No del todo el número 2

Un par de días después de tomarme esa copa con Simon, seguí el consejo de Emily y acabé en el rellano de la bonita casa de mi padre en Kentish Town. No pretendía pasar de él. Con los exámenes que se avecinaban, estaba estudiando a lo bestia. Además estaba de trabajo hasta arriba en Fasta Pasta, lo cual me dejaba muy poco tiempo libre.

De acuerdo, lo reconozco, es una pésima excusa. Mi padre tenía todo el derecho del mundo a sentirse dolido porque no había acudido a su fiesta. Además podía haberle compensado mimándole un poco. Que no lo hubiera hecho era culpa de Simon. Mi padre pensaba que Simon era el no va más (en muchos aspectos eran como dos gotas de agua). «Es un tío cojonudo, Dayna», me había dicho cuando le conoció. «Hazme caso y no le dejes escapar». Bueno, resultó que Simon no era tal joyita —ni siquiera bisutería barata de teletienda—, pero no tenía agallas para decírselo porque sabía que le dolería casi tanto como a mí.

Pero ahora iba a hacer las paces con mi padre. Mientras oía el pestillo descorrerse, me cambié al chip de hija supercariñosa.

—Hola —arrulló la rubia despampanante que abrió la puerta—. ¿Puedo ayudarte en algo?

Ni en un millón de años, pensé, mientras la escudriñaba.

—¿Está mi padre?

Apretó el enorme albornoz blanco y mullido. ¿Qué hacía paseándose vestida así en casa de mi padre a las tres de la tarde de un sábado? Es más, ¿qué hacía en casa de mi padre en primer lugar?

—Debes de ser Dayna —dijo, muy emocionada—. Pasa, cielo. Tu padre está saliendo de la ducha. —Me hizo pasar, con una enorme sonrisa de oreja a oreja, y gritó escaleras arriba—. ¡Michael! Baja, rápido. ¿Adivina quién ha venido?

¿Qué coño estaba pasando? Me había quedado sin habla, lo cual no era un problema porque la mujer no esperaba que hablase. Se lanzó en una verborrea sin editar de lo primero que se le pasaba por la cabeza.

—Debí haberme dado cuenta de que eras tú en cuanto abrí la puerta. Tu padre tiene fotos tuyas por todas partes. Está muy orgulloso de ti, ¿sabes? Una chica tan lista. A mí me encanta ir a los institutos de belleza. Los tratamientos faciales, los masajes, las manicuras... Soy un poco adicta a los tratamientos. ¿Cuándo podrás darme un masaje indio de cabeza? Me chiflan. Y tu amiga, se va a Japón, ¿verdad? Menuda experiencia para ella. Me encanta viajar. Michael...

La seguí hasta la sala de estar. Mientras seguía parloteando, me quedé observando una foto de los tres —mi madre, mi padre y yo— que descansaba encima del televisor, refugiándome en aquella imagen de los tres sentados tomando helados en la playa de Southend. Necesitaba un refugio porque empezaba a sentirme una extraña en la casa de mi propio padre —que había sido mi casa hasta no hacía tanto tiempo—. Las cosas de esa tipa estaban por todas partes: bolsas de chicas, revistas, una copa de vino con una marca de barra de labios.

Sentí náuseas.

Y confusión. ¿Por qué demonios sentía náuseas?

Estaba acostumbrada a que mi padre tuviese sus líos. Aunque nunca había alardeado de sus novias, tampoco había fingido que no existiesen. Hablaba de ellas, generalmente para que pudiéramos reírnos de cómo tenía que volver a aprender las reglas del ligoteo y de lo mucho que éstas habían cambiado desde que tenía mi edad. Nunca me molesté siquiera en conocer a ninguna de ellas porque tenía una nueva novia cada mes. Era un hombre atractivo y, por lo visto, no tenía que esforzarse mucho. (¿Lo veis? Igual que Simon). Sólo se lo estaba pasando bien, y si era feliz, pues yo también.

