Otra vez el número 6

(Con los números 1, 2 y 5 también)

Era miércoles por la mañana y, no, todavía no me había echado atrás. Conseguí pasar dos días enteros desde el domingo sin sufrir otro ataque. Era increíble de lo que era capaz cuando me lo proponía. Ahora sólo me quedaban tres días como la señorita Dayna Harris. Molaba. Dayna Antonescu tenía un soniquete muy exótico cada vez que lo ensayaba delante del espejo, con o sin acento rumano.

Me quedé a dormir en casa de Cristian el martes por la noche y, después de desayunar, decidí salir a correr. Sí, sí, a correr. Era mi último invento. Bueno, mi última costumbre que empezaba esa misma mañana. Me había pesado en la carísima (y, por ende, muy precisa) báscula de Cristian y recibí el disgusto de mi vida. Siempre había pesado mucho menos en la báscula barata de mi casa. En tan sólo tres días tenía que caber en un carísimo y ajustadísimo vestido de novia. De alguna manera, dos kilos tenían que desaparecer y sabía que la inanición no sería suficiente. No quedaba más remedio que salir a correr. No había problema. Todo el mundo en Primrose Hill hacía footing. Seguramente me toparía con Kate Moss. Me pregunté si a ella le sentaría tan bien como a mí un chándal de poliéster.

Di un par de vueltas de calentamiento por el amplio salón de Cristian, después bajé las escaleras y salí a la calle. Todo bien hasta el momento. Ya estaba en la acera y aún no me había quedado del todo sin aliento.

Unos cien metros más tarde, tuve que agarrarme a la valla que bordeaba la colina. Me ardían los muslos, me dolían los pies y me rugían los pulmones, tras un esfuerzo imposible para aspirar más oxígeno. Sinceramente, ¿cómo hace la gente para correr y respirar al mismo tiempo? Es un misterio, de verdad. Mientras intentaba recobrar el aliento, divisé a un par de profesionales del footing que pasaron delante de mí con sus deportivas de quinientas libras y que entraron tan campantes en el parque por una verja. Continuaron colina arriba sin aminorar el paso. Madre mía, yo no iba a subir por ahí corriendo, ni de coña. Era la primera vez que observaba detenidamente Primrose Hill desde que me había mudado a casa de Cristian y, Dios mío, era una colina muy empinada, casi escarpada. Más bien habría que llamarla la Montaña de Primrose. Decidí que ya estaba bien. En cuanto recobrara el aliento, me volvería a casa corriendo (despacito).

En ese momento me sonó el móvil. Comprobé la pantalla: Simon. No había tenido noticias suyas en mucho tiempo. Contesté la llamada:

—Hola, Simon —dije.

—Suenas como si estuvieras agotada —dijo, al notar el cansancio en mi voz como buen especialista de fitness que era—. No habrás estado corriendo, ¿verdad?

—No... Bueno, sólo para coger el autobús.

Como se enterara Don Fitness que su levemente rechoncha ex intentaba hacer un poco de footing, jamás lo olvidaría.

—Me apuesto a que lo perdiste —dijo—. Necesitas ponerte en forma, chica. En fin, no vas a adivinar dónde estoy.

—No tengo ni idea, ¿dónde estás?

—En Lympstone —anunció, muy orgulloso—. Ya sabes, para mi PCRM —repitió al quedarme callada—. Acabo de hacerlo, Dayna. ¡He aprobado! ¡Soy un Royal Marine, nena! Bueno, lo seré si consigo superar las treinta y dos semanas de entrenamiento básico. Es el programa de entrenamiento de la infantería más largo del mundo, ¿sabes?

Sí, lo sabía, porque ahora todo me volvía a la mente. Las innumerables horas en las que escuché a Simon soltarme datos sobre los Marines, los infinitos impresos que tuve que rellenar y el intento fallido para llevarle casi de la mano a un lugar llamado Lympstone. Pero ahora estaba allí y era un Marine (en potencia).

—Eso es fantástico —exclamé, recobrando por fin el aliento—. ¡Enhorabuena! No me habías dicho nada.

—No se lo dije a nadie. Me eché para atrás tantas veces antes que esta vez pensé hacerlo sin decírselo a nadie. No quería hacer otra vez el gilipollas.

