El número 6

Me encantaba mi nuevo trabajo. Está bien, siempre me han encandilado todos mis nuevos empleos (salvo, evidentemente el de Kool Kutz), pero éste me encantaba. Gracias a Dios, porque ésa era la única compensación que tenía, pues Emily dejó de hablarme durante semanas después de que lo aceptara.

—A Max le has dejado tirado —refunfuñó, con un mohín.

«Uy, pobrecito», pensé. Seguro que superará la desilusión. Pero acto seguido me vino con:

—Y a mí también me has dejado tirada. ¿Qué voy a hacer ahora?

—Pues, ¿buscarte un curro? —le sugerí.

—Max no quiere que trabaje por cuenta de terceros. Dice que eso me va a exigir demasiado. Por eso quería que mi montara mi propio negocio.

—Pues móntatelo.

—No puedo hacerlo yo sola. Te necesito a ti.

—Venga ya, Emily, lo de montar un negocio juntas no iba a salir bien —dije, decidiendo al final ser honesta con ella—. No estamos preparadas. Creo que sólo íbamos a hacerlo por Max.

—¿Cómo puedes decir eso? —protestó a voz en grito—. Él sólo lo hacía por nosotras. Sólo pretendía dar un sentido a nuestras vidas y...

—No, él sólo quería tener algo para fardar —respondí, con tal vez más sinceridad de la que pretendía—. Sólo quiere poder decir: «Vaya, miradme, qué listo soy. Sólo tengo veintisiete años y le he puesto un pequeño negocio a mi novia y a su amiguita.»

En ese punto se largó de mi casa. Y estuvo semanas sin querer hablar conmigo.

No pasaba nada, porque me encantaba mi trabajo. Me encantaba el hecho de volver a ingresar dinero en mi cuenta corriente para variar. Me encantaban las clientas pijas con sus generosas propinas. Y me encantaba trabajar con Hannah. Sí, al final acabé en el Espacio Spa de Knightsbridge. Nuestra jefa era estupenda. Se llamaba Mila (hay que decir «Miiiiilaaaaaa, querrida», ya que era rumana) y también era la dueña del local. Los lunes, el día más tranquilo de la semana, cerraba el salón de belleza a las cinco para que el personal se relajara con una sesión de chill out. Nos tomábamos unas copas y picábamos algo, nos relajabamos en la sauna y el jacuzzi y, después, nos hacíamos unas a otras algún tratamiento. ¡Qué idea más genial! ¿A quién se le habría ocurrido algo así? Sólo a alguna genia new age del bloque del Este y yo la adoraba por ello.

Mi clienta favorita acudía al menos una vez cada quince días y siempre preguntaba por mí. Llevaba ya seis meses en el Espacio Spa y ésta era su enésima cita. Hablábamos de todo un poco, y ese día, mientras le aplicaba la mascarilla de barro, hablamos de la menopausia.

—¿Ya tienes la menopausia? —pregunté, anonadada—. Pensaba que no ocurría hasta cumplir los cincuenta.

—Bueno, yo cumplí los cincuenta el año pasado, ¿no? —me recordó Suzie.

—Dios mío, lo había olvidado. Tómatelo como un cumplido. Estás fantástica. No aparentas cincuenta años para nada.

—Son estos tratamientos faciales, cielo. Tienes muy buena mano para estas cosas.

La Sociedad de Adoración Mutua Suzie y Dayna. Si me hubieseis vaticinado hace tan sólo un par de años que acabaríamos así, me habría echado a reír en vuestras narices. Pero ahí me tenéis: quería mucho a mi madrastra. Además de todo lo demás, me parecía todo un detalle que se diera el paseo hasta Knightsbridge cada quince días sólo para apoyarme.

—Deberías alegrarte de que haya pasado ese cambio —prosiguió—. Ahora puedes estar segura de que no voy a darte algún monstruito de hermanito o hermanita.

—No sé si eso hubiera sido tan malo.

—¿En serio? ¿Te imaginas de verdad al viejo de tu padre con un bebé?

—Bueno, Michael Douglas lo ha hecho y papá es más joven que él... pero tienes razón. No, no me lo imagino, sinceramente. Por cierto, ¿Cómo está? Me refiero a papá, no a Michael Douglas.

Hacía algún tiempo que no le veía y tenía intención de preguntárselo.

—¿Se supone que tengo que hablar con esta mascarilla en la cara? —repuso.

Tenía razón. Era preciso un silencio absoluto a no ser que quisiera que surgieran en su cara grietas como las de un terremoto.

—Relájate —dije—. Te dejaré en paz. Vuelvo en cinco minutos.

Encendí una vela perfumada, atenué la luz y cerré la puerta despacio al salir. Pero mientras me disponía a prepararme un café, pensé en Suzie y mi padre. ¿Las pocas ganas de Suzie de hablar de él se debían sólo a la mascarilla o sencillamente a que no quería hablar de él?

Me sentía cada vez más unida a Suzie gracias a sus regulares sesiones de estética, pero yo parecía haberme alejado de mi padre. Me dije que no era culpa mía. Los últimos seis meses habían sido una verdadera locura, entre empezar en un nuevo trabajo y una imperiosa necesidad de visitar Harvey Nicks

[28] en cuanto tuviese un minuto. Decidí en ese momento cumplir todas las promesas que me había hecho a mí misma para dedicarle un tiempo de calidad.

Pero no contaba yo con conocer a Cristian.

En el periodo de calma y sin novios tras romper con Mark, adopté una determinación. Decidí que ya no me dejaría engañar por las apariencias. Simon, Chris, Archie, Mark e incluso la maravilla que no duró ni cinco minutos de Gabriel, todos habían sido ciertamente guapos. Y a la larga, todos resultaron ser una mala elección. Formaban clarísimamente un modelo, y cuando se trataba de tíos buenos, yo me comportaba como una tonta redomada. Pero juré que de ahora en adelante las apariencias no me importarían lo más mínimo. El próximo hombre del que me enamoraría tendría belleza interior. Y aunque llevaba Dios sabe cuánto tiempo sin novio, la decisión tomada me hacía sentir muy bien. Por fin había superado mi problema con los hombres y a partir de ahora todo iría viento en popa.

Entonces ¿qué aspecto tenía Cristian? Imaginad una mezcla cruel y retorcida de Danny DeVito, Andrew Lloyd Webber y Ken Dodd y luego añadidle una capa de grasa a lo Pavarotti. ¿Ya le veis? Bueno, pues Cristian era más o menos todo lo contrario.

Hasta ahí llegaron mis buenos propósitos. Pero no os metáis conmigo. Yo estaba demasiado ocupada intentando evitar un paro cardiaco provocado por la vista de semejante bombón como para recordar algo tan necio como aquellas buenas intenciones.

Le conocí en una de esas sesiones de chill out de los lunes. Me estaba dando unas mechas. Tenía pequeños cuadraditos de papel aluminio que me colgaban, aquí y allá, de la cabeza y estaba envuelta en una de esas batas de peluquería que se abrochan hasta arriba y que parecen capas de Batman. Con esas pintas, distaba de estar con mi mejor aspecto. Mientras esperaba que sonara una especie de reloj, me encontraba muy lejos, disfrutando de la visita de la «divina» y «acogedora» casa que tenían Jaime y Louise Redknapp en Cheshire. Eso es, estaba leyendo Hello! Ni siquiera me fijé en él cuando se sentó en la silla que había a mi lado.

—¿Qué aspecto tendrá cuando te quiten el papel aluminio? —preguntó.

En ese momento me sobresalté. Una voz masculina en Espacio Spa era poco frecuente, sobre todo las tardes de los lunes, cuando sólo nos quedábamos las chicas. Alcé la mirada y le observé en el espejo. ¡Madre mía! Un metro ochenta de absoluta sensualidad. Ojos negros enmarcados en una tez morena con rizos negros. No es que su cara fuese solamente morena, sino que era además... indescriptiblemente hermosa.

—¿Y bien? ¿Qué aspecto tendrá? —dijo dándome un codazo.

—Pues... una mezcla de Angelina Jolie y... la deslumbrante irlandesa de Girls Alouds —respondí. Sin darme cuenta, le había dado las mismas indicaciones que le había proporcionado a la peluquera.

—¿Te refieres a Nadine? —preguntó.

¿Y yo qué sé? Yo era la chica con el papel aluminio en la cabeza. Estoy segura de que los productos químicos que emplean las peluquerías se adhieren temporalmente a las neuronas, por lo que, mientras dura la sesión de peluquería, una no sabe absolutamente nada salvo lo que está impreso en la portada de la revista que una tiene delante.

—Esa misma —dije con autoridad.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí? —preguntó.

Madre mía, hasta su acento sonaba delicioso. Una mezcla entre Thierry Henry y alguien un poco menos francés.

—Unos seis meses —respondí, intentando sonar tan sexy como él, aunque mi acento del norte de Londres no daba el pego.

—Mila nunca me ha hablado de ti.

Le observé con una mirada en blanco. ¿Eran socios? ¿Novios?

—Mila es mi madre —dijo.

¿Su madre? Era imposible. No parecía tan mayor. Pero, un momento. Dirigía un salón de belleza. Su trabajo consistía en no parecer mayor.

—¿Cuántos años tienes? —pregunté, antes de morderme la lengua.

—Eso parece un poco de mala educación, ¿no crees?

—En absoluto. Sólo lo es cuando se lo preguntas a una mujer, e incluso en ese caso tiene que ser muy mayor para que sea una grosería —balbuceé, deseando poder rebobinar la conversación hasta el principio.

En ese momento reparé en Hannah. Estaba sentada debajo de una enorme maceta con una gran palmera, con una copa de vino en la mano. Estaba conversando con otra chica, pero no me quitaba ojo, fulminándome con la mirada.

—Y tú, ¿qué haces aquí? —pregunté rápidamente.

—Llevar a Mila al teatro. Se me ocurrió pasarme a recogerla por aquí. No vengo tanto como me gustaría.

—¿No la llamas «mamá» o algo así?

No me preguntéis por qué le freía a preguntas tan tontas cuando lo que de verdad me apetecía era ligármelo sin el menor pudor. Lo mismo que Hannah y que las demás chicas a juzgar por cómo nos miraban. En ese momento comprendí que si no actuaba rápido, él también repararía en ellas y comprobaría, que al contrario que yo, no llevaban esas batas negras ni tenían la cabeza como un asado listo para hornear.

—No, la llamo Mila —dijo, muy serio, aunque sus ojos sonreían.

—Hola, Cristian.

Era Hannah, surgiendo a mi lado. No estaba dispuesta a esperar a que él se fijara en ella. Era toda labios y pechos y se entrometió entre Cristian y yo.

—Cuánto tiempo sin verte —dijo (con voz sensual).

—Ya, justamente le estaba contando a... —Hizo una pausa y me miró.

—Dayna —le dije (yo también con voz sensual).

—Justamente le estaba contando a Dayna que no puedo venir tan a menudo como me gustaría. Me encanta venir aquí. Es tan tranquilo y... relajante.

Lo único que podía oír era el cede de Snoop Dogg en el hilo musical y las risas estridentes de las chicas que se tomaban unas copas en la parte delantera del local.

—¿Tú llamas a esto relajante? —repuse a la vez que el pitido estridente del reloj se solapaba con las risas estridentes.

—Tal vez no los lunes por la tarde —dijo Cristian mientras se levantaba.

—Oh, ¿ya te marchas? —suspiró Hannah (con voz aún más ronca si cabe), hinchando los labios y poniendo morritos (no necesitaba colágeno).

—Por desgracia, tengo que irme, si no Mila y yo llegaremos tarde. Pero Dayna —dijo, apartando la vista de Morritos de Besugo—, tengo que saberlo.

—¿Saber qué? —resoplé.

—Si al final de verdad terminas pareciéndote a una mezcla entre Angelina Jolie y Nadine Coyle. ¿Me llamarás mañana para contármelo?

Los ojos de Hannah se agigantaron casi tanto como sus labios, lo cual ya era una barbaridad.

—Vale —respondí, con una voz que había renunciado a toda sensualidad y parecía el sonido monótono de una zombi a la que le hubieron lavado el cerebro, como si me encontrase bajo su hechizo por los siglos de los siglos.

Le llamé al día siguiente. Pero actué con bastante frialdad y no lo hice a primera hora de la mañana. Esperé hasta la tarde. Hasta las doce y un minuto para ser exactos.

—Por favor, dime que lo harás —me suplicó Simon.

—No puedo, Simon. Y no me supliques más. Es degradante. Además, si voy, pareceré una estúpida y eso te hará parecer un estúpido a ti también. Seguro que hay miles de personas a las que se lo puedes pedir.

—Las hay y ya se lo he pedido. Y todas me han dicho que sí. No me puedo creer que la única persona que me deje tirado sea la que conozco desde hace más tiempo.

—¿Y quién es? —pregunté.

—¡Tú!

—Vaya.

Simon quería que le ayudara a convertirse en una estrella de televisión. La cadena ITV había encargado un nuevo reality de fitness. Diez semanas de entrenamiento y el ganador tendría un biquini de la talla 36 esperándole en una playa de la isla Mauricio o en algún lugar exótico. Los productores buscaban entrenadores para que modelaran a unos elegidos culos fofos y el nombre de Simon había salido a relucir en una conversación con el dueño de su gimnasio. Entendía por qué. Siempre había tenido un cuerpazo como una catedral, pero ahora había que levantarle un monumento catalogado. Habían organizado una prueba en la que tenía que mostrar una sesión de entrenamiento con un grupo de diversas capacidades, para demostrar lo bien que lo hacía con cualquier persona, desde el mejor atleta hasta la persona más torpe. Ya le habían dicho que sí sus colegas del gimnasio y sus contactos en artes marciales. Ahora había venido a mi casa para reclutarme, a mí: la supertorpe.

—Me favorecerá muchísimo tener a alguien como tú allí —continuó, sin dar su brazo a torcer.

—Y se supone que con ese argumento me vas a convencer, ¿no?

—Bueno, tú sabes que no se te da muy bien —dijo, demasiado incauto como para adivinar lo cerca que estaba en ese momento de recibir un puñetazo en la cara—. Si ven lo paciente que soy y cómo animo, bueno ya sabes, a la gente más inútil, comprobarán que soy perfecto para su programa de televisión. Por favor, Dayna.

—Joder, tú sí que sabes cómo convencer a una chica, ¿eh?

—Entonces no he perdido, ¿verdad?

—La respuesta es: «Vete a la mierda, Simon». ¿Por qué no se lo preguntas a Beth?

—¿A quién?

—Coño, ¿es que ni siquiera recuerdas sus nombres?

Lo de este tío pasaba de castaño oscuro. Venía a mi casa, se bebía mi té, ponía a parir mis habilidades deportivas (vale, ambos sabíamos que yo no tenía buen nivel, pero ésa no era la cuestión) y luego era incapaz de recordar el nombre de sus novias cuando yo las utilizaba sutilmente en su contra.

—¿Te refieres a Beth? —preguntó Simon, con un gran esfuerzo de concentración.

—Sí, Simon. Lo siento, no tenía que haberla llamado simplemente Beth, tenía que haber sido más explícita.

—Joder, ¿cómo sabes tú lo mío con ella? —dijo, sin pillar el sarcasmo.

—¡porque tú me lo contaste! —le grité—. Me hablas de todas las tías a las que te tiras.

—Todas no —dijo, con picardía.

—Bueno, sé lo de Sally, Anna y Hannah... Lo de Carolina que te pilló con Grace... ¿O era Grace quien te pilló...?

—Espera un momento. Grace es la viejecita que le plancha la ropa a mi madre —dijo, en un tono que sugería que había ofendido su inexistente honor—. ¿Qué coño te hace pensar...? Ya, vale, vale, ya sé de dónde lo sacas. Te conté lo de su hija, ¿verdad? Michelle. Ella fue la que me pilló con... Joder, ¿cuándo te conté yo todo eso?

—La última vez que salimos a tomar algo —le recordé. Y ese «algo» se refería a un café. El cuerpo de Simon, como toda catedral que se precie, era una zona libre de alcohol.

—Sí, Michelle —musitó—. Una chica maja. Con unas tetas... Oye, ¿te siguen poniendo las tías? Creo que es una tía muy lanzada y si te apetece pasarte una noche...

Me contuve para no pegarle porque no quería que pensara que era homófoba. Pero tampoco quería que pensara que alguna vez le daría el gusto de montar un trío con él. Asi que respondí:

—¿Y tú cómo eres?

Lo que me mantuvo en un terreno neutral.

—Sólo estaba bromeando. Tranqui, no me tires las bragas a la cabeza —dijo—. Si es que llevas. Esos pantalones te están muy ceñiditos.

¿Estaba insinuando que había engordado o que estaba increíblemente sexy? Me estaba inclinando más bien hacia lo último, cuando añadió:

—Una razón más para que hagas la prueba. El ejercicio te vendrá...

En ese momento le aplasté el pie.

—Oye, cuidado con mis metatarsos, ¡imbécil!

Aunque me estaba sacando de quicio, tengo que reconocer que para mis adentros me sentí muy orgullosa. Yo le había enseñado todo lo que sabía sobre el cuerpo humano y había demostrado ser un buen alumno.

—Entonces, la respuesta es no, ¿es eso? —dijo mientras se frotaba el pie.

—Sí, me temo que es no. ¿Eso es todo?

Me miró, incómodo.

—Hay otra cosilla que te quería pedir... Pero no pasa nada, no es nada impor...

—No, venga, cuéntamelo —interrumpí, algo intrigada.

—Bueno, es un poco delicado... pero nos conocemos desde hace años, ¿verdad? Y para eso están los amigos, ¿no? Y yo haría lo mismo por ti, ¿a que sí?

—Desembucha, Simon.

—Vale, se trata de esa chica con la que estoy saliendo. Sally... ¿Te he hablado de ella?

—Sí.

—En fin, a veces se vuelve algo desconfiada...

«Ya», pensé, «¿de qué podría desconfiar la mujer?»

—... Resulta que más o menos le había prometido que saldríamos este sábado, pero también había quedado con Corinne... ¿Te he hablado de Corinne?

