Sin duda alguna el número 5

—Tienes que venir a ver el sitio —me apremió Hannah con entusiasmo—. Te colaré y te daré un tratamiento gratis. Te aseguro que, tras una sola visita, no querrás trabajar en ningún otro lado.

Estaba hablando de su nuevo y fabuloso empleo en un nuevo y fabuloso instituto de belleza en el fabuloso barrio de Knightsbridge. El Espacio Spa: diez cabinas para tratamientos, una peluquería, una sauna, jacuzzis, todo tipo de sistemas de bronceado, una cafetería especializada en capuchinos, una zona de relajación con ambiente de selva tropical... y qué sé yo qué más.

—Sinceramente, no te puedes ni imaginar el tipo de mujeres que vienen al centro. Forradísimas. No tienen nada mejor que hacer en todo el día que retocarse las uñas de los pies, tomarse cafés con leche y competir a ver cuál de ellas da la mejor propina. Yo no sabía que existieran mujeres así.

Me puse a recordar a las clientas que acudían al hotel y no me pareció tan increíble. Vamos a ver, ¿qué tipo de mujer pensaba ella que visitaría un salón de belleza en el barrio de Knightsbridge? ¿Estudiantes? ¿Madres solteras con subsidio para la vivienda (y la pedicura)?

—Mira, necesitamos desesperadamente a otra esteticista —prosiguió—. Con tu experiencia, la entrevista sería coser y cantar para ti.

—Lo siento, Hannah, pero estoy buscando un local con Emily, ¿recuerdas?

Frunció el ceño y se mordió el labio inferior.

—Pero no parece que la cosa vaya para adelante, ¿eh?

—¿Qué quieres decir? —pregunté, sabiendo perfectamente lo que quería decir.

—¿Cuánto tiempo lleváis buscando? ¿Seis meses?

Más bien ocho, a decir verdad, pero no la corregí.

—Ya lo sé, ya lo sé —respondí—, es que no tienes ni idea de lo difícil que resulta encontrar el lugar ideal. O bien los alquileres son demasiado altos o el local es una mierda o... Mira, es que es imposible.

Y ésa era la pura verdad. Habíamos visitado docenas de locales. Pero los que lo tenían todo resultaban demasiado caros. Y todos los que nos podíamos permitir eran unos cuchitriles. Max se impacientaba. Nos acusaba de buscar excusas para no mojarnos y tal vez no le faltase razón. Teníamos miedo, pero todavía éramos jóvenes. Le dijimos que teníamos muchos años por delante para montar nuestro propio negocio. Por supuesto eso le cabreó más todavía.

No había llegado a expresarlo con palabras, pero sabía de sobra que Emily y Dayna S.L., no vería la luz. No de momento, al menos. El problema era que mientras me pateaba Londres de cabo a rabo con los agentes inmobiliarios, sin dar un palo al agua, y fingía que la cosa iba a cuajar, no me preocupaba por buscarme un empleo de verdad. Había empezado a darme demasiado pavor comprobar el estado de mi cuenta corriente. Me daba pánico pensar en lo que me quedaría del dinero de mi padre. Sin duda, no sería gran cosa.

—Por cierto —dijo Hannah, animándose—, vi a Simon la semana pasada. No sabía que tuviese ya piso propio. Muy chulo además.

—Sí, se mudó hace tres semanas —dije, más que harta de hablar de Simon el Entrenador Personal Altamente Cualificado. Pero entonces tuve uno de esos momentos de lucidez—. Espera, ¿cómo sabes tú que es chulo? —pregunté—. ¿Es que has estado allí o qué?

—La semana pasada —dijo—. No pongas esa cara de sorpresa. Cuando un tío como él te llama, una chica no se hace de rogar. Joder, está supercachas.

Vaya, así que Hannah había vuelto a liarse con él. ¿Y a mí qué? Simon era un auténtico putero. Y aunque hacía cosas como acudir a mi casa en plena noche porque yo había visto un ratón y, además de cazarlo, se quedaba toda la noche en casa por si aparecían más bichos, y luego por la mañana salía a comprar trampas y veneno y se quedaba también la siguiente noche, por si acaso... ninguna de esas cosas cambiaba el hecho de que era un verdadero hijo de puta.

—Mira, por favor, preséntate al puesto. Sería genial que trabajáramos juntas —me suplicó Hannah.

Pero yo ya no escuchaba. Mi atención estaba centrada en el televisor colgado de la pared en una esquina del bar. Normalmente no me distraería un videoclip en MTV, pero éste era diferente. Un tío guapísimo se paseaba por una playa, triste y solo, y cuando apareció en pantalla el rótulo «Yellow», me quedé boquiabierta. Estaba totalmente alucinada, porque el tio de la tele era Chris. ¡Mi ex! ¡Cantando! ¡En MTV! Lo había conseguido. Mientras le escuchaba, estaba casi segura de que me sonaba la música. ¿No era ésa la canción que yo, ejem, le había inspirado cuando salíamos juntos?

En ese momento sentí muchas cosas. Sorpresa, evidentemente —le había subestimado una barbaridad, ¿no?—. También ilusión —¡conocía a una estrella de rock!—. Pero también tristeza, porque, afrontémoslo, tampoco lo conocía tanto. Habíamos quedado un par de veces después de cortar con él, pero es difícil seguir siendo amiga de un ex, sobre todo cuando lleva una vida tan diferente a la tuya. Y yo sabía que tenía razón: no estábamos hechos el uno para el otro...