—Pues no lo has hecho. ¡Lo has conseguido! Estoy muy orgullosa de ti, Simon.

—Gracias. Te lo debo todo a ti, ¿sabes?

—¿Y eso?

—Bueno, no sabía rellenar los impresos yo solo, ¿a que no? Además tú siempre has estado a mi lado, ya sabes, apoyándome y todo eso.

Dios mío, era más o menos la cosa más bonita que me había dicho Simon jamás. Estaba alucinada.

—Además vuelvo a Londres esta tarde —continuó—. Deberíamos salir a celebrarlo. Me paso a buscarte y...

—No creo que pueda, Simon. Tengo miles de cosas que hacer.

—¿Como qué? —preguntó, un poco disgustado.

—Casi nada. Sólo me caso el sábado, nada más.

—Ya. El señor y la señora Pelo Engominado.

—¡Simon!

—Lo siento. Además es el sábado. Hablo de esta noche.

—Me encantaría, pero todavía me quedan muchos preparativos que organizar. Tengo que mirar lo de las flores y organizar las mesas con la empresa del catering y...

—Suena de lo más divertido, pero si lo prefieres a ir a cenar a un delicioso restaurante chino, allá tú.

—¿Por qué no vas con otra?

—¿Como quién?

—Por lo general siempre tienes donde elegir.

—Estoy limpio, ¿te acuerdas? Ésa es otra de las cosas que te debo a ti. Hablar contigo, pues me ayudó a verlo claro. Estar sin mujeres significaba que me podía centrar al cien por cien en el entrenamiento y gracias a eso aprobé el PCRM. ¿Lo ves? Es todo gracias a ti, así que tienes que salir conmigo.

Y ésa era más o menos la segunda cosa más bonita que me había dicho Simon nunca. Me lo pensé por un momento. Estaba segura de que a Cristian no le importaría arreglar lo de las mesas él solo, y me había inventado lo de las flores. Y si sólo picoteaba un poco en el restaurante chino, estaba segura de que todavía podía perder esos dos kilos para el sábado.

—Vale —dije—. Pasa a recogerme a las ocho.

«¡Soy la bomba!», pensé mientras guardaba el teléfono en el bolsillo. Me impresionaba a mí misma. Fijaos qué capacidad tenía para transformar a las personas. Había conseguido convertir a un polvoadicto desenfrenado en un absoluto célibe y transformar a Archie, el mejor colega de Hitler, en una persona que no era mucho peor que cualquier lector del Daily Mail. Incluso me había convertido a mí misma, una cagada con fobia al compromiso, en la novia más entusiasta de todo Londres. ¡Impresionante!

Me sentí tan bien que decidí seguir corriendo. No cuesta arriba por la Montaña de Primrose, sino por el camino que bordeaba el parque. Empecé con paso ligero (para mí) y sólo ralenticé para observar lo que ocurría al otro lado de la valla. Había un camión generador, otro de catering, cámaras y gente pululando por todas partes. ¿Qué estaba pasando ahí? Tal vez Kate Moss se llevaba a todo un equipo de rodaje con ella cada vez que salía a correr. ¡Qué barbaridad!

Apuré el paso, pero me detuve cuando de pronto oí a alguien que llamaba «¡Dayna!» desde el otro lado del parque. Me volví y observé la silueta que corría hacia mí. Llevaba una sudadera con capucha y no le reconocí hasta que estuvo muy cerca.

—¡Chris! —grité de alegría, lo cual me causó un ataque de tos con flemas. Joder, sólo había corrido cien metros y ya sonaba como una fumadora empedernida.

—¿Estás bien? —preguntó Chris cuando llegó a la valla.

—Sí... Muy bien... Es sólo... ya sabes... el flato —dije jadeando.

—Sí, algo me han contado —dijo—. En fin, me alegro de verte. No me lo podía creer cuando te vi. Supe que eras tú enseguida. Había algo en tu forma de correr. Estás realmente... grácil.

Sonreía con esa preciosa sonrisa suya, así que me contuve de darle un fuerte puñetazo en la nariz.

—Mira, ¿por qué no vienes hasta aquí y te invito a un café? —dijo, sin dejar de sonreír—. ¿O vas contrarreloj?