—No, pero continúa.

—Le dije que la llevaría a pasar el fin de semana a Brighton, y me preguntaba si tú podrías decirle a Sally que eres mi hermana y fingir que tú y yo...

—Ni hablar.

—Espera, todavía no sabes lo que te voy a pedir. Sólo quiero que tú...

—Me da igual. No vuelvo a mentir por ti otra vez.

—¿Cómo que «otra vez»? Yo jamás te he pedido que mintieras y ni siquiera se trata de mentir. Es sólo...

—No me importa. No pienso hacerlo así que no me lo pidas. ¿Vale?

No sé muy bien por qué me obcequé de esa manera. ¿Por qué no podía echarle un cable? ¿Porque me sentía sinceramente ofendida en nombre de todas las chicas a las que estaba engañando? ¿O porque escuchar a cuántas tías se tiraba me recordaba cómo me había engañado a mí? ¿O porque verme reducida a hacer de su hermana me resultaba algo humillante?

—Así que la respuesta es no, ¿eh? —preguntó por segunda vez esa noche.

—Me temo que sí.

Frunció el ceño.

—Joder, va a ser una pesadilla —suspiró al cabo de un momento—. ¿Por qué la vida tiene que ser tan complicada?

—Porque tú la haces complicada, Simon, ¿Por qué lo haces? ¿Sólo porque puedes?

—No lo sé —dijo, encogiéndose de hombros—. Son cosas que pasan.

—¿Nunca has pensado en decir que no, en dejarlo simplemente porque puedes?

No respondió. Se puso a hacer algo muy poco habitual en él. Se puso a pensar.

Pero no podía pasarme ahí toda la noche así que le apremié:

—¿Y bien?

—No lo sé... Es que no puedo decir que no —me dijo—. Es tan simple como eso.

—Pero ¿por qué? ¿Qué puede pasar si dices que no? ¿Acaso te vas a morir?

No pilló el sarcasmo.

—Debe de ser como lo de los fumadores, ¿sabes? —dijo.

—No, no lo sé. ¿Qué quieres decir con eso?

—Bueno, suena un poco raro, pero es que lo necesito a todas horas. Y con cuantas más chicas, mejor.

—Eso no es raro, Simon —me reí—. Eso se llama adicción al sexo.

De nuevo Simon no pilló el sarcasmo.

—Sí, es cierto —asintió muy serio—. Es como una adicción. Soy un sexoadicto.

En cuanto lo dijo, parecía como si acabara de quitarse un gran peso de encima. Era como un alcohólico presentándose por primera vez ante una reunión de Alcohólicos Anónimos.

Había oído hablar de los sexoadictos. Estaban Michael Douglas y el menos famoso marido de Halle Berry (que sólo era conocido como el marido de Halle Berry). Y la sola idea me sacó de quicio. ¡Cuánta hipocresía! Cuando un tío era un mujeriego empedernido y baboso, incapaz de mantener la bragueta cerrada, tenía un «problema» y se merecía nuestra compasión. Si una chica hacía lo propio, era simple y llanamente una puta.

Sin embargo, por alguna razón, no me enfadé con Simon y solo me reí.

—No tiene gracia, ¿sabes? —dijo con un mohín de mosqueo—. Creo que necesito ayuda.

—¿Cómo? ¿De un médico o qué? —pregunté, burlándome todavía.

—Tal vez... Y también de mis amigos —murmuró, mientras se acercaba a mí en el sofá hasta deslizar el brazo y abrazarme.

Le di un tremendo empujón.

—Ni lo sueñes, Simon. Además, para que lo sepas, tengo novio.

—¿Y qué?

—Existe una palabra, Simon, que se llama «fidelidad». Deberías buscarla en el diccionario.

—¿Y quién es?

—Se llama Cristian —dije, muy orgullosa—, y es maravilloso.

—¿Cuánto hace que sales con él?

Y me complació percibir cierta contrariedad en su voz.

—Bueno, unos tres o cuatro meses —dije, con voz ensoñadora—. Es el mejor novio que he tenido nunca.

Y no lo decía para molestar. Era la verdad.

Ay, Cristian... Cristian, Cristian, ¡Cristian!

Qué hombre más maravilloso y posiblemente el mejor novio del mundo.

Nuestra primera cita fue en un bar en Dorchester, donde me contó que, con mi pelo recién teñido, me había convertido ciertamente en un híbrido de Angelina Jolie y Nadine, algo que ambos sabíamos que era una gilipollez, pero era la frase que quedaba muy bien en ese momento y que me llevo a acompañarle hasta su casa y...

...que inició una relación hermosa, maravillosa y lo mas parecido a la perfección.

Llevábamos saliendo ya cuatro meses y no me había defraudado en ningún aspecto. Y Dios sabe cómo le buscaba alguna pega. Pero nada. No tenía prejuicios, no era un meapilas ni pertenecía a ningún partido político chungo. No tenía ninguna enfermedad oculta como, por ejemplo, una adicción al sexo. No había indicios de que pensara montar en un futuro próximo un grupo de rock ni estudiar pongamos por caso, Filología Clásica en la universidad. Y si creía en Dios, era de una forma normal, sana, del tipo «no es asunto de nadie». Así que era perfecto.

Cristian era un novio que daba envidia. Estaba para comérselo. Y cómo vestía... Tenía un estilo que cualquier observador poco avezado pensaría que se lograba poniéndose sin pensar lo primero que pillaba al levantarse por la mañana, cuando en realidad le llevaba horas de dedicación Y aunque su ropa parecía necesitar un repaso de costura o un poco de plancha, en realidad había requerido el esfuerzo y el talento de brillantes diseñadores italianos para conseguir que lucieran como unos trapos desgastados, arrugados y rotos. Además de muy caros.

Cristian podía permitirse el lujo de vestir así de bien. Era el hijo de Mila y saltaba a la vista que Mila estaba forrada. Y todo gracias al negocio de la belleza. Yo siempre me había figurado que los rumanos se ganaban la vida limpiando los cristales de los coches en los semáforos. Pues, dejad que os diga que eso era una vergonzosa forma de pensar, digna de una mente como la de Archie. Cristian no sólo vivía de lo que le daba Mila, también tenía ingresos propios y se dedicaba a muchos negocios, y ninguno de ellos chungos, por lo que a mí me constaba.

Ninguno de mis novios anteriores me había proporcionado la buena vida que me daba Cristian. Ninguno había estado tan forrado como él, claro, pero tampoco ninguno tenía sus contactos. Era socio de los clubes más exclusivos y conocía a la gente más vip entre los vips. Sus amigos podían ser empresarios de internet, disc jokeys, promotores de discotecas y publicistas de renombre. Y cuando se juntaban en sus selectas fiestas sólo para socios, no hablaban continuamente del trabajo como otras personas de éxito que yo conocía (Max, ¿quién si no?). Hablaban de recaudar fondos y transferir poder al tercer mundo, condonar su deuda externa y otras cosas así que me llenaban de admiración. ¡Era gente adinerada con conciencia social! Era como codearse con los famosos, con un puñado de Bonos y otro par de sir Bob Geldorfs. No puede existir nada mejor.

Ya sé lo que estáis pensando. Creéis que ahora diré: «Bueno, casi.» Pero no. Eso es lo increíble. Me estaba pasando de verdad. ¡A mí!

Emily no salía de su asombro.

—Tienes una potra alucinante —me dijo, tornándose verde de envidia—. ¿Cómo has conseguido tener un novio maravilloso, supereducado y con un círculo social tan impresionante?

—Bueno, tú tienes a Max. Oye, el tío acaba de pedirte en matrimonio.

Sí, estaban comprometidos. El diamante que brillaba en el dedo de Emily era lo suficientemente grande como para pagar toda la deuda del país.

—Ya —respondió—. Todavía no me ha perdonado por no haberte convencido acerca del Plan en Dos Pasos.

—¿Y eso qué es? Suena a la última dieta de moda.

—Paso uno: apuntarse al plan de negocios de Max. Paso dos: convertir a Max a la vez en un hombre inmensamente rico y en el Hombre de Negocios del año, lo que le permitiría ser socio mucho antes de lo previsto y, por consiguiente, ser aún más rico.

Ni siquiera en Japón había hablado de él con tanto cinismo. Yo estaba más bien de acuerdo con ella, pero me pareció que debía de mostrarle el lado positivo de su prometido.

—Venga ya, Emily, no le querrías ni la mitad si no tuviese tanto éxito profesional.

No dijo nada, así que cambié de tema.

—¿Qué tal llevas el curso? —pregunté.

—Lo odio. Me siento como la presentadora Carol Smillie pero sin la sonrisa. Y considerando que no tiene el menor talento ni dos dedos de frente, no queda mucho de que presumir.

Estaba haciendo un curso de diseño de interiores. Uno de esos cursos a los que se apuntan las mujeres de mediana edad sin el menor gusto visual, en un último intento por buscar algo que poner en una tarjeta de visita antes de morir. Pobre Emily. Sólo tenía veinticuatro años, así que la entendía muy bien.

—Estoy harta de hablar de mí —dijo—. Háblame de Cristian.

—Bueno, acaba de hacerse con unas entradas para el concierto de Fatboy Slim...

—No me refiero a eso. Quiero decir lo malo.

—Es que no lo hay.

—Tiene que haberlo. Nadie puede ser tan maravilloso.

—Tú le conoces. Sabes que lo es —afirmé con seguridad.

—No, no me lo trago. Tiene que tener al menos un defecto.

Pero no lo tenía. Era el hombre sin defectos. Era jodidamente perfecto. Sólo os daré un ejemplo. Un domingo que habíamos quedado para comer, le di plantón en el último momento porque tenía... que ir a casa de mi padre, es decir tomar una copa rápida con Mark que, al ser un buen cristiano «perdonalotodo», me había perdonado por haberle dejado tirado y yo me alegraba de que pudiéramos seguir siendo amigos (siempre y cuando no me hablara de Dios). Cristian me echó tanto de menos que canceló la cita que tenía por la noche con sus amigos para llevarme al restaurante más de moda de la ciudad, y ni siquiera se había celebrado el estreno oficial.

Cristian era el tipo de tío que reservaba un palco —¡un palco entero en exclusiva para él y para mí!—, para ver Mamma Mía sólo porque le había comentado que Dancing Queen era una canción muy bailable. Era el tipo de tío que me enviaba rosas todos los días durante una semana porque le había contado que nunca nadie me había enviado flores antes. Me llevó a cenar al Ivy cuatro sábados seguidos porque me había quejado de que nunca había visto a ningún famoso salvo Chris (pero no contaba porque no era famoso cuando salía con él). Vimos a Davina, ese tío indio que presenta las noticias en Channel Four, Simon Cowell y Parky en las dos primeras cenas. Después dejé de mirar. Para entonces, me había vuelto del tipo: «Bueno, ¿y que pedimos de primero?».

Podría seguir así... ¡Qué hombre más increíble!

Vale, de acuerdo, lo de recibir flores todos los días se fue pareciendo al final a lo de ver caras de famosos en el Ivy. Ya sabéis cómo son las cosas. El primer día en que suena el timbre y aparece el tío de Interflora detrás de todo el jardín de Kew Gardens, te vuelves loca: «¡Dios mío! Es precioso. Luego te pasas una hora colocando las flores en varios cuencos y cazuelas porque sólo tienes un pequeño jarrón de cristal. Ya el segundo día, dices: «Ah, otra vez flores» y sonríes para ti más que para fuera y te preguntas dónde coño las vas a poner ahora. A partir de ahí, ya dices: «Déjalas ahí, tengo que irme, se me queman las tostadas» y acaban marchitándose en el rellano porque, primero no tienes dónde ponerlas y segundo, estás hasta el gorro de las putas rosas.

No pensaba contaros todo esto, porque me vais a tomar por una desagradecida, pero seguro que me entendéis, ¿verdad? Desde luego Kirsty me comprendió.

—Quieres decirle al gilipollas ése que pare ya con tanta florecita —se quejó una mañana—. Tu rellano se parece a una puta tumba. En serio, siempre pienso que te has muerto.

Pero ni caso. No era más que una diminuta e insignificante queja. No, Cristian era una verdadera joya. Y me adoraba. Incluso a Mila le parecía bien.

—Me alegro mucho por los dos —me dijo un día—. Le gustas mucho, ¿sabes?

—A mí también me gusta mucho —suspiré.

—Pues sigue así, querrida. Odio verle triste —dijo con una cálida sonrisa. Pero Tony Soprano también sonreía. ¿Estaba detectando un trasfondo mafioso?

—Nunca le haré daño —le dije y lo pensaba en serio. ¿Por qué habría de hacerle daño? Era lo mejor que me había pasado en la vida.

Vale, había quedado con Mark un par de veces y no se lo había contado a Cristian. Pero eso no significaba nada, así que ¿para qué decírselo? También había salido con Archie una o dos veces, pero sólo porque pensaba que estaba haciendo grandes progresos en mi propósito de reformarle. Había puesto un cedé de Blue y comenté que uno de los chicos era negro y no arrojó el disco por la ventanilla ni me echó fuera del coche. No, en cambio subió el volumen.

Quedar de vez en cuando con mis ex no era en absoluto ningún reflejo de cualquier sentimiento negativo hacia Cristian. Al contrario. Sólo lo hacía porque me sentía tan feliz y amada que quedar con ellos no me planteaba el menor problema.

Sólo había una pega a la hora de salir con Cristian. Estar con el hijo de la jefa implicaba tener ciertos privilegios. Podía salir antes de mi hora cuando quisiera. O podía llegar a las diez y media de la mañana, si nos habíamos acostado tarde la noche anterior. También podía tomarme algún día libre si tenía previsto llevarme a algún sitio. Bastaba con llamar a su madre y yo quedaba libre. A decir verdad, no parecía un inconveniente en absoluto, hasta que me di cuenta de que a las demás chicas no les parecía muy bien. Podéis llamarme insensible, pero tardé bastante en pillar el mensaje.

—¿Nos arreglamos las uñas esta tarde, Hannah? —le pregunté mientras recogíamos para la sesión de chill out de los lunes—. Mila tiene un representante que le ha traído nuevas muestras que tienen una pinta genial.

—¿Qué pasa? —respondió— ¿Cristian no te lleva a Hollywood esta noche o qué? ¿Vas a terminar una jornada entera?

Lo dejé ahí un momento mientras vaciaba un cubo lleno de toallitas arrugadas.

Hannah tampoco dijo nada más.

Quien dijo que el silencio era de oro debía de estar sordo.

—Mira, Hannah —dije al fin—, lo siento si me he relajado un poco últimamente, pero, ¿sabes?, creo que me he dejado llevar por todo esto y... —empecé. No tenía argumentos y lo sabía. Si yo hubiese sido Hannah, también habría estado molesta.

—Tranquila, no te preocupes. Tú sigue con lo tuyo. Por qué deberías trabajar tanto como las demás, ¿eh?

—Bueno, yo sólo pensaba que si a Mila no le importaba, pues, ya sabes... Oye, pero pienso recuperar todas esas horas... algún día. —Dios mío, qué lamentable.

—¿Y por qué habrías de hacerlo? —dijo—. Oye, ya casi eres rumana, Dayna, casi eres de la familia. Pronto tu madre y su madre serán las mejores amigas y te convertirás en socia del negocio. Estoy ansiosa por que seas mi jefa. Me pregunto si te acordarás de que fui yo quien te consiguió este trabajo.

Por un momento no sabía de qué estaba hablando y luego lo pillé. No sabía que mi madre había muerto. Se refería sin duda a Suzie. Siempre la apuntaba como Suzie Harris, así que supongo que era fácil llegar a esa conclusión.

—No tengo madre —le dije. No quería su compasión. Pero no quería que se equivocara con mi vida—. Mi madre murió cuando yo tenía cuatro años.

—Ah, pero yo pensaba... —Nunca la había visto tan cortada.

—Suzie es la nueva esposa de mi padre, mi madrastra, supongo.

Ya no pudo mirarme más y se puso a juguetear con una caja de bolas de algodón. Una parte de mí pensaba que le estaba bien empleado, pero la otra me instaba a decirle algo para que dejara de sufrir. Pero no lo hice.

Me sentí fatal. Todas las chicas se habían pasado seguramente los últimos meses poniéndome a parir y ahora lo único que había conseguido era darles algo más de lo que hablar. Era la «Pequeña Miss Sin Madre». Me sentí vacía y tenía frío, y lo último que me apetecía era un chill out. Recogí mi bolso y me marché.

No me apetecía nada la idea de quedarme en casa sola, así que fui directamente a casa de mi padre. Llevaba algún tiempo sin verle y pensé que un cálido «hola, forastera» me cambiaría el humor. Me encontré a mi padre y a Suzie sentados ante los restos humeantes de una barbacoa con media botella de vino blanco entre ellos. Parecían muy animados. Justo lo que yo necesitaba. Tal vez mi padre y yo mantuviéramos una charla íntima. O tal vez simplemente pudiéramos permanecer sentados el uno junto al otro sin tirarnos los trastos a la cabeza.

Imposible.

—Traes una cara de culo —me dijo a modo de saludo—. ¿Qué te pasa?

—Nada en particular. Sólo estoy cansada —respondí cansina—. El curro hoy... fue un poco chungo.

En eso quedaba mi intención de hablar a calzón quitado... ¿A quién pretendía yo engañar? ¿Cuándo habíamos hablado mi padre y yo?

—Caray, no te vemos durante semanas y de pronto, sólo porque no te funciona el grifo del agua caliente o no sé cuál es el problema, te presentas aquí para quejarte —me reprendió—. Sinceramente, Dayna, eres una egoísta de cuidado.

Suzie le interrumpió entonces.

—Michael, no seas así. Ya la has oído, ha tenido un mal día. Tú no tienes ni idea de lo mucho que trabaja en ese sitio.

—Hazme el favor. No sabría reconocer un duro día de trabajo aunque le mordiese el culo.

—No estás siendo justo —replicó Suzie.