Pero, ¡coño!, ahora era una estrella de rock.

—¿Qué pasa, Dayna? —preguntó Hannah—. Parece que has visto un fantasma.

—Le conozco —le dije, mientras le señalaba la tele justo cuando acababa la canción y aparecía en la pantalla el nombre de Coldplay.

Volvió la cabeza y exclamó:

—¿Qué? ¿Conoces a Eminem? —lanzó mientras el videoclip The Real Slim Shady sustituía a Chris.

—No, claro que no. Al tío que salía antes. Era... No importa.

De pronto, me vino un tremendo bajón. A todo el mundo le iba fenomenal en la vida. Hannah trabajaba en un salón de belleza de postín. Simon había estrenado nueva carrera profesional y nuevo piso de soltero. Chris salía en MTV. Incluso Archie, al que no había visto en muchos meses, se habría convertido seguramente en el nuevo líder del Partido Nazi con vistas a Downing Street. ¿Y yo qué? Tanto mi carrera profesional como mi vida sentimental estaban en punto muerto.

Tal vez era hora de mover el culo y reaccionar, pensé. Tal vez debería ir a la entrevista de trabajo en el salón de belleza de Hannah. Dios sabe cómo necesitaba el dinero y estaba hasta las narices de pasarme el día viendo la tele. Una chica sabe que ha tocado fondo cuando puede formar una palabra de siete letras en el concurso de «Cifras y Letras».

Me preguntaba cómo anunciárselo a Emily. Me imaginaba contándole que nuestro emporio de belleza tendría que esperar un poco y ella se lo tomaba tan bien como cabría esperar, lanzándose a mi yugular con un cuchillo de cocina y gritando «¡Muere, traidora, zorra, muere!», cuando Hannah me dio una fuerte patada debajo de la mesa. Volví al mundo real y descubrí enseguida el motivo de su ataque contra mi espinilla. Ante nuestra mesa se encontraban dos chicos, ambos de Blue. O de algún otro grupo masculino. No eran ellos realmente, pero sí eran lo bastante monos como para ser finalistas en las audiciones.

—Y bien, ¿lo están? —preguntó esperanzado el chico con la capucha.

—¿Están qué? —respondí, intentando sonreír a pesar del dolor punzante que sentía en la espinilla.

—Ocupados —dijo, señalando los dos taburetes vacíos que había en nuestra mesa.

Hannah no estaba dispuesta a jugársela con mis respuestas y se adelantó:

—Por favor, sentaos —dijo, convirtiendo sus pestañas en enormes abanicos.

Se sentaron y marcaron su territorio colocando sus cervezas en la mesa. El de la capucha se volvió hacia mí y mi corazón cambió de sitio con mis pulmones. Bueno, algo tremendo ocurría dentro de mí porque no podía ni respirar. Dios mío, ¿tanto tiempo hacía que no me encontraba tan cerca de un hombre guapo?

—Trabajamos por aquí, por eso venimos a menudo —dijo—. Pero nunca os habíamos visto. —Me regaló una sonrisa preciosa. ¿Qué otra sonrisa iba a ser? El tío era guapísimo.

—Soy Hannah y ella es Dayna —dijo Hannah por mí, porque saltaba a la vista que la parálisis de mis cuerdas vocales iba para largo.

—Un placer conoceros —dijo el de la capucha—. Yo soy Mark y él es Luke.

—Sí, y antes de que lo preguntéis, tenemos dos amigos que se llaman Matthew y John —añadió Luke—. Y cuando nos juntamos, es apocalíptico.

No me pareció que tuviese tanta gracia, pero me reí de todos modos porque, por lo visto, a Mark le parecía desternillante.

Todavía seguía riéndome un par de horas más tarde y, para entonces, ya no lo estaba fingiendo. ¿Quién sabe cómo ocurren estas cosas? Pero Mark, Luke, Hannah y yo nos dividimos de manera natural en dos parejas.

Mark y yo gravitamos de algún modo el uno hacia el otro, y a mí me encantaba su compañía. Era dulce, cariñoso, generoso, interesante e interesado en mí. Todo ello me mosqueaba muchísimo. Demasiado bonito para ser verdad. Tenía mucha experiencia en casos así, ¿verdad? Bastaba con repasar mi historial: tanto Simon como Archie habían parecido ser perfectos hasta que, de golpe y porrazo, dejaron de serlo. Incluso Gabriel —que por supuesto no cuenta, así que olvidad siquiera que lo haya mencionado— parecía un tío de primera hasta que descubrí por un detalle fundamental que no lo era tanto. Así que ¿dónde estaba el fallo con Mark?, porque debía de haber uno. Mientras asentía con gran interés a todos sus comentarios sugerentes y me reía de sus bromas, conseguí llevar a cabo un primer examen básico.

—Sí, me encantaría ir allí —respondió, cuando dejé caer, como si tal cosa, que me encantaría irme de vacaciones a Sudáfrica—. Uno de los mejores días de mi vida fue cuando liberaron a Nelson Mandela.

Entonces no parecía ser un nazi encubierto.

Y cuando le conté una historia que me había inventado de pe a pa sobre un supuesto amigo que tenía un amigo que engañaba a su mujer con la secretaria, y después con la hermana de la secretaria, se quedó horrorizado.

