero sabía que con el tiempo me sentiría mejor.
Y hablando de tiempo, miré el reloj y me sobresalté porque no me había dado cuenta de que llevaba allí tanto rato. ¿A que el tiempo vuela cuando intercambias penas con alguien? Chris iba a pasar a buscarme en media hora y tenía que cambiarme.
—Gracias por la cerveza, Kirsty. Me ha venido muy bien charlar contigo. Ahora tengo que irme —dije, mientras me ponía de pie.
—¿Una cita interesante?
—Bueno, una cita. Ya veremos luego si se pone interesante.
Había algo que le quería preguntar antes de irme. Me había estado carcomiendo un poco desde que lo mencionara Simon meses atrás.
—Kirsty, ¿puedo preguntarte una cosa? ¿Qué te pareció Simon?
—¿Tu ex? Sin querer ofenderte, pero es un capullo de primera. ¿Por qué lo preguntas?
—No, por nada... Es sólo que... No tiene importancia.
—Dímelo. Ahora me tienes intrigada.
Me miraba con gesto burlón y me ruboricé.
—Tenía la impresión de que... te gustaba —dije atropelladamente.
Echó la cabeza hacia atrás y soltó una gran carcajada.
—Estará todo lo bueno que tú quieras, pero es demasiada testosterona para mí. ¿Es que no lo sabes?
—¿Saber el qué?
—Que me van las chicas.
Por supuesto, siempre lo había sabido.
—Bueno, ¿qué te apetece ir a ver? —preguntó Chris mientras esperábamos en la cola del cine—. Ponen Novia a la fuga, pero estoy seguro de que no tienes la menor gana de ir a ver esa cursilada.
—No digas tonterías —me reí. Claro que no quería. Ya la había visto dos veces con mis amigas de la academia—. ¿Qué te parece Toy Story 2? —sugerí.
Se rió.
—Lo sé, es ridículo, ¿verdad? Hollywood se ha vuelto loco haciendo secuelas. Son capaces de hacer cualquier cosa con tal de poder añadir un número al final del título.
—Vale, pero no has respondido a mi pregunta. ¿Qué te parece Toy Story 2?
—Podríamos ver Cómo ser John Malkovich -dijo, todavía sin hacerme caso—. Dicen que está muy bien, con mucho bla bla bla.
Dejé de escucharle. No, no quería ver Cómo ser John Malkovich. No es que yo fuese una chica superficial o inmadura, ni nada por el estilo, pero quería ver algo que tuviese explosiones atronadoras y fogosas escenas de amor, y a ser posible con actores famosos. ¿Quién coño era ese John Malkovich y por qué querría nadie ser como él?
—Oye, ¿y Dos vidas en un instante? Dicen que está genial —dije con entusiasmo, y enseguida supe que había hecho la mejor elección de la noche. Por supuesto era una comedia romántica y sin duda no era el tipo de película que él elegiría normalmente, pero de la manera en que me abracé a él, apreté mi cuerpo contra el suyo y le dije jadeando «¿qué dices?», sólo podía estar de acuerdo conmigo en que era una excelente elección.
—Pero Cómo ser John Malkovich ha tenido muy buenas críticas y...
—Por favor... —insistí, pegándome a él todavía más.
—Está bien —accedió, sólo un poquito a regañadientes—. He visto a Paltrow en Seven. Muy buena película. Si te va ese rollo.
Genial. Nos habíamos puesto de acuerdo en una película. Eso era un buen comienzo. Quizá lo que nos separaba no iba a suponer el final de nuestra relación después de todo. Vale, si nos referimos al punto en el que estábamos, tal vez me precipitaba al hablar de una «relación», pero el siguiente paso era inminente. Estaba segura de ello y me había vestido en consecuencia. Otra vez. Debajo de mis pantalones anchos lucían las braguitas más sexis que había visto jamás. Las había comprado esa misma mañana y estaba convencida de que se convertirían en mis braguitas de la suerte.
—Estuvo genial —exclamó Chris con entusiasmo al salir del cine.
—¿Ah sí? —pregunté, frunciendo el ceño.