—Ya y tú eres una experta en trabajo duro, ¿no? ¿Cuándo fue la última vez que te arremangaste para ganar dinero?

Respondió levantándose y se puso a recoger los platos ruidosamente.

Cuando entró en casa, me volví hacia mi padre y le espeté:

—Eres la leche. Tú puedes poner mala cara cuando te da la gana, pero si otra persona se deprime un poco, entonces te tiras a su yugular. ¿Por qué la has tomado con Suzie? ¿Qué ha hecho ella para merecer esto?

—Lo sabía —dijo, con una pequeña y fría sonrisa—. Sabía que vendrías en busca de pelea.

—¡No es verdad! —chillé, indignada.

—No me vengas con ésas. Sé cómo funcionas. Te conozco mejor que nadie.

—Eso es mentira —grité—. Tú no me conoces nada.

—Oh, eres tan egoísta, eres una niña mimada, una...

—¡Basta ya! Los dos, ya basta. —Suzie había aparecido en el marco de la puerta de la cocina y apretaba un trapo de cocina con sus puños cerrados—. Esto es ridículo.

—No, Suzie, déjale que termine —dije—. Venga, continúa, papá. ¿Qué más soy?

La interrumpí porque de verdad quería oír qué más pensaba de mí ese hombre que nunca me hablaba de las cosas importantes.

—Olvídalo —dijo, cerrándose de pronto—. Olvídalo y ya está.

Apartó la vista de nosotras y miró, malhumorado, al atardecer. Ya había visto esto antes. Nadie le sonsacaría una palabra en toda la noche. Recogí mi chaqueta y entré en la casa. Suzie me siguió y, mientras yo abría la puerta principal, me dijo:

—Siento mucho lo que ha pasado. Está muy gruñón últimamente, por culpa del trabajo. Está haciendo la instalación eléctrica en una tienda en Queensway y, por lo visto, todo se está torciendo. Llega a casa muy tarde todas las noches.

—No te disculpes por él —dije—. Él es así.

—Lo siento, Dayna.

—No, Suzie. Soy yo la que lo siente. Por ti.

Durante las siguientes semanas, hice caso omiso a los mensajes que se acumulaban en mi contestador. De todos modos sólo eran de Suzie. Mi padre, como de costumbre, permanecía callado. ¿A quién le importaba? Además yo no quería hablar con él. Hannah tampoco me hablaba mucho. No estaba muy segura de si era por incomodidad al haber metido la pata o porque seguía cabreada conmigo por escaquearme del trabajo. Tampoco me importaba. Simon, que solía llamarme al menos una vez por semana para pedirme cualquier chorrada, también había enmudecido. Seguramente no me dirigía la palabra porque le había dejado tirado con su estúpida prueba. Bien. De todos modos no necesitaba que me agobiara cada cinco minutos. Además de Suzie, la única otra persona que me llamaba era Mark. Quería saber si me apetecía apuntarme a su programa de voluntariado hospitalario. Normalmente, al ser yo una persona tan entregada a los demás, habría dicho que sí, pero alguien estaba llamando a la puerta y tuve que colgar.

Cristian era lo único bueno que había en mi vida y pensaba disfrutarlo todo el tiempo que me viniera en gana y que se jodieran los demás. Le mostraría a mi padre lo descaradamente egoísta que podía llegar a ser. Se iba a enterar de lo que valía un peine.

Sabía que sacarme de mi depresión iba a requerir un muelle muy especial, y la fiesta de compromiso de Emily resultó ser ese muelle tan especial.

Por lo visto, Emily había superado su malhumor y, si uno se olvidaba de que Max estaba un poquito obsesionado por el dinero y era un pelín posesivo y dominante, formaban una pareja preciosa. Si os pasarais la noche observándolos —preferentemente a través de una especie de lentes con un enfoque suave y un tinte rosáceo—, entonces sólo veríais ternura. Max mimaba a Emily con amor, la abrazaba con gesto protector, le rellenaba continuamente la copa de champán y le daba suaves besos en la mejilla. Vale, se podría decir que resultaba algo posesivo y dominante, pero esa noche decidí no ser tan cínica.

Habían vivido muchas cosas juntos y todavía se comportaban como dos tortolitos. De hecho, mientras yo había cambiado varias veces de pareja y me empleaba a fondo con el último novio, Emily sólo había estado con Max. Así que tenía el presentimiento de que, en contra de las estadísticas, en su caso sí que sería «hasta que la muerte os separe».

También tenía una buena corazonada respecto a lo mío con Cristian. Era el primer novio que tenía que se encontraba en el mismo planeta financiero que Max. Así que salíamos muchas veces los cuatro juntos. Me encantaba la idea de que mi mejor amiga y yo tuviéramos unos novios tan maravillosos, provistos al mismo tiempo de un gusto exquisito y unas tarjetas de crédito acordes. Y si soy sincera, cada vez que lo pensaba, me parecía mentira la suerte que teníamos.

Sólo había una cosilla de nada, a la que no daba la menor importancia... Era algo tan insignificante que no sé ni por qué lo menciono. Mejor lo olvidamos y volvemos a la fiesta...

Vale, está bien, lo contaré. De vez en cuando, me habría gustado que Cristian me dejara pagar alguna cosa. No parecía molestar a Emily lo más mínimo que su vida fuera financiada por el banco de Max, pero a mí me fastidiaba un poco y me incomodaba. Me daba la sensación de vivir a su costa. La situación empeoró hasta el extremo de tener que cuidar mis palabras. Si hacía cualquier comentario inocente sobre un reloj que había visto en una revista y que me había gustado, al día siguiente lo tenía adornando mi muñeca. Un día, un comentario frívolo sobre un abrigo «bonito» en un escaparate acabó con la aparición de un mensajero delante de mi puerta con un paquete de Joseph en los brazos. Sí. De la exclusiva tienda Joseph. Había costado algo así como seis mil libras y sólo me había parecido «bonito». Pero ¿qué podía decir sin pasar por una desagradecida?

Al principio, me pareció increíble. Su generosidad me cortaba la respiración. Pero no quería sentirme siempre en deuda con él y en más de una ocasión intenté sacar la cartera. «No seas ridícula», me decía, «me encanta hacerte regalos y no quiero que gastes tu dinero.» ¿Era o no era maravilloso? No me quedó otra que rendirme y aprender a vivir con ello. Al fin y al cabo, Emily lo había conseguido.

Por supuesto, Max había pagado la fiesta y Emily no había movido ni una pestaña. Lo celebraban en el San Carlo, un moderno restaurante italiano del norte de Londres, tan exclusivo que a él acudía la gente famosa. ¿Quién necesitaba el Ivy entonces? Sin embargo, no había ningún famoso en esta fiesta, porque Max había alquilado el restaurante entero. Era un sábado por la noche, así que sólo Dios sabe lo que le había costado.

Cristian y yo estábamos sentados a nuestra mesa, observando cómo Max acaparaba toda la atención, mientras a Emily le brillaban los ojos contemplando el diamante que lucía en el dedo. Me sentía radiante por dentro, en parte por el champán y en parte por la felicidad de mi amiga.

—Los siguientes podríamos ser nosotros —dijo Cristian cuando la parejita feliz empezó a mezclarse con los invitados.

—¿A qué te refieres? —exclamé, a la vez que deseaba que dejara de abrazarme. No es que quisiera que me dejara en paz porque me estuviera agobiando, sino que hacía mucho calor y me estaba asfixiando con su brazo. Había una sutil diferencia.

—Tengo que decírtelo, Dayna. —dijo, mirándome a los ojos y cogiéndome las dos manos, que de repente estaban empapadas de sudor.

—¿Qué? —respondí, mientras me preguntaba dónde se habían metido los camareros, no porque necesitara desesperadamente que alguien nos interrumpiera, sino porque necesitaba desesperadamente un vaso de agua.

—Te quiero. Te amo de verdad —me dijo—. Hace tiempo que quiero decírtelo. Te quiero... y quiero que te cases conmigo.

¿Qué os parece?

El hombre de mis sueños me estaba declarando su amor.

¡Y quería casarse conmigo!

Yo sólo quería que no hiciese tanto calor.

—¿Y bien? —preguntó.

—¿Qué?

—Pues que me preguntaba... Tú, ya sabes, ¿si también me quieres?

¡Por supuesto que sí! Era el hombre de mis sueños, ¿no?

—¡Claro que te quiero, tontorrón! —le dije intentando que no sonara como si me estuviese dirigiendo al chucho de la familia—. Me encanta estar contigo —añadí por si acaso.

—No sabes lo feliz que me haces —continuó mientras sacaba algo de su bolsillo y lo colocaba delante de mí. Joder. Nunca había visto uno de ésos antes. Un estuche turquesa de Tiffany. Uno de verdad.

—Venga, ábrelo —me apremió Cristian.

Así que lo abrí.

Dios mío, era enorme. Un brillante como los que lucía Jennifer López cuando le pidieron matrimonio sus numerosos novios —todos en uno—. Era tan grande que le hacía sombra al de Emily.

—Guárdalo, rápido —susurré.

Parecía perplejo y dolido.

—¿No te lo vas a poner?

—Ni hablar —dije—. No puedo eclipsar a Emily en su fiesta de compromiso.

«Qué buena soy», pensé.

—Eres tan sensible —dijo, mientras cerraba el estuche y lo guardaba de nuevo en el bolsillo—. Lo anunciaremos la semana que viene.

¿Anunciar el qué?

Enseguida empezó a besarme y la habitación se puso a dar vueltas. Debía de ser por tanto amor. Había oído que a veces provocaba que la cabeza nos diera vueltas... nos aturdía... nos mareaba... hasta necesitar un poco de aire fresco. Necesitaba salir de allí.

Me aparté y me levanté.

—¿Adónde vas? —preguntó.

—Necesito tomar un poco de aire —respondí—. Hace muchísimo calor aquí dentro.

—Te acompaño.

—¡No! Quédate aquí. Quiero decir... Van a cortar la tarta de un momento a otro. Necesito que estés pendiente y me vengas a buscar para que no me lo pierda.

Eso me había quedado muy bien.

—Está bien —dijo, poco convencido.

—Vuelvo enseguida.

Me di la vuelta, me abrí paso entre los numerosos invitados y no paré hasta encontrarme en la acera. Sinceramente no tenía intención de marcharme. Sólo pretendía dar un paseo para respirar un poco de aire fresco. Pero había un taxi negro aparcado justo en la puerta del restaurante y llevaba escrito mi nombre. Bueno, no lo llevaba. Estaba reservado para Roger Gladwell, quien supuse sería uno de los amigos de Max de la City. Dije al conductor que yo era la señora de Roger Gladwell y me llevó a casa.

Y, por supuesto, en cuanto puse los pies en mi casa, me sentí la mayor imbécil del planeta. ¿En qué estaría pensando para salir huyendo de Cristian? Le llamé al móvil enseguida. Bueno, primero hice un poco de café, me preparé un baño, me quité el vestido de fiesta, me puse el albornoz y las zapatillas y recogí un poco la casa; luego le llamé enseguida.

—Lo siento mucho, Cristian. No sé qué me ha pasado —dije—. Creo que todo era demasiado emotivo para mí.

—¿Es por tu madre? —preguntó. Bendito sea. Le había contado mi encontronazo con Hannah y mi padre, y desde entonces estaba de lo más cariñoso conmigo.

—Sí. Es por eso. Por mi madre. Me sentía, ya sabes, muy poco sentimental. —Pensé que era la verdad. Vamos a ver, ¿qué otra razón podía haber para explicar mi comportamiento? No se me ocurría ninguna.

—Tienes que arreglar las cosas con tu padre —me dijo. La línea estaba llena de interferencias y su voz se entrecortaba.

—Tienes razón, lo haré —asentí y de pronto se me quitaron todas las ganas de hablar. Estaría cansada, supongo.

—No, hablo en serio. No es demasiado tarde. Llámale ahora mismo y habla con él. Y luego me llamas. Puedo ir a tu casa enseguida si me necesitas.

—Gracias.

—En serio, llámame si me necesitas. Sabes que haría cualquier cosa por ti, Dayna. Te quiero tantísimo.

«Mira», pensaba, «si de verdad quieres que solucione este asunto lo antes posible, cuelga el maldito teléfono».

—De hecho, iré a tu casa ahora mismo. Sólo para estar contigo mientras hablas con él. Para darte un poco de apoyo moral...

Entonces se cortó la llamada. La línea era malísima. O quizá fuera yo quien apretara el botón rojo sin querer.

Permanecí sentada un par de minutos, meciendo el teléfono en la mano mientras reflexionaba sobre lo que me había dicho. «Tienes que arreglar las cosas con tu padre.» Mi padre y yo nos pasábamos la vida discutiendo, pero nunca hablábamos. Ése era el esquema de nuestra relación. Nos peleábamos, uno de los dos salía hecho una furia, ambos permanecíamos cabreados un tiempo y luego nos volvíamos a ver como si no hubiese pasado nada. Los niños pueden comportarse de esa manera en un parque, pero se supone que nosotros ya éramos mayorcitos. Por supuesto, ya había alcanzado esta misma conclusión varias veces. Cristian no era ningún genio por subrayármelo. El problema residía en que siempre lo iba dejando para el día siguiente. Pero al día siguiente, siempre surgía algo que lo impedía: yo empezaba un nuevo empleo, mi padre viajaba a Dubai, yo conocía a un nuevo chico o él ganaba alguna apuesta en las carreras de caballos. Siempre había algo. Pero esta vez no. Eran casi las doce de la noche y estaba cansada y había tenido un final de fiesta muy raro y me esperaba un baño caliente y, bueno, un montón de excusas para no llamarle. Pero aun así, marqué el número de mi padre.

—Hola, papá. Soy yo.

—¿Dayna? ¿Qué ocurre? ¿Te pasa algo?

—Estoy bien. No pasa nada. Sólo estaba pensando que tenemos que hablar.

—¿A las doce de la noche? ¿Hablar de qué?

Vaya por Dios, no iba a ponérmelo nada fácil.

—Ya sabes, de nuestras cosas... —dije y de pronto ya no me parecía una buena idea. El muy tonto de Cristian...

—Mira, Dayna. No tengo toda la noche. ¿De qué coño quieres hablar?

Tenía que hacerlo. Respiré hondo y me lancé.

—Papá, me molesta mucho que tú y yo siempre estemos a la greña.

—Es que eres una arpía muy borde. Serías capaz de montar una bronca en una manifestación pacifista.

—¡Pero qué dices! —chillé, ofendida, a punto de montar en cólera. Pero no, tenía que mostrarme madura... tranquila y sensata—. Mira, papá, tal vez los dos seamos un poco discutidores —dije suavemente.

No respondió.

—Tal vez nos parezcamos demasiado por nuestro bien —añadí.

Suspiró. Después balbuceó:

—Tú no te pareces a mí. Eres el vivo retrato de tu madre.

Eso me detuvo en seco. Las referencias a mi madre habían sido tan escasas en mi vida como los diamantes de Tiffany. Pero por muy conmocionada que estuviera, tenía que aprovechar la ocasión.

—Ésa es una de las cosas de las que quiero que hablemos —dije—. Nunca hablamos de mamá.

—Eso ocurrió hace mucho tiempo, cielo.

—Sí, pero los sentimientos no desaparecen. —seguí y se me hizo un nudo en la garganta mientras hablaba.

Volvió a suspirar y él también pareció un poco emocionado.

—Creo que deberíamos hablar más de ella —insistí.

—Era una mujer maravillosa. Supongo que se podrían decir muchas cosas de ella —dijo de pronto con una voz sorprendentemente relajada.

—Ojalá la hubiese conocido. ¿Cómo era, papá?

—Como te dije, maravillosa. Guapa, paciente, buena. Tenía que haber sido yo el que se fuera, ¿sabes? Ella no se lo merecía. No tu madre.

—No digas eso. Nadie merece tener un cáncer.

—Puede ser... Yo sólo sé que ella no. Tampoco se merecia a un tipo como yo.

—Eso no es verdad.

—¿Y tú qué sabes? ¿Qué coño sabes tú sobre tu madre y yo? Eras un bebé cuando se murió —soltó con brusquedad, otra vez enfadado.

Madre mía, si yo era una arpía muy borde, saltaba a la vista de quién lo había heredado.

—Bueno, quiero que me lo cuentes, papá —dije, consiguiendo con gran mérito no entrar al trapo—. Creo que deberías contarme más cosas sobre ella.

—Ya... Puede ser —respondió, tranquilizándose—. Pero tal vez no a las doce y diez de la noche.

—¿Hablas mucho de ella con Suzie?

—¿Habéis estado hablando tú y ella? —preguntó con recelo.

—Sí, un poquito. De todo un poco.

—No hay quién lo entienda. No podías ni verla cuando la conociste y miraos las dos ahora. Sois uña y carne.

—Bueno, eso fue culpa mía. No quería darle la menor oportunidad. Pero me alegro muchísimo de haber llegado a conocerla. Eres un hombre afortunado, papá. Suzie te adora.

Se quedó callado un momento. Y cuando habló, cambió de tema.

—¿Y tu chico? ¿Cuándo lo vamos a conocer?

—Espero que muy pronto —dije, con un repentino sentimiento de culpa.

—¿Va en serio contigo?

—Sí... Sí, sí —respondí, pensando que no se podía ir más en serio que con las joyas de la corona de Tiffany.

—Mmm —farfulló mi padre—. Al final vamos a parecernos tú y yo más de lo que pensamos.

—¿Qué quieres decir?

—Que no se nos da muy bien lo de comprometernos, verdad? Mira lo que tardé en sentar la cabeza con Mitzy. Y tú vas teniendo más empleos y más novios de lo que te conviene.

Eso me tocó un poco las narices, pero mantuve la calma. En buena medida porque en el fondo tenía razón.

—Bueno, yo también voy en serio con él —le dije—. Es muy especial, papá. Estamos comp... —Me callé. No era el mejor momento para contárselo. No a las doce y cuarto de la noche. Lo arreglé con—: Nos llevamos muy bien.

—Me alegra saberlo, cariño —dijo, mientras soltaba un sonoro bostezo.