—Eso me parece el peor de los engaños —dijo, mientras sacudía la cabeza con asco.

—Totalmente de acuerdo —respondí, tachando lo de «mujeriego» de la lista de posibles vicios.

Cabía la posibilidad de que estuviera fingiendo, claro, pero estaba dispuesta a otorgarle el beneficio de la duda. Se lo merecía por estar tan bueno. Para ser sincera, si se hubiese parecido al hermano pequeño y feo de Homer Simpson, no habría tenido la menor posibilidad.

Al otro lado de la mesa, Hannah había estado coqueteando como si acabara de inventar el coqueteo. Pero cuando el camarero avisó de que tocaba pedir las últimas copas antes del cierre, de pronto se convirtió en una chica de altísimos principios. Luke sólo se ofreció a acompañarla hasta la parada del autobús, pero aun así le respondió:

—Eres muy amable, pero eso no estaría bien. Estoy saliendo con alguien.

¿Se refería a Simon? Sinceramente, si había en el mundo un tío por el que no merecía la pena mostrar tanto recato... Pero mantuve la boca cerrada. Yo no tuve tantos remilgos cuando Mark me hizo la misma proposición.

Caminamos hasta la parada del autobús y cuando empezó a llover, acepté su invitación para compartir su paraguas, como si fuéramos dos náufragos en Marte y él me ofreciera la última botella de oxígeno.

Pero seguía sin mencionar una posible cita.

—Aquí viene mi autobús —dije, mientras llegaba.

—¿Puedo volver a verte? —preguntó apresuradamente.

¡Sííííí!, pensé, triunfal.

—Vale —respondí, muy chula.

Mientras el autobús se alejaba, me saludó con la mano, y mientras se perdía en la distancia, sólo pude pensar una cosa: «Ahí va el número cinco.»

En cuanto vi el cartel en el escaparate, solicité el puesto. Se trataba de la peluquería al final de mi calle. Se llamaba»Kool Kutz», lo que ya lo dice todo. Necesitaban una recepcionista, chica del té, de la limpieza y chica para todo. Entré como una bala con mi curriculum.

—Estás un poco sobrecualificada —comentó la dueña con desdén.

«También estoy desesperada», le dijo mi gesto demasiado entusiasta. Debió de sentir pena por mí porque me dio el trabajo. Emily estaba furiosa.

—¿Qué dice eso de tu compromiso para con nosotras? —me espetó.

—Dice que sigo estando comprometida —respondí.

—Ah sí, ¿y cómo se come eso?

—Pues si no fuera así, me habría buscado un empleo de verdad, ¿no? Mira, Emily, sólo acepté el trabajo, primero, para darle un poco de sentido a mi vida y segundo, para ganarme un poco de dinero. Si no quisiera montar el negocio contigo, jamás trabajaría en la peluquería del barrio.

—Entonces ¿por qué no lo has dicho desde el principio? —dijo y esbozó una de sus sonrisas «lo siento», que implicaban que así no tenía que pedir perdón—. Cambiemos de tema. ¿Qué tal es ese Mark?

—Demasiado bonito para ser verdad —susurré.

Emily no le había conocido todavía, pero yo había empezado a conocerle bastante bien a lo largo de los últimos meses. Habíamos quedado cinco o seis veces y empezaba a pensar muy en serio que podría ser El Fetén. También pensaba que debía de haber gato encerrado. Vamos a ver, nadie puede ser tan perfecto, ¿verdad? No todo el tiempo. Y me refiero a todo el tiempo. Aquí va un típico día en la vida de Mark Fraser:

Coge el autobús para ir a trabajar; deja su asiento a una anciana/mujer embarazada/ señora con aspecto levemente cansado.

Llega al trabajo en Refugio, una asociación caritativa para los sin techo. Sí, ganaba una miseria a cambio de ayudar a los más necesitados.

Se toma un descanso para almorzar. Repara en un anciano con un tacatá que lo está pasando fatal con la compra. Le ayuda a cruzar la calle y le acompaña hasta su casa. Luego le prepara la comida.

Retoma su descanso para almorzar. De camino a la cafetería, entrega su último billete de cinco libras a un mendigo.

Vuelve al trabajo con hambre y pasa la tarde ayudando a más personas sin hogar.

Se marcha a las ocho (tras sólo tres horas extras no remuneradas).

Vuelve a casa para meterse un chute de heroína y tirarse a un par de prostitutas.

No, es broma. Cuando Mark vuelve casa, continúa lo que ha dejado pendiente en el trabajo. Colabora como voluntario en un comedor popular, un hogar para niños y el hospital Whittington. Además es un buen samaritano y no da la mayor importancia a hablar hasta las tres de la mañana con algún depresivo suicida para evitar que suceda lo peor.

Mientras, yo trabajaba en Kool Kutz.

—Me haces sentir como una mierda —le dije la siguiente vez que quedamos. Acababa de contarme la historia de un tío que las había pasado putas en los últimos cinco años y que, gracias a Mark, tenía ahora una vivienda segura y pensaba en volver a contactar con su familia.

—Lo que tú haces es maravilloso, Mark.

—Es como cualquier trabajo. Resuelves los problemas que se te ponen delante. No veo tanta diferencia.