—Tenía un acento impresionante, ¿no te ha parecido?
—Pues sí, supongo que sí —asentí refunfuñando sólo en parte.
A decir verdad, el acento inglés de Gwyneth Paltrow me había parecido la leche, pero se estaba mostrando tan efusivo con ella que había que cortarle el rollo. A ver, a ninguna mujer le gusta verse superada por otra mujer, aunque sea una actriz famosa a la que su novio seguro que no va a conocer jamás.
—Creo que está bastante infravalorada. Tiene un estilazo. Y además está muy buena. —Me dio golpecitos con el codo para meterse conmigo al percibir mi malestar.
—A mí no me lo parece. La verdad, me resulta un poco acartonada —dije lo más despreocupada que pude—. Ya te dije que quería ver Como ser John Malkovich.
Fue una suerte que empezara a llover en ese instante porque se estaba carcajeando tanto de mi que me entraron ganas de darle una patada En vez de ello, corrimos a resguardarnos Encontramos un pub no muy lejos del cine. Me senté en una mesa en un rincón del local mientras Chris luchaba para llamar la atención del camarero. Era demasiado bueno para este tipo de cosas. Un verdadero aspirante a estrella de rock se habría puesto de pie en la barra arrojando ceniceros al personal hasta conseguir sus copas.
—¿Qué estás tomando? —le pregunté cuando al final depositó mi cerveza delante de mí y bebió un sorbo de una copa que parecía contener algo parecido a sidra sin burbujas.
—Zumo de manzana —respondió.
Mmm, pensé. Apuesto a que también es la bebida habitual de Keith Richards. Pero no dije nada porque se acercaba mucho a mí en la banqueta y tenía un brillo en los ojos que me sugería que la noche todavía no había hecho más que empezar.
Nos quedamos mirándonos a los ojos, embobados. No sé lo que pensaba, pero yo sentí que cualquier cosa era posible y que todo iba a ser genial. Para ser sincera, me había mostrado un pelín injusta en mi valoración de la buena Gwinny. La verdad era que habíamos visto nuestra primera película juntos y ambos lo habíamos pasado bien. Quería explorar otros campos de intereses mutuos y lo mismo debió de pensar él porque me preguntó:
—Bueno, ¿y qué música te gusta?
Me entró pánico. ¿Qué se le dice a un tío que se toma la música tan en serio? Sin duda no se le dice que por regla general los álbumes me resultan un coñazo y prefiero con creces las recopilaciones. «¿Mi grupo favorito, Chris? Pues verás, es sin duda Now That's What I Call Music
Al final me escabullí y respondí:
—Pues un poco de todo. —No era una total mentira dado que la mayoría de mis cedes recopilatorios traían en efecto un poco de todo—. ¿Y tú?
—Pues un poco de todo...
¿Él también? Me pregunté si tenía los discos Now del número quince al veintinueve.
—... Tom Waits, Neil Young, Nirvana. Pero todo empieza con los Beatles, ¿verdad?
«¿Ah sí?», pensé.
—Mmm —contesté. Luego recordé algo que había oído en un documental que había visto por encima y añadí—: ¿No te parece extraño que el hombre que compuso una genialidad como Hey Jude también compusiera Mull of Kintyre?
Me recosté, muy satisfecha de mí misma por haber expresado un pensamiento tan inteligente y original.
—Eso es lo que cree todo el mundo —dijo, borrando al instante la sonrisa autosuficiente de mi rostro—. Personalmente, a mí Mull of Kintyre no me parece tan mal. Desde el punto de vista estructural, tiene una gran solidez y el puente invierte la melodía principal con gran inteligencia...
No podía discutir con eso.
(Evidentemente).
Ni por un segundo dudó en ofrecerme un completo repaso a la historia de los Beatles y un análisis pormenorizado de la relación entre McCartney y John Lennon. Muy pero que muy pormenorizada.
Está bien, no le estaba prestando mucha atención durante esa parte de la conversación, pero me lo pasé realmente bien esa noche. Tal vez fuéramos dos polos opuestos en algunas cuestiones, pero eso no nos impidió reírnos un montón el resto del tiempo.