—Me alegro mucho de haber hablado contigo —dije—. Deberíamos hacerlo más a menudo.

—Te propongo una cosa. ¿Por qué no vienes a casa mañana? Mitzy puede preparar una de sus comidas especiales de los domingos y yo sacaré unas fotos de tu madre. Aunque no lo creas, tengo algunas que no has visto nunca.

Por fin sentí las lágrimas deslizándose por mis mejillas.

—Me encantaría, papá, de verdad... Pero tengo que ver a Cristian —respondí, con un nuevo sentimiento de culpa—. Esta noche cometí una estupidez y... en fin será mejor que le vea.

—¿Por qué no le llamas ahora mismo? No dejes que las cosas se enquisten. Si es tan especial como dices, no querras cagarla como siempre. Es broma. No te tires a mi cuello.

Pero por una vez no tenía intención de hacerlo.

—¿Te va bien el lunes? —pregunté—. Puedo pasarme cuando salga de trabajar, si quieres.

—Me parece una muy buena idea. Es mi último día en esa horrible obra en la tienda, así que tendremos algo que celebrar... Oye, Dayna, gracias por llamar. Pero la próxima vez, procura hacerlo antes de la diez.

—Vale, papá... Te quie...

Demasiado tarde. Ya había colgado. Pero me sentía bien. La llamada había supuesto un paso muy importante. Y habría más en el futuro. Empezando por el lunes. «Dios mío», pensé, «ojalá lo hubiese hecho hace un montón de tiempo». Pero más vale tarde que nunca.

Seguí el consejo de mi padre y llamé a Cristian enseguida. Bueno, primero me di el baño, me fui a la cama, dormí diez horas seguidas, desayuné y entonces sí que le llamé enseguida.

Pasamos todo el domingo juntos. Y no sentí palpitaciones ni una sola vez. Ni siquiera cuando sacó el anillo y volvió a decirme que me amaba... Lo cual me pareció un poco extraño, porque se supone que el corazón se te tiene que desbocar cuando el hombre de tus sueños te pide (otra vez) que te cases con él, ¿no? Bah, tonterías. Claro que no. Simplemente le contestas que tú también le quieres y tomas aire porque te está besando y sabes que eso puede durar un buen rato.

También ocurrió otra cosa curiosa: el beso duró tanto que para cuando ambos volvimos a emerger, parecía que la cuestión de la boda estaba olvidada. ¿Acaso había tomado mi «yo también te quiero» y el beso por un «sí»? Para ser sincera, me pareció como de mala educación preguntar, así que no lo hice.

Suzie me llamó al trabajo el lunes por la tarde.

—Hola, Suzie —dije, alegrándome de oír su voz—. ¿Te ha dicho mi padre que me paso a veros esta noche? ¿Quieres que lleve algo?

—Será mejor que te sientes, Dayna —dijo.

Las malas noticias se perciben enseguida, ¿verdad?

—¿Qué ocurre?

—Es tu padre —Su voz sonaba débil. Apenas podía hablar—. Ha tenido un accidente.

Me dio un vuelco el corazón.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está?

—Atravesó un cable. Estamos en el hospital Saint Mary en Paddington. Será mejor que vengas enseguida.

—¿Qué ha pasado, Suzie?

No contestó.

—¿Suzie?

—No pinta nada bien, Dayna. Ven rápido.

Había un tráfico horrible. El maldito taxista quería parar e insultar a todos los conductores que le estaban dando el día. El trayecto hasta el hospital pareció durar diez años, aunque en realidad sólo fueron diez minutos.

—La UCI, la UCI, ¿dónde coño está la UCI?

Ya sé que no iba a resolver nada con gritar. Un panel inanimado con los nombres de los distintos departamentos colgado en la pared no iba a decirme dónde estaba la unidad de cuidados intensivos. Un enfermero que pasaba por allí me oyó y se apiadó de mí.

—¿A quién buscas? —preguntó mientras me conducía por un pasillo que parecía extenderse hasta el infinito.

—A mi padre —repuse—. Ha tenido un accidente.

—Intenta tranquilizarte, cielo —me dijo, suavemente—. Le serás de mucha más ayuda si estás tranquila.

Pero era imposible estar tranquila. Necesitaba verle. Y rápido. ¿Qué coño había pasado? ¿Y cuándo se acababa este puto pasillo?

El enfermero me condujo hasta el mostrador que había en la zona de cuidados intensivos. Otra enfermera y un hombre con una bata blanca conversaban detrás.

—Esta señorita viene a ver a su padre —dijo mi acompañante.

—¿Cómo se llama? —me preguntó la enfermera.

Pero yo no estaba escuchando. Ya había visto lo que estaba buscando. En un ancho pasillo al que daban varias habitaciones, descubrí a Suzie, diminuta y destrozada. También estaba Bill, el mejor amigo de mi padre, todavía con su mono de trabajo sucio y con la cara blanca de yeso que sólo resaltaba aún más la lividez de su rostro. Abrazaba a Suzie y parecía que ese abrazo era lo único que la mantenía en pie. Un médico los acompañaba. Aquella escena me llenó otra vez de pavor.

Corrí hacia ellos con un grito ensordecedor en mi cabeza:

«¡Por favor, esto no puede estar ocurriendo! ¡No ahora que mi padre y yo hemos empezado de nuevo!». Patiné hasta detenerme. Suzie levantó la vista y apartó la mirada enseguida. Su cuerpo se convulsionó a la vez que soltaba un sollozo desgarrador que llenó todo el pasillo. Bill alargó su mano libre para cogerme la mía, pero yo me aparté y busqué al médico.

—¿Es usted la hija del señor Harris? —preguntó.

Asentí, muy nerviosa.

—Será mejor que entremos aquí —dijo, señalándome la puerta abierta que daba a un pequeño despacho.

—¡No quiero entrar ahí! —grité—. Sólo quiero que me diga dónde está mi padre. Quiero verle.

—Lo siento mucho, señorita Harris. Hemos hecho todo lo que hemos podido, pero al final su padre no pudo superar las lesiones y siento comunicarle que ha fallecido hace diez minutos.

Después de aquello, no recuerdo gran cosa. Apenas algunos detalles que se me han quedado grabados. Recuerdo como me fallaron las piernas y apareció una enfermera detrás de mí, como de la nada, y me cogió y me llevó casi a volandas hasta el despacho. Mientras me sentaba, reparé en lo pequeñita que era. Me pregunté cómo una persona tan endeble podía poseer tanta fuerza. Recuerdo a la mujer que se detuvo en el pasillo y miró por la puerta abierta. Llevaba un bebé en una mochila portabebés. «Una nueva vida», recuerdo que pensé. ¿Por qué me miraba? ¿Acaso pensaba que podría ayudarme? ¿O sólo quería tener algo que contar a sus amigas más tarde? Me recuerdo mirando fijamente la mesa auxiliar que había en un rincón, mientras el médico me explicaba lo que había sucedido. ¿Qué había dicho? Sólo recuerdo algunas frases: «una electrocución masiva»... «quemaduras de segundo y tercer grado»... «paro cardiaco»... «intentamos reanimarle»... «lo siento muchísimo»...

Recuerdo cómo las lágrimas corrían por las mejillas de Bill formando churretones blanquecinos con el yeso de su cara. Y también recuerdo su rabia. No paraba de andar de un lado para otro.

—Esa obra fue una puta pesadilla desde el principio... Era el último día... íbamos a cobrar una prima si la terminábamos a tiempo... El último puto día... Le dije que no fuera tan deprisa... No pudo ver el cable... «No corras tanto, Michael, no merece la pena», le dije, Dayna... «No merece la pena, joder», le dije... Tu padre nunca corría riesgos en su trabajo, Dayna, nunca...

Y recuerdo la última imagen que tengo de mi padre ¿Cómo olvidarla?

—¿Puedo verle? —pregunté al médico.

—No es una buena idea, Dayna —dijo Bill.

—Ha sufrido graves quemaduras —explicó el médico—. Le resultará muy desconsolador.

—Quiero verle —insistí—. Necesito verle.

El médico tenía razón, aunque pudo haber encontrado una palabra más fuerte que «desconsolador». No se habían llevado aún a mi padre de su cama en la UCI. El olor me abofeteó nada más entrar en la habitación. Una combinación terrible de pelo chamuscado y carne quemada. Sentí cómo dejaba una marca indeleble en mis fosas nasales. Ese hedor no me ha abandonado desde entonces. Si cierro los ojos, todavía puedo olerlo. El truco está en no cerrar los ojos.

Habían tapado a mi padre con una sábana. Por muy extraño que parezca, hasta el momento en que el médico retiró la sábana, todo aquello había parecido surrealista, como si se tratase de un mal sueño o de un milagro a punto de ocurrir: el reloj retrocedería y mi padre tendría una nueva oportunidad y taladraría un centímetro más a la izquierda o a la derecha y...

Pero no, cuando el médico apartó la sabana del rostro de mi padre, todo se volvió muy real. Su pelo casi había desaparecido, abrasado, y su cara parecía una masa hinchada e informe cubierta de llagas naranjas, rojas y negras. Pero no era él. Sólo su caparazón vacío, carbonizado e irreconocible. Mi padre nos había dejado.

Entonces perdí los nervios. Salí corriendo de la pequeña habitación donde había muerto mi padre y me encontré a Suzie. Nos abrazamos, desesperadas, durante mucho, mucho rato.

La gente quiere ayudar, pero son impotentes a la hora de hacer lo único que deseas que hagan. No pueden volver atrás los relojes. Y si no pueden hacer eso, no hay tazas de té en el mundo que puedan consolarte. En los días que siguieron a la muerte de mi padre, todo el mundo quiso ayudarme. Pero ¿era mejor decir algo en un vano intento de reconfortarme o permanecer en silencio porque las palabras podían desgarrarme aún más? Veía cómo sufrían, y de no haber sentido lástima por mí misma, habría sentido pena por ellos.

Pero los amigos con los que yo sabía que podía contar fueron maravillosos. Esto va a parecer uno de esos emotivos discursos en la ceremonia de entrega de los Oscar. Ya sabéis esa nómina de personas sin quienes no habría sido posible ganar la estatuilla, que parece espontánea pero que evidentemente ha sido preparada con antelación por el agente de la estrella mientras la susodicha ensayaba cómo llorar de la manera más convincente.

Sin embargo no puedo evitarlo, así que allá va:

Por supuesto estaba Suzie, sin quien nada de todo esto —el funeral, los abogados, las infinitas tazas de té con infinitos pañuelos de papel y conversación hasta infinitas horas de la madrugada— habría sido posible. Ella estaba ahí para ayudarme, pero creo que yo también estaba ahí para ayudarla a ella. Durante meses nos habíamos acercado mucho, pero en ese desesperado trance en el hospital, nos unió algo indescriptible. Sólo ella podía saber lo que yo sentía, porque ella también sentía lo mismo. Y ese vínculo no se esfumó nunca.

También quiero agradecer a Kirsty. Ruby había aceptado el trabajo en el Norte, pero Kirsty renunció a ir a verla tres fines de semana seguidos sólo para quedarse al otro lado de mi rellano en caso de que la necesitara.

Todas las chicas de Espacio Spa estuvieron fantásticas. Incluso Hannah, que apenas me había dirigido la palabra desde nuestra pequeña bronca. Y Mila era una jefa de ensueño. «Tómate todo el tiempo que necesites, querrida», me dijo. «Vuelve sólo cuando estés preparada. Ni un solo día antes, ¿de acuerdo?».

Y Emily, mi amiga del alma. No es que hiciera gran cosa. Sólo acudió a mi casa todos los días. Me hizo la compra. Limpió mi casa. Mandó a los vendedores de ventanas de dobles cristales a la mierda. Y por supuesto le dijo a la florista que no pasaba nada cuando se equivocaron con sus instrucciones y enviaron un centro de flores con el nombre de «Michelle» en vez de «Michael».

Luego estaba Simon. ¿Habéis conocido alguna vez a un tío que sepa exactamente lo que hay que decir y hacer en tu peor momento y que además lo haga en el momento adecuado? ¿No? Yo tampoco. Simon, pobrecito, no acertó ni una. No podría haber mostrado más torpeza aunque hubiese seguido un curso intensivo de interpretación en la Real Academia de Arte Dramático para «comportarse con gran torpeza en situaciones muy incómodas».

Vino a verme al día siguiente de la muerte de mi padre, cabizbajo, con un ramo de flores comprado en una gasolinera en una mano y un osito de peluche en la otra.

—Joder, Dayna. Yo... Joder, no me lo puedo creer. Es un puto horror. Lo siento, digo muchas palabrotas, pero es que no puedes... ya sabes... —farfulló sin levantar la mirada. Después me tendió bruscamente el peluche y añadió—: Toma, esto es para ti. Pensé que tal vez te animaría un poco.

Lo cogí sin saber si reír o llorar.

—Y esto —dijo, dándome las flores.

Mi asistente, o sea Emily, las cogió y las añadió a la Exposición Floral de Chelsea que se amontonaba en la cocina.

—En fin, me voy —dijo, mientras se balanceaba sobre ambos pies—. Como ya te dije, estoy, ya sabes... hecho polvo. Tu viejo es... perdona, quiero decir... era... Era un tío de puta madre y, bueno... si necesitas cualquier cosa, pues... ya sabes...

Tuve que aliviarle de su sufrimiento.

—Lo sé, Simon. Gracias.

—¿Cuándo es el entierro? Me gustaría presentar mis respetos, si te parece bien —dijo, de repente coherente, porque hablaba de cosas prácticas y no de emociones.

—El martes que viene —respondió mi asistente—. Te daré todos los datos. Llámame el lunes.

—Bien, eso está muy bien. Bueno, yo...

—Adiós, Simon —dijo Emily, mientras le acompañaba hasta la puerta y la cerraba tras él.

En ese momento me sentí muy mal. Lo único que había pretendido era mostrarme que le importaba. No era culpa suya si era un analfabeto emocional. Me levanté del sofá de un salto, salí por la puerta y le alcancé en las escaleras.

—Simon, quería darte las gracias.

—Claro, no hay problema.

—¿Estás bien?

—Sí, sí, no pasa nada —dijo, sorprendido por la pregunta—. Ya sabes, estoy triste, ni la mitad de triste que... ya sabes...

—No me refería a eso —expliqué—. Me refería a la vida en general. ¿Qué tal va lo de la tele?

Se animó un poco al encontrarse pisando terreno conocido repentinamente.

—Bien, muy bien. Estoy entre los tres finalistas. Tengo que volver para la prueba final.

—Eso es genial —dije, intentando sonreír. Era una gran oportunidad para él y siempre se agradecen las buenas noticias, ¿no?—. ¿Cuándo es la prueba?

—El martes que viene —dijo con el rostro abatido.

—Mira, no te preocupes. Mi padre no habría querido que te perdieras la oportunidad de tu vida —le tranquilice, mientras pensaba «vaya chorrada». ¿Qué le habría importado a mi padre que a Simon le cogieran en televisión de haber sabido que iba a morir?—. Y yo tampoco quiero que la pierdas —añadí—. Hablo en serio, ve e impresiónalos. Nos dará algo bonito de qué hablar después de que papá...

No pude pronunciar otra palabra, ni Simon tampoco. Sólo pudo mirarse los pies y mascullar «joder» mientras yo me daba media vuelta y volvía a mi casa hecha un baño de lágrimas.

¿Qué os puedo contar del entierro? Fue tan espantoso como suelen ser, supongo. Males necesarios, momentos que hay que pasar. Suzie lo soportó bastante bien. Su hermana había ido a quedarse con ella, lo cual me sorprendió. Pensaba que se odiaban. Bodas y funerales, ¿eh? Unen a las familias por un momento fugaz. Hasta el siguiente momento de unión forzosa que llega bajo la forma de otro funeral u otra boda. Al menos eso me parece a mí. Puede que me equivoque. Al fin y al cabo, ¿qué sé yo acerca de asuntos de familia?

Cristian vino, por supuesto... ¿No recibió una mención especial en mi discurso de los Oscar? Fue una roca en la que apoyarme y tal vez di su ánimo por sentado. Durante toda la semana hasta el funeral, fue una presencia constante. Permaneció a mi lado el día entero, sin apenas soltarme, con un abrazo fuerte, compasivo, que me daba consuelo, y al cabo de un tiempo, que me tenía un poco saturada. A ver, ya tenía a bastantes personas dándome palmaditas cariñosas, abrazos y besos «cuando más lo necesitaba» como para tenerle a él colgado todo el rato de la chepa. No, soy injusta. Le estoy muy agradecida por todo el amor que me demostraba y el hecho de que yo apartara su brazo de mis hombros cada cinco minutos se debía sencillamente al estrés de la situación.

Con todo, conseguí no derrumbarme a lo largo del día. No quería perder los papeles delante de los amigos de mi padre ni de los míos. No me importaba llorar, pero no quería padecer una crisis de histeria. Y a decir verdad, me sentí bastante orgullosa de mí misma. Es sorprendente lo que se puede conseguir con tan sólo tus propias fuerzas y un frasco de tranquilizantes.

Mi padre siempre había dicho que quería que le enterrasen junto a mi madre. Me preguntaba cómo se lo tomaría Suzie y, cuando preparábamos el entierro, me había mentalizado para alcanzar un compromiso (como una incineración o algo así). Pero no, insistió en que lo correcto era respetar la voluntad de mi padre.

Ese fue el momento en que me derrumbé. El entierro. Al ver la tumba de mi madre y el ataúd de mi padre desapareciendo bajo tierra junto a ella, caí por primera vez en la cuenta de que ambos me habían abandonado. Esa verdad me arrolló como un tren de mercancías y sentí cómo mi cuerpo se venía abajo. Sollozaba en silencio. Sólo gracias a Cristian, que me sujetaba por un lado, y a Suzie, que lo hacía por el otro, no me desmayé. Y lo que me devolvió algo de serenidad fue lo que veía a través de mis lágrimas. Docenas de personas alrededor de la tumba. Me había pasado el día tan absorta en mi propio dolor que no había reparado hasta entonces en la cantidad de personas que habían acudido al sepelio. No faltaba nadie en recuerdo a mi padre, que se habría sentido muy orgulloso. Y en ese momento yo también lo estaba. Mientras bajaba la mirada, descubrí a una persona en concreto. Detrás de todos los asistentes, casi escondido, con el cuello subido y la mirada gacha. Era Simon.