Entonces ¿por qué me molestaba ésta? No lo sabía... Pero ahí pasaba algo. Algo diferente. Podía olerlo y no se trataba solamente de la vela de aromaterapia en la mesa de centro.

La rubia despampanante seguía como una cotorra cuando apareció mi padre. Llevaba un albornoz idéntico al de ella y el pelo mojado de la ducha.

—Hola, forastera —dijo, mientras se agachaba para darme un beso en la mejilla.

Forcé una sonrisa, mientras intentaba no preguntarme por qué necesitaba ducharse a las tres de la tarde.

—Hola, papá... Bonitos albornoces —respondí—. «El y Ella», ¿eh?

Se rió.

—Fue idea de Mitzy. Por lo que veo, os habéis presentado.

Se sentó en el sofá y abrazó a la rubia despampanante... Mitzy, joder.

—¿Es el diminutivo de qué? —pregunté.

—Mitten

[5] —contestó con una risotada—. Suzie Mitten. Y estoy encantada de conocerte.

Nos quedamos sentadas un momento, mirándonos de forma extraña, mientras me invadían pensamientos perversos acerca de su estúpido nombre.

—¿A qué debemos este honor? —dijo mi padre al fin. Se volvió hacia Mitzy y añadió—: Dayna ha estado demasiado ocupada dándose la gran vida como para venir a visitar a su anciano padre. —Esbozaba una sonrisa mientras hablaba, pero me di cuenta de que era tan falsa como la mía.

—Bueno, ha estado muy ocupada con el trabajo, ¿verdad? Y no te olvides de la academia —le recordó Mitzy—. Tienes exámenes pronto, ¿verdad, cielo?

¿Había algo sobre mí que ella ignorara? ¿Y qué pretendía, intentando suavizar las cosas entre mi padre y yo? No podía entrar así como así en nuestras vidas con su ridículo nombre y sus ridículas velas y hacer las paces.

—Más vale que apruebe esos malditos exámenes —refunfuñó mi padre—. Esa academia me está costando un ojo de la cara.

—Los aprobaré, no te preocupes —respondí también con el mismo tono gruñón.

Mientras nos mirábamos sin pestañear, Mitzy rompió el silencio.

—Pondré agua a calentar. Así tendréis la oportunidad de poneros al día.

—¿Y qué, alguna novedad? —preguntó mi padre en cuanto Mitzy abandonó la habitación.

Me encogí de hombros como una quinceañera malhumorada.

—Nada de particular —mascullé entre dientes—. Ya sabes, lo normal.

—No, no lo sé, Dayna. No te veo nunca. A ver, ni siquiera fuiste capaz de pasarte diez minutos por mi fiesta para darme la enhorabuena.

Ya estaba, lo había soltado. Salió a la luz lo que evidentemente le había estado molestando durante semanas.

—Lo siento mucho —dije, más suave—. Pero había tenido un día muy malo y...

—¿Tú sabes cuánto duele que mi hija, ¡la única familia que tengo!, no estuviera allí para celebrarlo conmigo? Oh, pero eso sí, bien que te gusta coger mi dinero, ¿eh? ¿Sabe Simon lo egoísta que eres?

—Simon y yo hemos cortado —interrumpí bruscamente—. Por eso no fui a tu fiesta, ¿vale?

Me miró, anonadado.

—¿Que habéis cortado? —farfulló, boquiabierto—. ¿Qué le hiciste?

—Muchas gracias, papá. Me alegra saber que estás de mi parte.

—Estoy de tu parte. ¿De qué me estás hablando?

—Bueno, das por hecho que fui yo. ¿No podría ser él quien hiciese algo mal?

—¿Como qué? Es un tío de puta madre. Besa el suelo que pisas.

Resoplé. No pude evitarlo.