—Bueno, estoy intentado superar mi marca, pero a la mierda. Me encantaría tomar un café.

—¿Qué estás haciendo por aquí? —le pregunté cuando nos sentamos en un banco junto al camión del catering y contemplamos cómo el viento se llevaba el vapor que emanaba de nuestras tazas desechables de poliestireno.

—Estoy rodando un videoclip. Para un single de mi próximo álbum.

—Te ha ido fenomenal, Chris. Me siento muy orgullosa de conocerte —le dije con sinceridad—. Siempre supe que lo conseguirías. —Bueno, sólo era una mentirijilla de nada.

—No nos ha ido mal, ¿verdad? —dijo y me sonrió.

—¿Que no os ha ido mal? ¿Cuántos premios Brits tienes ya?

—Así que has seguido mi carrera.

—Como una auténtica fan —respondí, muy seria.

Se echó a reír y dijo:

—¿Recuerdas nuestro primer single?

—Claro.

—Esa canción siempre me hará pensar en ti.

—¿Ah sí? ¿Por qué? —pregunté, intrigada.

- Yellow me recuerda nuestra primera cita, ¿sabes? En aquel restaurante Haré Krishna.

¿Cómo olvidarlo? Han pasado todos estos años y me sigue repitiendo el curry. Intenté recordar la ropa que llevaba aquella noche. ¿Una camiseta de color amarillo chillón? ¿Unos pendientes con forma de plátanos? ¿Medias de color amarillo canario?

—Esa col al curry que tanto te gustó —continuó—, tenía un color muy, muy amarillo...

Y ambos nos echamos a reír.

—Así que yo fui una inspiración para tu obra, y no lo olvidemos, fui yo quien te presentó de algún modo a tu esposa. —Me callé y le regalé una gran sonrisa—. Soy un genio, ¿a que sí?

Volvió a reírse.

—Había olvidado lo divertida que eras, Dayna.

Ya, y yo también.

—Bueno ¿y tú? ¿Ahora vives por aquí? —preguntó Chris.

—No. Sigo en el mismo piso de siempre.

—¿Qué? ¿Has venido corriendo desde allí? Pues sí que estás en forma.

—Ojalá. He corrido unos cien metros. Me estoy quedando en casa de... un amigo. —¿Por qué no podía decir «mi novio»?

—Entonces ¿sales con alguien? —preguntó.

—No... Más o menos... Estoy libre y sin compromiso.

¡Aayyy! ¿A qué coño estaba jugando yo? A tan sólo tres (repite, tres) días de mi boda además.

—Eso está guay, pero tengo que decirte —añadió y me guiñó un ojo— que recomiendo, vivamente y sin la menor duda, la aventura del matrimonio.

Ya...

—Me alegro mucho de volver a verte, Chris, de verdad.

—Yo también, Dayna. Los rodajes son un coñazo, pero gracias a ti éste ha merecido la pena.

Nos callamos y bebimos el café. Miró al otro lado del césped hacia el equipo de rodaje que charlaba y fumaba en varios pequeños coros. Llevaban así desde que nos habíamos sentado.

—No parece que estén rodando gran cosa —comenté.

—No, estamos esperando a que llegue una máquina de viento.

—¿Una máquina de viento? —pregunté a la vez que una ráfaga de aire me despeinaba por completo—. Si está soplando una tormenta que no veas.

—Ya, pero el director no quiere una sencilla tormenta. ¡El director exige un huracán! De ahí la máquina de viento —explicó, poniendo una voz casi de actor relamido—. No sabes mucho acerca de los rodajes, ¿verdad?

—No mucho —contesté.

Observé cómo un hombre caminaba tranquilamente hacia nosotros. Llevaba una cazadora de aviador negra con las letras «M: I-2» grabadas en el bolsillo. Se detuvo cuando nos alcanzó y dijo:

—Lo siento, Chris, pero parece ser que nos vamos a quedar aquí todavía un buen rato. La máquina de viento no llegará antes de una hora.

—Tranquilo, tío, cuando puedas —le respondió Chris.

¿Qué? ¿No iba a montar un berrinche de estrella consentida? El estrellato no le había cambiado nada.