—Venga ya. Hay una enorme diferencia entre sacar de la calle a los sin techo y barrer mechones de pelo teñido.

—¿Y tus señoras con el pelo teñido no se sienten mejor después de una taza de té, un poco de conversación y un bonito peinado?

—Sí, es como «Ayuda a los Ancianos en Kool Kutz». —Lo que no estaba tan desencaminado.

—Deja de machacarte. Eres una persona increíble. Siempre estás haciendo cosas por los demás.

—¿De veras? Ni siquiera ayudo a las personas que conozco, ya no digamos a los desconocidos. Recuerda cómo puse de patitas en la calle a ya sabes quién.

Le había contado lo de Archie. Es extraño, pero una vez que se me había pasado el sofocón de asco hacia él, me consumía un sentimiento de culpa. Fueran las que fueran sus repugnantes opiniones políticas, me había salvado la vida. Y yo se lo había agradecido echándole a la calle y negándome a devolverle las llamadas.

—Tenía que haber intentado hacerle cambiar al menos, ¿no? —continué.

—Tal vez lo vuelvas a ver. Podrás intentarlo entonces —dijo Mark—. Nunca digas nunca jamás.

—¿Volver a verle? Dios mío, espero que no. Ese tío es un monstruo —dije, olvidando momentáneamente que estaba manteniendo una conversación sobre hacer el bien.

Mark se echó a reír.

—Todo el mundo tiene al menos una cosa buena, Dayna.

—¿Todo el mundo?

—Incluso Hitler. Adoraba a su perro, ¿sabes?, y también se mostraba muy cariñoso con los niños. Bueno, con los rubios de ojos azules, al menos. En serio ahora, el chico te gustaba lo suficiente como para que salieras con él al principio. Y salvarte del atracador fue un gesto muy noble por su parte.

Era cierto, y por eso me sentía culpable.

—No parecía tan noble cuando le estaba dando la paliza a ese tío —le recordé.

—Lo único que digo es que algo bueno tendrá y, aunque se oculta bajo un mar de maldad, tú tuviste que vislumbrarlo. Al fin y al cabo, no eres una chica tan superficial como para salir con un chico sólo porque sea guapo.

—No, por supuesto que no —dije, contemplando sus luminosos ojos verdes enmarcados en un rostro juvenil de proporciones perfectas que invitaban a besarlo.

—Es una pena que no terminara de cuajar entre Hannah y Luke —dijo, tras una pausa—. A él le gustaba mucho la chica, ¿sabes?

—Ya, y a ella le encantaba él también —dije demasiado rápido—, pero tiene unos sentimientos de lealtad muy equivocados hacia un tío que le pone los cuernos en cuanto se descuida.

No entendía lo de Hannah con Simon. Desde que yo la conocía, siempre se había mostrado muy espabilada con los chicos. Nunca se había comportado como una ñoña sentimental. Entonces, ¿por qué le hacía ese efecto Simon? ¿En serio pensaba que si aguantaba lo indecible, él dejaría de engañarla y se entregaría a ella en cuerpo y alma?

—Yo jamás le haría eso a una chica —dijo Mark.

—¿De verdad? Crees que si volvieras a casa una noche y de repente se te lanzara al cuello una tía en pelotas y con ganas de hacérselo contigo, ¿le dirías que no?

—Mira, si una chica desnuda se me tirara al cuello en plena calle, la llevaría a un hostal, la envolvería en un par de mantas y le daría un té caliente antes de que pudiera pasar nada. La fuerza de la costumbre, supongo —se rió.

Y yo le creí. Mark nunca me engañaría. Jamás. Era demasiado bueno para ser verdad...

¡Exactamente! Demasiado bueno para ser verdad. Nadie podía ser tan perfecto. Debía de haber al menos un esqueleto en su armario y yo estaba dispuesta a descubrirlo, aunque me fuera la vida en ello.

Estaba barriendo el suelo de Kool Kutz a última hora de la larde cuando me sonó el móvil. La auxiliar libraba y me tocaba sustituirla. Eso significaba lavar el pelo y mucho. Tenía las manos tan arrugadas que apenas podía sentir el teléfono. Era mi padre. Hacía mucho que no hablábamos, así que me alegré de oír su voz. Al principio.

—Mira, no puedo hablar ahora —dije, mientras reparaba en la mirada furiosa que me lanzaba la dueña. No le gustaba que recibiéramos llamadas personales en el trabajo—. ¿Te puedo llamar cuando salga del trabajo?

—No te preocupes. Por lo visto eres demasiado importante como para hablar con tu padre.

Su voz sonaba nerviosa. Era evidente que estaba buscando bronca. Y además arrastraba las palabras. ¿Estaba borracho? ¿Antes de las seis de la tarde?

—¿Qué dices, papá? —susurré—. Estoy en el trabajo. No puedo hablar. Te llamaré...

La llamada se cortó. Me había colgado.

Las cosas habían ido bastante bien desde su regreso de Dubai. No habíamos hablado de nada, lo admitía, pero lo bueno de eso es que tampoco habíamos discutido. ¿Tenía problemas matrimoniales? ¿Era por algo que había hecho yo? ¿Y por qué estaba borracho? Era un hombre sociable y, de acuerdo, le gustaba tomarse unas copillas, pero no era un borracho. Me guardé el teléfono en el bolsillo y empecé a preocuparme.

