3 Centímetros
—¡No, Dayna, no! —reprende la comadrona—. ¡No empujes todavía! Es demasiado pronto.
Pero ¿qué coño sabrá ella? No parece tener más de diecinueve años. Seguro que lo más cerca que ha estado de un recién nacido es... Vale, de acuerdo, es comadrona. Se dedica a esto, a traer al mundo a recién nacidos. Pero quedarse ahí tan pancha dando consejos «útiles» no cuenta. Lo que cuenta es parirlos. Y en el caso de que no lo hayáis adivinado, es exactamente en medio de lo que estoy metida en este preciso lugar e instante.
Cuando digo «en medio de», me parece que confundo mis deseos con la realidad porque la adolescente que tengo entre mis piernas me comenta que, técnicamente, sólo he dilatado tres centímetros y esto no ha hecho más que empezar.
Todo el mundo ha oído las típicas historias del parto de fulanita que duró doscientas cincuenta horas. Siempre pensé que no eran más que eso: historias. El equivalente en versión parto a comparar heridas y enfermedades. Como por ejemplo: «¿Que tienes los ojos irritados? Anda que yo; tengo los ojos tan mal que ni siquiera Stevie Wonder los querría». Pero ahora mismo empiezo a sospechar que en realidad historias así se suavizan para el gran público. Tengo la horrible sensación de que la verdad es muchísimo peor.
Es la una de la madrugada. Llevo ya tres horas en esta sala de partos. La comadrona adolescente me dice que esto todavía va para rato. ¿Cuánto exactamente? Pero no me dice cuánto exactamente. Ni siquiera más o menos -como qué día por ejemplo—. Así que ya llevo tres horas y sigue la cuenta atrás.
—Intenta relajarte, Dayna —me dice la matrona adolescente con voz tranquilizadora—. Estás un poco tensa.
A lo que le respondo: «Nnnnrrngg». Claro que estoy tensa. Esto ya duele una barbaridad y apenas acaba de empezar. Ahora seguro que me sugiere que encendamos algunos de esos estúpidos palitos de incienso que a Emily le parecieron ideales para la ocasión.
—Ya sé, ¿por qué no encendemos un poco de incienso? —pregunta Emily.
—¡Vete a la mierda! —le suelto apretando los dientes.
Me sonríe lo mejor que puede. Emily no tiene ni puñetera idea de lo que es un parto y por lo tanto aún le queda por descubrir la verdadera definición del dolor.
—Aguanta, Dayna —me anima—. Lo estás haciendo fenomenal.
—¡Arrgghhh! —grito.
Emily me mira y luego a la comadrona adolescente con una mirada llena de pánico.
—¿No se le puede dar más metadona? —implora.
—No son las malditas contracciones, Emily, es mi mano. Suéltamela, por el amor de Dios.
Intento retirar mi mano de la suya, pero no se mueve. Lleva dos horas apretándomela con cariño —con el mismo cariño que un torno de banco quebrando huesos, vamos—. Hasta ahora, la transferencia del dolor ha resultado una magnifica distracción, pero a medida que aumenta su angustia, me estruja la mano con más fuerza.
—Se llama «petidina» —corrige la comadrona adolescente—, y no, ya le hemos dado la dosis máxima.
—Oye, he cambiado de idea respecto a la epidural —le digo—. Ahora quiero que me la pongan. Seguro. No voy a aguantar otros siete centímetros más de esto. Es insoportable.
La comadrona adolescente frunce el ceño.
«Me temo que ya no va a poder ser», dice. «El anestesista tiene esperando a siete mujeres y todas ellas la reservaron al ingresar.» Hace una pausa para dirigirme una mirada que significa: "No me vengas ahora con que no te lo había advertido." «Si lo recuerdas, se te propuso.»Mira hacia la mesa, junto a la pared, que cruje bajo el peso de las velas, palos de inciensos y cedes de cantos de ballenas que descargó Emily cuando llegamos. «Dijiste, y creo que éstas fueran tus palabras exactas: "Oh no, no vamos a querer ninguna intervención, gracias. Tendremos un parto natural."»
Maldita comadrona listilla, con memoria fotográfica y que no ha tenido una contracción en su puta vida. Tal vez fueran ésas las palabras exactas, pero no las dije yo. Las dijo Emily. Y ahora que lo pienso, ¿por qué tiene que hablar en plural mi supuestamente mejor amiga? Como si estuviéramos haciendo lo mismo aquí. Yo no veo que ella sufra lacerantes contracciones sólo para dilatar su cerviz apenas otro milímetro. Ahora mismo podría meterle esos palos de incienso por el culo, seguidos por un par de gruesas velas perfumadas a la vainilla (encendidas). Entonces, mientras oiga sus gritos de agonía, sabré que verdaderamente estamos en esto juntas.
Para empezar, es culpa de Emily que me encuentre aquí esta noche. Fue ella quien tuvo la brillante idea de ir a ver el espectáculo de fuegos artificiales en el centro de jardinería. «Sé que estás muy nerviosa pensando en el parto, Dayna», me dijo, «necesitas distraerte». ¡Ja já! Cinco minutos de zumbidos, explosiones y silbidos atronadores bastaron para provocar el parto. Sólo dos semanitas antes de tiempo.