Tenía la impresión de que el día del entierro había tardado una eternidad en llegar y, en esos interminables días de espera, había estado flotando como en un limbo. Y de pronto ya había pasado. Todo había terminado y yo tenía que mirar hacia delante, hacia el enorme y vacío futuro que me esperaba: el resto de mis días. ¿Qué debía hacer? ¿Reanudar mi vida justo donde la había dejado? Esa idea me aterrorizaba. Nunca me había sentido tan sola y lo único que me apetecía era volver a ese nebuloso limbo de la espera.

—¿Qué se supone que debo hacer, Mark? —gimoteé.

¿Mark? Pues sí, vino a verme a casa una semana después del entierro. Había quedado con él un par de veces desde la muerte de mi padre. Estuvo fantástico. Consiguió darme el apoyo perfecto, sin agobiarme y sin pasarse de condescendencia con los típicos tópicos que oía demasiado a menudo, del tipo «el tiempo lo cura todo», «tu padre habría querido...» o «tuvo una buena... lo que sea».

—Sólo puedes confiar en tus propios instintos, Dayna —me explicó—. No en lo que te pueda decir nadie. Cuando llegue el momento de volver al trabajo, de salir y pasarlo bien, créeme, lo sabrás. Y entonces volverás a sentir cosas bonitas y no sólo esta terrible tristeza.

Me abrazó fuerte y me quedé clavada ahí mismo. Disfrutaba el contacto de su cuerpo contra el mío y... Dios mío, tenía razón. Sentía algo y, por una vez, no era una tremenda tristeza.

—Ojalá pudiera hacer algo más para ayudarte —susurró.

—No hagas nada. Quédate como estás —respondí.

No me moví durante un largo tiempo. Hasta que se me pasó la excitación y se me quedó una pierna dormida.

La verdad es que Mark tenía más razón de lo que habría podido imaginar. A los tres meses, casi día por día, de la muerte de mi padre, mis instintos me dijeron lo que tenía que hacer. Ése fue el día en que mi vida volvió a encarrilarse. Y no me lo esperaba.

Fue un domingo en que había ido a casa de mi padre —bueno ahora sólo de Suzie—. Había preparado el almuerzo. No el habitual asado para llenar la tripa, sino una sopa de tomate casera. Una comida que brinda consuelo.

—He estado limpiando las cosas de tu padre —dijo, mientras fregábamos los platos—. Encontré unos viejos álbumes de fotos y algunas cosillas de tu madre que conservaba. Deberías tenerlo, pero si no estás preparada para verlo todavía, no te preocupes. Puedo guardarlo aquí el tiempo que haga falta.

—No, quiero verlo —respondí con impaciencia—. Cuando hablé con mi padre el sábado antes de... ya sabes...

Asintió.

—Me comentó que quería enseñarme algunas fotos que yo no conocía.

—Bueno, he metido todos los álbumes en una caja —continuó Suzie—. Seguramente estarán ahí. Por cierto, nunca te lo he dicho, pero no sabes cuánto me alegro de que le llamaras ese sábado. El hombre estaba tan feliz.

—Yo también me alegro de haberlo hecho. No habría podido soportarlo si mis últimas palabras hubiesen sido de cabreo —dije, pensando en mi «te quiero» que no consiguió oír mientras colgaba.

Cinco minutos más tarde estaba sentada en el suelo del salón rodeada por el pasado. Había álbumes de fotos que había visto miles de veces antes, pero que no me importaba volver a mirar. Me sentía triste y un poco llorosa, pero no de un modo sombrío. Me gustaba ver las fotos de los tres juntos o de mi madre y mi padre juntos. Una vez habíamos sido una familia de verdad, aunque durase poco tiempo.

Suzie estaba sentada en el sofá, en silencio, pendiente de mí.

—¿Cómo te sientes? —me preguntó al cabo de un rato.

—Estoy bien. Me viene bien hacer esto —respondí—. Por cierto, aquí no hay nada nuevo. No sé a qué se refería mi padre.

Miré de nuevo en la caja y saqué el último álbum. Era otro álbum de familia, pero había un desgastado sobre de Manila debajo. Lo cogí. Pesaba bastante y parecía tener mas fotografías. Abrí el sobre y desparramé el contenido en la alfombra. Sonreí, porque al parecer había encontrado lo que me había comentado mi padre.

Allí estaba mi madre. Mi madre y yo, mi madre y mi padre. Cada combinación posible. Había una mezcla de todo un poco: fotos tomadas en diferentes momentos mientras mi madre aún vivía y unas pocas de mi padre tomadas en los años posteriores a su muerte. «Muy típico», pensé con una sonrisa. Mi madre había organizado todos los álbumes y lo había hecho con sumo cuidado. Las fotos estaban ordenadas con su fecha y sus pies de foto, por si acaso el espectador no reconociera, por ejemplo, la columna de Nelson en el fondo. Pero ya en manos de mi padre, las fotos habían acabado metidas en un sobre de cualquier manera.

Me tomé mi tiempo para contemplarlas. Dado que no las había visto nunca, cada fotografía tenía una gran frescura para mí, como si los tres personajes retratados me fueran presentados por primera vez.

—Tu madre era guapísima —dijo Suzie, mirando por encima de mi hombro—. Y tú te pareces mucho a ella.

Sí que lo era. Y sí que me parezco a ella.

La última secuencia representaba una de esas tiras de fotos de carné que se sacan en un fotomatón. Se veía a mi padre luciendo unas típicas greñas con el pelo en punta de los años ochenta. No estaba solo, pero tampoco estaba con mi madre. ¿Quién era esa morena apretujada contra él en la cabina, que se reía, le acariciaba la mejilla y le besaba la oreja? Mi padre había salido con muchas mujeres en su día, pero que yo supiera, no guardaba recuerdos de ellas y yo no la reconocía. Di la vuelta a la fotografía sin pensar encontrar nada, y menos aún el mensaje escrito con bolígrafo azul.

«Gracias por el fin de semana más caliente de toda mi vida. Lynda. Besos.»

También ponía una fecha. La miré y me dio un vuelco el corazón. Conocía la fecha de la muerte de mi madre (estaba grabada en mi memoria) y esta foto estaba fechada tres semanas antes.

—¿Qué ocurre? —preguntó Suzie.

No podía hablar. Sólo le di la tira de fotos. La observó, en principio sin reaccionar. Pero claro, no tenía sentido para ella.

—La sacaron justo antes de que mi madre muriera —conseguí balbucear al final—. El gran hijo de puta. —Se me saltaban las lágrimas, pero no de pena, sino de amargura, de rabia—. ¿Cómo pudo hacerle eso, Suzie? ¡Se estaba muriendo!

—No sabes cuánto lo siento —dijo Suzie, cabizbaja.

Me llamó la atención que no pudiera mirarme... Y entonces caí.

—Lo sabías, ¿verdad? —exclamé.

Asintió sin alzar la mirada. Todavía no me podía mirar a los ojos.

—Lo sabías —repetí, sin poder creérmelo.

Al final me miró. Se bajó del sofá y se arrodilló junto a mí en el suelo.

—Cuando tu padre y yo empezamos a salir en serio, le dije que teníamos que sincerarnos el uno con el otro. Eso era algo que nunca había hecho en mi primer... pero eso no viene al caso. Era algo que necesitaba hacer con tu padre. Me daba cuenta de que era un hombre atormentado. No quería hablar, pero al final terminó por hacerlo.

Hizo una pausa. Era evidente que le estaba costando mucho, pero yo no estaba de humor para ponérselo fácil.

—Continúa —espeté.

—Verás, no hay una manera fácil de contártelo. Michael no fue un buen marido, no para tu madre. Bueno, has visto las fotos, así que sabes que... Te juro que no sabía que existían, por cierto. Nunca miré lo que había en ese sobre.

Creo que la creí, pero me negaba a mostrárselo.

—En fin, me contó que hubo otras mujeres —prosiguió—. Unas cuantas. La mayoría eran aventuras de una noche... pero esa Lynda fue otra cosa. Tu madre lo descubrió cuando eras un bebé. Le echó a la calle, pero él le suplicó que le perdonara. Por lo visto, lo hizo, pero él no cambió. Empezó a salir otra vez con Lynda justo antes de que le diagnosticaran el cáncer a tu madre.

Escuché sin pronunciar palabra. ¿Quién era ese hombre del que estaba hablando? Siempre había pensado que sus numerosas aventuras habían sido un antídoto contra su viudez. Pero este hombre —mi padre, por lo visto— era de los que se abuchea a muerte en el reality de Jerry Springer: «el hombre que engaña a su mujer moribunda». Era una basura... y un completo desconocido para mí.

—Se sintió muy mal con todo eso, Dayna, de verdad —explicó Suzie.

—Vaya, pobrecito —espeté—. Pero seguro que no se sintió ni la mitad de mal que mi madre, enchufada a las máquinas, sabiendo que pasaría sus últimos días de vida casada con un hijo de puta.

—Le consumió un verdadero sentimiento de culpa —continuó Suzie despacio—. Sé que ahora no puedes verlo, pero tu padre tenía muchas cosas buenas. Hacía lo que fuese por la gente que le importaba. Y tú has visto en el entierro cuánta gente le quería. Todas esas palabras maravillosas en el velatorio. No lo fingían. Hablaban con el corazón.

Recordaba los discursos. Unas palabras preciosas y llenas de lágrimas de Bill, Owen, Wayne y otros... Hacían cola para alabarle. Todos hombres, curiosamente.

—No sé cómo puedes defenderle —dije—. Joder, no sé ni cómo pudiste casarte con él si tan sólo sabías la mitad de todo esto.

—Yo le amaba —me dijo suavemente—. Le quería mucho.

—Yo le odio —dije, descubriendo por primera vez el verdadero sentido de esa palabra.

—Por supuesto, cariño. Las cosas que hizo... Será muy difícil que le puedas perdonar. Pero lo harás, créeme.

—¿Cómo puedes decir eso? —grité—. ¿Tú qué coño sabes?

—Porque era tu padre y te quería con locura... Y porque eso mismo hice yo.

No tenía ni idea de lo que estaba hablando, pero no esperó a que se lo preguntase.

—Hay algo más —dijo—. Iba a contártelo. Sólo era cuestión de encontrar el momento adecuado. Es algo que seguramente saldrá en la investigación, verás...

Dios mío, la investigación... Era algo en lo que ninguna de las dos queríamos pensar. Y sólo faltaban un par de semanas para ello.

—Y será mejor que te enteres por mí.

Se me revolvió el estómago. ¿Qué otra cosa iba a descubrir ahora?

—La víspera de su muerte, no durmió en casa y llegó tarde al trabajo ese lunes. Bill y el resto del equipo estaban furiosos con él. Era el último día y él ponía en riesgo cobrar la prima. Por eso trabajó deprisa y corriendo, sin tomar precauciones... En fin, ya sabes el resto. Todo esto saldrá a relucir en la investigación.

Hundió el rostro en sus manos, sin poder continuar. Ahora me tocaba a mí sentir pena por ella.

—También te engañaba a ti —constaté rotundamente—. ¿Cuándo lo supiste?

—Ya me lo figuraba más o menos. No había dormido en casa. Bill me lo contó un par de días más tarde. No había sido la primera vez tampoco...

—Joder.

—No creo que ninguna fuese importante para él —añadió mientras intentaba contener las lágrimas—. Me quería. Yo sé que me quería.

Recordé cuando Simon me contó algo parecido: el hecho de que fueran tantas demostraba lo poco que significaban y que yo era la única a quien amaba. Bueno, eso también había sido un montón de gilipolleces. Simon hizo de mí una tonta redomada. Y mi padre había hecho lo propio con mi madre, con Suzie y conmigo.

Pero mi padre me había hecho un enorme favor al final. Ahora podía sentir muchas emociones positivas como la ira, el resentimiento y el odio, las cuales eran mucho mejor que los sentimientos de desolación y pérdida.

—Me alegro de haber descubierto todo esto —le dije—. Porque ahora puedo seguir adelante con mi vida y no dedicarle ni un pensamiento más.

Diez minutos más tarde, Suzie se había repuesto lo suficiente como para intentar preparar un poco de té. Me quedé en la sala de estar con los álbumes de fotos esparcidos por el suelo. Cogí uno y volví a mirarlo con una nueva mirada. Me fijé en una foto de los tres: mi madre, mi padre y yo en Regents Park, un día soleado y con una sonrisa de oreja a oreja. Era una de mis fotos favoritas de los tres y la conocía al detalle. Pero juro por Dios que esta vez parecía diferente. La foto había cambiado. Ahora podía ver el engaño en los ojos de mi padre, la desesperación en los de mi madre y la bendita ignorancia en los míos.

Sentí náuseas al verla y tuve que pasar las páginas rápidamente, hasta que encontré una foto de mi madre y yo solas. Yo era un bebé, tal vez con apenas tres meses, y mi madre me alzaba en sus brazos hasta su rostro y apoyaba su mejilla contra la mía, colmándome de un amor puro.

Mientras nos contemplaba a las dos, lo tuve todo muy claro.

Decidí en ese momento que iba a ser madre.

Seguía pareciéndome la mejor idea que había tenido nunca cuando regresé a mi casa esa misma noche. Sería la mejor madre del mundo. Compraría todos los manuales sobre la crianza de los hijos, aunque no los necesitaría porque sabía que todo fluiría de forma natural. Tendría una hija —lo sabía— y sería igualita a mí y, por lo tanto, igualita a mi madre. Retomaría las cosas en el mismo punto donde mi pobre y engañada madre lo había tenido que dejar y mi hija crecería para ser perfecta: guapa, inteligente, equilibrada y completamente independiente. No necesitaría a ningún hombre para salir adelante. Ah, y se convertiría en un ejemplo para todas las mujeres del mundo entero, más o menos una santa moderna.

Sí, sí, lo tenía todo planeado.

Ahora lo único que tenía que hacer era quedarme embarazada.

Cogí el teléfono y marqué el número de Cristian sin esperar ni medio segundo.

Dicen que mudarse es una de las principales causas de infarto. Sin embargo no me estaba resultando nada estresante. Tampoco es que me estuviera mudando. Sólo estaba llevando mis cosas a casa de otra persona. Estaba llevando a cabo a toda máquina el plan que había urdido en casa de Suzie y estaba dando un (medio) paso muy importante. Ya sabéis, ese punto en toda relación cuando os lleváis tan bien que tomáis esa decisión que cambiará vuestra vida: vivir la mayor parte de la semana en casa de nuestro novio a la vez que conservamos nuestra propia casa por esos escasos días en los que necesitamos tener nuestro propio espacio. Por lo tanto, no se trataba para nada de que yo no estuviese segura al cien por cien de que lo mío con Cristian funcionaría; sólo que no quería estar sin un techo en el caso de que, por algún motivo totalmente imprevisible, no resultara.

Lo de mudarme había sido una idea de Cristian. Bueno, no podía autoinvitarme a (medio) mudarme yo solita, ¿no?

—Creo que deberías venirte a vivir conmigo —me dijo con un tono muy decidido a la vez que me acariciaba el pelo y me miraba a los ojos.

Me encantó la idea. ¿A quién no? Era guapísimo, generoso y cariñoso y no le importaba nada que mis productos de belleza invadieran ya su cuarto de baño. Además tenía una vista sobre Primrose Hill, una máquina para hacer capuchinos, un jacuzzi y una asistenta que iba a limpiar dos veces por semana. La única pega era que ojalá dejara de acariciarme el pelo de una vez. Me sentía un poco como su perrita.

—Me encantaría —respondí y sacudí la cabeza como una chica de los champús Timotei, obligándole así a apartarse y a quitarme la mano de la cabeza.

—Lo has pasado muy mal estas últimas semanas —me dijo—. De ahora en adelante, yo voy a cuidar de ti. Te quiero tanto, Dayna.

—Ah —dije y le di un enorme beso, que implicaba que no tenía que decirle que yo también le quería. A ver, ¿cuántas veces en un solo día puede decirle una chica a su novio que le quiere?

—Hagámoslo enseguida —añadió con decisión.

—Eh... vale —asentí, con la misma decisión.

Al día siguiente me llamó por teléfono para anunciarme que un hombre con una camioneta se pasaría a recoger mis cosas. Lo primero que pensé fue: «Oye, espera un momento. ¿A qué viene tanta prisa?». Después de todo, había aceptado mudarme. Pero ¿desde cuándo «enseguida» significa «al día siguiente»? Pero luego me tranquilicé y pensé con la cabeza. Cada vez pasaba más tiempo en su casa. Y llevar un par de cosillas no representaba un compromiso total y absoluto, ¿a que no? Además, ¿qué había de malo en un compromiso total y absoluto? ¿Acaso no me había mostrado mi padre lo destructivo que resultaba la incapacidad para comprometerse? Mudarse (a medias) era lo correcto, no me cabía la menor duda. Cristian estaba loco por mí y yo estaba loca por él. A mi manera.

Enseguida me puse manos a la obra para empaquetar mis cosas.

Una hora más tarde, alguien llamó al timbre y eso interrumpió mi determinación final acerca de qué maleta utilizar. Está bien, es cierto que no había empezado a empaquetar nada, pero no era verdad que el dilema de la maleta fuera un pretexto para dilatar el asunto. Como prueba de mi buena voluntad, tenía mi ropa esparcida por todo el sofá. Sólo quedaba decidir cuál llevar y cuál dejar.

Abrí la puerta y apareció Simon. Era la primera visita que me hacía desde el incidente de las flores y el peluche.

—¿No estás trabajando? —pregunté.

—Hoy libro. ¿A qué viene todo este desorden? —dijo, mientras examinaba la habitación.