—¿Quién es? —pregunté cuando el hombre se alejó—. ¿El director?

—No, es el primer.

Le miré con cara de póquer.

—Primer AD.

Misma cara de póquer.

—Primer ayudante de dirección.

—Ya lo entiendo —dije, sin entender nada—. Mira, será mejor que me vaya.

—No, quédate un poco más... por favor —me suplicó—. Me muero de aburrimiento aquí. Necesito que alguien en condiciones me haga compañía. Oye, ¿por qué no te vienes a mi roulotte? Dios mío, siempre he querido decirle eso a una chica.

Y sólo pude echarme a reír...

... y preguntarme por qué parecía que sólo me reía en compañía de hombres que no eran Cristian.

Regresé a mi casa con una nostalgia enorme. Me había encantado volver a ver a Chris y no podía evitar pensar cómo nos podría haber ido juntos.

El móvil interrumpió mi ensimismamiento cuando entraba en casa. Era Cristian. Sus frecuentes llamadas no siempre tenían algún motivo, así que estaba casi decidida a ignorarle, pero, tonta de mí, no lo hice.

—¿Dónde estás, Dayna? —preguntó, malhumorado.

¿Es que todavía no lo sabía? Me sorprende que no me hubiese puesto un sistema de rastreo por satélite o algo así.

—Acabo de llegar a casa —respondí—. ¿Por qué?

—Porque se supone que vamos a ver a los del catering para hablar de la organización de las mesas. Por eso.

—Eso es a las siete —dije—. Y sólo son las tres.

—Ya, pero quería hablarlo contigo primero para estar seguro de que todo esté como tú quieres.

—No te preocupes por mí, Cristian —respondí con voz muy dulce—. La mitad de los invitados viene desde Rumania. Ni siquiera puedo pronunciar sus nombres, ya no digamos pensar en qué mesa ponerlos.

—Pero aun así nos quedan doscientas cincuenta personas, Dayna.

¡Aaahhh! Odiaba que me recordaran que quinientas personas iban a asistir a nuestra boda. A los Antonescu no les iban las celebraciones íntimas.

—Y después del catering, había pensado que podríamos salir a cenar —continuó Cristian— al restaurante de Gordon Ramsay. No te he llevado nunca allí, ¿verdad?

No, no me había llevado allí. Pero yo ya había quedado para cenar —en un bufé libre por cuatro libras noventa y cinco en el Oriental Cottage—. Ni punto de comparación con el restaurante de Gordon Ramsay, pero un compromiso era un compromiso, ¿verdad?

—No puedo, Cristian —respondí.

—¿No puedes qué? ¿Ir a lo del catering o salir a cenar?

—Las dos cosas.

—¿Por qué no?

—Estoy agotada... He tenido un día muy duro... haciendo footing.

—¿Footing?

—Ocho kilómetros —dije, porque parecían ocho kilómetros por la paliza que tenía en el cuerpo.

—Vale, olvida la cena —accedió—. Pero, por favor, acompáñame a ver a los del catering. Creo que es importante que hagamos eso juntos y...

—No te oigo, Cristian, me estoy quedando sin bat...

Últimamente me había vuelto una experta en apagar el móvil en medio de una palabra. «Lo siento, Cristian, pero tenemos toda una vida por delante para hacer cosas juntos. Esta noche sólo quiero disfrutar por última vez de un poco de tiempo para mí.»

Bueno, para mí y para Simon.

Me sentí fatal cuando me desperté a la mañana siguiente. ¿A qué coño estaba jugando yo?

¿Y qué coño iba a hacer ahora?

Tenía que hablar con alguien. Pero ¿con quién? ¿Con mi amiga Emily, la histérica? ¿Con Suzie, que sólo diría: «Te lo dije.»? ¿Con Cristian? ¡Aaahhh! Sólo había una persona. El tío que me dijo un día que mis instintos me dirían lo que debía hacer. Pues bien, ahora mismo mis instintos no tenían ni puta idea. Ya podía darme un mejor consejo.

Cogí el teléfono y marqué el número de Mark. Tenía que venir a mi casa cuanto antes.

Si estaba tan dispuesto a salvar el planeta, podía empezar por salvar mi humilde persona.