—Mira, no voy a hablar de eso ahora... No mientras tengamos compañía —dije.

Ahora el que se suavizó fue él.

—La verdad es que tenía muchas ganas de que os conocierais las dos. Es fantástica, ¿no te parece?

Pues la verdad es que no. Al margen de todo lo demás, ¿cuántos años tenía? Yo le daba diez años menos que los cuarenta y ocho de mi padre. Como mínimo.

—Es un poco joven para ti, ¿no crees? —dije con un retintín odioso, pero ya no me importaba nada—. ¿Cuántos años tiene?

—No seas tan grosera, Dayna. ¿Qué te parecería a ti que la gente te preguntara tu edad?

—¡Aún no he cumplido veinte años! ¿Por qué coño debería molestarme que alguien me preguntase...?

—Oye, ¿cómo te atreves a hablar de ese modo en esta casa? —me reprendió bruscamente.

—¡Joder! —Se oyó un grito desde la cocina y acto seguido—: Lo siento. No me hagáis caso, he derramado la leche.

Mi padre me miró. Yo estaba sonriendo.

—¿Qué? —preguntó a la defensiva.

—Nada —respondí, también a la defensiva.

—¿Va todo bien? —maulló la (malhablada) gatita Minina mientras regresaba con una bandeja llena de elegantes tazas y platillos (¿dónde estaban las tazas normales y corrientes que solíamos usar? Mi padre trabajaba en la construcción y por tanto sentía una aversión innata por la vajilla fina) así como un enorme plato con galletas de chocolate (¿galletas? Mi padre jamás compraba galletas. Desde luego alguien había estado marcando muy bien su territorio).

—Toma, Dayna —dijo, mientras servía el té—. Con leche y una de azúcar, ¿verdad?

Joder, sí que había hecho bien los deberes. Era evidente que mi padre le había dado un informe completo de mi historial, igual que lo hace la CIA cuando informan a sus agentes sobre un objetivo: «Nombre: Dayna Harris. Profesión: estudiante de estética. Aptitudes particulares: masaje, técnica sueca. Comparte piso con una amiga. Propensa a repentinos cambios de humor. Té: con leche y una de azúcar».

—Gracias —respondí, cogiendo el platillo y desparramando la mitad del té.

—¿Ya os habéis puesto al día entonces, Michael? —preguntó Mitzy.

—¿Michael? —repetí. Eso era lo que me había estado molestando desde que había llegado.

—A Mitzy no le gusta nada «Mike». Ya es oficial: a partir de ahora soy Michael —me explicó mientras sonreída a su novia como un adolescente encoñado—. Por cierto, cariño, mi hija quiere saber cuántos años tienes.

La mujer estalló en una gran carcajada.

—¡Demasiado vieja! —respondió, sin pensarlo en serio en absoluto—. Si quieres saberlo, tengo cuarenta y siete años. Cumplo cuarenta y ocho el mes que viene, para ser exactos.

Tal vez no fuese la primera sorpresa de la tarde, pero este golpe casi me tumba. Tuve que reconocérselo: estaba estupenda. Volví a examinarla de hito en hito con una mirada profesional, buscando alguna cicatriz detrás de las orejas. No se percató de mi escrutinio. Estaba demasiado absorta contemplando a mi padre... con persistencia. Él también la miraba... con deseo.

Sentí náuseas. Decididamente tenía que impedir que siguieran haciéndose los tortolitos. Sorbí el té ruidosamente, sólo para recordarles que no estaban en la fila de los mancos de un cine. Funcionó y les sacó de ese enternecedor ensimismamiento.

—La verdad, Dayna, me alegro mucho de que estés aquí —dijo mi padre—. Tenemos que contarte algo. El cumpleaños de Mitzy es el mes que viene... —empezó, consiguiendo mostrarse torpe, nervioso y emocionado a la vez—. Vamos a dar una pequeña fiesta... No va a ser sólo una fiesta de cumpleaños... También va a ser una fiesta de compromiso.