—¿Te apetece otra copa? —preguntó, apurando de un trago su zumo de manzana como toda estrella de rock que se precie.
—¿Te apetece un café? —contraataqué—. En mi casa.
A la mañana siguiente, lo último que esperaba sentirme era enamorada, pero ahí me tenéis.
Sí, estaba enamorada, hasta las cejas.
Chris era maravilloso.
La vida era maravillosa.
Lo único que yo quería era pasarme el día regodeándome en mi nuevo estado de enamoramiento, pero después vi el reloj: las diez y cuarto. Simon estaba a punto de llegar de un momento a otro. Los dichosos impresos.
Mierda. Podía pasar de eso. ¿Qué tía quiere rellenar impresos cuando está ocupada recordando la mejor noche de su vida?
Simon llegó con una hora de retraso. Nada raro en él, por otra parte. Tal vez fuese lo bastante grandullón y cachas como para vencer a una pandilla armada hasta los dientes con tan sólo un movimiento del dedo meñique, pero era totalmente incapaz de llegar puntual a ninguna parte, lo cual constituye a mi entender una cualidad mucho más útil en la vida.
Kirsty estaba saliendo de su apartamento en el momento en que le dejaba pasar.
—¿Qué tal, Kirst? —gorjeó.
Kirsty respondió frunciendo el labio y chasqueando el piercing de su lengua, malhumorada, antes de desaparecer rápidamente escaleras abajo.
—Le pongo un huevo —comentó con una sonrisa de satisfacción y se dejó caer en el sofá, poniendo sus largas piernas sobre una pila de revistas de belleza amontonadas en la mesa de centro.
—Oye, quita tus sucios zapatos de ahí —le recriminé.
No iba a permitir que se pusiera cómodo. Tenía trabajo pendiente. Las revistas aguardaban mi atención. No me interesaban las modelos de las portadas, sino las ofertas de trabajo que venían al final. Tenía que poner en marcha mi carrera profesional. Había empezado la búsqueda antes de abandonar la academia. Los profesores nos habían animado a comenzar con las llamadas de teléfono antes de los exámenes. Decían que era una buena experiencia. Pues tenían razón. Hasta el momento, había tenido una gran experiencia en gente colgándome el teléfono en las narices.
—Bien, prepara un poco de café y luego ponemos esto —dijo Simon mientras sacaba una cinta de vídeo del bolsillo de su cazadora y la acariciaba con cariño.
—¿Qué es?
—Espera y verás —respondió con una sonrisa misteriosa que me irritó sobremanera.
Preparé un poco de té y, cuando llevé las tazas y me senté, Simon puso la cinta. Empezó con un hombre, un tipo alto y musculoso con el rostro empapado de sudor y un gesto de implacable determinación. Luego apareció un rótulo: «El 99,99% no necesitan presentarse».
—¿Presentarse a qué? —pregunté.
«Los Royal Marines», respondió un nuevo rótulo.
—¿Los Royal Marines?
Simon asintió y una enorme sonrisa de colegial le iluminó la cara.
—¿Quieres alistarte en los Marines?
—Shh... Mira esto. Es genial.
Entonces miré. Treinta minutos de tíos arrojándose desde lo alto de acantilados, en unos fiordos helados y desde helicópteros, entremezclado con explosiones de bombas, disparos de ametralladoras y la imagen de un soldado entregando una muñeca de trapo a una niña refugiada con la cara sucia solo para demostrar que el cuerpo de élite de las Fuerzas Armadas británicas no se olvidaba de su lado más humano y solidario.
Me volví para observar a Simon y le miré bajo una nueva luz. A decir verdad, le vi en pleno uniforme de combate con el rostro cubierto de pintura de camuflaje. La única vez que le había visto con la cara negra fue en sus tiempos de mecánico y el «es el alternador, bonita» no hace derretirse a una chica lo mismo que «ya está a salvo, señorita. Hemos asegurado el perímetro.» Pues sí, estaba guapísimo de uniforme.
—¿Hablas en serio, Simon?