—Estoy organizando mis cosas. Ya sabes, haciendo un poco de limpieza. Tengo que hacerlo... ahora que... —no terminé la frase, porque no sabía muy bien cómo decirle que me mudaba.

—¿Ahora que... eres huérfana? —preguntó nervioso, sin duda muerto de miedo de verse abocado a esa clase de conversación.

Me eché a reír.

—No —expliqué—. Quiero decir que ahora que me voy a vivir con Cristian.

—¿Con quién?

—Estoy segura de que te he hablado de él. Es el tío con el que estoy saliendo.

—Entonces ¿vais en serio tú y él?

—¡Qué dices! No —se me escapó sin querer, para rectificar acto seguido—. Quiero decir que sí, muy en serio. Bueno, lo bastante en serio como para que me lleve algunas cosillas a su casa. Nada del otro jueves.

Tenía que restarle importancia a la vez que tenía que dejarle muy claro que íbamos en serio. Eso es lo que hacen las chicas cuando hablan de su novio con su ex. Hay que hilar muy fino, pero se puede hacer. Y siempre es mejor que decirle que estaba planeando quedarme embarazada lo antes posible y pasar el resto de mi vida con ese tío.

—Vaya —dijo, sólo un poco enfurruñado—. Y yo que pensaba que todavía estarías hecha polvo por lo de tu viejo. Sólo vine a verte porque mi madre me dijo que te echara un vistazo, pero, oye, por lo que veo, te va muy bien.

Ya, o sea que él podía seguir perfectamente como si viviera en una juerga permanente en el Club del Ultimo Polvo y yo tenía que sentirme culpable porque tenía un (solo) novio. Me sacó de quicio.

—¡Tienes un morro que te lo pisas, don follador múltiple! —espeté.

—¿¡Qué dices!?

—A ver, dime el número exacto de mujeres a las que te estás tirando ahora mismo. No tienes ni puta idea, ¿verdad? Hace años que has perdido la cuenta. Y no te atrevas a decirme cómo tengo que llorar a mi padre.

—No era ésa mi intención. Sólo quería decir...

—No tengo nada de qué sentirme culpable. No como tú. No como el cabrón de mi padre.

—Oye, ¿qué...?

Estaba a punto de descubrir la violencia del huracán Dayna.

—Tú y él sois como dos gotas de agua. Unos gemelos separados al nacer. Siempre tuvo una debilidad por ti y ya sé por qué. ¿Quieres que te lo diga?

No creo que lo quisiera, pero no abrió la boca. Se había quedado mudo.

—¡Eres tan cabrón como él, por eso! —grité—. Él tampoco podía mantener la bragueta cerrada. No tenía ni puta idea de lo que significaba la lealtad y la confianza, ni tú tampoco.

Entonces me tranquilicé un poco, una vez pasada la furia.

—No puedes hablar así de él —dijo al cabo de un momento—. Está muerto. No puede defenderse.

—¡No hay defensa posible! —chillé—. Engañó a mi madre cuando estaba embarazada. Y después, como eso no era lo bastante despreciable, volvió a engañarla cuando se estaba muriendo. Y luego se sintió tan mal por lo que había hecho, tan corroído por la culpa, que volvió a hacer lo mismo con Suzie.

Dios mío, la violencia de mi estallido me dio miedo hasta a mí. Simon parecía hundido, como nunca le había visto. No había tenido tan mala cara ni el día en que le eché la bronca por engañarme.

Sinceramente pensaba que ya lo había dicho todo, pero palabras y más palabras siguieron manando de mi boca, así que, por lo visto, no había terminado.

—Eres igual o peor que él, Simon. Vas por la vida dejando a tu paso una estela de destrucción, pero te importa una mierda. ¿Por qué iba a importarte cuando puedes echarte un buen polvo siete noches a la semana con siete tías diferentes? ¿Sexoadicto? ¡Y una mierda! No es más que una lamentable excusa para justificar ser un egoísta y mentiroso hijo de puta.

¿Que si me arrepentí de esas palabras en cuanto las pronuncié? Pues sí. ¿Que si hice algo para suavizarlas, como por ejemplo decir «lo siento, Simon, no soy yo, es por el dolor»? Ni de coña. Me quedé ahí mirándole.

—Joder, no sabía que pudieras ser tan cruel, Dayna —dijo en cuanto se repuso lo suficiente como para poder hablar.

Ni yo tampoco.

—Vete a la mierda —concluí.

En cuanto se marchó, lloré todas las lágrimas que había contenido desde aquella tarde en casa de Suzie. Por supuesto sabía lo que acababa de hacer. Mi padre había sido el objeto de mi rabia, pero al no estar ya disponible, me había desahogado con Simon.

Tenía que haberle llamado para disculparme, pero no lo hice. En cambio solucioné rápidamente el dilema de la maleta y preparé mi equipaje. Una hora más tarde, estaba saliendo de mi casa.

Cristian me llevó al estreno de un exclusivo bar de copas en Mayfair. Era virtualmente imposible conseguir una invitación para la fiesta. La gente normal como los futbolistas de primera división, las estrellas de cine y las top model tenían que superar un sinfín de pruebas para conseguir las suyas. Pero, por supuesto, Cristian conocía a un hombre que conocía a otro hombre y sólo tuvo que hacer una llamada de teléfono.

Estábamos sentados en una esquina en la zona acordonada para los vips. Las camareras me trataban como a una persona muy importante y en absoluto como Dayna Harris, la chica que no tenía mucho de qué presumir. Estaba feliz de volver a salir después de tanto tiempo. Me dejé llevar por el ambiente y la música, vibrante e hipnótica, y muy pronto me sentí levitar. ¿O era por los cócteles de champán? Hacía mucho tiempo que no bebía alcohol, tanto como salir, y la bebida me estaba subiendo directamente a la cabeza.

—Se te ve contenta —dijo Cristian.

«Más bien pedo», pensé.

—Es que soy muy feliz —respondí.

—Yo también. Estoy ansioso por tener ese hijo contigo, Dayna. Pienso en ello constantemente. Tener un pequeñajo como tú en mi vida sería ya la felicidad absoluta.

Ya estaba otra vez acariciándome el pelo. No era de extrañar que lo tuviera siempre graso. Volví a hacer mi número de chica Timotei.

—Lo sé —respondí, mientras meneaba la cabeza. Y como por arte de magia su mano desapareció de mi caballera—. Será maravilloso.

Me arrepentí un poco de haberle contado lo de tener un hijo. No porque hubiera cambiado de parecer. Para nada. Tendría un hijo y Cristian, al formar parte íntegra del plan, tenía que saberlo. Sólo estaba algo arrepentida porque ahora que lo sabía, no paraba de hablar de ello y, por regla general, mientras me acariciaba el pelo. Y entonces yo me sentía un poquitín agobiada y una pizca atrapada. Me odiaba a mí misma por sentirme así y eché la culpa de mis sentimientos al gen de la fobia al compromiso, que evidentemente había heredado de mi padre. Había que combatirlo.

Una vez que aprendiera a apreciar el dulce y constante cariño de Cristian, me enfrentaría al problema del anillo de Tiffany. No es que fuese un problema. Era precioso. Pero no lo había vuelto a mencionar desde la muerte de mi padre. Cristian era así de sensible y sabía que no volvería a sacar el tema hasta que yo estuviese recuperada y lista para ello. Pero yo estaría recuperada y lista muy pronto. Y entonces el anillo acabaría sin la menor sombra de duda en mi dedo.

Pero despacio, poquito a poco.

Mientras tanto, me dedicaría a disfrutar de la vida a su lado. Mudarme a su casa había sido una decisión muy acertada. Claro que él estaba poco en casa. La mayor parte del tiempo estaba ocupado con sus tejemanejes con sus colegas de chanchullos. No es que necesitara el dinero. Pero le encantaba sacar adelante sus ideas y ganar un montón de pasta de paso. Ya sé que durante años me estuve metiendo con Max por hacer lo mismo, pero con Cristian era diferente. La principal diferencia residía en el hecho de que yo amaba a Cristian. A mi manera. Y no amaba a Max, de ninguna manera.

Al pasar Cristian tanto tiempo fuera de casa, me tuve que acostumbrar a estar sola. La vista sobre Primrose Hill ayudó bastante. Y también el jacuzzi. Y el equipo de sonido de cinco mil libras. También aprendí a preparar siete tipos de capuchinos diferentes. Habría estado aún mejor si Emily hubiese podido pasar más tiempo conmigo, pero ahora era una mujer trabajadora. Más o menos. Un colega de Max le había pedido que se encargara de la decoración de su nuevo piso, un enorme loft en Docklands. Le había entregado un libro en blanco, además de un cheque del mismo color. Era un trabajo fantástico. Para una diseñadora. Yo creo que Max pagó a su amigo para que contratara a Emily sólo para que moviera un poco el culo. No, yo nunca he dicho eso. Emily consiguió el empleo gracias a su talento y a su gran estilo para el diseño de interiores. Me había enseñado algunas de sus ideas. Por lo visto, los contrachapados eran el nuevo granito, el pladur pintado era el nuevo mármol y a tomar por saco el minimalismo, porque ahora volvía a llevarse el florido y hortera chintz y, esta vez, sin la menor piedad. Cuando acabó, pensé que el amigo de Max la denunciaría hasta recuperar su vivienda vacía. No, tampoco he dicho eso.

Cuando llegamos, ya había cierta actividad en la discoteca, pero ahora el ambiente era tremendo. Unos amigos de Cristian se unieron a nosotros y yo desconecté. No es que me aburrieran sus planes para una «microglobalización respetuosa con las diferencias étnicas» (¿quién podría?). No, simplemente estaba disfrutando de mi dulce letargo etílico mientras observaba a la gente guapa de Londres.

Tampoco es que la vista de la barra fuera de lo más atractiva. Se había armado una buena pelea. Dos hombres se estaban pegando fuerte y pronto fueron cuatro. Una chica gritó y el chillido atravesó la música. La conversación en nuestra mesa cesó de golpe.

—¿Qué pasa? —preguntó Cristian.

—Una pelea —dije.

—¿Una pelea? ¿Aquí? Dios mío, será mejor que nos marchemos.

Sentí su mano que me cogía el brazo, para llevarme de nuevo a un lugar seguro y aburrido.

Me solté y dije:

—No, quiero quedarme.

Estiré el cuello para ver mejor. La gente iba echándose unos contra otros y ya no había forma de saber cuántas personas estaban involucradas en la pelea. De repente sonó un gran estallido. Vi cómo un trozo de cristal cortaba el aire y, a continuación, toda la escena desapareció detrás de la pantalla que se formó por los numerosos hombres vestidos de negro que llegaban y se abalanzaban sobre los vándalos. Eran eficaces —en un club de esa categoría, la seguridad no podía ser menos— y la reyerta acabó tan rápido como había empezado. Sacaron a tres de los violentos, pero todavía permanecía en la barra el último, el más grande y chulo. Era quien sujetaba la copa rota y la meneaba, amenazante, ante los dos hombres de negro que se le enfrentaban justo fuera de su alcance, a la espera de la menor oportunidad para desarmarlo. De pronto, se movieron. El hombre estaba en el suelo y uno de los porteros tenía la rodilla en su espalda y le retorcía el brazo para inmovilizarle. «Vaya», pensé, «que bien lo ha hecho. Chúpate eso, Vin Diesel». El otro portero todavía estaba de pie. Sujetaba la copa rota en una mano. Con la otra se apretaba la cara. Incluso desde una distancia de diez metros podía ver cómo brotaba la sangre entre sus dedos. E incluso desde una distancia de diez metros podía ver que se trataba de Simon.

Me levanté de un salto.

—¿Adónde vas? —preguntó Cristian, agarrándome de nuevo del brazo.

—Al baño —respondí rápidamente.

—Pero la pelea... Es muy peligroso —dijo, apretándome el brazo con más fuerza.

—No digas tonterías. Ya se ha terminado —dije, soltándome, y atravesé la sala a toda prisa.

Después de un momento, volví la mirada nerviosa, pero no pude ver nuestra mesa porque el público regresaba a la pista de baile, una vez pasado el susto. Tampoco vi a Cristian siguiéndome. Me había escapado. Y por algún motivo absurdo, me pareció una huida.

Miré hacia delante, hacia la barra y advertí que se llevaban a Simon por una puerta lateral junto a la barra. Les seguí y me encontré en un pasillo que conducía a lo que parecía ser la sala del personal. Simon estaba sentado en una silla de plástico naranja y apoyaba una servilleta de papel contra su mejilla mientras el camarero rebuscaba en un diminuto botiquín. Ambos levantaron la vista cuando entré.

—Lo siento, sólo puede entrar aquí el personal —dijo el camarero—. Si busca los aseos, están...

—¿Qué coño haces tú aquí, Dayna? —interrumpió Simon.

No le contesté.

—Madre mía, Simon. ¿Qué te ha hecho ese capullo?

Levantó la servilleta de papel y me mostró el corte vertical de unos dos centímetros.

—Tiene mala pinta —dije—. Hay que darte puntos.

—No, es sólo un rasguño —respondió, esbozando una sonrisa—. Hace años que quería tener una cicatriz ahí. El tío me ha hecho un favor.

El camarero se acercó a Simon con bolas de algodón y un tubo de un antiséptico de primeros auxilios. O sea que no era un enfermero cualificado.

—El tío que te rajó, pues uno de sus colegas juega en el Chelsea —dijo—. Sólo es reserva, pero seguro que todo esto saldrá mañana en el Sun. Los dueños estarán furiosos.

Se agachó sobre Simon y dirigió como pudo el tubo de antiséptico hacia la herida, sin saber dónde apretar.

Antes de que el daño fuera a mayores, intervine.

—Ya me encargo yo, si quieres volver al trabajo.

—¿Estás segura? Gracias. No soporto la sangre.

Una vez que se fue, Simon me dijo:

—¿Y bien? ¿Qué estás haciendo aquí?

Parecía totalmente ajeno a la sangre que seguía brotando de su herida. Pero yo no.

—Esa estúpida servilleta no ha servido para nada —dije. Me desaté el pañuelo de Hermés que llevaba en la cintura, a modo de cinturón informal pero caro en mi vestido informal y todavía más caro, ambos cortesía de Cristian—. Toma, coge esto —dije mientras doblaba el pañuelo para convertirlo en una compresa y lo apretaba sobre la herida.

—¡Ay! —soltó con gesto de dolor.

—Lo siento.

—Déjame a mí —dijo, apartó mi mano y puso el colorido pañuelo de seda sobre su herida.

Permanecimos en silencio un momento. Oía cómo la música llegaba por el pasillo hasta el cuarto del personal y eso me recordó la última vez que había estado a solas en una habitación privada de una discoteca de moda. Me reí tontamente.

—¿Qué tiene tanta gracia? —preguntó Simon.

—Nada. Mira, necesitas que te den unos puntos.

—Qué va —dijo—. No me has contestado. ¿Qué haces aquí?

—Yo podría preguntarte lo mismo.

—Es un curro. No puedo permitirme el lujo de rechazarlo.

—Pero ¿qué pasó con el gimnasio? ¿Y qué hay de eso de convertirte en estrella de la tele?

Agachó la cabeza.

—¿Simon? —insistí, dándole un codazo.

—No me presenté a la audición —farfulló—. El gimnasio se cabreó conmigo. Dijeron que eso les dejaba en muy mal lugar porque ellos habían dado mi nombre para lo de la tele y más gilipolleces.

—¿Y qué? ¿Te despidieron?

—Más o menos. Supongo que sí.

Me sentí fatal. Había echado a perder la oportunidad de su vida por ir a un entierro. Y ni siquiera había tenido la satisfacción de saber que yo sabía que había ido al cementerio. Después me sentí todavía peor al recordar lo mal que le había tratado la última vez que le había visto. Tenía que pedirle perdón inmediatamente.

—Simon, me siento muy...

—Dayna, ¡ahí estás! —Era Cristian—. Te estaba buscando por todas partes —dijo—. Llevas desaparecida un montón de tiempo.

—Sólo han sido un par de minutos —respondí, con una sonrisa tan amplia que nunca podría imaginarse lo mucho que me estaba fastidiando.

—Es que estaba preocupado. Con la pelea y todo eso. —Miró a Simon—. ¿Estás bien, tío?

—Sí, no pasa nada... tío —farfulló Simon. Luego me miró—. Estoy bien... Si quieres... ya sabes...

Sí, sabía.

Cristian volvió a cogerme del brazo y esta vez dejé que me llevase fuera. Mientras regresábamos a la mesa, me preguntó:

—¿A qué venía todo eso?

—Bueno, estaba sangrando. Y mucho. ¿Cómo no iba a ayudar? Con mi formación médica.

—¿Formación médica?

—¿Tú has visto los libros que me tuve que empollar en la academia? Te aseguro que soy casi médico. Además había que cortar la hemorragia, ¿no?

—¿Con tu pañuelo? —espetó. Hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Le conoces?

Y yo hice otra pausa antes de contestar.

—No... No, para nada.

No era realmente una mentira. ¿No me habían mostrado los últimos acontecimientos que nunca se conoce del todo a las personas?

Tuve la oportunidad de disculparme ante Simon unos días más tarde. Me llamó al móvil para decirme que quería devolverme el pañuelo.

—Normalmente no me molestaría por un trapito de nailon —dijo—. Pero parece caro.

Ni se lo imaginaba.

—¿Por qué no te pasas y tomamos un café? —le sugerí.

—¿En la casa de tu novio? —preguntó.

—No, casi nunca estoy allí —exclamé mientras admiraba la hermosa vista de Primrose Hill—. Ven a mi casa.

—Vale. Te veo en una hora.

Nunca fui tan rápida como ese día. Llegué diez minutos antes que él. Lo suficiente como para abrir la ventanas para ventilar la casa y darle el aspecto de que alguien vivía ahí.

—Así que ése era Cristian en la discoteca, ¿eh? —pregunto en cuanto se puso cómodo: repantigado en el sofá con los pies en la mesa y una caja de galletas en el regazo. Como en los viejos tiempos. Observé su herida. Llevaba un par de suturas adhesivas y tenía alguna costra, pero no tenía mala pinta. La cicatriz le sentaría bien.