Ahora se daban la mano con fuerza, mostrando la alegría que a duras penas conseguían contener. Les miré con la boca abierta en forma de «O» mayúscula.

—Esperamos que te alegres de ello tanto como nosotros —dijo Mitzy con entusiasmo.

«Jamás», pensé, «ni en un millón de años».

Ya nunca volveremos a ser compañeras de piso. Nunca volveremos a tomarnos un buen desayuno frito y aceitoso en la cafetería de enfrente. Nunca volveremos a discutir sobre los folículos capilares infectados ni sobre si entra por la izquierda y sale por la derecha. Ni volveremos a poner verde a todas esas niñatas judías mientras deseamos en el fondo ser una de ellas.

Se acabó.

Me estaba repitiendo todas estas cosas mientras Emily y Max facturaban en el aeropuerto de Heathrow (no tardaron mucho; viajaban en primera clase, claro.)

Vale, sólo se marchaba para seis meses, pero yo sabía que nunca volvería a ser igual. ¿Qué? ¿Acaso pensabais que iba a viajar al otro lado del mundo, llevar una vida de expatriada consentida con su amor verdadero y regresar después conmigo para volver al punto donde lo habíamos dejado? Ni de coña.

Pero me alegraba por ella. Sólo una idiota no podía ver lo feliz y emocionada que estaba. Y sólo una verdadera cabrona no se habría alegrado por ella. Y por muy mal que me hubiese portado en casa de mi padre, yo no era una cabrona.

Las lágrimas que vertí mientras nos abrazábamos en la zona de embarque eran lágrimas de felicidad. De acuerdo, también había un poco de autocompasión por mi parte.

—Si te estrellas y te mueres por el camino, me aseguraré de que tu recuerdo perdure —dije mientras la achuchaba.

—¿Y cómo piensas hacerlo? —preguntó, sinceramente interesada por saberlo.

No tenía ni idea; no había llegado tan lejos. Sólo había pretendido gastarle una broma sobre la posibilidad de que se estrellara y muriera de camino hacia allá. No es que quisiera que tuviera dudas de última hora o algo infantil por el estilo, sólo que no quería que se marchase.

—Plantaré un árbol en el jardín —dije con solemnidad.

—No tenemos jardín.

—Tendré uno cuando sea una consentida princesa judía.

A Max, que por cierto era judío, no le hizo gracia.

—Vamos, Emily, o perderemos el vuelo. Adiós, Dayna. Ven a visitarnos, ¿eh? Sabes dónde está Río, ¿verdad?

—Vete a la mierda, Max —respondí—. Llámame en cuanto hayas llegado... pero calcula bien la diferencia horaria y espera a que esté despierta.

Emily se despegó de mí y se alejó con Max hacia la puerta de embarque.

Pero en el último momento —justo antes de que fuese demasiado tarde—, dio media vuelta y corrió hacia mí. Me dio un vuelco al corazón. ¡Sííí! ¡Había cambiado de idea! ¡Se quedaba!

—Quería decirte algo antes de irme —jadeó.

Vaya.

—Sé que no hemos hablado mucho de ello... Es un tema delicado y todo ese rollo... Pero creo que deberías dar una oportunidad a Mitzy.

—¿Por qué? —contesté, poniéndome tensa sólo con oír su nombre.

—Por el bien de tu padre. Debe de ser difícil ver que va en serio con alguien, pero... No lo apartes de ella. Quién sabe, quizá sea una tía maja.

Ya, pensé.

—Lo intentaré —dije.

Eché una mirada hacia Max que esperaba en la puerta de embarque dando golpecitos a su reloj. ¡Jobar, cómo si tuviera que coger un avión! Estrujé a Emily con un último abrazo que casi la ahoga y se largó.