Asintió. Y me soltó el rollo. Cómo llevar la boina verde siempre había sido el sueño de su vida (una novedad para mí), cómo los Marines eran la primera unidad en hacer esto, la única en hacer aquello y la mejor del mundo cuando se trataba de conseguir lo otro. No me preguntéis qué, me desconecté.
Pero Simon no se dio cuenta. Continuó, dale que te pego, hasta que al final se le acabaron las increíbles hazañas de los Marines y sacó los impresos. Los ojeé. No entendí por qué necesitaba mi ayuda. Eran bastante sencillos y se los rellené. Con mi mejor letra además.
—Gracias, Dayna —comentó, cuando acabé—. Eres una joya.
—No tiene importancia. Sólo espero que no manden analizar la letra a un experto en grafología, porque si no te van a identificar como una morena cariñosa a quien le gustan las deportivas rosas y el capuchino con mucha espuma.
Frunció el ceño, preocupado. No había caído en ello.
—Mira, seguro que no. ¿Qué tal está Joanne?
—¿Quién? Ah, Joanne. Está bien. Se va este fin de semana a un curso para mantenerse en forma. Me viene de perlas además. Esta noche he quedado con tu amiga otra vez. ¿Cómo se llama?
—Hannah.
—Eso es. Por lo que más quieras, ni una palabra a Joanne si la ves. Si se entera, me mata. —Me guiñó el ojo como si fuera uno de sus colegas.
¡Qué jeta! Engañaba a su novia con una de mis amigas y pretendía que yo —su ex a quien había puesto los cuernos a diestro y siniestro— fuese su cómplice en esta conspiración. ¡Alucinante!
Mientras yo echaba humo en silencio, preguntó:
—¿Qué tal te va con ése con el que sales?
—¿Chris? Genial, gracias. Maravilloso. Perfecto.
Estaba exagerando un poco, pero después de lo de anoche, me sentía muy optimista.
Simon no mostró el menor interés por mi estado de felicidad. Se levantó para marcharse y preguntó:
—Por cierto, ¿sigues queriendo ser una no sé qué de belleza cuando seas mayor?
—Una terapeuta de belleza —le informé con cierto esnobismo—. Sí, ¿por qué?
—Sólo por saberlo —respondió mientras abría la puerta—. La jefa del chisme de belleza del hotel está buscando a alguien. Le dije que la llamarías. Se llama Georgina. Pero necesita a alguien para empezar ya y no sé cómo andas con el trabajo.
Pues veamos. Hice aproximadamente unas cincuenta llamadas a cincuenta institutos de belleza y me dijeron, muy educadamente eso sí, que me fuera a la porra aproximadamente unas cincuenta veces. No tenía ingresos y las facturas se me amontonaban.
¿Que cómo andaba? Vosotros ¿qué creéis?
Me contuve para no dar un puñetazo al aire y, en cambio, en el tono más despreocupado que pude, respondí que la llamaría cuando tuviese un minuto libre. Nadie quiere parecer desesperado. Sobre todo si lo está.
—¿Cómo sabes que está buscando a alguien? —pregunté—. No habrás vuelto a trabajar allí, ¿verdad?
—No, por Dios, no digas tonterías. No, yo y Georgina somos, pues... ya sabes... —levantó una ceja e hizo una mueca de satisfacción.
Cuando se marchó, me pregunté si de verdad quería un empleo en el mismo lugar donde Simon había echado tantos polvos y no de talco precisamente. Además, ¿de verdad quería trabajar con una mujer con la que él andaba... bueno, va sabéis?
A ver, una chica tiene que preservar su dignidad, ¿no?
Tras la cita en el cine, no volví a ver a Chris por un tiempo. Era un tío encantador y muy formal y acepté sus excusas: estaba hasta arriba con los exámenes, los ensayos del grupo iban viento en popa y tenía tropecientas canciones en la cabeza a las que debía dar forma, y patatín y patatán...
Además, yo también tenía mi propia vida. La búsqueda de trabajo iba fatal y me estaba volviendo histérica. Estaba aplazando llamar a Georgina, la amiga de Simon, pero considerando la cantidad de sobres marrones que se amontonaban en la encimera de la cocina, no podía retrasarlo mucho más tiempo. Nadie más parecía interesado en recién diplomadas. Todos buscaban a personas con al menos dos años de experiencia. Pero, vamos a ver, si no se da trabajo a las recién diplomadas, ¿cómo diablos van a conseguirse los dos años de experiencia?
