10 centímetros (Y empujando)
—Puedo ver su cabecita —chilla la matrona becaria desde alguna parte entre mis piernas—. ¡Puedo ver su cabecita! Será mejor que vaya a por Maureen.
Mientras sale disparada de la habitación, me vuelvo hacia Suzie, que se encuentra a mi lado y no se escapa a ninguna parte en gran medida porque le sujeto la mano con mucha, mucha fuerza.
—¿Quién es Maureen? —le pregunto con voz débil, porque la poca fuerza que me queda está concentrada en su mano.
—Creo que es su jefa —contesta—. Ya sabes, la comadrona de verdad.
Sigo de rodillas sobre la cama, de cara a la pared. Tengo la sensación de haberme quedado atrapada en cemento, paralizada por el miedo y el dolor. Esto debe de ser el mayor dolor que nadie en el mundo entero haya...
—¡Aaayyy! —grito por enésima vez.
—Eso es, Dayna, empuja una última vez —me apremia una nueva voz a mis espaldas. Debe de ser la matrona Maureen, recuperada tras la pausa para tomarse una taza de té más larga jamás vista.
—Ya estás casi. Ya podemos ver la cabecita, ¿sabes?
—No puedo empujar... No... No puedo... Me duele... Me duele mucho —digo, con la voz temblorosa por el esfuerzo de hablar.
—Pues no puedo hacerlo por ti —responde la comadrona Maureen, con una voz que no había vuelto a oír desde el colegio—. Sólo tú puedes hacerlo y tienes que empujar.
¿Dónde coño se ha metido Emily? Hace horas que no la oigo.
De pronto, también desde alguna parte detrás de mí, exclama Emily:
—¡Está aquí!
¿De dónde ha salido? No puedo girarme para mirarla. No tengo fuerzas.
—¿Quién está aquí? —pregunta Suzie por mí.
—Él. Acaba de llamar por teléfono. Su tren acaba de llegar a Euston. Llegará aquí en media hora.
¿Media hora? Dentro de media hora yo estaré muerta.