—Sí, ése era Cristian —confirmé.

—Le gusta la gomina, ¿eh? —dijo.

No respondí.

—Bueno, Dayna, a ver si lo entiendo. Llevas sin trabajar desde... ya sabes. Te pasas el día en casa de Cristian preparando capuchinos. ¿Es correcto?

¿Cómo coño lo sabía? ¿Es que había estado sentado en Primrose Hill con unos potentes prismáticos? No, claro que no. Había estado hablando con Hannah, maldita sea.

—Bueno, Mila me dijo que no me diera prisa —respondí como si tal cosa—. Mi puesto está ahí esperándome el tiempo que yo quiera.

—Mila es su madre, ¿verdad?

Joder, ¿acaso había alguna cosa que él no supiera? Claro que no. La capacidad de Hannah para el cotilleo era famosa. Seguramente sabía también la talla de sombrero de Mila y el tamaño de la entrepierna de Cristian.

—Sí, lo es —dije—. Pero también es mi jefa y...

—Pero ayuda que también sea su madre. Mira, no me estoy metiendo contigo. Es un chollo. Yo que tú me quedaría con Pelo Engominado.

—¡Simon! No seas cabrón. Es un tío de puta madre. Es cariñoso y generoso y muy interesante. Y le gusta el fútbol. —Bueno, no quería que pareciera una especie de niñato, ¿verdad?—. Además es un entrepreneur.

—Conozco esa palabra —dijo—. Es francesa y significa niñato, ¿no?

—¡Cállate! Un entrepreneur es un... No importa. Es un tío genial.

—Sí, tiene toda la pinta.

—Y nos queremos.

—Me alegro por ti.

—Y voy a tener un hijo.

Casi se atragantó con la galleta mientras gotas de té le salían por la nariz.

—¿Estás embarazada?

—Todavía no. Pero lo estaré pronto. Quiero tener un hijo.

—¿Un hijo suyo?

Mmm, buena pregunta.

Pero no, no era momento de dudar. No cuando Simon se estaba burlando del hombre de mis sueños.

—Sí, un hijo suyo —afirmé con gran firmeza.

—Venga ya, Dayna.

—¿Qué pasa?

—¡Es un gilipollas!

—¡Vete a la mierda, Simon! —se lo grité con todas mis fuerzas para dejarle muy claro que no estaba de acuerdo con él en absoluto—. Es maravilloso. Y me quiere. Nunca me haría daño, lo cual es mucho más de lo que puedo decir de ti.

—¿Qué quieres decir con eso? —respondió, visiblemente ofendido—. Yo nunca te haría daño. Me he desvivido por ti.

—Sí, tienes razón, perdona —asentí, diciendo por una vez las palabras justas en el momento justo. Al fin y al cabo, éste era el hombre que había renunciado a la oportunidad de su vida y perdido su trabajo sólo por mí y ni siquiera había intentado echármelo en cara—. Me refería a cuando salíamos juntos. Ya sabes cómo eras.

Se sonrojó.

—Ya, me parece que algo comentaste al respecto la última vez que vine a verte —murmuró.

—Madre mía, me pasé tres pueblos, ¿verdad?

—Un poco.

—Lo siento mucho. Acababa de descubrir cosas horribles sobre mi padre y estaba furiosa y muy resentida y no pensaba con todos mis sentidos y...

—Mira, olvídalo. Yo ya lo he hecho. Además me hizo reflexionar.

¿Cómo? ¿Yo había hecho reflexionar a Simon?

—¿Sobre qué? —pregunté.

—Ya sabes. Todas esas cosas que me dijiste... sobre tu padre... y yo y mi adicción... al sexo... y todo eso.

—Ya, la adicción al sexo —repetí, conteniendo la risa.

—Estoy intentando cambiar, de verdad. —Ahora me miraba con ojos de cordero degollado, suplicándome que le creyera—. Llevo dos semanas totalmente limpio.

No pude aguantar más y solté una gran carcajada. Por suerte él también.

—Quiero decir que no salgo con nadie —explicó—. Y no ha sido nada fácil. Tú has visto la pinta de ese nuevo garito. Supermodelos por todas partes. Y te juro que Caprice me estuvo tirando los tejos anoche. Pero no pienso ceder. No soy un adicto. Las adicciones son para los débiles.

—Me alegro por ti, Simon —dije y lo pensaba. Tal vez la gente podía cambiar. Era una pena que mi padre no hubiese vivido lo suficiente como para tomar ejemplo de Simon—. En fin, ¿qué otras novedades hay? —pregunté, ansiosa por cambiar de tema y hablar de cualquier otra cosa que no me recordara a mi padre—. ¿Estás buscando curro en otro gimnasio?

—No, creo que me quedaré trabajando de portero por una temporada, mientras reflexiono un poco.

Y dale otra vez con reflexionar. ¿Qué le estaba pasando?

—Si te soy sincero, lo de ser entrenador personal no sirve para una mierda —continuó—. Esos pijos de la City nunca se van a poner cachas. No como es debido.

Pensé en Max y su gimnasio en Soho que le costaba cinco mil libras al año. ¿Estaba cachas? Apenas tenía fuerza suficiente para sacar su tarjeta de socio de la cartera. Simon tenía razón, pero se había esforzado tanto en aprobar los exámenes. Y yo también, maldita sea.

—Oye, no puedes cambiar otra vez de profesión —dije—. No después de todo el trabajo que hemos... que has hecho.

Se encogió de hombros y cambió de tema.

—¿Y qué pasa con tu profesión? —contraatacó.

—Volveré al trabajo cuando esté preparada... Muy pronto... Cualquier día de éstos.

—Tal vez no vuelvas nunca —susurró—. Tal vez seas feliz como una señorona ociosa. ¿Os vais a casar?

—No... sí... Puede ser. No lo hemos decidido.

—Mmm. No pareces muy convencida acerca del padre para tu hijo.

No me estaba gustando un pelo el giro que estaba tomando la conversación. Me ponía extremadamente incómoda. No porque cuestionara mi compromiso con Cristian, sino porque no me gustaba el tono sibilino de Simon.

—Estoy segura al cien por cien, muchas gracias.

—¿De veras? —Se arrastró por el sofá hasta que su cadera rozó la mía y su brazo me cogió por los hombros—. ¿Resistiría tu compromiso si se le pusiera seriamente a prueba? —me susurró al oído, mientras sus labios me acariciaban el lóbulo de la oreja.

Le aparté con fuerza y le solté:

—¡Quita, baboso! Joder, no has cambiado nada, ¿verdad? El que ha sido un cabrón traidor siempre lo será.

—Oye, sólo estaba de broma. Lo siento.

—Pues no tiene gracia, Simon. Quiero a Cristian, él me quiere y sanseacabó. ¿Entendido?

—Vale.

—Vale.

Y en verdad todo se acabó. O más bien empezó. En el trayecto de vuelta a casa de Cristian, decidí que estaba harta de que todo el mundo pusiera en tela de juicio mi compromiso con él. Tal vez yo había contribuido a ello. En parte. Pero ya sabéis cómo es la gente. Basta con mostrar el menor resquicio de duda para que lo exageren una barbaridad. Pues podía hacer algo al respecto. Iba a dejar las cosas claras a los escépticos de una vez por todas.

En cuanto entré en el piso, me fui directamente al dormitorio y abrí el cajón donde Cristian guardaba los calcetines. Hurgué un poco hasta que di con la cajita turquesa de Tiffany. La abrí, saqué el anillo y me lo puse en el dedo. ¡Madre mía! Ése es el efecto que produce en una chica un diamante de casi tres quilates. Pero no era la belleza del anillo ni su precio exorbitante lo que me producía algo parecido a una descarga eléctrica. No, era el hecho de sentirme de pronto comprometida para casarme y resultaba maravilloso y excitante y para nada acongojante. En absoluto.

Diez minutos más tarde, oí la llave de Cristian en la cerradura y no me quité el anillo. No, no. Posé en el sofá con la mano descansando artísticamente sobre un cojín, tras haberme asegurado de que el diamante brillaba bajo los rayos de sol que se filtraban por la ventana. Lo vio enseguida y se abalanzó sobre mí para cubrirme de besos y abrazos. Y ni siquiera aparté su mano cuando me acarició el pelo.

—No me convence —dijo Suzie—. No estoy muy segura de esto.

—¿Te parece demasiado llamativo? —pregunté—. Son casi tres quilates, ¿sabes?

—No me refiero al anillo, Dayna. El anillo es precioso. No, yo me refiero a todo este asunto... del compromiso. ¿Estás totalmente segura?

—Nunca he estado más segura en toda mi vida. ¿Es que no te gusta o qué?

—Es encantador. Guapo, cortés, cariñoso... Un buen partido, no cabe la menor duda. Pero... ¿no crees que te estás subestimando?

—Por Dios, Suzie, ¿qué quieres que haga? ¿Que me espere a ver si pillo a un multimillonario en vez de un millonario? ¿Que espere a ver si Brad Pitt se cansa de Angelina Jolie?

—Brad Pitt jamás se cansará de Angelina Jolie —dijo con una sonrisa—. No, no es lo que quiero decir. No me refiero a Cristian. Me refiero a ti. A lo que tú sientes. —Y se llevó la mano al corazón para subrayarlo.

Me miró por encima de la mesa. Me había quedado claro.

—Mira, no te preocupes —respondí—. Estoy loca por él, totalmente loca.

Se recostó y concluyó:

—Claro que sí. Lo siento. No es asunto mío. Tú sabes lo que sientes.

Suzie y yo habíamos quedado varias veces desde ese espantoso domingo. No habíamos acordado de forma explícita no hablar de mi padre, pero la verdad es que no lo habíamos hecho, nada más. Pero no pudimos evitarlo en la investigación, aunque en realidad se trató sobre todo de oír hablar de él por terceros. Sus compañeros de trabajo y el personal de la ambulancia, que relataron el accidente con tal lujo de detalles que daba náuseas. El médico y el forense, que describieron las heridas con todavía más detalles repulsivos. Y Bill, que contó al juez de instrucción cómo mi padre había llegado tarde y trabajó deprisa y corriendo para acabar la obra. ¿Los detalles? Los pasó por alto. La mujer con la que había pasado la noche no fue llamada a declarar. El juez de instrucción sentenció que había sido una muerte por accidente. No hubo ninguna negligencia y no era culpa de nadie. Bueno, salvo de mi padre. El día que pasé en el tribunal me provocó un nuevo ataque de rabia, porque sabía que se lo había buscado y nos había jodido a todos.

Aquello había pasado hacía una semana y ésta era la primera vez que había visto a Suzie desde entonces. La había invitado a almorzar a casa de Cristian. Formaba parte de mi plan para convertir el lugar en mi casa. Ya no quería sentirme allí como una huésped y pensé que si invitaba a muchas amigas a verme, la casa parecería más mía. Bueno, de Cristian y mía. De ahora en adelante todo sería «nuestro», ¿no?

—Qué vistas más impresionantes —comentó Suzie mientras miraba por la ventana y sorbía un poco de agua mineral—. Me encanta Primrose Hill. Kate Moss vive por aquí, ¿no?

—Ya te digo, se pasa todo el día aquí pidiendo un poco de azúcar —me quejé—. No me la puedo quitar de encima.

Me dio gusto oírla reír. No nos habíamos reído mucho últimamente.

—¿Un capuchino? —pregunté mientras me levantaba y me dirigía a la cocina—. Puedo prepararlo de siete maneras diferentes, ¿sabes?

—Llámame anticuada, pero mataría por una taza de té.

—Pues, nada, un té.

Mientras esperaba a que hirviera el agua, apareció en el marco de la puerta.

—Tenemos que hablar, ¿sabes?

Sabía a lo que se refería y no quería hablar de él.

—Era un ser execrable —espeté—. Le odio y jamás le perdonaré.

—Sólo le odias porque le quieres. Te defraudó.

—¿Que si me defraudo? Mi padre nos defraudó a todos. De verdad no sé cómo puedes defenderle. Vamos a ver, tu primer marido también te engañó, ¿no? Y nunca te oí defenderle.

—Él no se parecía a Michael en nada —respondió con amargura—. Era un hombre posesivo, que quería controlar mi vida. En cuanto apareció una chica más joven y más guapa, se fue a controlar la suya. Era un verdadero cabrón.

—¿Y mi padre no?

—Pero me quería. Mi primer marido no me quería en absoluto, ésa es la diferencia. Tu padre hizo cosas terribles, es cierto, pero también tenía muchas cosas buenas.

Me acordé de Mark y su discurso sobre que todo el mundo tenía algo bueno (incluso Hitler, según él, aunque yo creo que eso lo dijo de coña).

—En fin, por eso Cristian es el hombre perfecto para mí. Nunca haría lo que hizo mi padre. Es honesto y puedo confiar en él.

—Es bueno poder confiar en tu pareja —dijo—. Pero no vale nada si no hay pasión. Yo no podía fiarme de tu padre ni en pintura. Pero nunca sentí tanta pasión por nadie.

Pues me alegro por ella. Mirad qué bien le fue con tanta pasión al final.

Llevaba una «L» de conductor novel en el pecho y un velo de fantasía en la cabeza. Tenía la minifalda tan subida que parecía más un top sin tirantes mal puesto. El estríper se había quedado en tanga y tenía su trasero en mis narices. Tan cerca que podía oler su... ¡colonia!

¡Puaj! ¿Qué os habíais imaginado?

¡Un estríper varón! ¡En una despedida de soltera! ¡Qué idea más guay y original, Emily! A decir verdad era la cosa más hortera que había hecho en mi vida. Pero eso no me impidió chillar como una loca junto a las demás, mientras un tío supercachas con tan solo un poco de hilo dental encima me ponía sus partes pudendas la cara. Habíamos gritado como unas preadolescentes en un concierto de Busted, cuando se quitó la chaqueta de policía. Ahora que sólo le faltaba quitarse una prenda de nada para lucir todos sus encantos al desnudo, estábamos totalmente histéricas. No sólo yo y mis compañeras de juerga, sino cada una de las mujeres del local. Veréis, ésta no era ninguna discoteca de moda en el West End. No, era el Lancaster.

Cristian no pudo entenderlo.

—¿El Lancaster? —repitió—. ¿Por qué ahí? Puedo conseguiros entradas para la zona vip del Chinawhite.

—Es que me gusta el Lancaster —expliqué.

—Oye, te reservaré un salón privado en el Soho House.

—Me gusta el Lancaster.

—¿Browns?

—Cristian, el Lancaster es donde solía ir con mi padre.

Eso le calló la boca.

De todos modos, sólo íbamos a empezar en el Lancaster. Después, estaba segura de que iríamos a Browns, House, Chinawhite... La verdad, no tenía ni idea. Emily había organizado un comité para mi despedida de soltera. Llevaban semanas planeándolo y lo mantenían todo muy en secreto. «Será una sorpresa para ti», me había dicho Emily. «Lo único que tienes que hacer es venir y disfrutar de tu última noche como una mujer libre». Sonaba un poco dramático, considerando que faltaba aún una semana para mi boda. No importaba: la noche fue bautizada oficialmente como «La última noche de libertad de Dayna». Emily me había dicho que mantendría la mente despejada para asegurarse de que todo fuera sobre ruedas. «Menos mal», pensé al observar cómo meneaba las caderas hacia las del estríper, mientras deslizaba un billete de diez libras en la diminuta bolsita de leopardo que llevaba colgada de aquel hilo dental. Calculé que me llevaba dos copas de ventaja. Dios mío, si la hubiera visto Max...

Pero las despedidas de soltera no son para ir en pareja. Sólo chicas.

—Joder, ojalá Cristian nos dejara de dar la brasa y tener la fiesta en paz. —se lamentó Hannah mientras cerraba el teléfono.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Emily, volviendo a sentarse y encendiendo un cigarrillo poscoito, tras haber disfrutado de un orgasmo múltiple con Don Músculo. ¿La mente despejada? Y una mierda. Sólo fumaba cuando estaba pedo.

—No, nada —contestó Hannah y me regaló una dulce sonrisa.

—No me vengas con ésas —dije—. Quiere saber dónde será la próxima parada para unirse a nosotras, ¿verdad?

—¿Cómo lo has adivinado? —respondió Hannah.

—No se lo habrás dicho, ¿verdad? —gritó Emily.

—¡Ni de coña! —gritó a su vez Hannah, con otro grito más porque acababa de llegar una nueva bandeja repleta de copas.

—Bien, ésta es la última ronda y luego nos vamos —anunció Emily.

—¿Adónde? —pregunté.

—Eso es cosa nuestra, ya lo descubrirás —comentó Fran.

Fran era peluquera en el Espacio Spa. También padecía alopecia. Increíble. Una peluquera sin pelo, ¡en ninguna parte! Era genial. No quería la lástima de nadie. «Sois vosotras, las tías peludas, las que me dais pena a mí», nos decía. «Yo nunca tengo que depilarme ni afeitarme ni nada. Nunca.» Esta noche llevaba su peluca rosa favorita y estaba impresionante.

—Venga, apurad las copas —dijo, mientras me metía un vaso en la mano—. Tenemos cosas que hacer y chicos que follar.

—¿Hablando de mí otra vez? —dijo Archie, surgiendo delante de nosotras.

—¡Aayy! —chillé—. ¿Quién te ha invitado a mi despedida de soltera?

—Nadie. He venido a tomar una copa con un colega. El bar es suyo. —Cogió un taburete libre y se sentó a mi lado—. Así que te casas, Dayna. Me has dejado de piedra.

¿Parecía un poco triste o estaba yo demasiado pedo para enfocar correctamente?

—¿Y quién es él? —preguntó.

—Cristian. Es rumaaanooo —dije arrastrando la palabra.

Tengo que reconocer que no dijo ninguna salvajada sobre gitanos o limpiaparabrisas. Sólo dijo:

—Un tío con suerte. Será mejor que os invite a una copa para celebrarlo.

Hizo un recuento de las que éramos y desapareció.

—Está buenísimo —comentó Hannah en cuanto se fue—. ¿Es un ex tuyo?