Después, nos quedamos llorando, saludándonos con la mano y saltando para no perdernos de vista mientras pasaba por el arco detector de metales y el control del equipaje de mano hasta que desapareció en la sala de embarque. Se acabó. Emily se había ido.

Aún seguía llorando mientras seguía las señales hasta llegar al aparcamiento. Intenté animarme recordando que había un premio de consolación. Tenía mi coche.

Lo había comprado unos días antes. Ochocientas cincuenta libras en The Wheel Thing, un pequeño concesionario de segunda mano bastante cutre en Archway. Era un Hyundai Elantra, de color azul clarito, aunque no importaba el color. De acuerdo, no era un Mercedes, pero me encantaba y nos llevó al aeropuerto perfectamente para gran asombro de Max, que prefería coger el traslado gratuito en limusina que iba incluido en el billete de primera clase. Sin embargo yo insistí en llevar a Emily en su último viaje en suelo británico.

Mientras salía de la Terminal Tres, metí la mano en el bolsillo para sacar las llaves del coche... y entonces me percaté de que las otras llaves que deberían estar allí no lo estaban. Las llaves de nuestro piso. De mi piso de ahora en adelante. Retrocedí mentalmente un par de horas atrás hasta el momento en que salía de casa y recordé cómo luché por cargar con gran dificultad la última maleta LV de Emily del tamaño de un ataúd en el maletero mientras veía cómo mi amiga salía tan fresca con un precioso bolso de mano LV. «¿Has cerrado con dos vueltas?», le había preguntado. ¿Por qué? Nunca cerrábamos con dos vueltas. Pero ahora iba a vivir sola y era hora de preocuparme más por la seguridad. La mandé de nuevo a casa con mis llaves...

Y claro, la muy despistada las seguía teniendo en su poder. Pero no podía culparla. Sólo había obedecido mis órdenes.

Permanecí de pie delante de la puerta de la Terminal mientras pensaba qué hacer. Mi padre tal vez fuera capaz de abrir la puerta de una patada, pero no habíamos vuelto a hablar desde aquel día. No podía pedírselo. Era demasiado pronto para humillarme. Decidí que lo mejor era volver a casa y agobiarme una vez allí.

Un avión a reacción rugió por encima de mi cabeza, y quizá porque fuera el de Emily y tal vez estuviera mirando por la ventanilla con unos superpotentes prismáticos que, quién sabe, acabara de comprarse en las tiendas de duty free, articulé para que pudiera leer en mis labios:

—Tienes mis llaves, cabeza de chorlito.

Aunque, la verdad, en el caso de que las cosas se hubiesen producido así, ¿qué pretendía yo que hiciese? ¿Que bajara la ventanilla y me lanzara las llaves?

Llegué hasta el coche, subí y giré la llave de contacto.

Nada.

Giré la llave otra vez.

Otra vez nada.

Repetí el gesto diez o veinte veces y descubrí que si se gira la llave de contacto con mucha fuerza no hace que el coche arranque, sino que dobla la llave.

Entonces me golpeé la cabeza contra el volante. Repetidas veces. Lo que tampoco hizo arrancar el coche.

Mi coche recién comprado, «con menos de sesenta y cinco mil kilómetros en el cuentakilómetros, bonita» y «con un único dueño que lo ha cuidado muy bien» había muerto.

No tenía forma de volver a casa. Y en el caso de lograr llegar hasta allí, no tenía manera humana de entrar.

Estaba jodida.

Y furiosa. Sobre todo conmigo misma. ¿Había comprobado el coche como es debido antes de comprarlo? Qué va. Tenía un aspecto impoluto y lustroso en la sala de exposición, el motor había arrancado a la primera y el tubo de escape no había soltado ninguna humareda negra, así que saqué el talonario. Mientras me marchaba al volante del coche, me felicitaba por haber conseguido una rebaja, de cincuenta libras.