Pero primero tenía que sonsacar a Chris una cita como fuese. Después de llevar dos semanas sin verle, me estaba volviendo paranoica y empezaba a creer seriamente que ya no le importaba y que salía con otra. ¿De verdad era un cabrón mentiroso y falso? ¿Se había acabado nuestra relación? Pronto lo averiguaría. Al final le convencí para que viniese a casa a cenar y eso significaba que tenía muchas cosas por hacer.
Empezando por recorrerme las tiendas en busca de un libro de cocina vegetariana.
Había suficientes velas como para alumbrar una catedral. Las coloqué en grupitos parpadeantes por todo el salón. También me vestí para la ocasión. Eso resultó extraño: nunca me había arreglado para quedarme en casa. Encima de mis braguitas de la (buena) suerte, llevaba un vestido diminuto y transparente formado esencialmente por unos tirantes tan finos como espaguetis y posiblemente de una talla demasiado pequeña. Pero no se daría cuenta bajo la sensual luz de las velas. Además, no pensaba dejármelo puesto mucho rato.
—¿Os han cortado la luz? Está un poco oscuro aquí, ¿no? —dijo nada más entrar.
Encendió la luz, matando en el acto la minuciosa preparación de tantas horas. Los hombres —incluidos los supuestamente sensibles como Chris— no entienden lo de las velas, ¿verdad?
Se quitó la chaqueta y se desabrochó a continuación tres botones de la camisa.
—Joder, qué calor hace aquí —comentó—. Fuera hace muy bueno. ¿Por qué está encendida la calefacción?
¿Qué puedo decir? Que soy muy friolera y el vestido que llevaba era tan fino que no abrigaba ni a un ratón. Los hombres —incluidos los sensibles, etc.— no entienden lo de poner la calefacción haga el tiempo que haga, ¿verdad?
Lo atraje hacia mí para besarle pero, después de un rápido y casto beso en la boca, se apartó.
—¿Tienes algo de beber? —preguntó—. Me vendría bien un zumo o algo así.
Se me cayó el alma a los pies. Era cierto, ya no le gustaba. ¿Debía reconocer mi derrota y dejar que siguiera adelante con la ruptura? ¿Era ése el verdadero motivo de su visita? Intenté ser optimista. Tal vez tenía mucho trabajo en la cabeza y necesitaba relajarse un poco. Tal vez sencillamente tenía calor y sed y necesitaba beber algo.
—¿Un zumo de manzana? —pregunté de manera erudita.
—Perfecto —respondió.
—He cocinado algo también —dije, mientras me dirigía hacia la cocina.
—Genial. Estoy hambriento. Y agotado. Tal vez un poco de combustible me espabile un poco.
Volví al salón con el zumo y decidí llevar a cabo una sutil investigación sobre la cuestión de «a ver si todavía le gusto».
—Por nosotros —dije mientras alzaba mi cerveza.
—Por nosotros —respondió con una sonrisa mientras golpeaba su vaso contra mi botellín.
¡Bien!
¡Genial!
No iba a brindar por nosotros si pensaba romper, ¿verdad? Claro que no. Yo tenía razón. Nos llevábamos bien y esa noche daríamos el primer paso de una larga serie que daríamos juntos.
Para empezar, le ofrecería la mejor cena en la historia de la cocina vegetariana. Había estado estudiando mi nuevo libro de cocina toda la semana y me había puesto muy nerviosa. A decir verdad, no tenía ni puta idea de cocinar, así sin más. Lo único que había logrado averiguar era que incluso los libros de cocina con títulos que acababan con las palabras «para principiantes» se me antojaban manuales de complejos experimentos científicos.