Le llamé nada más salir del trabajo, pero sólo di con su buzón de voz. No dejé ningún mensaje. Me estaba debatiendo entre coger el primer autobús hasta su casa o irme primero a la mía, cuando me sonó el teléfono. Era Mark.

—¿Qué haces ahora? —preguntó.

—Intento decidir qué hacer con mi vida —respondí, intentando sonar desenfadada.

—Vaya, no sé cuántas opciones tienes, pero aquí va otra. ¿Te apetece acompañarme a un concierto esta noche?

—¿En serio? ¿Qué tipo de concierto? —pregunté, pensando todavía en mi padre.

—Ya sabes, música rock.

Vaya, vaya. Tuve la impresión de entrever un poco el lado oscuro de Mark y eso me pareció muy emocionante. Vale, sólo era un concierto de rock. Pero hasta ese momento, sólo conocía su perfil tipo San Marcos, así que me pareció un gran avance.

—Me encantaría —dije—. Pero primero tengo que pasarme por la casa de mi padre.

—Si quieres te recojo y te llevo.

Joder, ir a un concierto de rock y presentar a mi nuevo novio a mi (posiblemente borracho y borde) padre. Esta noche empezaba a tomar un cariz interesante.

No queráis saber lo nerviosa que me sentía mientras Mark y yo esperábamos en el rellano de la casa de mi padre. Sólo había llevado a un novio a casa —Simon— y de eso hacía ya años. Y no sólo eso, sino que comprendí de golpe que tenía que estar mal de la cabeza. Cuando había hablado con mi padre apenas una hora antes, estaba borracho y me había colgado. Y ahora ¿quería que conociera a mi chico? Sí, desde luego estaba loca de atar. La puerta se abrió y me encogí de miedo.

—Hola —tintineó Suzie, examinando a Mark de arriba abajo—. ¿Vienes a ver a tu padre, Dayna? No ha llegado todavía...

Menos mal, pensé.

—... Pero, pasad.

Nos condujo hasta la sala de estar y luego desapareció en la cocina para prepararnos algo de beber y, conociéndola, un surtido de diez diferentes sándwiches.

—Ponte cómodo, Mark —dije—. Voy a ver si Suzie necesita una mano.

Me la encontré sacando hielos de una cubitera y dejándolos caer en dos vasos.

—¿Va todo bien? —pregunté.

—Todo va fenomenal —respondió, mientras abría una enorme bolsa de patatas fritas.

—Ahora dime la verdad. Te conozco muy bien. ¿Qué ocurre?

Se dio la vuelta y por fin me miró.

—¿Tanto se nota?

Torcí un poco el gesto y ella soltó esa pequeña risa estrangulada.

—Hemos tenido un par de peleas —dijo—, pero no hay nada de qué preocuparse.

No me lo tragaba.

—Se ha vuelto raro otra vez, ¿verdad? —dije—. Como antes de irse a Dubai. Me llamó hace un rato para buscarme las cosquillas y...

Me callé porque Mark había aparecido en el marco de la puerta.

—Siento interrumpir, pero tenemos que irnos, Dayna —dijo.

Me fijé en el gesto de alivio de Suzie cuando comprendió que no tendría que hablarme de temas peliagudos.

—¿Adónde vais? —preguntó—. ¿A algún sitio bonito?

—Sólo a un concierto —explicó Mark.

—Un concierto de rock —apuntillé radiante, sintiéndome de pronto muy rockera.

—Yo solía hacer lo mismo hace años —dijo—. El otro día escuché una canción preciosa. Una música maravillosa ¿Cómo se llamaba?... Yellow, eso es. ¿La habéis oído?

—Sí, es genial —dijo Mark—. De Coldplay. Están pegando fuerte.

—Venga, vámonos, Mark —dije, pues no quería pensar demasiado en cómo Chris se colocaba en el número uno de ventas mientras yo permanecía sujetando una escoba en Kool Kutz.

Dejé que Mark se me adelantara hasta el coche mientras me quedaba rezagada junto a Suzie en el rellano.

—Es adorable —dijo—, y guapísimo. Puedes traerle a casa cuando quieras. A Michael le encantará conocerle.

La miré.

—No te preocupes por tu padre, Dayna —me dijo, mientras me apretaba el brazo con cariño—, no hay motivo para preocuparse. Se le pasará enseguida, ya lo verás.

Pero no sé a quién quería engañar. A mí desde luego que no, y a ella menos.

La sala de conciertos no se parecía en nada al Wembley Arena. Era un pequeño local en Sepherds Bush, al que ya nunca había ido. El vestíbulo estaba hasta arriba de gente, todos jóvenes vestidos con vaqueros, con cierto look rockero. Por suerte, yo también me había vestido para la ocasión. Me había puesto unos modernos y rotos vaqueros Levis y había desempolvado una vieja camiseta negra que esperaba que pareciera lo bastante desgastada cuando en realidad sólo era vieja.

—¿Una copa? —me preguntó Mark mientras nos abríamos paso hacia la barra.

—Sí, una cerveza, gracias —respondí con el piloto automático—. No, bórralo. Mejor una coca-cola light.

Recordé a mi padre borracho y de pronto se me ocurrió que si esas cosas eran hereditarias y tenía que luchar contra esos genes alcohólicos e hijos de puta, sería rnejor empezar cuanto antes.