Y sin mi verdadera pareja de parto, es decir el padre del bebé.
¿He dicho bebé? Perdón, quiero decir sandía de tamaño gigante. O mejor dicho, caja de sandías gigantes. Porque no puede ser que dar a luz a una diminuta criaturita duela tanto.
Pero quizás Emily me haya hecho un enorme favor. Si esta cosa hubiese tenido otras dos semanas más para seguir creciendo dentro de mí, ¿cuánto más me habría dolido? Y al menos está aquí, aunque sea con una bolsa llena de chorradas hippies y otra de comida. (No preguntéis). Aun así podría estar a miles de kilómetros de aquí, en Tokio, donde ha pasado lo más gordo de mi embarazo. Ha estado aprendiendo japonés. Sabe decir perfectamente: «¿Cuánto cuesta este bolso de D amp;G?» y «¿lo tienen en marrón?», así como algunas otras frases fundamentales.
Volvió a casa hace tres semanas y hemos pasado todo ese tiempo imaginándonos lo maravilloso que sería este momento. Tengo la horrible sensación de que tal vez hayamos evaluado mal la situación. La bolsa de la comida, para empezar. Al igual que la parafernalia hippy, es cosa de Emily. Barritas de cereales, chocolate, patatas fritas y una selección de frutas para «mantener tu nivel de energía» y «no aburrirnos». Creedme, aburrimiento no es precisamente lo que siento ahora mismo. Luego está la tercera bolsa, la que lleva los productos de aseo, maquillaje y potingues, así como dos juegos completos de ropa. Cómo no, idea de Emily. ¿A dónde pensaba que íbamos? ¿A pasar dos semanas en el Caribe? Frente a doscientas cincuenta y ocho horas (vale, tres de momento) en el infierno.
Pero no debo culpar a Emily. La única tonta aquí soy yo. Después de nueve meses (menos dos semanas) preparándome para esto, debía de haberlo sabido.
Cierro los ojos y aprieto los puños cuando me aplasta otra ola de dolor arrolladora. «Joder...», cómo duele. No me puedo creer que sólo haya dilatado tres centímetros.
—¿Se va a poner esto mucho peor? —gimoteo cuando el dolor lacerante se atenúa por fin.
Silencio. La comadrona adolescente nos ha dejado un momento y lo único que se le ocurre a Emily es darme un abrazo de impotencia.
—Podría ser peor —dice—. Podrías estar enfrentándote a esto tú sola.
—Estoy sola.
—Yo estoy aquí —responde, dolida.
—Ya lo sé, pero él no está, ¿no?
—Ya lo sé, ya lo sé —dice con voz tranquilizadora.
Intenta cogerme la mano de nuevo, pero consigo zafarme.
—Míralo por la parte positiva. Si yo no me hubiese quedado en tu casa cuando volví, no lo tendrías todo tan bien organizado. Recuerda que fue idea mía preparar la bolsa anoche. Y lo hicimos muy bien además, ¿verdad?
Y para demostrarme lo lista que es, mete la mano en la bolsa de la comida, saca un par de barras de cereales Alpen y me ofrece una. Niego con la cabeza. ¿Quién puede pensar en comer en un momento como éste? Ya me siento lo bastante hinchada así. He engordado veintidós kilos... A ver, ¿cuántos de ellos son del bebé? Desde luego los niños no pesan tanto.
¿O sí?
—Después de todo lo que hemos pasado, es increíble, ¿verdad? —me dice.
Otra vez hablando en plural, pero lo paso por alto.
—¿Qué es lo que es increíble? —pregunto.
—Pues que yo soy la que se casa y tú la que tiene un hijo. Siempre pensé que Max y yo seríamos los primeros en ser padres.
Max es el tío que se la llevó a Japón. Viajó hasta allí para ganar su primer millón. Ella viajó hasta allí para gastarlo. No, no, no fue así en absoluto. Es amor verdadero... Pero derrocha la pasta como si fuera Paris Hilton.
—Lo siento —digo, en tono algo más sarcástico de lo que pretendía—. Debiste de avisarme de que era una carrera. Me habría quedado atrás encantada.
Se ríe, pero no sé si se ha molestado. Hemos sido amigas desde siempre y siempre ha hecho todo antes que yo. Aprendió a nadar antes que yo. Se depiló las cejas antes que yo. Empezó a fumar antes. Lo dejó antes. Y tuvo siete u ocho grandes historias de amor verdadero, del tipo «hasta que la muerte nos separe» antes de que yo tuviera mi primera relación seria.
Sin embargo, ahora mismo, desearía no haberla seguida por ese camino en particular. Si me hubiese reprimido un poco con los chicos —digamos hasta cumplir los cincuenta—, no estaría aquí ahora, a punto de sufrir otra maldita contraaaaaaaaaaaaaaaaaa...