Llegué a la conclusión de que sólo había una solución. Comida a domicilio. Elegí el Sabor de Nawab, no porque hubiera comido unos platos deliciosos ahí —no había comido ninguno—, sino porque ponía «recomendado para vegetarianos» en el menú que encontré en el felpudo de mi casa. Calculé el tiempo para que trajeran la comida media hora antes de que Chris llegara. Lo único que me quedaba por hacer era vaciar los envases en unas pequeñas fuentes y calentarlas en el microondas. Muy ingenioso.
¿Qué podía salir mal?
Más o menos todo, a raíz de lo que sucedió, empezando por el microondas, que eligió esa precisa noche para morir. Me dije a mí misma que no cundiera el pánico, invité a Chris a que se relajara, que no tardaría mucho, bla bla bla y encendí el horno. Después vacié los envases en las pequeñas fuentes y metí todo en el horno. Tiré los envases vacíos en una bolsa de plástico, grité a Chris que se relajara, que no tardaría mucho, etc. Y salí corriendo escaleras abajo para ocultar la prueba incriminatoria en el contenedor de la basura.
El desastre número dos se produjo cuando corría escaleras arriba y caí en la cuenta de que la puerta estaba cerrada y no tenía la llave. Ningún problema. Sólo tenía que llamar a la puerta y Chris me abriría. Por supuesto no resultó así de sencillo. James, el vecino de arriba, tenía la música puesta —creo haber mencionado que le gusta ponerla muy alta—. Por muy fuerte que aporreara la puerta, Chris no me oía. Corrí escaleras arriba y llamé a la puerta de James, pero, naturalmente, tampoco él me oyó. Así que bajé de nuevo las escaleras y llamé a la puerta de Kirsty. No sé por qué, pero bueno, era una puerta a la que todavía no había llamado. Tal vez me ayudaría a encontrar la solución. Pero no estaba en casa. O tampoco me oía.
Sólo me quedaba una cosa por hacer. Permanecer de pie en el rellano y dejar que cundiera el pánico. Porque en ese punto recordé que había encendido el horno al máximo, por lo que, de no entrar en casa muy pronto, mi perfecta comida casera y vegetariana se convertiría en puro carbón en un santiamén. Luego tuve un segundo pensamiento mucho peor. ¿Había tirado la bolsa de plástico del Sabor de Nawab con los envases vacíos o los había dejado en la encimera de la cocina?
¡Dios mío! Me sentí como un ladrón que hubiera estado horas borrando sus huellas y recordara de repente que se había dejado el pasaporte en el felpudo. Intenté tranquilizarme, pero la única idea que me daba vueltas por la cabeza era: «¡Ahhh!»
Luego tuve la genial idea de volver escaleras abajo hasta la calle desde donde me puse a lanzar piedrecitas contra mi propia ventana. Nada, sin respuesta. Entonces asalté los contenedores de la basura y saqué un par de latas abolladas de coca cola para arrojarlas contra la ventana. Ahí fue cuando paró el coche de policía.
Cuando el poli bajó del coche, me miró como si yo estuviese desquiciada hasta el punto de resultar peligrosa. He de reconocer que estaba bastante alterada. Tenía los pelos de punta, se me había corrido el rímel por toda la cara dejando rastros sudorosos y mi vestido tan sexy estaba salpicado con restos de basura.
—Mi novio está allí arriba —expliqué—. Me he dejado las llaves dentro de casa.
—¿Has probado a tocar el timbre? —preguntó.
—Lo he probado todo —respondí, a punto de llorar.
—Vamos a intentar llamarle por teléfono. —Sacó su móvil del bolsillo—. ¿Cuál es su número?
No resultó una idea tan brillante. Chris no contestó.
No estaba en su casa, ¿por qué habría de hacerlo?
Un segundo poli bajó del coche y dirigió a su colega una mirada como para decirle: «venga, tenemos que detener a delincuentes de verdad». Hice un gesto de súplica y les rogué que subieran conmigo para golpear la puerta con sus viriles puños de policías. No me importaba lo cabreados que estuvieran. Nada, absolutamente nada equiparaba la frustración que yo sentía entonces.
Vaya, lo siento, sí había algo. La humillación que sentí cuando echaron la puerta abajo de una patada.