Mark pidió dos coca colas light y me pregunté si me seguía la corriente por educación. Pero, ¡qué tonta!, él tenía que conducir, ¿no? Entonces, al echar un vistazo a mi alrededor, me llamó la atención ver tan poco alcohol. Todo el mundo parecía beber coca cola o refrescos o zumos de naranja. ¿Y no era un vaso de limonada lo que llevaba ese hombre en la mano? Qué cosa tan rara.

Mark me cogió la mano y me dijo:

—Ven, vamos a entrar. Enseguida empieza.

«¡Guay!», pensé, «¡viva el rock'n roll!»

Me condujo hasta el auditorio y me quedé muy impresionada. ¡Teníamos butacas en la primera fila! ¿No era lo que se llamaba «el foso»? El lugar donde se juntaban las fans enloquecidas, esperando a que uno de los pipas las eligiera para llevarlas entre bastidores, donde se convertirían en el objeto de diversión del guitarrista principal en la fiesta después del concierto. Por supuesto, yo no quería que eso me pasara a mí, pero el mero hecho de estar ahí me resultaba muy emocionante y un tanto peligroso; además mi butaca se encontraba justo en frente del micrófono, por lo que iba a disfrutar de un primer plano de las fosas nasales del cantante.

—Unas entradas de puta madre, Mark —dije.

—Sí, mi padre hace la promoción de estos grupos así que no tengo problemas para conseguir entradas.

¿Qué es lo que acababa de decir? ¿Que su padre se dedicaba al mundo de la música y el espectáculo? Esta noche iba mejorando por momentos.

—¿Está aquí esta noche? —pregunté, pensando en la fiesta posterior al concierto, en conocer al grupo, en viajar a Los Angeles en un jet privado, en firmar un contrato multimillonario para grabar un álbum con una de las grandes discográficas...

—Sí —respondió Mark, cortando mis pajas mentales—. Debe de andar entre bastidores.

—Dime otra vez a quién vamos a ver.

Me lo había contado en el coche, pero no había prestado demasiada atención. Ahora era toda oídos, ahora que sabía que teníamos enchufe.

—Se llaman Trinity.

—Ah, molaba en Matrix. Me encantó esa tía en esa peli.

—Eh, sí —dijo Mark con evasivas. No creo que la hubiera visto—. De todos modos, los he visto ya un par de veces. A decir verdad, los descubrió mi padre. Escriben sus propios temas y todo. Te van a encantar... Eso espero —añadió nervioso.

Claro que sí. ¿Por qué no iban a gustarme? Su inseguridad me estaba poniendo nerviosa a mí también. ¿Acaso iba a tratarse de un grupo de rock muy, muy duro? Ya sabéis, el tipo de grupo que rechaza cualquier cosa parecida a una clásica y aburrida «melodía» a cambio de unos ensordecedores punteos de guitarra de veinte minutos mientras echan la pota sobre los fans que aguardan en la primera fila, o sea yo.

—No, te van a encantar —dijo, percibiendo mi preocupación—. Saben hacer rock y, lo mejor de todo, es que dedican dos libras de cada entrada a la lucha contra el sida en África.

—Eso es genial —solté con exagerado entusiasmo. Al principio me había sorprendido un poco porque yo creía que dos libras de cada entrada solían desaparecer por las fosas nasales del batería. Pero luego me acordé de Live Aid y la campaña de Sting para salvar los bosques tropicales y algo que había comentado Chris Martin en Radio 1 (sí, la había sintonizado para escuchar su entrevista, no pude controlarme) sobre comprar detergentes de Comercio Justo o algo parecido. Sí, la donación a favor de la lucha contra el sida molaba mazo. ¡De puta madre! ¡Guay!

Esto era increíble. Estaba combinando un concierto de rock con hacer algo que por una vez merecía la pena. Estaba ansiosa por que empezara ya el concierto. Eché un vistazo a mi alrededor y ojeé al resto del público. Todos parecían llamativamente tranquilos y bien vestidos. No llevaban exactamente el pelo corto y repeinado, pero tampoco se veían carnes desnudas repletas de tatuajes, ni pelos de punta y de colores, ni camisetas con manchas de cerveza y cubiertas de mensajes provocativos. Sin embargo, no había tiempo para echarlos en falta, porque Mark me abrazó y me arrimé a él sintiéndome muy cómoda y feliz. Me encantaba cómo mi hombro encajaba a la perfección bajo su axila y cómo su precioso cabello negro y rizado olía a champú. Y si levantaba la vista hacia la derecha, podía ver los labios más deliciosos que iba a besar en cuanto acabara de recitar el Padrenuestro...

¡¿El Padrenuestro?!

¿Qué dem...?

Total confusión.

Primero siento un extraño flashback hasta una asamblea infantil donde me pregunto por qué estamos diciendo «santificado sea tu nombre». Después, caigo en la cuenta de que no sólo se trata de Mark, sino también del hombre en el escenario, de pie ante el micrófono, que dirige la oración de todo el público.

Estaba flipando en colores.

«Pero, vamos a ver», pensé, «¿a cuántos de estos conciertos has ido tú?» «A ninguno», me respondí. Entonces cómo iba a saber cuál era el protocolo. Además, ¿no había hecho lo mismo Madonna en Truth or Dare? Había reunido a sus bailarines en un pequeño corrillo y se habían puesto a rezar. Si eso molaba con Madonna...