—Sí —respondí, como si tal cosa.

—Mmm. Me recuerda a Russell Crowe en Gladiator -añadió Fran—. Un tipo duro, con cierto aire de cabeza rapada que da algo de miedo.

Bueno, lo de «dar miedo», yo no lo dije.

Volvió con una nueva bandeja llena de copas y las fue repartiendo. Después se sentó y acercó su taburete al mío.

—No me puedo creer que te cases, Dayna —dijo.

—Lo sé, yo tampoco —admití, borracha. Y ¿sabéis qué? Había un ruido tremendo en el local así que, cuando me habló, tuve que acercarme mucho a él y olía muy bien así que tuve que acercarme más porque necesitaba saber si lo que llevaba era Paco Rabanne o Hugo Boss y, absolutamente por accidente, nuestros labios se rozaron un poco... Pero, de verdad, sólo fueron un par de segundos... Cinco, tal vez... Desde luego un minuto como mucho. Además yo hice lo correcto. Me aparté primero.

En gran medida porque Hannah chillaba.

—¡Dios mío, Dayna, deja de morrearte con Russell Crowe! ¡Acaba de entrar Cristian!

Casi me dio un infarto. ¿Nos había visto? ¿Estaría furioso? ¿Se cancelaría la boda?

—Era broma —dijo Hannah con una carcajada.

Y claro, yo también me reí. Una risa nerviosa.

Pero, ¡ay!, ese beso... Que no era un beso en absoluto. Apenas un leve e inadvertido roce de los labios. Posiblemente con lengua.

—Vamos, Archie, hay que empezar la partida —dijo una voz.

—¿Qué partida? —pregunté, alzando la vista hacia esa voz.

—Una partida de cartas. En mi casa. Te invitaría, pero por lo visto estás ocupada. Y para el resto de tu vida —comentó el recién llegado riéndose.

Yo no me reí esta vez. No podía. Me había quedado sin habla.

El hombre se alejó para reunirse con el resto de sus amigos. Miré a Archie y le dije:

—¿Vas a ir a jugar a las cartas a casa de ese tío? ¿Quién es?

—Ben. Tiene una empresa de andamios. Me consigue trabajo y yo hago lo mismo con él. Es buena gente.

—¿En serio? —pregunté tontamente—. ¿Y juegas a las cartas con él?

—Mira, si te apetece, puedes venir. Pero te advierto, la apuesta mínima son diez libras.

—Pero... —No conseguía pronunciar las palabras.

—Pero ¿qué?

—¡Es negro!

—Joder, Dayna, baja la voz —dijo, mientras miraba a su alrededor—. ¿Y qué si lo es? Es un tío cojonudo, legal.

—Pero si tú odias...

—Yo nunca dije eso —me interrumpió—. No con esas palabras. Mira, tú ya sabes lo que yo opino sobre... algunas cuestiones, pero eso no significa que todos sean malos. Ben es buen tío. Incluso más que eso. ¿Sabes lo que hizo por mí una vez? Había una empresa de contenedores en Wembley que intentaba introducirse en esta zona. Tenían un material muy chungo y la llevaba un griego. Ya sabes cómo son. En fin, cobraba mucho menos que yo y presionaba a Ben para...

¿Por qué los hombres creen que su trabajo nos fascina infinitamente tanto como a ellos? Antes de que desconectara, le interrumpí y le dije:

—A ver si lo pillo, Archie. Tú y este Ben, ¿sois amigos?

—Sí, me parece que sí —respondió.

—Bien. Eso es todo lo que necesito saber —dije y le di un nuevo beso, pero uno rápido porque no quería que se equivocara conmigo.

Ah, y también porque Emily me había cogido por el brazo y me arrastraba fuera del local. Por lo visto, andábamos tarde.

La próxima parada fue en el Green Man. Allí nos tomamos una copa y, a continuación, fuimos al Red Lyon. Luego paramos en el Duke of Wellington, el King's Arms y el Queen's Head... ¿O era el King's Head y el Queen's Arms?... Perdí la cuenta...

El último local era una discoteca llamada Juice. No había oído hablar de ella y ninguna de nosotras había estado nunca allí. Pero Kirsty y Ruby nos esperaban en la puerta para que nos sintiéramos como en casa. Sí, eso es, ¡era un bar de copas para lesbianas!

Kirsty estaba impresionante. Llevaba una minifalda de PVC negro con una gran camiseta de red negra sobre un sujetador negro. Lo mejor para enseñar la barriga: estaba embarazada de seis meses y hacía ostentación de su estado. Hacía un par de meses había estado con ella una noche y me lo había contado todo. Cómo Ruby había renunciado a su flamante trabajo en el Norte para regresar con ella. Para celebrar que habían vuelto a estar juntas, echaron a cara o cruz para ver cuál de las dos se quedaría embarazada. Ganó Kirsty. O perdió. No estaba muy segura de cómo se lo tomó. Cuando le pregunté quién era el padre, sacó la jeringa de cocina. Incluso quiso hacerme una demostración, si no lo recuerdo mal.

Tal vez fuese lo bastante loca como para quedarse preñada con un utensilio de cocina, pero no era una irresponsable. No había bebido una gota de alcohol desde que se había hecho la prueba de embarazo, pero eso no les impedía ni a ella ni a Ruby servir a sus invitadas heterosexuales el suficiente alcohol como para una semana entera en el Club de Vacaciones 18-30. Yo creí que ya estábamos bastante pedo cuando llegamos a Juice, pero, ¡qué va!, sólo estábamos calentando motores.

No recuerdo mucho de lo que hicimos allí, si he de ser sincera. Sólo episodios inconexos y no siempre en orden cronológico. Recuerdo cómo se formó alrededor de Fran y de mí un círculo de imponentes bolleras marimachos. Todas nos vitoreaban y animaban con alegría y era la leche. Yo no sabía que se me diera tan bien bailar. Después, hubo un momento cuando la intimidante y dominante encargada me apartó a un lado y me ordenó que dejara de ponerme en evidencia. Pero tengo que decir que no recuerdo en absoluto haberme quitado la camiseta. Y aunque tuviese razón y lo hubiera hecho, ¿qué tipo de local dirigía esa mujer? ¡No me jodas! Estaba lleno de lesbianas. ¿No habían visto nunca unas tetas o qué?

Y no tengo la menor idea de cómo acabé la noche esposada a una tubería en los aseos. Es posible que volviera a mostrar las tetas y la Mujer Dominante decidiera pasar a la acción. Vete tú a saber. Lo que sí sé es que para cuando Kirsty consiguió encontrar la llave, yo había perdido el conocimiento. Fin de la despedida de soltera.

Gracias, Emily, porque fue la noche más divertida que he pasado nunca. Creo. Ojalá pudiera acordarme.

En su condición de organizadora de mi despedida de soltera y, por tanto, responsable de mi bienestar, Emily consiguió llevarme de alguna manera hasta la casa de sus padres. Pasamos el día siguiente en recuperación. No nos levantamos hasta la hora de comer y, por los viejos tiempos, decidimos ir a la cafetería al final de la calle a tomarnos un desayuno completo, como solíamos hacer cuando éramos adolescentes. A una semana de mi boda, todo lo que hacía tenía un aroma a despedida. Cuando dimos la vuelta a la esquina, descubrimos que el Dino's Café se había transformado milagrosamente en el salón de manicura Minnie's Nail Parlour. Madre mía, ¿tanto tiempo había pasado?

Estábamos decididas a conseguir nuestra nostálgica dosis de grasas saturadas, así que caminamos un par de manzanas más hasta Joe's, ya que sabíamos que preparaba unas salchichas deliciosas y además no cobraba más por las tostadas extras. Sólo que Joe's se había convertido de alguna manera en Olive Grove, una carísima tienda de delicatessen con aire acondicionado y mesas metálicas de diseño. Entramos y pedimos unos panecillos recién horneados rellenos de mozzarella light y tomates deshidratados. A la mierda la nostalgia. Estábamos hambrientas.

—Dios mío, fíjate. Dentro de una semana vas a ser la señora Antonescu —dijo Emily mientras nos poníamos moradas—. No me puedo creer que vayas a pasar tú primera por la vicaria. Max y yo llevamos mucho más tiempo juntos que tú y Pelo Engominado.

No sé cómo, el mote de Simon había calado y, al igual que la gomina, se le había pegado.

—¡Emily! —la reprendí.

—Perdona. Cristian y tú.

—Bueno, Max y tú os comprometisteis antes que nosotros —dije—. No es culpa mía si no habéis fijado la fecha aún.

No dijo nada.

—Oye, ¿y por qué no habéis fijado una fecha? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Ya sabes lo tremendamente ocupado que está. Es muy difícil encontrar un hueco y... ya sabes.

No la presioné, pero pensaba que el posponer la boda no tenía nada que ver con la enorme carga de trabajo de Max y todo que ver con Emily. Le había seguido por medio mundo, pero cuando se trataba de legalizar su relación, era igual que yo: una cobarde cagada de miedo. ¿Era la mera idea de casarnos lo que nos daba tanto pavor o era la idea de casarnos con los hombres que habíamos elegido respectivamente?

Muy buena pregunta.

—Podríamos hacer como en Thelma y Louise y escapar —dijo Emily de buenas a primeras.

—Demasiado tarde para eso.

—Nunca es demasiado tarde —dijo, entrecerrando los ojos—. ¿Qué te parece si nos montamos en el Mercedes de Max y nos largamos?

—Te perseguiría y te mataría. Quiere más a ese coche que a ti. Además, yo ya no pienso huir más.

—Bueno, yo tampoco podría hacerlo —dijo—. Max y yo...

—Max y tú, ¿qué? —pregunté, nerviosa. Siempre me daba mala espina cuando Emily no acababa una frase.

—Mira, el motivo por el que no hemos fijado la fecha todavía es porque le han hecho una oferta de trabajo. Su antiguo jefe quiere que vuelva. Van a abrir una nueva oficina y quiere que él lo supervise todo, después de haberlo hecho tan genial la otra vez.

Lo sabía. Se estaba largando de nuevo. Pero tal vez no fuese tan malo en esta ocasión. Quizá fuera a un lugar lo bastante cerca como para poder ir a visitarla algún fin de semana. París, por ejemplo. O Watford.

—¿Dónde está esa nueva oficina? —pregunté.

—En Osaka.

—¿Puedes llegar allí con Easyjet? —pregunté, con optimismo.

—Está en Japón, Dayna.

Vaya.

—Yo no quiero ir —dijo, y por la manera en que se le ensombreció el rostro, supe que no sólo era por mí—. Pero no puedo vivir sin Max. No puedo.

—Pues dile que no vaya. Ya tiene un supertrabajo. Si te quiere, se quedará.

—Es que no sabes lo que le ofrecen. Es algo obsceno. Y le han prometido que dirigirá la oficina de Londres cuando volvamos. Tendrá el futuro asegurado.

—Ya se ha asegurado el futuro diez veces.

—Ya conoces a Max. Nunca es suficiente. Es una propuesta alucinante. No puede rechazarla. Además sólo serán seis meses.

—Ya, seguro. Eso mismo te dijo la última vez.

—Esta vez me lo ha prometido. Me dijo que me lo pondría por escrito si quería. Y sabe que me volvería loca y le mataría si tuviese que quedarme allí más tiempo. Además ¿qué me retiene aquí? Seamos sinceras. No voy a triunfar como diseñadora de interiores.

No podía discutirle ese punto. Me habría gustado hacerlo... pero no había manera.

—¿Cuándo te marchas? —pregunté, resignándome a mi suerte.

—El mes que viene. No te preocupes. Estaré aquí para empujarte al altar el sábado.

La última vez que me había dejado, me había quedado sola. Al menos ahora tendría a Cristian. Estaría demasiado ocupada con mi nueva vida como la señora Antonescu como para echarla de menos. No, esta vez no iba a llorar, no ahora que casi era una adulta casada.

Esa tarde volví a mi apartamento. En cierta medida me había vuelto a mudar a mi casa. No tenía nada que ver con que Cristian y yo nos lleváramos mal ni nada por el estilo. No, decidimos que, en las fechas previas al gran día, deberíamos vivir cada uno por nuestro lado para que el matrimonio resultara más especial y romántico. A decir verdad, lo decidí yo, pero a Cristian le pareció una idea genial. Al menos después de que me pasara una semana entera convenciéndole de ello.

Hablaba en serio cuando se lo dije a Emily. Para mí se había acabado lo de huir. Era hora de madurar. Me casaba dentro de una semana y me iba a entregar a mi matrimonio en cuerpo y alma y, en cuanto regresáramos de la luna de miel, volvería al trabajo, al que me entregaría igualmente en cuerpo y alma. Después, me quedaría embarazada, lo cual significaba que no trabajaría durante mucho tiempo, debido a la baja maternal, pero no importaba. Mila estaría encantada porque sería una abue... Sí, todo iba a salir a pedir de boca y me sentí como no me había sentido en mucho tiempo.

Y cuando el teléfono sonó diez veces en toda la noche, contesté a cada una de las llamadas en lugar de dejar que saltara el contestador, como lo hacía cuando no estaba de humor para hablar con nadie (vale, con Cristian). Y cada vez que me decía que me amaba, yo le respondía que yo también y que estaba ansiosa por que llegara el sábado para unirme a él en santo matrimonio hasta que la muerte nos separe.

Cuando colgué el teléfono por décima vez, me entró el pánico. Quiero decir, pánico de verdad.

Estoy segura de que no me habría pasado nada si Cristian no hubiese mencionado lo de «hasta que la muerte nos separe» en la última llamada, el muy tonto. No podía enfrentarme a este miedo yo sola. Necesitaba una compañera de pánico. Así que llamé a Emily. Llegó en media hora y, como verdadera amiga que era, en cuanto se quitó la chaqueta, le entró el pánico a ella también.

—¡Dios mío! El teléfono. ¿Lo cojo? ¿Qué está pasando, Dayna? ¡Dímelo! —gritó por encima del timbre del teléfono—. No, deja que conteste primero y luego me lo cuentas.

—¡No, no lo hagas! —bramé—. ¡Es él! No puedo volver a hablar con él. Esta noche no. ¡Nunca!

—Pero ¿por qué? ¿Qué ha pasado? —chilló Emily mientras saltaba el contestador y escuchábamos cómo Cristian profesaba su amor eterno en la cinta.

—No, nada. No ha hecho nada. ¡Pero no puedo hacerlo!

—¿Hacer el qué?

—¿Es que no has escuchado nada de lo que te he dicho? ¡No puedo casarme con él! Me agobia. Es asfixiante. ¡No puedo respirar! Emily, yo no puedo vivir así. No para el resto de mi vida.

—¡Ya basta! Vamos a sentarnos y a hablarlo tranquila y racionalmente —gritó fuera de quicio. ¿Por qué coño le había pedido que viniera? Hacía que me sintiera peor.

—No hay nada de qué hablar —chillé—. ¡No puedo hacerlo!

—Tonterías. Claro que puedes —respondió—. Son los nervios de último minuto. Es normal. Todo el mundo se pone nervioso. Tienes que hablar con un adulto. Ya sé, llama a Suzie. Ella sabrá qué decirte.

—¡Ya sé lo que me va a decir! —grité histérica—. Ella ya descubrió que todo esto era un error. No puedo llamarla. Me dirá: «Ya te lo dije».

—Pues tal vez tenga razón. Tal vez no debas casarte con él —dijo, cambiando de rumbo sin motivo.

—¡No me digas eso! —vociferé, más histérica todavía—. ¡tengo que casarme con él! Todo está organizado y pagado. Tengo el vestido, una tarta del tamaño del Empire State Building, una luna de miel de veinte mil libras en Santa Lucía. ¡A Mila le daría un infarto, Cristian se mataría y nadie volvería a dirigirme la palabra nunca más!

Lo mirase por donde lo mirase, estaba jodida. No podía casarme con él. Y no podía no casarme con él. Estaba atrapada en una situación que me había buscado yo sólita. No, no me la había buscado yo sola. De pronto caí en la cuenta de que todo esto era culpa de mi padre. Era la única razón por la que me había comprometido con Cristian. Lo había hecho sólo para demostrar a todo el mundo que, al contrario de él, yo sí podía comprometerme. Pero él ni siquiera estaba para que se lo pudiera demostrar. Joder, si no hubiera estado ya muerto, le habría matado yo misma por el lío en que me había metido por su culpa.

Corrí hasta mi habitación y me eché sobre la cama.

—¡No puedo respirar, Emily! —dije con voz áspera. Y no podía. Sentía una gran opresión en el pecho y respiraba con gran dificultad.

—Intenta sacar la cabeza del edredón, seguro que eso te ayuda —sugirió Emily, por fin más serena.

Me di la vuelta y la miré, desesperada. Me cogió la mano.

—Sólo hazte esta pregunta —dijo—. Es la pregunta que me planteé cuando Max me soltó lo de Japón y no acepté ir hasta que la respondí. Piénsatelo bien, Dayna. ¿Necesitas a Cristian en tu vida?

Lo pensé largo y tendido.

¿Necesitaba a Cristian?

Sólo había una cosa que necesitaba: un hijo. Si bien estaba insegura acerca de todo lo demás, de eso sí que estaba completamente segura.

Y si necesitaba tener un hijo, necesitaba también a Cristian... ¿no?

Emily se quedó conmigo durante una hora más y sólo me dejó cuando estuvo convencida de que no iba a hacer ninguna tontería y sólo tras esconder todos mis cuchillos. Cuando se marchó, me preparé una tostada, pero no conseguía tranquilizarme. Necesitaba hablar con alguien. Crucé el descansillo y llamé a la puerta de Kirsty. Era la persona más objetiva (vale, está bien: cínica) que conocía, sobre todo cuando se trataba de un tema que no le interesaba lo más mínimo (es decir, los hombres). Por consiguiente, no cabía ninguna duda de que me daría un excelente consejo.

Cabía añadir algo más acerca de Kirsty: era la única persona que conocía que no sólo tenía una jeringa para la inseminación artificial, sino que además sabía cómo usarla.