Nos encontramos en el rellano ante mi casa y uno de los polis estuvo convencido de que olía a quemado. Pero si él podía olerlo desde el descansillo, ¿cómo es que Chris no lo olía dentro del apartamento? ¿Estaba Chris allí? ¿Era ésta mi casa? ¿Acaso acababa de escapar del manicomio del barrio una mujer con mi descripción?
—¿Está segura de que está ahí dentro? —preguntó el poli número uno.
Asentí, vacilante.
El poli número dos hizo un gesto con la cabeza al poli número uno y pasaron al protocolo «salvar vidas».
La puerta se vino abajo con dos fuertes patadas y los agentes se precipitaron dentro del apartamento donde salía humo de la cocina mientras Chris se desperezaba después de haber estado durmiendo como un... bueno, como un estudiante.
¿Acaso pareció sorprendido?
No. Reservó eso para cuando el poli número dos salió de la cocina después de haber apagado el horno y abierto las ventanas.
—Me encanta el Sabor de Nawab —dijo el poli, sujetando la bolsa de plástico—. Es de lejos el mejor restaurante de comida para llevar.
Mientras el cerrajero de urgencias recogía sus herramientas y guardaba el dinero, me volví hacia Chris y le dije:
—Siento mucho haberte mentido.
—No pasa nada —me consoló—. No pasa nada si no sabes cocinar.
Pero me sentí derrotada. Derrotada, agotada y totalmente quemada. Literalmente. No sólo mis planes para una velada perfecta se habían ido al traste, sino que también había salido a la luz mi falta de honestidad. Me sentí fatal y no pude mentirle más.
—No es sólo eso. Tampoco soy vegetariana —confesé.
Entonces sonrió.
—Tranquila. Yo tampoco.
Me quedé de piedra y vislumbré un atisbo de esperanza.
—¿En serio? Y ¿por qué dijiste que lo eras?
—Pues... Porque estaba bromeando. Soy vegetariano por los cuatro costados. Sólo intentaba que te sintieras mejor.
Entonces ¿por qué me sentía peor?
Nos llevó mucho tiempo limpiar la comida quemada y recoger la porcelana rota —había puesto la comida en fuentes no aptas para el horno, ¿verdad? y se habían hecho pedazos con el calor—. Las velas que había colocado con tanto esmero durante horas también se habían quemado... Tenía suerte de que el apartamento, con Chris dentro, no hubiera ardido en llamas. El humo y el hedor a curry quemado habían desaparecido en gran medida, pero mi abatimiento seguía flotando en el ambiente.
No obstante, poco a poco mi autocompasión fue convirtiéndose en ira.
Estaba enfadada conmigo misma por ser tan idiota y, mientras él se quedaba ahí mostrándose tan indulgente y comprensivo, también estaba cabreada con Chris Me había costado un huevo no sólo conseguir que viniese sino preparar la cita perfecta. ¿Y que había hecho él mientras tanto? Había venido y se había quedado dormido No me importaba cuántas noches hubiera estado empollando hasta las tantas ni cuántas canciones hubiera tenido que sacar de su cabeza: yo estaba que echaba chispas.
—¿Qué pasa? —preguntó, con gesto preocupado.
—Mira, Chris, para serte sincera, no creo que lo nuestro vaya a funcionar —le dije con tristeza.
Quería tanto que las cosas funcionaran, pero tenía la sensación de que aquella cadena de desastres había sido una señal. Una señal de que lo nuestro se había acabado. Aun así, no estaba segura de si lo pensaba de verdad o si lo había dicho dejándome llevar por la frustración del momento.
—Si ni siquiera nos hemos dado una oportunidad —alegó— ¿Sabes una cosa, Dayna? Creo que hay algo muy especial entre nosotros ¿No lo sientes?
¿Y sabéis que? Ojalá no hubiese dicho eso porque sus palabras cambiaron el chip en mi cabeza. De pronto volví a tener catorce años, la edad cuando la emoción reside en la seducción. Y ahora habíamos llegado a la línea de meta.