—Ese era mi padre —me susurró Mark, cuando se apagaron las luces.

—¿Quién?

Señaló con la cabeza al hombre que nos había conducido a todos (salvo a mí) por el camino de la oración y que ahora abandonaba el escenario. ¿Ése era su padre? Parecía un administrativo. Bueno, tenía la pinta que te esperas de un padre de mediana edad. No tenía el aspecto de un promotor musical para nada. Mi desconcierto iba en aumento, pero no iba a poder salir de dudas porque en ese momento se encendieron unos enormes focos en el escenario y el público rompió en fuertes aplausos y aclamaciones. Mis ojos se acostumbraron a la luz y, sí, ahí estaba Trinity. Curiosamente, eran cinco y no tenían pinta de rockeros. Desde luego no se habían dejado influir por Marilyn Manson, pero supongo que eso era algo positivo. Llevaban vaqueros y camisetas y el cantante incluso llevaba una gorra de béisbol al revés, muy moderno.

Pero también tocaba una pandereta.

Vale, eso en sí no tenía por qué ser una horterada. Estaba segura de que John Lennon había tocado alguna en cierta ocasión, y la música no sonaba mal. No era un tema que fuera a arrasar en las listas de ventas, pero tampoco era horrible.

No, nada de eso era el problema... Pero había algo muy raro en todo aquello. No conseguía dar en el clavo... al menos hasta que el hombre con la pandereta empezó a cantar. Tardé casi toda la primera estrofa en descubrir de qué se trataba, pero para cuando entonaron el estribillo, ya tenía las cosas bastante claras. No cabía la menor duda de que no cantaba acerca de su mujer sobre una Harley Davidson ni de dónde sacaría su próxima dosis. A pesar de que se empleara a fondo al estilo Ozzy Osbourne, las palabras que manaban de su boca decían: «Dios es bueno, Dios es grande, qué bueno eres, oh Dios».

¡Dios santo! (por decir algo). Mark me había llevado a un concierto religioso.

Estaba rodeada de fanáticos de Jesús, cientos de ellos, y estaban en estado de trance. Sinceramente, ya había estado antes en conciertos de Take That y de *NSYNC y la histeria sólo había sido un poquito mayor.

Miré a Mark con miedo. Por un momento absurdo, pensé que tal vez él estaría flipando tanto como yo. Tal vez tampoco se esperaba esto. Pero, no, le estaba encantando, no cabía la menor duda.

Pensé que tal vez se trataba sólo de la primera canción. Quizá ahora el grupo se había desahogado con Jesús y volvería a cantar temas más normales con letras sobre sexo y drogas. Pero no. Una canción tras otra hablaba de Dios, de Dios y de más Dios otra vez. Toda la peña a mi alrededor gritaba y aplaudía, mientras yo permanecía alucinada. Estaba atrapada en un mundo cuya existencia ni imaginaba. ¿Cuándo se acabaría? Tal vez nunca y me quedaría ahí atrapada para toda la eternidad.

—¿A que son geniales? —me gritó Mark en el oído cuando ya iban por la quinta o sexta canción.

—Son... realmente...

Realmente, ¿qué?, me pregunté. Como ya dije, estaba flipando.

—¿Pasa algo, Dayna? —preguntó Mark, notando que algo iba mal.

¿Qué le íbamos a hacer? No podía pedirle que abandonara a su adorado Trinity para llevarme a casa y tampoco podía levantarme y marcharme. No podía hacerle eso. Decidí apretar los dientes y aguantar hasta el final.

—¡Nada! —grité—. No pasa nada. Realmente son la hostia.

En ese momento me rendí. Me entregué al poder del Dios del Rock y empecé a gritar de alegría y chillar con el resto del público. Confieso que no estaba muy enardecida, pero hice lo que pude. Sólo metí la pata una vez, cuando solté un sonoro y estridente alarido en el preciso instante en que la canción callaba para dejar que el teclado siguiera con su música delicada. Todo el mundo me miró como si yo fuera ésa. No ésa, «la Elegida», sino «ésa», la de «siempre tiene que haber una».

Apreté los dientes durante el cuarto (¿o era el quinto?) bis y, después, por suerte se acabó. Trinity abandonó por fin el escenario y, a pesar de los gritos trastornados de sus fans, no volvieron. ¡Se había acabado! Podía volver a casa y...

—Vamos, Dayna —dijo Mark, cogiéndome del brazo—. Hay una fiesta después del concierto. Vamos a conocer a los chicos.

Por lo visto no se había acabado después de todo.

Mi primera fiesta después de un concierto remató lo que era ya una noche demencial. No había alocadas fans ni cuencos repletos de coca, ni tampoco alcohol. Y lo más raro de todo fue que, antes de que quitaran el papel transparente de las bandejas de sándwiches, el padre de Mark bendijo la mesa. Jimi Hendrix, Michael Hutchence y Sid Vicious se tuvieron que revolver en sus tumbas.

Mientras observaba cómo Mark se emocionaba al conocer a sus héroes, intenté definir mi postura en lo referente a Dios. Nunca me había parado a pensar mucho en ello, pero ahora no me lo podía quitar de la cabeza. Pensaba que todavía quería a Mark en mi vida, pero ¿quería también a Jesús?