«¡Hay que ser imbécil!», me reproché. Luego decidí calmarme y ponerme a pensar. Pero no se me ocurrió ninguna idea que no implicara arrastrarme ante mi padre.

Así que seguí pensando mientras contemplaba cómo las sombras se alargaban en el atardecer.

«Sí conoces a alguien que te puede ayudar», me susurró una vocecita en mi cabeza.

La mandé callar y observé cómo el aparcamiento se ponía cada vez más oscuro y empezaban a aparecer los fantasmas. Unos fantasmas invisibles y de verdad, que no se parecen nada a aquéllos a los que solía jugar de niña, con una sábana en la cabeza y gritando «uh...».

«Hay alguien que puede ayudarte con el coche y también a entrar en el piso», chinchaba la vocecita en mi cabeza. Esta vez escuché. Algo de razón tenía. Conocía a alguien que poseía a la vez conocimientos mecánicos y un juego de llaves de mi apartamento, porque no me las había devuelto cuando le puse de patitas en la calle. No me quedaba otra. Respiré muy hondo, me tragué el orgullo y saqué mi teléfono móvil.

—Es el alternador, ¿verdad? —pregunté al trasero de Simon. No es lo que pensáis. No podía decírselo a la cara, porque la tenía escondida debajo del capó de mi coche.

—¿Qué? —gritó.

—El al-ter-na-dor. Siempre falla el alternador, ¿verdad?

—No, el alternador está bien. Es más, está perfecto. El mejor que he visto en mucho tiempo...

—Qué bien —respondí aliviada.

Salió de debajo del capó y añadió:

—Es el resto del coche lo que está jodido.

—Ah... ¿Puedes hacer algo?

Negó con la cabeza.

—Un fallo eléctrico generalizado. La junta de la culata está a punto de reventar y la tapa de los cilindros está hecha una mierda. Los frenos están muertos...

Mis ojos se tornaron vidriosos.

—...y el eje delantero está totalmente torcido. ¿No notabas nada raro en el volante?

—Pensé que era mi forma de conducir. Por favor, Simon, seguro que puedes hacer algo. Lo he comprado hace tan sólo cuatro días.

—Lo siento, Dayna —dijo, mirando el reloj—. Hora de defunción: las siete y cuarenta y cinco. Vamos, te llevaré a casa.

Y otra medalla para Simon: no se rió ni me espetó «ya te lo había dicho» una sola vez. Aunque sí observó la carrocería y me dijo «bonito color... a juego con tus zapatos» con un leve aspaviento hacia mis deportivas azul clarito. Pero no podía quejarme porque me lo había buscado.

Tampoco cabía la menor queja porque cuando le llamé, tardó media hora exacta en llegar a Heathrow, demostrándome que era un amigo de verdad.

Mientras volvíamos a Londres, pensé que estaría loca si desperdiciaba aquello. Era evidente que él quería que siguiéramos siendo amigos y lo único que podía impedirlo era mi resentimiento contra él. Tenía que hacer todo lo posible para quitármelo de encima.

Se detuvo frente a mi portal y me devolvió el juego de llaves.

—Gracias —dije—. En serio, gracias por todo lo de hoy. Habría estado totalmente jodida sin ti.

Me sonrió.

—Olvídalo. Sabes que siempre te echaré una mano cuando haga falta.

Le miré y me sentí totalmente en deuda con él y, por alguna razón extraña, de pronto me puse a imaginar cómo serían nuestros hijos si alguna vez llegábamos a tenerlos. Sabía que lo menos que podía hacer, puesto que habido acudido en mi ayuda, era invitarle a un café o a un refresco o a un polvo.

—Bueno... oye... te apetece pasar... a tomar un caf...

Me detuve, no porque oyera la voz fantasmal de Emily gritándome al oído, sino porque sonó mi teléfono. Le di a «responder» y esperé un momento. Entonces cubrí el aparato con la mano y susurré:

—Perdona, Simon, es mi novio.