Tomé una decisión. En un plano ideal, Chris era maravilloso, fascinante y mágico. Pero Chris en carne y hueso no funcionaba. Ahora le tenía, pero ya no le queria. Era tan jodidamente simple como eso. He reflexionado mucho sobre ello desde entonces y me pregunto si las cosas habrían sido diferentes si hubiera mostrado mas calma. ¿Me habría seguido interesando? ¿Quién sabe? Lo único que sé seguro es que, en ese momento, había tomado una decisión.
—Lo siento, Chris —le dije con determinación—. Tú y yo somos como el día y la noche. No funcionará nunca.
—Pero son nuestras diferencias lo que vuelve fascinante nuestra relación. No eres como nadie que haya conocido. No te pareces en nada a las chicas con las que me crié o las que van a la universidad.
Y la manera en que me miró —tan dulce y tan sexy— casi me hizo ceder, pero a ver, tenía de nuevo catorce años, ¿lo recordáis?
Lo nuestro se había acabado.
Caminé hasta la puerta y la abrí.
Pero no se movió.
—Mira, ha sido una noche de mierda, un puto desastre —intentó razonar—. Tal vez pienses de otra manera por la mañana.
—Chris, no es por nada que hayas hecho. Eres un tío genial, pero...
Pero ¿qué? No lo sabía, ¿verdad? Sólo intentaba que se sintiera mejor.
—Mira, esto es como Love Story -dije.
Frunció el ceño.
—La parte del final —proseguí—. Cuando Ali MacGraw muere.
El ceño siguió fruncido.
—Ya sabes, era como una señal. De que quizá las cosas no iban a salir bien entre Ryan y ella.
No sabía muy bien a dónde quería llegar, pero pareció entender lo esencial. Recogió su cazadora y se volvió hacia la puerta. Se detuvo cuando llegó a mi altura y dijo:
—Terminé la canción, ¿sabes?
—¿Cuál? —pregunté.
—Aquella a la que le di tantas vueltas cuando viniste a mi casa... Creo que es la mejor que haya escrito nunca. He traído la letra. Pensaba enseñártela esta noche, pero... —Se calló y se encogió de hombres con tristeza.
¿Acaso esperaba que cambiara de opinión? No lo hice. En cambio, dije:
—Tal vez la oiga en la radio algún día. Suerte con el grupo y con todo. Lo digo en serio.
—Gracias —murmuró mientras abandonaba mi apartamento arrastrando los pies y bajaba las escaleras con el aspecto del último hombre en el mundo capaz de convertirse en una estrella de rock.
A la mañana siguiente me sentí fatal. Aunque siguiera pensando que Chris y yo éramos demasiado diferentes para que lo nuestro saliera bien, romper con alguien es casi lo peor que se puede hacer. Te hace sentir miserable y mezquina, aunque odies al tío. Todavía estaba molesta con Chris por dormirse en el sofá de mi casa mientras a mí me daba un ataque de nervios, pero no le odiaba, ni por lo más remoto.
Decidí que lo mejor que podía hacer para espantar el sentimiento de culpa era limpiar la casa. El apartamento todavía apestaba a comida india quemada y pequeños hilos de cera de las velas cubrían la alfombra y los muebles del salón. Por lo tanto me metí de lleno en la faena.
Cuando ataqué el sofá con la aspiradora, una hoja de papel que estaba metida entre los cojines se quedó atascada en el tubo del aparato. Batallé para intentar sacarla, pero cuanto más tiraba, más se rompía. Apagué la aspiradora y saqué el último jirón de papel. Me di cuenta de que se trataba de la canción de la que me había hablado Chris. En una cara se veía lo que quedaba de ella, garabateada con su letra apenas legible. Di la vuelta a la hoja y apareció una palabra subrayada tres veces: «Coldplay». ¿Qué coño era eso? ¿El título de una canción? ¿O había encontrado al final un nombre para su grupo? «Qué más da», pensé y arrugué el trozo de papel y lo tiré a la papelera. A ver, estaba haciendo una limpieza general, ¿no?
¿Sabéis cuántas veces he pensado en ese trozo de papel desde entonces? Cosas como que si lo hubiese guardado, ahora podría subastarlo en eBay y comprarme un nuevo y precioso Mini Cooper.