Por muy adorable que fuera mi novio, no conseguía verlo claro. Simplemente Cristo no formaba parte de mi vida. Mi padre era un electricista malhumorado al que le gustaba beber cerveza y jugar y, tal vez por desgracia, ése era el mundo al que estaba acostumbrada y donde me sentía segura.

Para ser sincera, tal vez podría haber vivido con la fe de Mark, si hubiese sido un poco más... normal. Ya sabéis, el tipo de fe que se expresa en privado en una bonita y tranquila iglesia los domingos por la mañana mientras el resto del mundo (y yo en particular) permanecemos en la cama. Pero no, su fe era un poco demencial, con tanto canto y bamboleo y esa forma de ponerse a cien con Dios. De pronto Mark no me parecía tan diferente a esos testigos de Jehová a los que ves en cuanto entreabres la puerta de tu casa antes de cerrarla rápidamente con llave, o esa pandilla de Hare Krishnas vestidos de naranja que te dan la lata en Oxford Street. Era demasiado fuerte, para mi gusto.

Me pregunté si me importaba todo eso, si cambiaba en algo las cosas.

Y debo confesar que la respuesta fue sí.

A continuación hice algo espantoso. No corté con Mark exactamente. Pero tampoco seguí quedando con él. Su imagen convirtiéndose en un friki místico en el concierto había impregnado mi retina y no me abandonaba. Era demasiado incómodo y no me atrevía a volver a verle la cara. Pero tampoco me atrevía a decirle la verdad. Era demasiado bueno, maldita sea, y no podía hacerle daño de esa manera. Así que dejé que las cosas se fueran apagando poco a poco, lo que era un comportamiento lamentable, poco honesto, cobarde y muy mío.

Me llamó. Muchas veces, a decir verdad. Le fui poniendo excusas, una tras otra. El chico era persistente, pero no tonto y al final pilló la indirecta. Las llamadas cesaron y entonces me sentí muy, pero que muy mal. Era un chaval tan bueno —seguramente el mejor que conocía— que no se merecía que le trataran de esa manera.

Juro de verdad que no me importan las creencias de los demás. Todos creemos en algo, aunque sea sólo en la maldición del Hello! Pero de ahora en adelante, Mark tendría que seguir con su religión él sólito.

Mark había sido lo más parecido a la perfección que había conocido nunca. Casi era un santo. Y le dejé porque no podía asumir que de vez en cuando le gustara exaltar a Jesús. Yo me lo perdía, pensé, y sin duda acabaría ardiendo en el infierno por ello.

Sin embargo, hice una buena obra como consecuencia de salir con Mark. Volví a quedar con Archie. Un momento, no os precipitéis. Sólo fue para tomar una copa y no pasó absolutamente nada.

—¿Te apetece una cerveza? —preguntó muy animado, como si no hubiese pasado nada entre nosotros. Pensé en rechazar la invitación, pero luego recordé las palabras de Mark de que todo el mundo tenía alguna cosa buena.

—Vale.

¿Qué pensaba yo que iba a conseguir? Cambiar treinta años de prejuicios y convertirle en un liberal progre? Pues sí, eso mismo pretendía. Quedamos en un pub cerca de mi casa y me empleé a fondo. Creo que él buscaba echar un polvo por los viejos tiempos, pero eso no iba a ocurrir y mi ataque frontal le pilló por sorpresa.

Aunque no me llevó a ninguna parte. Tenía respuesta para todo y solía consistir en una estadística que, lo más probable, se había inventado, y como la había sacado de ninguna parte, me resultaba imposible rebatir sus argumentos. El otro problema era que, aunque evidentemente estaba muy equivocado en todos sus planteamientos, sabía mucho más de política que yo, lo que me colocaba con cierta desventaja respecto a él. Pero había que reconocerme cierto mérito por intentarlo. Mark habría estado orgulloso de mí, en el caso de que en ese momento no estuviera rezando por mi alma perdida sin remisión.

—Estás muy equivocado, Archie —dije, apurando mi copa antes de soltar la estocada final—. Todas las personas tienen un lugar en el mundo.

—Exacto —respondió—. En el mundo. No en este puto país.

—Ya sabes a lo que me refiero. ¿No puedes apreciar las diferencias entre las personas en vez de odiarlas?

—No me has entendido, Dayna. Sí que aprecio las diferencias entre las personas. Por eso me gustas tú. No eres como ninguna otra chica que haya conocido.

—Gracias —gorjeé, olvidando por un momento mi misión—. Pero no puedes respetar sólo las diferencias de algunas personas. No se puede ser arbitrario con eso. Tienes que extender esa buena voluntad —le dije, imitando a Mark—, a todo el mundo.

—Mira, yo no soy ningún monstruo, ¿sabes? —saltó, ofendido—. Yo respetaré las diferencias de quien sea, siempre y cuando no me las restrieguen por las narices. Cada oveja con su pareja. No estamos hechos para mezclarnos. Eso lo descubrieron los judíos hace mucho tiempo ya. Pedían a gritos su territorio, ¿verdad? Ah, pero no les gusta cuando...

Me desconecté cuando intentó retratarse como el hombre más razonable y tolerante de todo el Reino Unido, amante de los negros, los judíos y los orientales, siempre y cuando estuvieran a un vuelo internacional de distancia.

Pensé que era una inmensa lástima, porque si no escuchabas lo que decía, de verdad que era un tío la mar de agradable de mirar.